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Las decisiones de Rocío - Parte 27.

en Hetero: Infidelidad

Viernes, 24 de octubre del 2014 - 03:47 hs. - Benjamín.

 

La noche estaba sorpresivamente tranquila. Ni un alma por la calle, ni rastro de nubes que pudieran provocar alguna alteración meteorológica durante el camino, ni ruidos molestos que hicieran las veces de agravantes para mi ya pronunciado dolor de cabeza. Todo estaba en su lugar, y resultaba agradable caminar así por el barrio donde vivía mi querido amigo Luciano. Bueno, amigo o ex amigo, porque todavía no sabía en qué estado había quedado nuestra relación después de los últimos acontecimientos en su casa.

A esa altura lo único que tenía claro era que no tenía nada claro.

Desganado, a pesar de todo lo bonita que estaba la calle, saqué el móvil del bolsillo y volví a revisar aquel mensaje de texto. "Calle Comandante Chacho Nº3" era la dirección a la que tenía que ir. Me detuve en una esquina y miré hacia arriba, concretamente a una placa de hierro que decoraba el saliente de una casa. La calle concordaba, y para que la altura también lo hiciera sólo necesitaba caminar unos seiscientos números más hacia el sur.

Ahora, ¿estaba seguro de querer llegar a mi destino? No del todo. Pero, bueno, la que me esperaba allí no era sino otra que Lulú, así que tampoco tenía nada que temer. ¿Que cuáles eran sus intenciones? Dios sabía.

"Tengo que ir a un sitio y me da miedo ir sola. Ven conmigo, Benji", me dijo por teléfono. Además, cuando le pregunté que si era necesario, su tono de voz se aseveró y prácticamente no me dejó alternativa. Y como siempre fue un huevón, aun cansado, adolorido, harto, triste, enfadado y sin amigos, acepté sin rechistar. "Te coges un taxi", fue su última orden antes de colgar, pero esa sí que me tomé la libertad de desobedecerla. No tenía ganas de socializar con ningún taxista.

A cada paso que daba menos ganas tenía de llegar. Sólo las pocas ganas que tenía de perder a otro amigo me ayudaban a seguir avanzando. También la curiosidad de saber qué podría querer a esas horas de la madrugada. ¿Acaso quería seguir lo que habíamos dejado a medias la última vez? ¿O tal vez sólo hablarlo? Pero, ¿por qué a esas horas? ¿No podíamos quedar a una hora normal? Otra opción, que me daba un poco más de miedo que las otras, era que alguno de los idiotas de mis amigos la hubiese llamado para chivarse de todo lo que había pasado.

—No puede ser... No serían tan hijos de puta —murmuré, a la vez que le daba una patada a una piedra gorda que se había puesto en mi camino.

Aunque, bueno, también podrían haberla llamado por la misma razón que habían llamado a Clara: para curarme las penas. Eso ya me cuadraba un poco más. Por más que estuviéramos peleados, estaba seguro de que todavía estaban preocupados por mí.

—Subnormales... —murmuré al aire con los dientes un tanto apretados.

Por muy buenas intenciones que tuvieran, ¿de qué iba a servir aquello? En el mejor de los casos me la iba a tirar, ¿y luego? Me iba a seguir sintiendo como una mierda por lo que le hice a Clara, y tampoco es que un polvo por despecho pudiera servir para reforzar los lazos con mi jefa. Veía más potable terminar cagándola también con ella y acabar la noche durmiendo debajo de un puente. O peor aún, colgado de uno.

"33" rezaba el siguiente letrerito en el que me fijé. Ya estaba más cerca, pero cada vez más lejos de llegar a una conclusión. Porque, si bien todas las dudas se iban a despejar cuando llegara, no tenía ni la más puta idea de cómo iba a reaccionar con lo que fuera que me encontrara allí.

—Número quince... —susurré para mí mismo entonces. A punto de llegar.

Por no mencionar mi aspecto. Ni tiempo de peinarme había tenido. O, bueno, sí que lo había tenido, pero me había olvidado completamente. Menos mal que antes me habían convencido de ducharme, porque si no el espectáculo cuando Lulú me viera iba a a ser bastante lamentable. Si había algo que le jodía a mi jefa, era verme desalineado, sucio o mal aseado. Y a esa cita ya iba con un poco de cada una.

Había una cosa que sí se podía destacar de todo aquello: y era que, a esa altura del partido, me encontraba en un estado en el que no me importaba nada. Después de lo de Clara, como que mi cerebro se había pausado. Mis cerebro y mis emociones. No sé, algo así como cuando le dices a alguien que tiene el corazón de piedra, ¿sabes? Por eso, aunque sí que no quería terminar las cosas mal también con Lourdes, en el fondo me importaba un cojón lo que fuera a ser de mí una vez terminara con aquello.

Así que dejé de comerme la cabeza.

Seguí mirando los numeritos, casa por casa, hasta que algo llamó mi atención. En una casita decorada con dos grandes maceteros llenos de flores en los ventanales, sobre los cuatro escaloncitos que ornamentaban la entrada, una silueta con forma de mujer hizo que desviara mi mirada hacia ella. Seguí acercándome, con cautela, y me di cuenta de que estaba ensimismada mirando su móvil. Cuando iba a hablarle, de pronto sonó el mío.

"Please allow me to introduce myself, I'm a man of wealth and taste...".

La silueta levantó la cabeza y me miró con sorpresa. Inmediatamente se levantó y vino corriendo hacia mí.

—¡Te dije que cogieras un taxi, tonto del culo! ¡¿Pero qué coño te ha pasado?! ¡¿Y estas pintas?! ¡Apestas a alcohol, Benjamín! ¡¿Te has duchado?! Ven conmigo, anda.

No me dio tiempo a decir nada. Lulú tomó mi mano y tiró de mí como si fuese un niño que se había estado portando mal.

—Es increíble que a tus años te comportes de esta manera, Benjamín. ¡Coño, ya! Ni que fuese el fin del mundo.

No parecía, estaba enfadada de verdad. No era el típico cabreo de madre, era el típico cabreo de amigo. Tironeó de nuevo de la manga de mi camisa y entramos a una casa en la que no había estado nunca. Nada más pisar el salón, me fijé en unos cuadros colgados en la pared en los que aparecía un rostro familiar.

—¡Y ni se te ocurra hacer ruido, que si llegamos a despertar a Romina, ahí sí que vas a tener motivos para deprimirte!

Seguí siendo arrastrado hasta llegar a lo que parecía ser el cuarto de baño. Una vez dentro, Lulú cerró la puerta y comenzó a desvestirme.

—¿Te parece normal que tenga que hacer esto como si tuvieras doce años? ¿Eh? ¡Dime!

No había dicho ni una palabra desde que había llegado, pero eso no parecía importarle, porque cada tres segundos me salía con una pregunta nueva. Cuando me quise dar cuenta, ya estaba desnudo en la ducha con ella rociándome la alcachofa por toda la espalda.

—Tonto del culo... —volvió a repetir, esta vez en voz más baja, con un deje de pena en la pronunciación.

Traté de obviar todo aquello e intenté disfrutar un poco de aquella ducha. Aunque cueste creerlo, la escena no tenía nada de erótico. Puede que algo de violento, pero nada que ver con mi desnudez, o con el hecho de que Lulú me estuviera frotando todo el cuerpo con una esponja, sino por lo cabreada que estaba. Cuando quise darme cuenta, estaba empezando a sentirme cómodo y el dolor de cabeza ya no era tan agudo como al principio. Si tenía que quedarme en esa ducha para siempre no me iba a quejar. Cerré los ojos y...

—¡No te atrevas a relajarte y hacer como que no pasa nada, Benjamín! —gritó de pronto Lulú, que enseguida se alarmó por su propio alarido—. Y deja de alterarme ya, joder.

Dicho eso, se dio la vuelta, como intentando calmarse, y me dejó terminar de darme aquel glorioso baño. Eso sí, entrando cada veinte segundos para decirme que me diera prisa.

—Ni se te ocurra ponerte esos trapos sucios de nuevo —dijo, sacando unas cuantas cosas de una bolsa justo después de que cerré el grifo—. Toma, son del hermano de Romi.

No dije nada. Me puse ese chándal viejo lleno de agujeros que me dio, y la seguí a una habitación que estaba al final del pasillo principal de la casa. Ya no se trataba de si me importaba una mierda todo o no, se trataba de que me sentía intimidado por Lulú. Nunca la había visto así. Y prometo que daba miedo.

El cuarto era grande; tenía una cama de matrimonio con una tele de unas sesenta pulgadas colgada justo en la pared de enfrente. Un escritorio con un ordenador tremendamente moderno decoraba la esquina opuesta a la puerta, justo al lado de una ventana cubierta por unas cortinas rosas con lunares compradas por alguien con el gusto en el culo.

—¿Qué miras tanto? Es la habitación de la hermana de Romi. Tiene quince años.

Me encogí de hombros y me senté en la cama en posición como si estuviera a punto de acostarme, que era exactamente lo que me pedía el cuerpo. Pero la mirada asesina de Lourdes me hizo abandonar la idea.

—Está en la casa de los padres hoy, así que podemos hablar tranquilos aquí.

—¿Y de qué se supone que tenemos que hablar? —dije, al fin.

—Pues de lo que estás haciendo con tu vida, Benjamín. ¿Te parece normal comportarte como te has comportado hoy? —dijo, sentándose a mi lado y despejando toda sospecha de por qué estaba ahí.

—¿Fue Luciano? —inquirí.

—Eso no importa —respondió ella, esquivándome la mirada.

Parecía que iba a volver a gritar, pero se controló. Tomó aire, miró al techo y se tranquilizó. Me empezaba a parecer excesivo que estuviera tan cabreada. Entendía la preocupación, pero ponerse así cuando a ella, todavía, no le había hecho nada...

—¿Piensas pasarte lo que te queda de vida deprimido?

La miré serio, a ver si se daba cuenta las pocas ganas que tenía de hablar. Su semblante no cambió sin embargo, y siguió observándome con cara de pocos amigos mientras esperaba una respuesta. Aquello iba para largo.

—No sé qué te han dicho, pero estoy perfectamente.

—No, no estás perfectamente. Te peleaste con tus dos mejores amigos y...

—¿Y qué?

—Pues... —Lulú hizo un breve silencio, como si tratase de elegir las palabras adecuadas—. Sabes que Clara no es santo de mi devoción, pero...

—Espera, espera, espera —la interrumpí—. ¿Qué cojones te han contado?

—Todo, Benjamín. Todo.

—¿Y qué es todo?

—¡Pues todo!

—Joder, Lulú... Que me digas lo que sabes.

—¡Dios! ¡Que te peleaste con los idiotas de tus amigos y que les dijiste delante de Clara todo lo que tú y yo bien sabemos de ella!

—¿Eso es todo?

—¿Te parece poco?

—¿No te han dicho nada de lo de Rocío?

—¿Qué me tenían que decir?

—Da igual.

—No da igual. ¿Qué más sucedió?

—No tengo ganas de hablar de eso.

—Pues entonces hablemos de lo otro.

—¿De qué cosa?

—De lo de tus amigos y Clara.

—Por favor...

Me estaba empezando a alterar, así que hice un silencio y traté de calmarme. Cuando me dijo que lo sabía "todo", enseguida me di cuenta de que no podían haber sido nunca Lucho y Sebas los que la habían llamado. Quiero decir, eran capaces de llamarla para que me dé un escarmiento, pero no a base de decirle con pelos y señales todos mis errores. Le seguí preguntando sólo para terminar de confirmar lo ya confirmado: que Clara fue la que se comunicó con Lulú. Cosa que tampoco tenía demasiado sentido, pero eso ya era otra historia.

—¿Qué pretendes con todo esto? —le pregunté, haciendo de tripas corazón.

—¿Cómo que qué pretendo? —respondió ella, más cabreada a cada palabra que pronunciaba.

—Sí, ¿qué pretendes?

—Pues que no entiendo qué coño pasa contigo.

—Ni lo vas a entender, porque no entra en mis planes tocar el tema.

—Al final vas a hacer que me cabree.

—Pues cabréate, ya ves tú.

—Me estás dando mucha pena.

—¿De verdad? Bueno, es una pena que me importe una puta mierda —aquello sonó feo, y Lulú me miró como si estuviera a punto de saltarme a la yugular.

—Mira... —respiró, y respiró bien—. Yo no soy Clara, ¿vale? A mí no te me vas a poner en plan capullo.

—Haz lo que quieras, Lu —zanjé, con desdén, y me recosté en aquella cama tan cómoda, que quizás no lo era tanto, pero a mí me parecía una puta nube.

Lourdes se puso de pie y salió de la habitación murmurando palabras no muy agradables. Di por hecho que ya no iba a volver y que por fin podría dormir en paz, pero no iba a caer esa breva. A los tres minutos regresó. Regresó con un pack de seis botellines de cerveza en una mano.

—Toma —dijo, destapando uno y ofreciéndome mientras se volvía a cruzar de piernas a mi lado. La miré con cierta desconfianza—. ¿Qué? —dijo ella, encogiendo un hombro.

—¿Vas en serio? —contesté, sentándome de nuevo.

—¿Por qué no?

Cuando me decidí a aceptar su ofrenda, ella ya había dado dos o tres tragos al suyo. Luego del quinto o sexto, se tumbó en la cama y se desperezó como quien acaba de terminar una larga jornada de trabajo.

—Venga, va —dijo en tono conciliador, mirando al techo, con la boquilla del botellín descansando sobre sus labios—. Cuéntame qué te pasa.

Así, con los brazos estirados por encima de su cabeza y con las piernas creando una "V" en la parte baja de su cuerpo, sus pechos formaban una curvatura perfecta debajo de la camiseta sin mangas que cubría su torso. No eran demasiado grandes, pero no pude evitar quedarme mirándolos con cierta concentración. Fue entonces también cuando me di cuenta de que se había quitado varias prendas de encima durante el ida y vuelta a la cocina. Entre ellas los vaqueros, que había sustituido por un pantaloncito corto verde de verano con pequeñas aberturas en los laterales. Ahora iba más fresquita que una lechuga.

Cuando volví a la realidad, Lulú se estaba descojonando mientras me miraba.

—Santo cielo, Benja... Pues sí que tienes que estar mal... —dijo, tratando de recomponerse—. Con lo que has catado tú, que te quedes así de embobado con tan poco... Es la primera vez que pillo a un tío mirándome las tetas durante tanto tiempo.

La miré a la cara, luego le miré las tetas de nuevo, y finalmente volví a buscar su mirada. Sin sentirme pillado en lo más mínimo, respondí con lo primero que me vino a la cabeza.

—Pues para mí están muy bien —dije, sin ningún tipo de pudor. Lulú se sonrojó y se tapó el pecho con las manos.

—¡Calla, idiota! ¡Y contesta mi pregunta!

No lo demostré, pero la escena me había causado mucha más gracia de lo que me había podido imaginar en un principio. Sea como fuere, me encogí de hombros y me recosté boca arriba igual que ella. Ambos estábamos ahora mirando al techo en la misma posición. Yo un poco menos despatarrado, eso sí.

—¿Qué quieres que te diga? ¿Qué esperas escuchar? —pregunté, un poco más predispuesto esta vez.

—Pues... —pensó—. Quiero saber cómo te sientes.

—¿Me vas a hacer un psicoanálisis tú también?

—¿Te molesta?

—Si es para reprocharme cosas, te recomiendo que no...

—Que no te voy a reprochar nada —me interrumpió en el acto—. Nunca tuve esa intención.

—Pues llevas haciéndolo desde que llegué.

—Que no, idiota... ¿Qué me importará a mí de la niñata egocéntrica esa? Me preocupa más que no tengas problemas en el trabajo por culpa de ella.

Todo aquello ya iba poniéndose más normal y adquiriendo mucho más sentido. A Lulú sí que podía considerarla alguien a quien podía contarle mis mierdas sin miedo a que me juzgara. ¿Quién sabía? Si seguía por ese camino, quizás terminaría abriéndome y todo. O, por lo menos, así me sentía en ese momento.

—¿Entonces...? —prosiguió, dándome el pie para empezar.

—Pues... No sé... Hazme preguntas.

—Mmm... —pensó—. Antes dijiste que pasó algo más con tu novia... ¿Qué fue?

—Nada del otro mundo... Resulta que hoy salí pronto del trabajo para llegar rápido a casa y poder aclarar todo con ella como el grandísimo gilipollas comemierdas que soy.

—Oye... No hace falta que...

—Por alguna razón —la interrumpí—, creía que lo de la última vez, o sea el polvo con el hijo de puta ese, podría haber sido un mero desliz. Y me emocionó pensar que quizás la estaba juzgando antes de tiempo y no estaba teniendo en cuenta los posibles engaños del tipo.

—Entiendo...

—¿Y qué pasó? Que no se me ocurrió otra manera de intentar averiguarlo que llegar de imprevisto a casa. Si se la estaba follando de nuevo: bueno, mala suerte. Pero si no estaba haciendo nada malo, ahí es donde podíamos sentarnos a hablar y contarnos toda la verdad, ¿me sigues?

—Más o menos...

—Bueno, pues que pasó lo primero —Lulú torció el gesto—. Lo primero que oigo al acercarme a la puerta es a esa guarra asquerosa gimiendo como una cerda. Y menos mal que justo pasaba por allí Noelia, porque no sé lo que hubiese pasado si llegaba a entrar en esa casa...

—O sea... ¿Quieres decir que todavía no sabe que lo sabes todo?

—No. Y si hoy me peleé con Sebastián, Luciano y Clara es porque todavía me siento enganchado a esa... a esa persona. Tenía tanto sentido ese plan para mí... Te juro que tenía tanto sentido... Fue un palazo tremendo ver la realidad, Lu...

Mi jefa se sentó de golpe y me cogió de la mano. Luego de animarme a darle un trago a mi botellín, se quedó mirándome con una de esas caras de lástima que te hacen sentir como si fueras el fracasado más grande de la tierra.

—Lo siento, Benji...

—Bueno —traté de animarme, dando un largo trago a mi cerveza. No quería que me siguiera mirando de esa manera ni un segundo más—. Lo que importa es que ya lo sabes... Mis peleas, mi estado, mi higiene... Las pocas ganas que tengo de hacer nada... Todo es por eso.

—No digas eso, idiota —dijo, frunciendo el ceño—. No es el fin del mundo. Y tampoco es que lleves diez años casado con ella.

—Claro... Para ti es fácil, tú a tu marido no lo quieres. A mí me cuesta un huevo imaginarme un futuro sin Rocío.

Otra vez me fui de la lengua, pero el grito que estaba esperando nunca llegó. En su lugar, Lourdes se acercó a mí y se recostó en mi hombro.

—¿Qué habíamos dicho sobre lo de ser un capullo? —me recordó, sin levantar la voz.

—Lo siento... Tal vez debería tratar de no abrir más la boca. Cada vez que hablo la cago... Por momentos pienso que, quizás, sólo quizás, hubiese sido mejor no haber nacido nunca...

Me fui por las ramas. Aquello fue una divagación que no venía a cuento. Victimismo puro y duro, pero me salió del alma. Si quería que Lulú dejara de mirarme con lástima, estaba claro que ese no era el camino.

La charla era un constante "tú hablas, yo digo un burrada, y me quedo esperando a que me consueles". Pero, una vez más, la respuesta que esperaba de Lulú no llegó. Le levanté la carita y lo que vi me dejó más de piedra todavía.

—Lu... —le dije, casi en un susurro—. ¿Estás llorando?

—¡Pues sí! —respondió, enfadada de nuevo, y me apartó de un empujón.

—Yo... Yo no quería que...

—¡Tú no querías pero es que no paras! ¡Y yo ya no sé qué hacer!

No me gustaba verla triste, nunca me había gustado. Y que fuera por mi culpa me gustaba menos. Y si ella no sabía qué hacer conmigo, yo mucho menos sabía qué hacer con ella estando así. Porque, lo peor de todo era que lo único que estaba haciendo era ser sincero. Por primera vez en toda la noche, me estaba abriendo con alguien sin alcohol de por medio, y eso, aunque pareciera que no, me hacía muy bien, demasiado bien.

Por el momento, decidí que lo mejor era darle un buen abrazo.

—No sé por qué te preocupas tanto por mí, Lu... No me lo merezco.

—Si no te lo merecieras no lo haría. Ten por seguro que no lo haría. Al contrario, la que no se merece que seas tan bueno conmigo soy yo, que no he hecho más que cagarla —soltó de la nada, sin despegar la cara de mi pectoral, dejándome algo perplejo.

—¿Cómo? ¿Cuándo la has cagado tú conmigo? Si lo único que has hecho todo este tiempo ha sido hacerme sentir especial. Y yo nunca supe valorar eso...

Me incorporé de nuevo y la obligué a sentarse también. Con la contracara de mi pulgar, le sequé las lagrimitas que corrían por una de sus mejillas a la vez que ella hacía lo propio con la otra. Cuando nuestros ojos se volvieron a encontrar, me di cuenta de que la tristeza que le embargaba en ese momento era profunda.

—El otro día... —empezó a hablar de nuevo—. El otro día yo no quería que las cosas terminaran así.

Y por fin el tema que tanto llevaba esperando. No sé si era el mejor momento para hablarlo, porque las cosas iban más o menos bien y aquel era un tema que bien podría hacernos pelear un poco. Pero... ya que nos estábamos abriendo.

No dije nada. La dejé explicarse hasta que fuera mi turno.

—El silencio te delata, eh... —rio—. No te culpo... Tú estabas tan predispuesto, me dijiste cosas tan bonitas... Soy la persona más estúpida del mundo.

—Lo hiciste por mí —intervine, sin denotar mucha convicción—. Siempre pones por delante las necesidades de los demás y...

—Que no, Benji... Que no... —me cortó—. Lo hice porque tenía miedo... porque estaba aterrada. No te diste cuenta en ningún momento porque te dejaste llevar, pero en el fondo estaba rogando que ocurriera cualquier cosa que me sirviera de excusa para pararlo todo ahí mismo.

—Espera, ¿qué? Explícame un poco más eso del miedo.

—No pongas esa cara, idiota... Fue algo así como... ¡miedo escénico! ¿Sabes? Me daba pánico que termináramos echando un polvo en el baño de la discoteca y que al día siguiente todo entre nosotros fuese diferente.

—Vale, que sí... Lo que me estás queriendo decir es que lo del teléfono fue una excusa. Lo pillo perfectamente.

—Pero es que te enfadas... En fin, supongo que me lo merezco. Sólo quería que supieras que prefiero hacer las cosas bien.

Nada más decir eso, cerró los ojos y pegó su carita contra mi pecho de nuevo. No me había gustado mucho lo que acababa de escuchar, pero me pareció que no era momento de echarle en cara nada. Al fin y al cabo, yo tampoco es que hubiese hecho mucho por evitar que se fuera aquella noche.

Y más allá de todo eso, ahora estaba en otra situación, en otro escenario y con otras expectativas. Delante de mí tenía a una mujer que necesitaba que la mimasen y la quisieran. Y yo iba a mimarla y quererla. Siempre respetando su deseo de querer hacer las cosas bien.

—¿Te das una idea de lo bien que me hace tenerte a mi lado ahora mismo? —le pregunté, intentando entrar en ese mismo modo de ternura y paz en el que había entrado ella.

—Entonces... —dijo, levantando un poco la cabeza para mirarme—. ¿No estás enfadado?

—Que no, boba... ¿Cómo voy a enfadarme contigo por haberme dejado probar esos labios tan ricos tuyos?

—¡Benji! —rio—. Calla, idiota...

—Es la verdad... Tampoco te pienses que me olvido del beso en el garage, o de... bueno...

—¿De qué?

—De aquello que pasó en tu casa cuando me quedé a dormir...

Lulú abrió los ojos de par en par y su cara se puso roja como un tomate.

—¡No me vuelvas a mencionar eso en la vida, tonto!

Muerta de vergüenza, Lulú me empujó y me tiró un cojín a la cabeza. Yo me eché a reír, a carcajear fuerte, y volví hacia ella para abrazarla en otro acto de ternura que no puedes fingir, que sólo te salen de adentro.

—Idiota... —me dijo, recomponiéndose como pudo—. A mí también me hace bien tenerte a mi lado ahora mismo...

—Lo sé —volví a reír.

Me sentía bien. Estar así, recostado y abrazado con Lulú era algo indescriptiblemente hermoso. Tan hermoso que hubiese pagado por quedarme así horas y horas.

—Lu...

—¿Qué?

Pero, por alguna razón, aquella noche estaba destinado a hacerlo todo, pero todo mal.

—¿Sabes por qué le dije todo eso a Clara? —dije, de la nada.

—¿Qué cosa? —preguntó ella, con algo de sorpresa.

—Verás... —di un nuevo trago a mi cerveza—, desde que me encontré con lo que me encontré hoy, llevo todo el día intentando autodestruirme, ¿sabes? Y no de manera consciente. ¿Cómo te lo explico? Sé exactamente lo que tengo que hacer con Rocío. Lo sé. Todos me lo dicen y tienen razón, ¿vale? Pero no me gusta oírlo. Y cuando lo oigo, me pongo a la defensiva. Y una vez me pongo a la defensiva, ya no salgo hasta que me llevo una torta muy fuerte en la cara.

—Vale... —dijo ella entonces—. Que no quieres que te diga nada de Rocío. Lo pillo.

—Que no es eso... Te estoy contando esto porque... Joder, Sebastián y Luciano estuvieron toda la tarde intentando animarme, pero como a cada rato me mencionaban a Rocío, los insultaba y los trataba mal. Por eso, hartos, llamaron a Clara para que... bueno, para que me diera una alegría.

—Una... ¿Una alegría? —Lulú rio, para mi sorpresa—. ¿Cómo "una alegría"?

—La llamaron para que me la folle, ¿vale?

—Vale, vale... —respondió, con algo de sorna en el tono de voz todavía.

—¿De qué te ríes?

—De nada, de nada...

—No, dímelo.

—Pues... —volvió a levantarse y me miró, con una sonrisota en la cara que se la pisaba—. Me parece gracioso porque tú no eres de esa clase de hombre...

—¿Cuál clase de hombre?

—De la de llevarte a una mujer a casa sólo para follártela.

—¿Y por eso tienes que reírte así?

—¡Venga ya! ¿Te vas a enfadar por eso?

—Pues que sepas que todo lo que le dije fue justamente porque que no quiso echar un polvo sin compromiso conmigo.

—Pero por todo lo que te está pasando, no porque seas un capullo.

—A Clara le gusto, Lu... Por eso cuando se dio para lo que la habían llamado en realidad, se cabreó y me montó la del "o vamos en serio o vete a la mierda". Y por eso le solté todo lo de Mauricio delante de los otros dos... Sí que soy un capullo.

—Vamos a ver, Benji... Por mucho que te esfuerces, no vas a conseguir que mi opinión sobre ti cambie, ¿vale, cariño? —y tras darme una suave caricia en la mejilla, se volvió a recostar en mi pecho.

—No busco que tu opinión sobre mí cambie, pero me da rabia que me trates como a un rey cuando no me lo merezco. Por Dios, Lu, que quería llevármela a la cama... Me importaron una mierda sus sentimientos, lo único que quería era follármela.

Lulú se levantó por enésima vez, y vi un gesto de hastío en su cara cuando pasó por delante mío. Cuando volvió, traía consigo otro pack de botellines. Todavía no nos habíamos acabado los primeros, pero ella decidió que íbamos a necesitar más por alguna razón.

—Estas están más frías —dijo, cuando volvió.

—Vale... —respondí—. Pero no creo que vaya a beber más.

—Pues bien por ti, porque yo lo voy a necesitar.

—¿Para qué?

—Para soportarte a ti.

—Vete a la mierda...

Lulú se echó a reír y se abalanzó sobre mí, quedando a horcajadas sobre mi entrepierna.

—Estoy borracha de nuevo, y es por tu culpa —dijo, con una sonrisa de oreja y poniendo su brazos sobre mi pecho.

Se hizo un silencio bastante largo. Un silencio en el que entendí que, por lo menos esa noche, todavía podían pasar muchísimas cosas. Su mano masajeaba mis pectorales a un ritmo lento y pausado, y había cerrado los ojos como para encontrarse con ella misma.

Ahora sí que la cosa tenía mucho de erótico, y eso que ninguno de los dos se había desnudado... todavía.

"She's a Killer Queen, gunpowder, gelatin, dynamite with a laser beam, guaranteed to blow your mind. Anytime".

La voz de Freddie Mercury empezó a retumbar a todo volumen por toda la habitación.

—¡Aaahhh, no me jodas!

Bastante molesta, Lulú se levantó de la cama y fue hacia el escritorio para coger el móvil de su bolso. Echó un vistazo rápido y dejó que la canción siguiera sonando hasta quién fuera que estuviera del otro lado se cansó.

Entonces se quedó quieta, en silencio, todavía mirando la pantalla del pequeño aparato y acariciándola con los dedos. Parecía pensativa. Y a mí los párpados cada vez me pesaban más. Necesitaba una resolución urgente o me iba a quedar dormido, y eso sí que podía llegar a ser catastrófico.

En el instante en el que ya estaba haciendo uso de mis últimas fuerzas para aguantar despierto, veo que Lourdes comienza a hacer un movimiento raro con los brazos. Cuando quise darme cuenta, su camiseta blanca sin mangas volaba por encima mío hasta aterrizar del otro lado de la cama. Volví a pestañar y ahora tenía las manos en su espalda, buscando lo que parecía ser el cierre de su sujetador. Una vez fuera la segunda prenda, se puso de pie y se quito el pequeño pantaloncito veraniego en lo que fue un nuevo pestañeo. Lulú estaba de pie delante de mí cubierta únicamente con un pequeño tanga negro que me dejaba apreciar toda la firmeza y redondez de su culo. Dos nalgas perfectamente ovaladas, fuertes y firmes que nada tenían que envidiarle a las pocas que habían pasado por mis manos.

—Lu... —murmuré, atónito, sin saber todavía cómo continuar.

Con cierto pudor, tapándose el pecho con el brazo derecho, se metió debajo de la cama y reptó hacia mí hasta que su cabeza quedó a la misma altura que la mía.

—Lu...

—Shhh... —me dijo, poniéndome un dedo sobre los labios—. Ya has dicho suficiente.

Dijo eso y volvió a abrazarme igual que antes. Su móvil sonó de nuevo. Torció el gesto. Se debatió entre si darse la vuelta y cogerlo o no. Finalmente lo ignoró y luego volvió a quedar cara a cara conmigo. Parecía esperar algo de mí. No me daba cuenta de qué era. ¿Un beso quizás? ¿Así, de la nada? No lo veía nada claro.

En la espera, el móvil sonó por tercera vez. Visiblemente harta, chistó y se quitó el cubrecama de encima. Cogió el móvil, miró la pantalla, le dio a un botón, se tomó su tiempo tecleando un par de cosas y lo dejó de nuevo donde estaba. Ahora, sin vergüenza ninguna, como si tanta serenata, tanta pérdida de tiempo, tanta molestia innecesaria hubiese espantado todos sus fantasmas pudorosos, se dio la vuelta y me mostró la inesperada hermosura de un torso tan blanco y, a la vez, rosado que no me dejaba apartar la mirada de él. Su carita, al mismo tiempo, brillaba con un ligero rubor que resaltaba el verde esmeralda de sus ojos, creando así una mezcla de colores que terminaban de darle forma a la eterna belleza que desde siempre había encandilado a todos los de la oficina.

Me quedé embobado mirándola. Sin palabras y sin ideas. Todo se me quedó en blanco.

Entonces levantó la cabeza y me miró.

—Ya sé que te he dicho antes que hay que hacer las cosas bien, pero...

—¿Pero qué?

—Estoy dispuesta a hacerlas mal si tú me lo pides...

El móvil sonó de nuevo. Esta vez le echó un ojo rápido y luego siguió mirándome a mí.

—¿Qué quieres decir con eso?

Lulú suspiró y miró al suelo.

—Benji... Pídemelo. Pídemelo y...

—¿Y qué...?

—Pídemelo...

De nuevo tan entregada, tan sumisa, tan dispuesta a entregarse a mí... Otra vez la tenía a mi merced para poder liberarme de una vez, para poder matar aquel gusanillo vengativo que lentamente me iba carcomiendo por dentro a medidas que iban pasando las horas. No había podido ser con Clara, pero podía ser con Lulú.

—Dime algo...

Se empezaba a impacientar, y su carita ya estaba alcanzando una tonalidad que podía superar al más rojo de los autobuses londinenses. Advertido de esto, me levanté de la cama y, sin demasiada prisa, me puse de pie junto a ella. Esta vez sí que se tapó un poco, y agachó la cabeza tanto como para que sólo pudiera verle el nacimiento de su rubio flequillo. Sonreí, y sonreí con dulzura, porque parecía una adolescente temerosa. La gran Lourdes, la que sabía hacer de todo, la que podía organizar un grupo de más de cincuenta personas sin que se le venga la oficina abajo, no podía aguantarle la mirada ni dos segundos a su joven aprendiz.

—Lu...

Eché un vistazo a sus pechos, que cada tanto se rozaban con el mío provocando en ella casi imperceptibles respingos hacia atrás, y me entraron unas ganas diabólicas de levantar las manos y estrujárselos como seguramente muchos otros se lo habían hecho antes. Nuestras caras estaban cada vez más cerca. Aun sin habernos tocado, podía notar como su respiración cada vez sonaba más fuerte, Los dedos gordos de sus pies se montaban sobre los mayores para luego volverse a bajar, así una y otra vez. Su rodilla izquierda se vencía cada tres segundos exactos, justamente el tiempo que tardaba en hacer un amague con su mano derecha para coger la mía. Lourdes era un manojo de nervios, y parecía que estaba en mí tranquilizarla.

—Benji...

Finalmente estiré mi mano y cogí la suya, me acerqué hasta que nuestros pechos se pegaron por completo, fundí la punta de los dedos de mis pies con los suyos, y le di un golpecito a su rodilla izquierda para que dejara de temblar. Lulú levantó la cabeza y me miró. El rubor seguía ahí, el brillo en sus ojos también. Seguía respirando fuerte y sus labios permanecían separados por medio centímetro. Ya estaba todo dado para, por fin, podernos sacar esas ganas que tanto nos teníamos. Que sí, diferentes tipos de ganas, pero ganas al fin y al cabo. Ella estaba enamorada de mí y esperaba que todo aquello fuera el principio de algo más grande. Yo, sin embargo, no sabía si quería vengarme, desenamorarme de la otra para volverme a enamorar de otra o simplemente vaciar el cargador después de varios días sin meterla. A todas luces injusto, ¿no? ¿Se merecía Lulú algo así para algo que llevaba esperando durante tanto tiempo? No. ¿Me importaba una mierda en ese momento?

Sí.

Ya fuera por venganza, atracción sentimental o meras ganas de follar, no iba a dejar escapar esa oportunidad.

Porque ya estaba cansado de preocuparme siempre por los demás y que nadie se preocupara por mí.

Ese era mi momento. Mi momento y el de nadie más.

Y el pensar en la posibilidad de que aquello pudiera ir quitándome a Rocío de la cabeza poco a poco...

...me llenaba los pulmones de aire.

Me atiborraba el alma de vida.

Me hacía tocar el cielo con las manos.

Por eso la cogí por los hombros, acerqué mi cara a la suya y...

—¿Benjamín?

...besé su frente en vez de su boca.

Sin decir nada más, cogí la manta más gorda de la cama y se la pasé por encima para tapar su desnudez. Ella cogió cada extremo y lo cerró sobre su pecho sin entender muy bien lo que estaba ocurriendo. La abracé, la abracé con ternura, con ternura y mucha fuerza.

—¿Benjamín? —volvió a repetir, sin poder ocultar el desconcierto.

—Tienes razón... Yo no soy así. Simplemente no puedo hacerlo.

—¿Qué?

—Eres lo único que me queda, Lu... Si la cago contigo también, no me lo voy a perdonar en la vida... No pienso tratarte como a una cualquiera, y menos cuando sé cuáles son tus sentimientos.

—Joder...

—No sé qué va a pasar con todo esto de Rocío... De verdad que no lo sé. Lo que sí sé es que, si tiene que pasar algo contigo, va a pasar después de haber hecho las cosas bien, como tú bien has dicho.

Nada más terminé de hablar, Lulú apretó su cara contra mi pecho y la dejó ahí. No emitió sonido alguno, tampoco palabra, y apenas la oía respirar. No sabía si estaba llorando, pensando o simplemente descansando. Yo, por otro lado, la miraba desde arriba esperando algún tipo de respuesta después de semejante discurso, pero lo único que me encontré fue silencio y desconcierto.

—¿Lu...?

Pasados unos segundos, se separó por fin de mí y se quedó otro rato bastante largo con la mirada perdida. Sus grandes ojos verdes no se despegaban de aquel trozo de tela blanco que pertenecía al hermano de Romina. Quería hablarle, pero, por alguna razón, no me atrevía.

Sólo cuando levantó la carita y me fulminó con la mirada me di cuenta de que, lo que tenía delante, no era muy distinto a una bomba de tiempo humana.

Su ceño se frunció, su gesto se endureció, sus labios se tornaron hacia abajo y los músculos de su espalda se tensaron hasta el punto de hacerme soltarla como si fuera un trozo de hierro hirviendo. Un instante después estaba recibiendo la bofetada más fuerte que jamás me habían dado en toda mi puñetera vida.

—Tienes razón, no eres un capullo, eres simplemente gilipollas.

La miré atónito, sin entender muy bien lo que acababa de pasar. Ella, por otro lado, me apartó de un empujón y fue a la cama a por otro botellín.

—Respóndeme a una pregunta, por favor —dijo, dando un primer sorbo y saboreándolo con un énfasis exagerado—. Después de todo lo que hemos hablado hoy, luego de que te contara lo que me pasó el otro día y de que te repitiera por activa y por pasiva que me importan una mierda las cosas que hayas hecho o hayas dejado de hacer, ¿por qué eres tan tonto de creer que me voy a sentir utilizada, vejada o ultrajada por dejarme echar un polvo por ti?

—Pu...

No me dejó responderle, se levantó y me soltó un bofetón similar en la otra mejilla.

—Me dices, repitiendo lo mismo que te dije yo antes, que quieres hacer las cosas bien luego de que te dijera, mirándote a la cara, que estaba dispuesta a hacerlas mal si tú me lo pedías, ¿de verdad puedes ser tan cretino? ¿En serio no puedes hacerte una idea de lo atraída por alguien que se tiene que sentir una mujer para quedarse desnuda y decir algo así? ¿En serio me lo dices?

Hizo otro silencio, silencio en el que aprovechó y recogió su ropa interior del suelo. Yo permanecía callado, esperando que la bronca continuara. Más no podía hacer.

Luego de dejar todo más o menos organizado, volvió a pararse frente a mí.

—Benjamín, que esté enamorada no significa que no pueda ser yo la que te esté utilizando a ti para sacarse las ganas, cariño mío, ¿te enteras? Por lo tanto, si me pongo en pelotas delante de ti, ¡cierra la jodida boca y échame un puto polvo, puto pelmazo!

«Cobarde».

—¿Sabes quién era el que me llamaba antes? —dijo de pronto—. Santos. Sí, el mismísimo Santos Barrientos. ¿Sabes qué quería? ¿Sabes qué quiere? Pues tener una oportunidad como la que tú acabas de tener. Lleva insistiéndome días que me olvide ti, que pase página y me centre en otras cosas. Que abra los ojos y me fije la de cosas que hay a mi alrededor. Textual, ¿eh? Bueno, hoy iba a darle una oportunidad... Hoy habíamos quedado para salir de marcha juntos, ya que mañana ninguno de los dos trabaja, pero no fui porque preferí venir aquí para ocuparme de ti.

«Cobarde».

—Esto no volverá a ocurrir, Benjamín... Se acabaron los "ven conmigo, Benji", los intentos desesperados por que te fijes en mí y toda la mierda que me vengo comiendo porque no sé cómo coño hacer para conseguirlo —dijo a continuación, golpeándome con la punta de su dedo índice una y otra vez mientras trataba de contener las lágrimas—. La próxima vez que me necesites, vas a ser tú el que tenga que dejar todo lo que esté haciendo para venir a verme a mí, ¿me oyes? Y no te garantizo que mi puerta vaya a estar abierta. Y si, por alguna razón, llegas a decidir que soy yo a la mujer que quieres en tu vida, entonces sí que vas a tener que hacer las cosas bien. Seguir paso por paso el libro no escrito de cómo conquistar a Lourdes Weiss.

«Cobarde».

—Y ahora vete de aquí antes de que Romina se despierte y se entere de todo lo que acababa de suceder, que ella no va a ser tan amable como yo.

 

Viernes, 24 de octubre del 2014 - 05:32 hs. - Benjamín.

 

Si en ese momento me hubiesen dicho que las últimas siete horas de mi vida podían ser eliminadas de mi memoria, habría aceptado sin pestañar. Estaba exactamente igual que cuando salí del edificio de mi casa escoltado por mis amigos y Noelia. Me sentía igual de mal, igual de perdido y con la misma sensación amarga de no saber qué cojones estaba haciendo en ese mundo. Y todo eso viendo el vaso medio lleno, porque, en realidad, el hecho de contar con cuatro amigos menos me hacía estar mucho peor que al principio. Ya no tenía a quién acudir, ya no tenía en quién confiar... Estaba completamente solo.

Y a todo aquello podíamos sumarle el cabreo monumental que traía encima. Por más raro que pueda parecer, seguía sin entender muy bien el enfado de Lulú. O sea, tenía claro que todo había sido porque no quise echarle un polvo, ¿pero por qué me echaba a mí la culpa si la que me había estado dando largas toda la noche había sido ella? Primero con la historieta del miedo escénico y luego con toda la mierda de querer hacer las cosas bien. ¿Qué cojones iba a saber yo que en realidad me quería decir lo contrario? ¿O que en su puto interior las ganas de mandanga le habían ganado a las ganas de "hacer las cosas bien"?

Pensar en aquello me hacía cabrear mucho, demasiado.

—Me cago en mi vida.

Lo único más o menos rescatable, era que la cabeza ya no me dolía tanto. A pesar de los intentos de Lulú, casi no había probado la cerveza y no tenía que preocuparme por no ser capaz de dar dos pasos seguidos. Además, podía darme el lujo de tomarme alguna que otra copa más si encontraba un lugar donde terminar de pasar las últimas horas de la noche. Porque no, a pesar de todo, no tenía intenciones de amanecer tirado en la hierba de algún parque o sentado en algún banco como un vagabundo cualquiera. Y como, por ejemplo, no podía molestar a Mauricio y tampoco quería volver al edificio maldito para pedirle asilo a Noelia, la única opción que me quedaba era que algún buen samaritano me acogiera en su garito nocturno sin preguntas mediante.

Y sabía dónde podía ser ese lugar. En un segundo de brillantez, recordé que no muy lejos de allí había un pub juvenil que abría toda la noche y no cerraba hasta el mediodía. Luciano me había invitado allí incontables ocasiones para que le hiciera del típico amigo que entretiene a la acompañante de la casada de turno. Nunca fui, sobra decir. Pero tenía la dirección apuntada en algún lugar de mi teléfono móvil.

Saqué el aparatito y busqué los mensajes viejos de Lucho. "Benja, joputa, ayer me follé a la rubia de la barra. No veas como la chupa la cabrona". "Benjamín, pitocorto, como me vuelvas a dejar tirado cuando estoy a punto de tirarme a un bombón como aquel que me hiciste perder ayer, te juro que te cuelgo del ventilador de Mauricio por las putas pelotas". "Benjamín, carapolla, mira cómo me quedó el capullo después del repaso que le di a la tetona de la tienda de ropa. Abre la foto, eh, no me seas cabrón". "Benja, capullazo, vente a la Ricky, que esta noche te necesito sí o sí. Esquina de Arias y García. No me falles".

Me empecé a reír solo mientras caminaba acera abajo por las solitarias calles del barrio de Luciano. Todos esos mensajes me hacían volver a aquellos días en los que mi vida no era una puta mierda, en los que regañaba a Luciano por no poner en orden sus prioridades, en los que me daba el lujo de mirar por encima del hombro a muchos compañeros de trabajo a los que consideraba desafortunados por no tener una vida como la mía.

Reía por no llorar.

Después de unos quince minutos caminando esperanzado de encontrarme alguna señal que me dijera que me aproximaba a mi destino, empecé a escuchar música proveniente desde el horizonte. Un par de pasos después, unas luces de neón azules y lila, que bien podrían haber sido las de un puticlub, iluminaron un punto en la lejanía. Contra todo pronóstico, sonreí y aceleré el paso, tanto, que tardé en darme cuenta de que cada vez habían más personas a mi alrededor. El vacío de diez calles atrás había sido sustituido por montones de adolescentes. Chicos y chicas, señores y señoras que, vestidos de gala, iban y venían con el único objetivo de dejar atrás, al menos durante algunas horas, todos y cada uno de sus problemas diarios.

Aguantándome un poco más las ganas de llegar, me detuve en la esquina anterior y aprecié el escenario que tenía delante. La entrada era una terraza amplia llena de sillas, tumbonas y sombrillas, asemejando lo que era el típico chiringuito de playa, sólo que en pleno centro de un barrio que muy lejos estaba del océano más cercano. En medio de todo eso, en un pasillito estrecho, parecía que estaba lo que era la puerta que llevaba al interior de la discoteca, custodiada por dos gorilas que parecían pasárselo bien charlando con la gente que pasaba por ahí.

Ya con el paisaje medido, comencé a caminar con decisión hacia aquella puerta. Tenía tantas ganas de tomarme una copa que ya podía saborear esos hielitos rozándose con mis labios y podía sentir el ardor del whisky bajando por mi garganta. Tantas ganas tenía que no me importaba que la gente se me quedara mirando cuando pasaba por delante de ellos inhalando y exhalando como si acabara de correr una maratón. Es más, por cada idiota que me miraba como si fuera un tonto, más exagerada hacía la repiración si se podía. Y tan entre ceja y ceja tenía esa puerta, tan metido estaba en mi actuación anti imbéciles, que jamás me di cuenta de que, por un costado, venía un camión cisterna de doscientas toneladas directo hacia mí.

...

O sea, con camión cisterna me refiero a un muchacho bastante musculoso al que le acababa de hacer derramar todo el contenido de su vaso sobre la ropa.

—¡Me cago en la grandísima puta! —resonó por todo el lugar.

La gente ahora sí que se dio la vuelta de verdad. Todos miraron al musculitos e instantáneamente se formó un coro alrededor nuestro. Yo me quedé aturdido ahí en el centro, sin saber muy bien cómo reaccionar.

El tipo levantó la cabeza y vi una mirada cargada de odio. Dio dos pasos al frente y empezó a soltarme perdigones de todos los colores.

—Oye, subnormal, ¿tú de qué vas?

—Yo... Lo siento... —murmuré, como pude, en el tono rasposo y cansado que me salió en ese momento.

—¿Lo siento? ¿Tú has visto cómo me has puesto, subnormal? —exclamó esta vez un poco más cerca de mi cara, repitiendo el insulto anterior como si no conociera ningún otro.

—N-No... No era mi intención... —repetí yo, todavía estupefacto, pero claramente consciente de que sí que estaba pareciendo algo tontito con esa forma de hablar.

—Déjalo, Toni —intercedió enseguida una chica que iba con él—. Va hasta las cejas, vamos a dejar las cosas así...

—Me la suda que vaya pedo. A ver si ahora voy a tener que aguantar que cualquier panoli me toque los cojones.

—Que sí, Toni... Venga, vamos...

El anormal de gimnasio parecía tener ganas de guerra esa noche, y seguramente me habría partido la cara de no ser por su amiga. Por suerte, controló ese impulso violento únicamente motivado por ese par de brazacos que le colgaban de los hombros y reculó justo cuando empezaban a escuchar los primeros gritos de "¡pelea, pelea!".

—Porque voy con ella, si no te reventaba la cabeza, friki de mierda —fue lo último que dijo antes de darse media vuelta y seguir su camino.

Técnicamente era lo único que me faltaba esa noche, una buena paliza. Me venía librando por los pelos de terminar el día en la sala de urgencias de un hospital, primero con Luciano y Sebastián, y luego con Romina.

Y me negaba a finiquitar así un día ya de por sí nefasto.

Era lo último que necesitaba esa noche.

Y, pasara lo que pasara, no iba a permitir que sucediese.

—¿A quién le vas a reventar la cabeza tú, musculitos? A ver si te piensas que asustas a la gente por cuatro anabólicos baratos que te metas en el cuerpo.

En una película, el chico se hubiese quedado quieto, hubiese levantado la cabeza, suspirado, quizás sonreído, y se hubiese dado la vuelta lentamente para preguntarme qué acababa de decir o, por lo menos, que lo repitiese si tenía huevos.

Pero eso solo pasa en las películas.

En la vida real te llevas la hostia mucho antes de poder pensar qué vas a responder en caso de que la provocación surta efecto.

Ni tres segundos pasaron hasta que me llevé la primera. Por suerte no tuvo gran puntería y me la dio en la sien, pero le bastó para tumbarme de costado en el suelo.

El cabrón pegaba fuerte. Ahí no habían solo cuatro anabólicos.

—¡Toni, cálmate! ¡Que te calmes, joder!

Oía gritos a mi alrededor y muchos pasos aproximándose a nuestra posición. Lo que no entendía era por qué no llegaba todavía el segundo golpe. ¿Habían logrado reducirlo? ¿O su amiga lo había convencido de que parara?

Ninguna de esas dos. Por el aturdimiento no me había dado cuenta, pero esa voz que le había dicho a Toni que se calme no era la de la chica de antes, era de alguien... bueno, de alguien que nunca me imaginé que iba a encontrarme ahí en ese momento.

—¡Benjamín! ¡¿Estás bien, Benjamín?!

Me giré sobre mí mismo y parpadeé varias veces mirando al cielo. Una carita que me resultaba familiar me miraba llena de preocupación mientras me pedía que reaccionara.

—Tú antes molabas —se escuchó de fondo—. Estás insoportable desde que trabajas con todos esos pijos de mierda.

—¡Vete a la mierda, gilipollas! ¿Te piensas que estás en el instituto todavía? ¿Te crees que puedes ir pegándole a quien te dé la gana, imbécil?

—¿Cómo dices, guarrilla de poca monta? ¿A que te comes una hostia?

La persona que tenía agachada delante mío, se puso de pie y se le plantó al gigante que me acababa de partir la cabeza. Aun con la vista borrosa, me pareció reconocer la forma de ese cuerpo... También esa melena ondulada que caía sobre su espalda... Y también me pareció reconocer su voz cuando, a continuación, le devolvió la amenaza al tal Toni.

—¿A que te la comes tú?

El grandullón se quedó varios segundos aguantándole la mirada antes de escupir al suelo y seguir su camino no sin antes echar otra ojeada a lo que quedaba de mí. La chica se quedó mirando cómo se iba y luego volvió a inclinarse para ayudarme.

—Venga, ven conmigo.

Pasó uno de mis brazos por detrás suya y luego me ayudó a incorporarme. Todavía había personas mirándome, algunas riéndose y apuntándome como al idiota al que acababan de pegar. Incluso algunos la señalaban a ella murmurando que pobre chica al tener que cargar con un novio como yo. Pero a ella le importó poco y me guió hacia unos baños que había en la parte de atrás del pub.

—Oye, a la puta cola, chavalina —dijo otro anormal con voz de cani—. Si quieres follar te buscas un hotel, que aquí venimos a mear y a cagar.

Sin mediar palabra, cogió mi mentón con dos dedos y me giró la cara en dirección contraria a donde estaba él.

—¡Hostia puta! Pasa, pasa...

Abrimos la puerta y nos metimos dentro mientras oía como más voces de sorpresa y exaltación acompañaban a la de ese muchacho.

Cuando entré y me vi en el espejo, entendía el porqué.

—Mira cuánta sangre, joder... Menudo neandertal —se quejó ella mientras buscaba algo dentro del habitáculo.

El lado contrario a donde me había dado la piña estaba negro y chorreaba sangre como si me hubiese abierto la cabeza de verdad. Según parecía, me había dado un golpe al caer, y lo negro... bueno, por lo que veía en el espejo podía ser o la suciedad del asfalto o un morado que necesitaba ser tratado con urgencia.

—Es mugre —se rio ella—. La sangre viene de aquí arriba.

Tras limpiarme con agua la mancha negra, abrió el pequeño botiquín que había encontrado debajo del lavabo y trasteó hasta que encontró un par de gasas y un bote de yodo.

—No te muevas.

Con mucha suavidad, puso la gasita sobre la herida y palpó varias veces la zona hasta que quedó bien impregnada de aquel líquido marrón. Traté de aguantar, pero terminé sobresaltándome un par de veces. Ahora sí sentía dolor de verdad.

—No es nada —volvió a reír—. Un corte pequeñito. No parece profundo. La cascada esta de sangre es por la postura en la que quedaste. Toma, sujeta aquí. Vas a tener que quedarte así un buen rato.

—Gracias.

Ya viendo todo con bastante más claridad y habiendo recuperado la compostura, pude ver mejor el rostro de mi salvadora. Me resultaba curioso verla comportarse así después de nuestros últimos encuentros, en los cuales no había hecho más que quejarse de mi presencia y poner malas caras cuando sus amigas me ponían atención.

Sea como fuere, ahí estábamos los dos y no era momento para ponerme a analizar actitudes pasadas. Tenía que darle las gracias como era debido y tratar de no comportarme como un imbécil en el proceso.

—Cecilia, ¿no?

—¡Venga ya! ¿En serio me estás preguntando mi puto nombre después de haberte salvado de la paliza del siglo?

—Yo... Pues...

—Es broma —rio, mientras trataba de colocar bien la gasa—. Sí, Cecilia, una de esas de diseño de las que tienes tan buena opinión.

No entendí a qué vino eso, pero lo dejé pasar sin más. Además, ya en frío, me empezaba a doler un cojón y medio esa brecha en la cabeza.

—¡Auch!

—Te dije que no te muevas. Ya casi está.

—Joder... —me volví a quejar, pero tratando de controlarme. La chica estaba haciendo un buen trabajo—. Gracias, de verdad

—Nada... Ya era hora de que alguien se le plantara al idiota de Toni. Y no lo digo por ti —sonrió de forma pícara—. Lo cierto es que no te veía en ese plan de ir provocando cachillas por ahí a las tantas de la mañana.

—No soy de esos... —rechisté—. Lo que pasa es que no he tenido el mejor de mis días y, bueno, que a veces hacemos gilipolleces.

—Ya lo veo —respondió ella, echándome un vistazo de arriba a abajo—. Para que estés aquí a estas horas en este estado... tiene que haber sido un día terrible.

—Y tanto...

—Bueno, esto ya está. Vámonos.

—¡Venga, joder! ¡Que nos estamos meando! —gritó alguien desde afuera.

—¡Ya va, pesados!

Cecilia guardó las cosas de nuevo en el botiquín y me cogió del brazo para volver a guiarme entre la multitud. Cuando salimos ya casi no quedaba gente en la cola, y la poca que había parecía recién llegada.

—Tienes una mancha de sangre en la camisa —me dijo un cuarentón medio borracho que iba pasando por ahí.

—Sí —le respondió por mí uno que iba con él—. Es al que le partieron la cara antes.

—Vaya.

Cayendo en cuenta de que seguíamos llamando demasiado la atención, Cecilia decidió acelerar el paso. Y, para sorpresa mía, no me llevaba hacia el interior del establecimiento.

—Oye, que quiero tomarme una copa —me quejé, pero sin presentar demasiada oposición.

—¿Tú estás loco? No voy a dejar que sigas bebiendo y mucho menos ahí dentro, que todavía el animal de Toni te parte lo que te queda de cara.

—¿Dónde me llevas, entonces?

—A la parada de los taxis, ¿dónde más?

Apenas dijo eso, dejé de caminar. Ella se detuvo y me miró con algo de sorpresa.

—¿Qué haces? —me inquirió.

—No me voy a subir a ningún taxi, Cecilia. No tengo dónde ir —me sinceré.

—¿Que no tienes dónde ir? ¿No tienes casa?

—Esto... —dudé—.El caso es que no quiero volver a casa. Es un tema complicado...

—¿E ir a un hospital? Al menos para que te vean eso.

—Me dijiste que no era la gran cosa.

—Pero médico no soy, enfermera tampoco... ¿Te vas a fiar de mí opinión?

—Me fié de la de Rocío durante tanto tiempo, ¿por qué no me voy a fiar de la de alguien que me acaba de salvar la vida?

Cecilia se me quedó mirando dubitativa, como haciendo memoria. Luego volvió a hablar.

—¿Rocío no era tu novia? ¡No me jodas! ¿Rompieron?

—No... pero... Nada.

—No, no... Ahora no me vengas con esas, dime qué —de pronto, sus ojos se abrieron de par en par y el gesto de su cara cambió radicalmente—. ¡Hostia puta!

Me soltó y empezó a caminar en círculos agitando las manos con excesivo énfasis.

—¿Y ahora qué coño hago? No te puedo dejar tirado en ese estado. Joder... ¡Joder! ¿Quién me manda a mí de hacer de buena samaritana?

—O-Oye, Cecilia... No te preocupes. Yo me las arreglo so...

—¿Que te las arreglas solo? Por favor, mírate un poco... Que no, que no, tú te vienes conmigo a casa.

—¿Qué?

No muy convencida, volvió a cogerme de la mano y tiró de mí en dirección hacia quién sabía dónde. Mientras me guiaba, trataba de ir ordenando un poco mis ideas. ¿Debía aceptar su invitación o no? No sabía adónde me llevaba, tampoco sabía con quién vivía. Y si se lo había pensado tanto quizás era porque podía surgir algún problema, y ya bastante había tenido con la hostia que me acababan de dar. ¿Era buena idea o no?

—Oye, Cecilia... Yo te lo agradezco, pero...

—Cállate ya, Benjamín... —dijo, con algo de hastío—. Te vienes conmigo y punto.

—Pero, joder, tampoco quiero molestar...

—Si no haces ruido no vas a molestar a nadie. Lo único que tienes que hacer es no despertar a mi hermano.

Su hermano... Tenía lógica. No sé por qué había pensado en una pareja o algo así, si sus amigas se habían pasado todas nuestras reuniones burlándose de ella justamente porque no tenía. Ahora, obviando la lógica respuesta de la hora que era, ¿por qué era mala idea despertar a su hermano?

—Esto... por casualidad, ¿qué pasaría si tu hermano se despierta?

Cecilia se giró, rio de nuevo después de varios minutos, y me soltó la mano. Entonces me di cuenta de que el pub había quedado atrás y de que las calles volvían a estar desiertas.

—Tienes miedo de que te vuelvan a hostiar, ¿eh? —carcajeó fuerte—. No te preocupes, el tema es que le tengo prohibido llevar mujeres a casa por razones obvias... Y no quiero que verte a ti le dé pie a empezar a llevarlas de nuevo.

—Bueno... Supongo que está bien entonces.

—¡Pero no hagas ruido! ¡Una vez dentro, ni "mu"!

—Que sí, que sí...

No entendía muy bien qué cojones estaba pasando, pero decidí encomendarme al destino.

Ninguno de los dos volvió a hablar hasta un par de calles después.

—¿Y tú qué hacías en ese sitio a estas horas? —le pregunté, por simple curiosidad.

—¿Yo? Pues de fiesta con otras amigas "huecas" que no conoces.

—Espera, espera... Ya es la segunda vez que me sales con esas. ¿Qué te han contado?

—"Oye, Benjamín" —comenzó a decir con vos bastante grave, como si emulara a un hombre—, "¿qué te traes con las guarrillas esas de diseño últimamente?". "Nada, Lucho, es Clara, que se piensa que me hace gracia quedar con las huecas esas. Ni siquiera sé por qué tienen una planta propia en la empresa".

Mi mirada me delató. Me habían adelantado por la derecha. No obstante, Cecilia rio al ver mi rostro y trató de quitarle hierro al asunto.

—No eres el único que utiliza la cafetería de tu planta, ¿sabes? Deberías tener más cuidado, y más si traes loquita a más de una de esas "huecas".

—Yo... Lo siento.

—Que no pasa nada, hombre. Si tú tampoco es que me caigas muy bien —soltó con toda naturalidad—. Eso sí, Lin y Olaia se llevaron un disgusto cuando se enteraron. Bueno, en realidad a Lin mucho no le importó, porque siguió yendo a saco a por ti hasta que le diste calabazas... Pero a Olaia... A ella sí que le tocaste la moral.

—Lo siento...

—¡Deja de disculparte, coño! Que pareces un niño chico... Soy de las que creen que hay que hablar siempre las cosas, pero no lo estoy haciendo para hacerte sentir mal ni nada.

No dije nada más. Seguí caminando, siguiendo su estela, intentando disfrutar un poco la brisa que me golpeaba la cara. La calle seguía igual de tranquila que cuando había salido de casa de Luciano. Lejos de la discoteca ya casi no veíamos personas y el clima no había variado en lo más mínimo. Así, al igual que antes, daba gusto dar un paseo.

A los pocos metros, Cecilia se detuvo.

—Oye, Benjamín... No quiero parecer chismosa, pero... ¿es grave lo tuyo con tu novia?

Por lo que había podido ver, Cecilia era una mujer de esas firmes, decididas, que no agacha la cabeza ante nadie. No tanto como Noelia, que lo único que le faltaba para ser hombre era un pene, pero sí que era del estilo que no se dejaba pisotear nunca. Por eso me sorprendió que desviara la mirada y bajara el tono de su voz para hacerme esa pregunta. Y también me agradó ver que podía bajar a la tierra cuando sabía que podía estar pisando terreno pantanoso.

—Se podría decir que sí... —dije, sincero—. No creo que tenga arreglo.

—Vaya... ¿Quieres hablar del tema?

—¿Tú quieres? —sonreí—. Mira, tenemos todo el día.

Señalé al horizonte, justo donde se podía ver cómo el negro de la noche empezaba a ser sustituido por un rojizo anaranjado. Ella sonrió.

—Me lo vas contando en el camino.

—¿Cómo "camino"? ¿Está lejos la casa?

—Sí... —asintió—. Digamos que a unas veinte manzanas.

—¡¿Y por qué no fuimos en taxi?!

—Porque no quisiste subirte. Y porque no tengo un duro encima.

—Pero no me quise subir para ir a mi casa... A la tuya era otra historia.

—Bueno, ¿hablamos o no? O es que soy poca cosa como para poder hablar contigo.

—Que no, joder... ¿Nos podemos olvidar de eso? No tengo nada en contra de diseño gráfico, lo que pasa es que soy un bocazas de mierda.

—Pues parecías muy seguro cuando se lo decías a tu amigote... Que, por cierto, se estuvo tirando a Tere un par de meses. Quizás por eso estaba intrigado.

—¿Quién? ¿Luciano? No creo... Luciano sólo se tira a...

—...mujeres casadas, ¿no? Eso mismo me contó Tere. Pero, en su defecto, también le apunta a las que tienen novio.

—¿Y tú cómo sabes eso?

—Porque estuvo meses pasando de Tere, que le tiraba los trastos como loca. ¿A que no adivinas cuándo el muy cabrón se empezó a interesar en ella?

—Cuando se echó novio, supongo...

—Ahí lo tienes. Le estuvieron dando al tema bastante tiempo, hasta que se dio cuenta que lo de Tere con ese chico no iba tan en serio.

—¿Qué?

—Lo que seguramente te estás imaginando ahora —rio—. Tere se metió con el crío ese para darle celos al cerdo de tu amigo. Y cuando este se enteró la mandó a pastar. Pero bueno, no fue traumático para ella, después de todo, lo quería nada más que para echarle un par de polvos. Triunfo y adiós, hasta la próxima.

No me podía creer que estuviera oyendo una historia como esa a las seis y pico de la mañana con una persona que apenas conocía y después de todo lo que me había ocurrido ese día. Aunque no por ello iba a darle menos importancia. Ese material era muy bueno para molestar a Luciano cuando se pusiera tonto.

—Luciano el de las mujeres casadas engañado por una cría de diseño... Curiosamente curioso —reí yo.

—Por fin cambias esas cara de amargado, hijo mío. Y no la llames cría, que me suena a menosprecio de nuevo.

—Y dale... ¿Me vas a estar picando toda la noche con eso?

—No sé... depende. Si me cuentas lo que pasó con tu novia puede que me olvide ya por completo.

—Que me puso los cuernos, tampoco es la gran historia...

—Hasta ahí llegaba, bonito... Por eso estás aquí todo sucio peleándote con la gente y caminando con una "cría hueca" a las seis de la mañana en un barrio que seguramente esté a tomar por culo de tu casa.

—No te recordaba tan habladora —reí. Me lo estaba empezando a pasar bien.

—Ni yo a ti tan vulnerable.

—¿Cómo que vulnerable?

—Pues sí... Ahora siento como que estoy a cargo de ti. Si te dejara solo me sentiría mal. Mañana podrías aparecer apuñalado en un callejón, o lo mismo flotando en el lago más cercano.

—¡¿Qué dices?! —volví a reír.

Me sentía de nuevo como si estuviera con Clara en casa de Luciano. Mismas sensaciones y mismo ambiente, pero diferente chica. Se me hizo un nudo en el estómago al pensar en ello.

—No sé si estoy preguntando una tontería, pero... ¿tienes dónde ir mañana? O sea, supongo que seguirás sin ganas de pasarte por casa...

¿Debía serle sincero? O sea, ¿más sincero todavía? ¿Qué probabilidades habían de que toda mi historia con Rocío se supiera la semana que viene en toda la empresa? De momento pocas, pero ¿y si seguía contándole cosas a esa mujer? Estaba jugando con fuego.

—Mira, no tienes por qué hacer de niñera conmigo. Es más, creo que ya estoy mucho más espabilado que hace un par de horas. Puedes irte a casa si quieres, que yo me busco la vida a partir de aquí.

—Vaya tío borde que eres... No sé qué cojones habrán visto en ti Olaia, Lin y Clarita...

—A Clarita puedes quitarla también de la lista, que después de lo de hoy...

Bocazas a tiempo completo.

—¿Después de lo de hoy? —dijo, abriendo los ojos muy grandes—. ¿Qué pasó hoy? ¿Qué le hiciste?

—Nada... Tuvimos un pequeño desencuentro. Peleas que tienen las personas... Aunque no creo que me vuelva a hablar.

—Joder... Eres un cabronazo, ¿no? Y yo aquí salvándote el culo y cuidándote luego... Tremendo hijo de puta.

Por alguna razón, todos esos insultos no me dolían en lo absoluto. Tampoco parecía soltarlos para lastimar. Era como si estuviera llegando a conclusiones ella sola y expresándose a medida que las cosas tomaban sentido en su cabeza.

—Pero si ni te he dicho lo que pasó.

—No, no... Eso guárdatelo para ti. De verdad que no quiero dejarte solo hasta que hayas podido dormir un par de horas... Si me cuentas lo que hiciste y no me gusta puede que lo haga y que además te dé una patada en las pelotas.

—Vaya...

—Bueno, ya que te has abierto, creo que puedo hacerlo yo también —dijo de pronto.

—No creo que me haya abierto nada, pero adelante...

—¿Por qué? ¿Quieres contarme algo más?

—No... Creo que ya fue suficiente. ¿Tú también tienes asuntos pendientes?

—Se podría decir que sí...

No sabía hasta qué punto me interesaba escuchar los problemas de esa chica, pero todavía nos quedaba un largo camino hasta llegar a su casa. Pensé que mejor pasarlo hablando que envueltos en un silencio incómodo y desagradable.

—Cuéntame —lancé.

—Pues... ¿Por dónde empiezo? Resulta que ahora podría estar con el que probablemente sea el amor de mi vida, pero decidí no hacerlo porque tengo miedo de lo que pueda pasar.

—Espera, paso a paso —traté de involucrarme—. ¿Cómo que "ahora mismo"?

—Pues sí... Déjame contártelo bien. Es decir, somos amigos desde hace muchísimo tiempo. Él lo sabe todo de mí y yo lo sé todo sobre él. Cuando tenemos parejas yo le cuento cosas a él de la mía y él a mí de la suya, y luego decidimos entre nosotros si son adecuados para nosotros o no, ¿lo pillas? Tenemos ese tipo de relación de confianza que es muy difícil conseguir hoy en día con nadie.

—Entiendo... Como si tuvieran quince años... —Cecilia me fulminó con la mirada—. Quiero decir, algo así juvenil... Mira, sigue.

—Bueno —prosiguió, luego de un fuerte carraspeo acusador—, la cosa es que hace tiempo que han empezado a haber acercamientos, e incluso contactos. El problema es que la última vez se notaba que los dos queríamos llegar a más, pero la situación era tan incómoda que hice bomba de humo. Baño y a casita.

—Ya...

—Hace una semana que no nos vemos, y hoy va y me dice que quiere quedar conmigo esta noche, a solas, que su compañero de piso se pira diez días a no sé dónde.

—Entiendo... ¿Y por qué no fuiste entonces?

—¿Tú me estás oyendo? ¡Porque si voy nos vamos a acostar y adiós amistad ideal! ¡Joder! —exclamó. Y el déjà vu fue instantáneo.

—No me lo puedo creer... —traté de no pensar en aquello y continué—. ¿Y cuál sería el problema? ¿No dices que puede ser el amor de tu vida?

—¿Y si no lo es y se arruina nuestra relación? O sea, la amistad ya sé que es perfecta. Cien por ciento comprobado. ¿Cómo se yo que una relación sentimental sería igual de pura e ideal?

Era increíble que estuviera teniendo una conversación así de nuevo. Me quería reír, pero no podía estando Cecilia ahí. Y mucho menos podía mencionárselo porque si no una cosa llevaría a la otra y... bueno, que no me interesaba que se tocara el tema.

Más allá de eso, no pude evitar empezar a preguntar también: ¿qué hacía yo a esas horas hablando de problemas amorosos con una cría de diseño? ¿Cómo podía ser tan caprichoso el destino que me había puesto en una situación así después de todo lo que había pasado? No era que me molestara, pero sí que me parecía muy curioso. Además, el paseo me estaba sentando muy bien y ya sentía que, por fin, había vuelto a recobrar la compostura después de lo de Lulú. Como que volvía a sentirme yo de vuelta.

Por eso, y por seguramente más cosas, decidí seguir con aquella conversación.

—Eh... mira, Cecilia... No puedes tenerlo todo en la vida, o amistad perfecta o relación perfecta —arranqué, viniéndome un poco arriba.

—Ya lo sé, genio. Por eso estoy aquí contigo, que no me caes nada bien, y no con él.

—Vaya... ¿Y siempre te quedas cuidando a la gente que no te cae bien? —le pregunté, con un poco de sorna. Ella dudó y luego respondió.

—Hombre, no es que sea algo que haga mucho, pero... no sé, que me caigas como el puto culo no quiere decir que no te ayude si veo que lo necesitas. O sea, no me pareces un mal tío del todo...

Mientras pronunciaba esas últimas palabras, noté como sus ojos recorrían mi cuerpo de arriba a abajo sin disimular ni un pelo. Lo que no me quedó muy claro era si me estaba analizando de alguna manera rara que tendría ella o si, por lo contrario, me estaba admirando como hombre.

—¿Hola? —la llamé, moviendo una mano delante de su cara cuando sus ojos recorrieron mi cuerpo por novena vez.

—¡Ah! Perdona —dijo, dándose un poco de aire con la mano—. Creo que bebí más de la cuenta.

La observé con atención y, salvo por ese último gesto, nada en ella me decía que pudiera estar borracha. O sea, remitiéndome a lo que se puede ver, oír y oler. Pero, bueno, si ella lo decía... Quizás se debía también a eso tanto desparpajo desde que nos encontramos.

—Ni me había dado cuenta —respondí.

—¿Cómo te vas a dar cuenta si aquí el que apesta a alcohol eres tú?

—¿Que huelo a alcohol? Si me he dado dos baños esta noche.

—Échame el aliento, a ver.

Sin darme tiempo a reaccionar, Cecilia dio un par de pasos hacia mí y estiró el cuello hasta que su nariz quedó a unos pocos centímetros de mi boca. Ahí mismo, cerró los ojos y señaló con un dedo el hueco que había quedado entre nuestras caras.

—Sopla.

Completamente desconcertado por lo bizarro de la situación, en vez de soltarle el aliento, tosí como un auténtico tarado.

—¡P-Pero, ¿qué haces?! —exclamó ella, apartándose al instante y comenzando a agitar las manos por delante de su cara.

—L-Lo siento.

—¡Como me hayas pegado algo te juro que te denuncio! —exageró, todavía haciendo aspavientos—. ¡Y apestas a cerveza!

Cecilia dijo eso e inmediatamente se echó a reír, no pudiendo seguir más con su falso enfado y devolviéndome la gentileza con un intento de tosida el cual pude esquivar sin mucha dificultad.

—¡Cabronazo!

Mientras reía y me insultaba, algo en su carita llamó mi atención. Es cierto que yo soy muy de sonrisas, pero la suya me pareció particularmente especial. Su carita blanca, llena de pecas, se iluminaba de una forma muy tierna cuando se reía que te invitaba a quedarte mirándola con cara de idiota.

A decir verdad, era la primera vez que me fijaba en su cara con atención. Su cuerpo ya lo tenía más que analizado: chica esbelta con pechos normales y un culo respingón de esos que arrastran miradas allá por donde pasan. Pero, ¿su carita? No tanto. Supongo que nunca me había parecido nada a destacar teniendo en cuenta lo poco que le gustaba verme desayunando con ella y sus amigos. Definitivamente eso no había ayudado mucho.

Sin embargo, la cosa era diferente esa noche. Era imposible no darte cuenta que aquel par de labios carnosos, cubiertos por una fina capa de carmín rosa suave que combinaba a la perfección con la palidez de su piel, esa nariz pequeña y redondita, y aquel flequillo negro que coronaba esos ojitos verdes tan hipnotizantes formaban un rostro tan digno de ser venerado durante horas y horas.

Bueno, horas y horas, o hasta que te la dueña te pille mirándola con cara de violador en serie.

—¡Hostia puta! ¡Tú me quieres follar! —gritó de golpe, y se fue de espalda directamente contra el paredón de una casa.

—¡Oye! ¡Baja la voz! —le espeté alarmado, echando un vistazo a los alrededores por si alguien andaba cerca.

—¡Pero si me estás mirando como si estuvieras a punto de empotrarme ahí mismo contra esa puerta!

—¡Que te calles, enferma!

Totalmente espantado por aquel numerito, me acerqué a ella y le puse una mano en la boca.

Sí, no se me ocurrió mejor idea.

Cecilia, que se había hecho la asustada cuando comencé a caminar hacia ella, ahora se había quedado quieta y mirándome con cara de póquer.

—¿En serio? —me dijo, con mi mano todavía en su boca, la cual quité enseguida—. ¿De verdad me tapas la boca cuando te estoy acusando de violador?

—P-Pues... Yo...

La niñata soltó un bufido ahogado por sus labios cerrados y comenzó a reírse de nuevo a viva voz. Nada más darme cuenta de que me estaba vacilando, la miré con enfado y seguí caminando calle arriba.

—¡Oye, espera! —me gritó desde lejos.

—Vete a la mierda —le respondí.

—¡No te pongas así! —seguía diciendo mientras me perseguía.

—¡Que me dejes!

—¡Pero si no tienes dónde ir!

Me detuve en el acto. La cría tenía razón. Me di media vuelta y la volví a mirar con el ceño fruncido.

—Joder, Benjamín... —dijo, tratando de recuperar el aliento—. Ahora que estaba empezando a tener una mejor impresión de ti...

No sabía en qué momento su impresión sobre mí había cambiado, pero ya no me interesaba en lo absoluto. Lo único que quería era llegar a su casa y acostarme a dormir lo más rápido posible.

—Mira —dije, haciendo caso omiso a su tontería—, ¿por qué no dejamos de perder el tiempo y vamos a tu casa de una vez? Te aseguro que no estoy para estas cosas ahora mismo.

—¡Oye! Tampoco fue para tanto, ¿vale?

—Vamos a tu casa.

—Muchas ganas tienes tú de venir a mi casa... —me volvió a mirar con sospecha—. ¿Te das cuenta que es verdad que me quieres follar?

—Joder... —murmuré, ya bastante cansado—. Si quisiera follarte, te habrías dado cuenta en el baño de la discoteca.

—¡Vaya, vaya, vaya! ¿Te me vienes arriba? ¿Y cómo es que lo habría sabido?

—Te garantizo que te habrías dado cuenta —insistí, tratando de no caer en la provocación.

—¡Pues dime cómo! ¡Quiero verlo!

«Cobarde».

Me cansó. Me di media vuelta, la cogí por un brazo y la llevé hasta un nuevo paredón que teníamos delante.

—Vale, vale... Ya me quedó claro —reculó enseguida ante tanta agresividad.

—¿Segura?

—Sí... Suéltame.

—¿No querías verlo?

Ya estaba cansado de que me tomaran el pelo. No me la iba a follar ahí, ni mucho menos, pero iba a llevar las cosas un poco al límite.

Totalmente envalentonado, acerqué mi cara a la suya de una forma parecida a como lo había hecho ella hacía unos minutos. Acto seguido, estampé mi mano libre contra la pared al lado de su cabeza y clavé mis ojos en los suyos. A pesar de su negativa inicial por continuar, Cecilia me miró seria, con contundencia, hasta con cierta arrogancia, como invitándome ella también a ver hasta dónde podía llegar. Recogiendo el órdago, le mantuve la mirada y acerqué, muy cuidadosamente, mi pierna izquierda a la suya, hasta que se tocaron. Noté un respingo en ella, pero no modificó el gesto. Aquello me animó a continuar y, sin pensármelo dos veces, intenté meter aquella misma pierna entre las de ella, lo que detonó la hecatombe que vino a continuación.

—¡Que no me voy a acostar contigo, pipiolo! —gritó, totalmente desbordada, y me dio un empujón que casi me hace caer al suelo—. ¡¿Tú qué coño te has creído?! ¡Me cago en todo ya! ¡Una no puede ser buena con alguien que enseguida empiezan a montarse sus propias películas!

Sin cambiar un ápice la seriedad en mi gesto, algo desestabilizado por el empujón, me acerqué de nuevo a la cría e intenté hablar con ella.

«Cobarde».

—Cecilia...

—¡Mira, Benjamín! ¡No sé qué has entendido o qué has creído ver en todo esto que he hecho por ti, pero mis intenciones nunca han sido las de meterme en la cama contigo, ¿de acuerdo?!

—Cecilia...

—Vale, que no, que no estás mal... Es más, antes te estaba mirando y vi que... pues, joder, que tienes tu punto y... ¡Pero que no! ¡No me vas a convencer!

—Cecilia...

—Y encima me lo propones justo después de que te contara que estoy enamorada... ¡Claro, has debido verme débil y confundida y has pensado: "esta es la mía"! ¡Pues no, cerdo!

—Cecilia...

—O sea... en otro momento... Quizás en otra situación... Si no estuviera tan pillada por él, quizás tú y yo... ¡¿Pero qué me estás haciendo decir?! ¡Que no!

—Cecilia...

—Además... ¿tan rápido? No sé... podrías intentar currártelo un poco más, ¿no? Una cena, un cine... ¡Que no soy un trozo de carne, Benjamín! ¿Cómo pretendes que reaccione si de buenas a primeras me propones ir a mi casa a echar un polvo?

—¿Me vas a dej...?

—¡Ni siquiera me has intentado besar, has ido directamente a las zonas a las que no tenías que ir! Que te habría hecho la cobra, obviamente... ¡Pero la intención es lo que cuenta!

—¡Cecil...!

—¡Dios! ¡¿Y si nos pilla mi hermano?! ¡O peor aún, ¿los vecinos?! ¿Sabes que tengo un par de ancianitas al lado, doña Sara y doña María, que siempre me dicen lo buena pareja que hago con mi amigo? ¿Qué pensarían si me vieran llegar contigo a casa? Vamos a ver, que podría ser el típico malentendido por el que pasa cualquier chica soltera viviendo sola que se aprecie, ¡pero es que ya no sería un malentendido porque tú sí que vas a lo que vas!

No había manera. No dejaba de hablar. Lo único que quería era decirle que iba a acompañarla hasta la puerta de su casa, para que no fuera sola por la calle a esas horas, y que luego seguiría mi propio camino. Pero el torrente de tonterías que no paraba de salir de su boca parecía que no iba a tener fin.

¿Y qué podía hacer entonces? Pues gritarle, golpearla o...

—Por cierto, ¿a que tampoco tienes condones? ¡Vaya, vaya! ¡El señorito quiere meterla en caliente, pero no...! ¡Oye, ¿qué hac...?!

Ella me lo había pedido, ¿no? Pues ahí lo tenía. No sé de dónde saqué el valor, tampoco sé de donde saqué las fuerzas para caminar y descontar esos siete pasos que me separaban de donde estaba ella, y mucho menos sé por qué no me hizo la cobra y sí me devolvió el beso... y con ganas.

Nada más parar, me quedé mirándola con el ceño fruncido, decidido, serio como no lo había estado en toda la noche. No sé por qué actué así, de verdad que no lo sé. Si bien el cuerpo me pedía que la hiciera callar de alguna forma, nunca jamás en la vida se me habría ocurrido recurrir a algo como eso para conseguirlo. Ese no era yo... Así no se comportaba el Benjamín educado, respetuoso, responsable, siempre amigo de las mujeres y nunca uno de los tantos depredadores que amenazan su seguridad.

Y fue una milésima de segunda. Una milésima de segundo que a mí me pareció una puta eternidad. Fue, literalmente hablando, un parpadeo en el que vi su rostro entre mis manos... Sus rizos negros rozando mis pulgares... Sus grandes tetas chocando contra mi pecho... Sus ojos negros perforando los míos... Delante mío estaba Rocío, con ese gesto burlón que había puesto cuando me llamó "gallito" la última vez que tuvimos relaciones,

—R-Ro...

Estuve a nada de pronunciar su nombre, pero no lo hice porque sabía que aquello era una ilusión. Y lo malo, lo malo de todo era que no quería salir de ella.

Pero sí quería saber por qué cojones mi cabeza me estaba haciendo eso.

Por suerte, mis dudas se iban a despejar pronto, porque Rocío tenía un par de cosas que quería decirme con urgencia.

—Vaya... Ya pensaba que ibas a cagarla por tercera vez en la noche... Y eso que con esta nunca pensaste en tener nada. ¿Te has animado entonces por fin? ¿Vas a dejar de actuar como un eunuco y vas a sacar al macho que tienes dentro? Porque conmigo no dudaste aquella tarde, ¿recuerdas? Si me tenías que desgarrar, me ibas a desgarrar... Bueno, esmerándote bastante, eso está claro, porque no es que vayas tan bien armado, ji. Eso, ¡eso! Que crezca ese odio... ¿Lo sientes? El mismo con el que me follaste esa tarde... Ahí no había pasión, ni sentimientos, ni lujuria... Ahí lo único que había era rabia contenida, frustración, enfado... ¿Y sabes qué más? Te descargaste conmigo porque no tuviste los cojones de hacerlo con Alejo. ¿Qué? ¿Qué pasa? ¿No te gusta lo que oyes? Pues te jodes. Porque sí, elegiste el camino fácil. Elegiste el camino de señalar a tu novia. Elegiste ponerle la mochila en la espalda a ella. No te confundas, Benjamín... Las decisiones de Rocío no fueron causa de los lavados de cabeza de Alejo, fueron causa de tu falta de valor para poner orden en tu puta casa, ¿me sigues? ¡Tú eres el causante todas las decisiones fallidas de Rocío! ¡Porque preferiste hacerte el sueco desde el primer día! ¡Tú sabías bien que esos condones que faltaban no habían desaparecido por arte de magia! ¡Tú sabías bien lo que estaba haciendo cuando hablamos esa noche por teléfono y me notaste tan rara! ¡O cuando al otro lado de la puerta del baño te mandé a tomar por culo! ¡O en la ducha! ¡Sabías que Noelia tenía razón cuando te advirtió sobre Alejo! ¿Y sabes qué? Sí, tenías confianza ciega en mí, pero tu miedo, cobarde de mierda, no era por eso, era porque no sabías cómo harías para enfrentarte al hijo de puta de mi amante. Cosa que, hasta la fecha, todavía no sabes, ¿me equivoco? Y preferirías no tener que hacerlo nunca. Llevas todo el día rezando para que Rocío, por fin, tome la decisión final. Has cogido la última piedra y la has dejado caer sobre su espalda porque te faltan pelotas, Benjamín. Te faltan pelotas para enfrentarte a Alejo, te faltan pelotas para decirle a Clara y a Lulú que no quieres nada con ellas porque estás esperando que tu novia te dé la señal para volver a casa. Y ahora te faltan pelotas para llevarte a esta cría a su casa y follártela en su cama. Porque sabes que esto terminará en un "disculpas, Ceci... No sé por qué lo he hecho...", y saldrás corriendo como haces siempre, cagón, cobarde, pedazo de mierda, inútil escoria inservible. Haznos un favor a todos y vuelve a la discoteca para que el matón ese te termine de partir la cara. Y si no estás de acuerdo con lo que te estoy diciendo, tengo cinco palabras para ti: CONVIÉRTETE EN EL PUTO PROTAGONISTA.

Como si estuviese intentando de despertarme de un largo sueño, abrí los ojos y seguí batallando internamente para tratar de borrar esa imagen de Rocío, insultándome y gritándome, que todavía seguía agitándose dentro de mi cabeza. Noté que estaba temblando, y que mi corazón latía a mil por hora... Noté que estaba sudando, y que la herida de mi cabeza me dolía como no lo había hecho en toda la noche. Pero el más punzante de todos, el que me ayudó a volver a la realidad, era el ocasionado por unas uñas clavándose en mis dos brazos. Fue entonces cuando recordé que delante mío tenía a Cecilia, que me miraba asustada y con lágrimas en los ojos.

—Vámonos a mi casa —me dijo.

—Vale —respondí.

 

Viernes, 24 de octubre del 2014 - 06:42 hs. - Benjamín.

 

Sólo había una manera para lograr entender qué cojones acababa de suceder, y no era otra más que meterme grandes cantidades de alcohol entre pecho y espalda. Lo que estaba ocurriendo con mi cabeza en ese momento sólo podía ser tratado por profesionales. Sin embargo, aun sabiendo que todo se trataba de meras alucinaciones, yo seguía sintiéndolo muy real, demasiado real.

Ahora, ¿me sentía afectado por lo que acababa de oír?

Sin duda alguna, un discurso tan dañino, tan desesperanzador, tan devastador e insultante, sólo podía tener un único propósito: destruirme. No obstante, por ese lado me sentía bastante entero. Todo lo que me había sido echado en cara por el ¿fantasma? de Rocío, absolutamente todo, lo tenía más que asumido y meditado. ¿Que no quise abrir los ojos cuando todo me decía que me estaba siendo infiel? Era verdad. ¿Que por cobarde no aproveché ninguna de mis oportunidades con Clara y Lulú? Ni falta hacía aclararlo. ¿Que tenía miedo a una confrontación con Alejo? No sé si era miedo, pero que estaba estirando el chicle lo máximo posible... por descontado. Y, por sobre todas las cosas, ¿que estaba enamorado de Rocío hasta las trancas y no quería ni pensar en la idea de tener que romper con ella?

No había verdad más absoluta en mi vida.

Entonces, ¿por qué me había impactado tanto? ¿Quizás por lo realista que había sido? ¿Porque fue justo después de besar a Cecilia? No lo entendía. No podía entenderlo. Y no podía entretenerme mucho tiempo más intentando analizar todo aquello, porque, caminando a mi lado, tenía a una muchacha de veinte y pocos años que el destino me había puesto delante a saber por qué.

Caminábamos despacio, sin prisas y cogidos de la mano. Sí, cogidos de la mano. Ella iba considerablemente recta, mirando al frente con la mirada perdida. Temblando por momentos, disimulándolo muy bien clavando muy fuerte sus dedos sobre los míos. Estaba hecha un flan, por más que tratara de que se notara. Lo que me hacía pensar, ¿de verdad estábamos yendo a su casa a follar? ¿O íbamos a seguir con el plan inicial de invitarme únicamente a dormir? Verla tan callada, tan nerviosa, me hacía preguntarme si de verdad sabía lo que estaba haciendo. A mí me valía cualquiera de las dos opciones, pero con cada paso que dábamos me iba inclinando cada vez más hacia la segunda.

—Llegamos —me dijo entonces, apestando todavía a un miedo que lo flipaba.

Llegamos a un rellano bastante florido, con macetones a cada costado que le daban color a unas paredes grises bastante sosas. Vamos, como todas las del barrio. Cecilia subió unos cinco escalones y se detuvo en la puerta de la casa para rebuscar las llaves en su bolso. Estuvo varios segundos hasta que lo consiguió. La chica no daba pie con bola. Me tentaba preguntarle si de verdad estaba segura de querer meterme en su casa. Si no se lo preguntaba era únicamente por el miedo a que me dijera que no y me terminara dejando en la puta calle.

—Sube.

Todavía con cara de póquer, me hizo una seña con la mano y yo la seguí. Se quedó quieta en la entrada y me dejó pasar primero. Noté como se quedaba un rato mirando a los alrededores de la casa antes de entrar y cerrar la puerta, lo que me confirmaba que lo de las vecinas no había sido un cuento chino.

Ya dentro, ya metido de lleno en algo que no sabía cómo iba a terminar, intenté olvidarme de mí por un rato y centré mi atención en ella, que de verdad parecía a punto de colapsar. La seguí hasta el final de un pasillo que terminaba en lo que parecía ser el comedor de la casa. Una vez allí, Cecilia cerró la puerta detrás de nosotros y se quedó quieta, dándome la espalda, en silencio. Quería acercarme, pero me daba miedo de que le pudiera dar algo si llegaba a tocarla. Opté por hablar, en su lugar.

—Ceci... ¿Puedo llamarte Ceci? —le pregunté, en un tono suave, como si estuviera hablándole a un gatito abandonado.

Ella no contestó, pero vi como asentía con la cabeza. Lo gracioso era que yo quería tranquilizarla, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo o qué decir. De momento iba improvisando.

—¿Quieres que nos sentemos? Ha sido una caminata bastante larga... Seguro que a ti te duelen los pies tanto como a mí.

—Vale... —dijo—. Pero no aquí.

Evitando en todo momento el contacto visual, la chica caminó en dirección contraria a la puerta por la que acabábamos de entrar y se metió en un nuevo pasillo luego de hacerme una seña para que la siguiera. Al llegar al final, tanteó un poco la pared hasta que tocó un interruptor que encendió la luz de la habitación que teníamos delante.

—¿Qué coj...?

Capítulo 2 del Déjà-vu: la habitación infantil.

Pude frenarme antes de decir la frase entera en voz alta, pero mi sorpresa seguía siendo grande. ¿Cómo podía ser? ¿Cómo podía ser que esa habitación se pareciese tanto a la de la hermana de Romina? ¿Qué cojones estaba pasando ahí? Delante de mí se alzaban cuatro paredes pintadas de rosa, cubiertas con repisas blancas llenas de florecillas de colores y diversos muñecos y muñecas que mucho distaban de ser meros artículos de colección

Cecilia se me quedó mirando, pero no sorprendida, cosa que esperaba debido a mi exabrupto, me miraba como expectante.

—¡Qué cojines más bonitos! —lancé al final.

No esperaba que colara, pero lo hizo. Su cara hizo amague de iluminarse, aunque terminó quedándose en una leve sonrisa. Ya íbamos teniendo avances.

—¿Te gusta Frozen? —me dijo, mostrándome ahora su lado tímido.

—Pues... sí. Peliculón —mentí.

—No parecías ser de esos... —replicó, todavía sin animarse a mirarme a los ojos de forma continuada.

—¿De esos cuáles?

—De los que miran películas de Disney.

—Bueno... no hay edad para estas cosas, ¿no crees?

—¿Verdad que no? —dijo entonces, sonriendo ampliamente y esta vez mirándome de lleno—. ¡Eso es lo que la gente no entiende y estoy cansada de explicar! ¡Siéntate, que te enseño un par de cosas!

Definitivamente, Cecilia se acababa de graduar como caja de sorpresas. Y ya me preguntaba cuál de todas sería su personalidad original: si la borde apática que no me dirigía la palabra en el trabajo, si la súper heroína que se le plantaba a los chulos de playa en las discotecas, si la charlatana vacilona que se desmelena con un poco de alcohol, o si la chica tímida que se quedaba de piedra luego de besar a un hombre...

También cabía la posibilidad de que hubieran más, pero eso yo no lo sabía todavía.

—Mira... —dijo entonces, sentándose al lado mío en el borde de la cama.

Cuando estaba esperando de que me trajera algún tipo de colección de películas de Disney, Cecilia me acercó el móvil y me enseñó la foto de un muchacho pelirrojo que no me sonaba de nada.

—¿Quién es? —pregunté, totalmente perdido.

—Mi amigo... Del que te hablé antes —dijo, todavía con algo de timidez.

—¡Ah! ¡Vaya!

—Joder, qué guapo es —dijo ahora, esbozando una bonita y dulce sonrisa, la cual no pude evitar observar con atención.

Cecilia volvió a pillarme mirándola y la sonrisa desapareció de su cara como si nunca hubiese estado allí. A continuación, agachó la cabeza y apagó la pantalla del teléfono.

—¿Qué estoy haciendo? —murmuró, tras un largo suspiro.

Dicho esto, dejó el móvil en la mesilla de noche y se quedó quieta con las piernas juntas y las manos en las rodillas. Y yo ya me estaba arrepintiendo de haber entrado en aquella casa. Esa chica no quería que estuviera allí y no sabía cómo decírmelo. Era consciente de ello, pero ya era demasiado tarde. Estaba destrozado y no podía ni imaginarme la posibilidad de volver a dar otra caminata como las dos anteriores. Ahora, iba a tratar de no ponerle las cosas muy difíciles. Como mínimo, iba a esperar a que ella se durmiera primero antes de hacerlo yo.

—Oye, Ceci... —dije entonces, en el tono más paternal posible. Ella levantó la cabeza y me miró—. Sabes que no tienes que hacer nada que no quieras, ¿verdad? Yo lo único que quiero es que me des un lugar cómodo para dormir.

«Cobarde».

—No me digas eso, por favor... —respondió, suspirando y tapándose la cara con una mano—. Me haces sentir peor de lo que ya me siento...

—¿Por qué?

—Porque yo no soy así...

—¿"Así" cómo?

—Una calientapollas, Benjamín.

—¿Una calientapollas? —reí, condescendientemente—. Te recuerdo que el que te besó fui yo.

—Sí, ya. —dijo, como si le hubiese dicho una mentira.

—¿Acaso no es verdad?

—Venga ya, Benjamín... Puede que me esté comportando como una, pero no tienes que tratarme como a una cría.

No entendía un cojón. ¿Acaso me había perdido algo?

—Te juro que no sé qué me pasó ahí afuera... —prosiguió, sin esperar una respuesta para lo otro—. Supongo que no me esperaba que fueras tan lanzado.

—Espera, Ceci... —intervine yo, que no quería que la cosa se siguiera enredando más—. Deja de comerte la cabeza, en serio. Yo me voy al sofá y santas pascuas.

—Que no puedes dormir en el sofá... Mi hermano no te puede ver.

—Pues... ¡ya me busco la vida!

—Joder... —sonrió, por fin—. Eres un buenazo de verdad, ¿eh? Te dejo con todo el calentón y, aun así, ni una mala cara.

No sé cómo habíamos terminado intercambiando roles; pasando a ser ella la mala puta y yo el caballero considerado. Pero no iba a poner ninguna pega al respecto, podía terminar aquella noche sin follar. Es más, estaba empezando a cogerle asco a la idea.

—En fin... —dijo ella, visiblemente más tranquila—. Eres libre de acostarte cuando quieras —añadió, señalándome la cama con ambas manos.

—¿Qué? Ni lo sueñes. La cama toda para ti.

Me levanté a toda prisa, más que nada para que no me ganara en velocidad, y busqué con la mirada algún recoveco en el suelo en el que me pudiera acostar. La habitación era pequeña y la cama ocupaba gran parte del espacio, pero no me quedaba alternativa. Por eso, como pude, me metí en un costado y traté de acurrucarme allí intentando no hacer mucho ruido.

—¿Qué haces? —dijo entonces Cecilia, ahogando una carcajada.

—Calla —respondí yo, de forma seca, cuando trataba de colocar una pierna debajo de la cama.

—Deja de hacer el tonto, Benjamín... —contestó ella, poniéndose de pie—. Anda, ven aquí.

Con una sonrisa de lo más inocente, se agachó junto a mí y me ofreció una mano para ayudar a levantarme. Acepté su ofrecimiento recién cuando me di cuenta de que no había forma de encajar esa pata ahí.

—¿Cómo hacemos entonces? —dije, ya sin ideas.

—En la cama cabemos los dos...

Abrí los ojos sorprendido, y luego la miré dubitativo. ¿De verdad le parecía buena idea? Ya no parecía asustada, tampoco nerviosa. Ese ambiente cómodo y de confianza que nos rodeó desde que nos encontramos, había regresado. Ya sé que tantos cambios de parecer pueden sonar irreales, pero es que así eran las cosas. Cecilia estaba demostrando con hechos que era esa clase de mujer.

—¿Estás segura? —pregunté, y sólo le iba a dar una oportunidad para negarse.

—Sí... supongo que sí. Pero quítate esa camisa llena de sangre —zanjó ella, señalándome el pecho. Era cierto, todavía tenía la ropa del hermano de Romina ensuciándome el cuerpo. Ya casi ni me acordaba de que tenía una brecha en la cabeza.

No tardé ni dos segundos en quitarme ese sucio trapo por encima de la cabeza y revolearlo a cualquier lado. Sin esperar a que volviera a hablar, porque tenía miedo de que ella también me mandara a la ducha, pegué un salto y me acosté en el lado derecho de la cama.

—Dios bendito... —susurré para mis adentros, nada más sentir el contacto del algodón de su almohada con mi nuca. Una sensación de paz recorrió todo mi cuerpo de arriba a abajo. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba físicamente al límite. No podía ni con mi alma. Ese catre iba a ser mi lecho durante unas cuantas horas y pobre de aquél que me dijera lo contrario.

—¿Y los pantalones? —me preguntó, entonces.

—¿Cómo?

—¿No te los vas a quitar?

—No... Déjalo así. Estoy cansado.

Contra todo pronóstico, y sin darme tiempo a responder, Cecilia pasó una pierna por encima de las mías y quedó sentada a horcajadas sobre mis rodillas. Sin ningún tipo de vergüenza, me desabrochó el botón del pantalón y comenzó a tirar de las costuras hacia abajo. Con una agilidad sorprendente, reptó hacia atrás, hasta tocar el suelo con los pies, y me lo quitó sin yo haber tenido que hacer ni el más mínimo esfuerzo.

—¡Ale! Ya está —dijo, satisfecha. Y como si no hubiera pasado nada, se me quitó de encima y se acostó en su lado de la cama.

Anonadado por lo que acababa de ver, torné la mirada en su dirección y me sorprendí más al ver que no había ni rastro de vergüenza en su gesto. Es más, la seriedad con la que me miraba me hacía sentirme avergonzado a mí.

—¿Qué pasa? —me dijo, poniéndose de lado.

—Nada... —dije yo.

—Otra vez me estás mirando de esa manera —soltó entonces, de la nada. Mi cara volvió a denotar sorpresa.

—¿Qué?

—Así no ayudas, eh —insistió.

—Pero, espera, Cecilia. ¿Cómo te estoy mirando?

—Ya no, pero recién sí.

—¿"Recién sí" qué?

—Que recién me mirabas de esa manera.

—¡¿Cuál manera, Cecilia?!

—Esa. La de antes.

Me senté y respiré profundo. Sentía que podía ponerme histérico en cualquier momento. Tanta afirmación estúpida era a lo que te llevaba. Y, lo peor de todo, era que no parecía perturbada. Todas aquellas acusaciones las lanzaba como quien hablaba del clima, e ignorando completamente lo que acababa de hacer.

—¿Qué me miras ahora? —volvió a la carga.

—Estoy intentando entenderte.

—¿Entenderme a mí? Eres tú el raro aquí.

—¿Que yo soy el raro?

—Sí, porque me dices que me quede tranquila, que no tengo que hacer nada contigo, pero luego me miras con deseo.

—¿Que yo te miro con...?

Me detuve de nuevo y volví a respirar profundo. Ella me seguía mirando, acodada sobre la almohada con esa seriedad inamovible. Y me empezó a molestar mucho. ¿Qué necesidad tenía de todo aquello? Ya habíamos arreglado las cosas y estábamos a punto de ponerle fin a ese día de mierda. ¿Por qué quería complicarme las cosas?

" si me pongo en pelotas delante de ti, ¡cierra la jodida boca y échame un puto polvo, puto pelmazo!"

Entonces, sin venir a cuento, vino a mi cabeza aquella escena que había sucedido hacía un par de horas con Lulú. Miré a Cecilia, que seguía observándome de la misma manera, y traté de unir piezas. ¿Tenía algo que ver una cosa con la otra? Quiero decir, la chica no se había despelotado delante de mí. Sólo había tenido lugar un mísero beso, y su actitud de después no tenía ninguna semejanza con la de Lulú.

Ahora, ¿y si sus intenciones sí eran las mismas? ¿Y si la chica seguía dudando y hacía todo esto para tantear un poco el terreno? ¿Qué debía hacer yo entonces? ¿Cortar por lo sano o seguirle la corriente para ver hacia dónde llevaba todo eso?

La curiosidad comenzaba a pisotear mis ganas de dormir.

—Otra vez —dijo ella, rompiendo el silencio.

—¿Otra vez qué?

—Otra vez te me quedas mirando con deseo.

—¿Cualquier mirada que te eche la vas a interpretar de esa manera? —lancé yo, ya viendo las cosas desde otra perspectiva.

—Las interpreto como lo que son. Me miras con deseo.

—¿Y no será tu culpa?

—¿Mi culpa? —respondió, arqueando un poco las cejas.

—Sí.

—¿Mi culpa por qué?

—Bueno... me quitaste los pantalones de una forma que... —dije entonces, dejándola ahí botando.

—¿De qué forma? De la única forma que podía. Me dijiste que estabas cansado y te hice el favor.

—De la única forma que podías no... Seguramente te sabías alguna en la que no tuviera que restregarme el higo por toda la pierna.

Con eso y un tomate, directos al combate. Al carajo las ganas de dormir. Si Cecilia quería guerra, guerra iba a tener. Si resultaba que sólo me estaba vacilando de nuevo, bueno, una nueva derrota para mi historial que no me iba a cambiar nada la vida. Ahora, si Cecilia pensaba avanzar hasta que no hubiera vuelta atrás...

«Cobarde».

Esa semisonrisa en su cara me decía que, igual, ya había puesto el pie en el acelerador y no pensaba sacarlo de ahí. Se arrodilló en la cama y se acercó a mí.

—¿Perdona? ¿Cuándo te he restregado nada yo? —me preguntó, pasados unos segundos, con una falsa indignación que se la pisaba.

—Venga, Cecilia... ¿vas a seguir haciéndote la inocente y virginal? —redoblé la apuesta.

—¿Que yo me hago la...? —apretó los dientes y se acercó más a mí—. ¿Ves esto de aquí, pipiolo? —dijo entonces, cogiéndose un pliegue del vaquero—. Pues se llama vaquero, y ni con la polla gorda de un negro conseguiría sentir nada con esto puesto.

—Ya, ya... ¿Cómo era eso que habías dicho antes que no te querías sentir? Eh... Calienta... ¿Calienta qué? ¿Te acuerdas?

All in. Su cara volvió a transformarse al oír eso, y como si le hubiese lanzado la provocación más provocativa, valga la redundancia, del mundo, me señaló con el dedo y me dijo:

—Te vas a enterar.

Como si estuviese a punto de demostrarle a su detractor más grande lo capaz que era de comerse el mundo, Cecilia, con una mirada traviesa llena de entusiasmo, se bajó de la cama de un salto y se paró frente a mí con las manos en la cintura. Yo, consciente de que estaba a punto de presenciar alguna especie de performance la cual, en algún momento, me iba a tomar de co-protagonista, me recosté con las manos detrás de la cabeza y esperé con el semblante más seguro que me sabía.

A lo suyo, pero asegurándose de que yo no me perdía ningún detalle de lo que tenía delante, comenzó el show metiendo ambos pulgares por los costados de su vaquero. Viró la cabeza ligeramente hacia la derecha, quedando mirando su propio hombro, y deslizó sus manos desde la cintura hacia la zona del ombligo hasta formar una 'M' perfecta con sus dedos unidos. Entonces, echando una risita, con los dedos índice y pulgar, cogió ese trocito de tela que sobresale por encima del botón del vaquero y, de un solo tirón, abrió el pantalón hasta que la cremallera hubo llegado hasta abajo del todo.

A mi vista quedó un trozo de ropa interior rosa el cual no pude evitar quedarme mirando con suma atención. Una nueva risita de Cecilia, acompañada de una fugaz mirada furtiva de Cecilia, me hizo caer en cuenta de que, por su propia cuenta, se acababa de anotar un punto por aquel desliz visual mío.

—¿Qué? —fue mi respuesta, encogiéndome de hombros, dándole a entender que iba a necesitar más que eso para hacerme caer.

Envalentonada por aquel estúpido suceso, se dio la vuelta y, mirándome por encima del hombro con una malicia digna de villana de película, sacó el culo para afuera de una forma terriblemente descarada. Ella sabía que, de entre todas las que tenía, esa era su mejor carta, y no dudó en utilizarla en todo su esplendor.

—Host... —murmuré, en voz muy baja, callándome a tiempo antes de que me escuchara.

 

El culo de Cecilia era algo para coger y no soltar nunca jamás. Así como lo de Rocío y Noelia eran las tetas, de Clara y Lulú la belleza, lo de Cecilia era ese culo moldeado por los mejores ángeles de los dioses más importantes del universo. Y, si parece que estoy exagerando con la descripción, no me culpen; así es como lo veía yo en ese momento.

Y su siguiente movimiento no se hizo esperar: devolvió la vista al frente y, encorvándose hacia adelante, de nuevo con esa lentitud tan destructiva, comenzó a bajarse los vaqueros hasta que la carnosidad de sus nalgas no la dejó continuar. Entonces, mirando hacia atrás y riendo una vez más, se puso a forcejear con sus pantalones, haciendo así que sus glúteos rebotaran, se comprimieran y luego se expandieran cuando dejaba de intentar liberarlos por la fuerza.

Y yo ya no podía apartar la vista de allí. Aquello era demasiado injusto si aquello se suponía que era una batalla de igual a igual. Cecilia me miraba y se reía sabiéndose victoria. Y ni siquiera se había quitado el pantalón todavía.

—¿Te gusta? —me dijo, rompiendo por fin ese largo silencio—. Pero no es para ti. Ya tiene dueño.

Luego de aquella aclaración, cuyo único objetivo era hacerme sufrir un poquito más si se podía, devolvió su cuerpo a su posición natural y se terminó de quitar los pantalones sin inconvenientes.

Y el tercer déjà-vu del día entró como un rinoceronte atravesando un muro de hormigón.

Cecilia, de espaldas hacia mí, únicamente vestida con un tanga de cintura para abajo. Yo acostado en la cama presenciando cómo se iba desnudando para mí. Aquello ya no podía ser casualidad. Aquello ya tenía que tomarlo como lo que era: como una puta señal. Una segunda oportunidad que me había dado el destino para arreglar mis cagadas... Para demostrarle que podía aprender de mis errores.

«Cobarde».

El reloj marcaba casi las ocho de la mañana y la única razón por la que mis ojos se mantenían abiertos era por el show que tenía delante. Y ya tenía claro que ese desvelo sólo podía terminar de una manera, de una manera que nunca había planeado, tampoco vaticinado, sólo sabía que estaba a punto de darse. No sabía de qué forma, pero estaba seguro de que, esta vez sí, iba a darse.

«Cobarde».

Sin borrar la sonrisa de su cara, se colocó en el borde de la cama y subió una rodilla. Tras echarme una nueva miradita como preguntándome si todo iba bien, subió la otra sin esperar respuesta. En esa posición, inclinó el cuerpo hacia adelante y comenzó a gatear hacia mí hasta quedar en la misma posición que cuando me quitó el pantalón.

«Cobarde».

Siempre mirándome a los ojos, levantó la mano izquierda y la posó encima de mi muslo. Luego levantó la derecha e hizo lo propio con el otro. Y, sin esperar ni un segundo, se puso a masajearlos con pausa y suavidad. Primero uno, luego el otro, después los dos a la vez. Con una sola mano, con las dos a la vez. Presionaba y acompañaba los movimientos con su torso entero, echándolo hacia adelante cuando avanzaba y retomando la posición cuando quedaba más cerca de las rodillas. La peligrosidad de acercarse a los pliegues de mis calzoncillos slip no la asustaba. Es más, jugaba con ello buscando desestabilizarme todavía, haciéndome pensar que, quizás, esa chica tenía más experiencia que la que decía tener.

«Cobarde».

Entonces me lanzó otra de sus miradas penetrantes. Sí, sí, "mirada penetrante y sonrisa de guarra" podría titularse aquella obra tranquilamente. Y estaba a punto de llegar a dónde quería, a dónde ambos queríamos. El "te vas a enterar" estaba a punto de hacer efecto cuando levantó su pierna izquierda, abrió levemente las mías y se montó de lleno sobre mi muslo.

«Cobarde».

Y dejó de sonreír. Se quedó quieta observándome con seriedad, con frialdad y, hasta diría que, con algo de arrogancia. Pero a mí me daba igual, lo único que quería era sacarme la polla de una vez, que dentro de su envoltorio ya me estaba provocando un dolor que necesitaba aplacar con urgencia. Y la hija de puta no dejaba de estirar el chicle. Parecía que se iba a quedar así hasta que dieran las doce del mediodía.

«Cobarde».

Por suerte, y para mi felicidad, las comisuras de sus labios se tornaron hacia arriba casi de golpe y cuando comenzaba a mover su pelvis sobre mi pierna en un ritmo tranquilo y pausado.

—¿Notas la diferencia?rde —me dijo, muy pasiva, muy calmada.

Nada más hacer la pregunta, apoyó ambas manos sobre la parta alta de mi muslo y aceleró un poco el movimiento. Todavía era lento, pero ahora su culo se meneaba a más velocidad.

—Esto, querido Benjamín, es "restregar el higo".

Entonces fue ella la que rompió el contacto visual. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos para concentrarse mejor en lo que estaba haciendo. Yo no hablé, no opiné. Para mí si ella hacía todo era mejor. A fin de cuentas, se iba a dar. Iba a pasar. Iba a ocurrir. Iba a tener lugar ahí mismo. Lo sabía. Sabía que iba a pasar.

El movimiento de caderas de Cecilia pasó de cero a cien en medio segundo, y sus primeros jadeos no tardaron en hacer su aparición. Estaba inmersa en su mundo, centrada en su propio gozo, ajena a todo lo que la rodeaba. La velocidad con la que se masturbaba crecía a cada instante que pasaba. Más y más. Y se notaba que cada vez le gustaba más, porque de unos gemidos silenciosos e imperceptibles, estábamos pasando a unos más llamativos y sonoros.

«Cobarde».

De pronto, cuando empezaba a preguntarme si la guarra sólo iba a proporcionarse placer a sí misma, Cecilia, no sé si consciente o no, se dejó llevar por los bruscos movimientos de su cuerpo y, en un arrebato, puso su mano en mi entrepierna y se prendió a mi polla con una fuerza que casi hace que me corriera ahí mismo. Di un respingo, ella se rio con malicia, me guiñó un ojo y empezó a masajearme el pene por encima del calzoncillo como si estuviese amasando un trozo gordo de plastilina.

«Cobarde».

Quería más. Se notaba que cada vez quería más. Me torturaba mucho, demasiado, todo lo que hacía lo hacía despacio y tomándose todo el tiempo del mundo, pero a mí me daba igual, porque estaba confiado. Y la confianza crecía cada vez que Cecilia daba un paso al frente, como el de echar el culo hacia atrás para poder agacharse y tener una perspectiva mejor de lo que tenía entre manos.

—Te dije que no soy una calientapollas, ¿recuerdas?barde

Con delicadeza, pero sin restar ni un ápice de pasión, estiró la punta de sus dedos y las colocó en el elástico superior de mis calzoncillos. Sin ningún tipo de prisa, sin desesperarse, y hasta podríamos decir que con un toque de elegancia, fue tirando de ellos en su dirección, llevándose también toda la polla en el proceso, y no la libertó hasta que, como si se tratase de un arco, hubiese hecho todo el recorrido hacia atrás hasta no poder más. Una vez retiró la tela, mi pene salió disparado de su prisión como un péndulo. Cecilia se rio y luego volvió a sujetarlo con su mano izquierda sin ningún tipo de pudor.

«Cobarde».

De repente, comenzó a pajearme al mismo tiempo que volvía a menear sus caderas. Tanto su mano como su culo empezaron a moverse, aumentando la velocidad de forma progresiva. Cecilia ya no jugaba con sus gestos, su ceño fruncido y su boca semi abierta reflejaban todo el desenfreno por el que estaba pasando. Se habían terminado las tonterías. Los jueguitos, las guerras y todas las mierdas. Ambos queríamos lo mismo. Ambos nos necesitábamos el uno al otro. Por eso, Cecilia comenzó a masajearse ella misma con la mano libre, por eso su voz ya salía feroz y sin filtros, por eso me castigaba el pene desinteresándose complemente de su bienestar, por eso mi cara empezó a desencajarse, por eso clavé las uñas a las sábanas de la cama, por eso bufaba como un toro bravo a punto de llevarse por delante a su rival. Y por eso Cecilia, totalmente sumida en el éxtasis del momento, echó la cabeza hacia adelante y se metió toda mi polla en su boca.

—¡Dios! —exclamé, muy alto, sorprendido y descolocado, pero agradecido de que lo hubiera hecho por fin.

La succionó entera una vez, subió y bajó hasta besar los huevos por segunda vez, rozó la pared de su garganta una tercera vez, hubo una cuarta en la que ya no pudo más y tuvo que toser, a la quinta se vio en la obligación de escupir, a la sexta no escarmentó y volvió a repetir lo de las primeras cinco veces. Así hasta que no pude más y, sin avisar, estallé en su boca coronando así la mejor mamada que jamás me habían hecho en la vida.

«Cobarde».

Cecilia, lejos de asustarse, aceptó el desafío y chupó y chupó hasta que la última gota de semen salió de mi interior. Y luego siguió chupando hasta que hubo limpiado cada centímetro de piel embadurnado por sus fluidos y los míos. Y continuó durante otros cinco minutos hasta que mi pene recuperó la dureza que en ningún momento llegó a perder del todo. Fue entonces cuando volvió a mirarme a la cara.

«COBARDE».

Cerré los ojos. Tuve que cerrarlos. Quería encontrarme frente a frente con aquello que no dejaba de atormentarme. Quería visualizarlo. Visualizarla. Necesitaba tenerla delante de una vez.

Y entonces apareció.

La cara de Rocío se dibujó en mi cabeza de nuevo se esa forma tan real que asustaba. Sonreía, sonreía de esa forma tan soberbia y asquerosa que nunca había tenido el placer de ver en la realidad, pero sí en mi sueños, en mis delirios, en mis alucinaciones.

«CO-BAR-DE», me llamó una última vez.

Abrí los ojos y los clavé directamente en Cecilia, que seguía expectante delante de mí todavía con su boca impregnada en mi semen. Raudo, me eché hacia adelante y tiré de sus brazos hacia mí hasta que nuestras entrepiernas se encontraron por primera vez. No tuve que hacer más. Cecilia me dedicó una última mirada llena de pasión, y ella misma corrió su tanga para inmediatamente dejarse caer sobre mi ardiente y erguida pene, que listo estaba para darse el festín que durante tantas horas le venía siendo esquivo.

—Fóllame, cobarde.

Si la que me hablaba era Cecilia, podía quedarse tranquila, porque no pensaba ponerle pegas a sus pretensiones. Y si la que me hablaba era Rocío, podía prepararse, porque, por fin, le iba a demostrar de lo que estaba hecho. Por fin le iba a demostrar de lo que era capaz. Por fin le iba a poder mostrar al hombre que estaba a punto de perder para siempre.

Ya sintiéndome libre de aquellos fantasmas, centré todos mis pensamientos en la belleza que tenía delante. Se lo merecía, se lo había ganado. Me había ayudado a darme cuenta de que con buenas artes, con honestidad y fidelidad, también se podían conseguir objetivos. ¿Cuál era el objetivo en este caso? Terminar un día nefasto de la mejor manera posible: echando un polvo con esa preciosidad llamada Cecilia.

Una Cecilia que, ajena a todo lo que pasaba por mi cabeza, terminó de ensartarse hasta el último centímetro de mi falo para, nuevamente, deleitarme, deleitarse, con ese exquisito movimiento de pelvis con el que había dado inicio todo aquello. Y yo, que ya no quería ser un mero espectador, decidí que ya era hora de ponerle las manos encima también. Por eso estiré las manos y las clavé en sus carnosas nalgas. La miré, y ella se rio de una forma tan sexy que provocó en mí una especie de espasmo que no había experimentado en la vida. Algo plenamente sexual. Un cosquilleo en las pelotas tan fuerte que me pareció sentir que mi pene se alargaba unos centímetros. Y me dejó tan loco que, de una forma totalmente espontánea, levanté las nalgas dos centímetros de la cama, doble la fuerza con la que le sujetaba el culo, y empecé a taladrarla como si no hubiera un mañana.

—¡¡¡Aaahhh!!!

Cecilia pegó un grito tan fuerte que pensé que le había hecho daño, pero los jadeos de placer que vinieron a continuación me demostraron que estaba equivocado. Y tanto que estaba equivocado. Llevada por el placer y por la inercia del brusco movimiento, inclinó todo el cuerpo hacia adelante y me estampó un beso tan apasionado como sucio, ya que nunca se había terminado de limpiar los restos de mis fluidos de sus labios. Pero me importaba una absoluta mierda. Le comí la boca con las mismas ganas que un cerdo le entra a su plato de comida. Y ella reía entre beso y beso, se lo estaba pasando tan bien como yo. Se sentía igual de viva que yo. Y no tenía reparos en demostrarlo a viva voz.

—¡Aaahhh! ¡Aaahhh! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Por Dios! ¡POR DIOS!

No sabía qué tanta experiencia sexual tenía esa mujer al final, pero me hacía sentir como si tuviera la misma que la mía. Como si recién en ese momento hubiese conocido el verdadero sexo por primera vez. Y cuando digo el verdadero sexo, lo digo de verdad. Sin tapujos, sin preocuparse por lo que pueda pensar el otro sobre ti, ¡sin esa maldita ignorancia de creer que todo se acaba después de la primera penetración! No me sentía nervioso, ni inhibido, ni tenía miedo de que la cosa pudiera terminar mal. Por primera vez sentía lo que era un polvo de verdad. Y, a no ser que Cecilia se dejara llevar de la misma forma con todos sus amantes, me daba la sensación de que ella estaba pasando lo mismo que yo.

Dejé de escuchar a esa persona gritarme cobarde. Sólo escuchaba los alaridos de la primera compañera sexual de mi vida. Compañera que, de un momento a otro, dejó de besarme y enderezó el torso echando la cabeza hacia atrás para después apoyar ambas manos en mis rodillas. Luego de detenerse un instante para respirar, en esa misma posición, se acuclilló e inició una cabalgada que sólo había podido ver en páginas porno.

—¡Sí! ¡Benjamín, joder! ¡Vaya que sí!

Lo que parecía iba a ser lento y tranquilo, en un abrir y cerrar de ojos se convirtió en lo que venía siendo toda aquella follada: feroz y sin pausa. Cecilia clavó las uñas en mis piernas y aceleró la cosa de tal forma que consiguió que fuera difícil seguir el movimiento de mi pene apareciendo y desapareciendo dentro de su coño. Y cada vez iba más rápido, y cada plus de velocidad que imprimía venía acompañado de un gemido aún más fuerte. Su camiseta estaba empapada en sudor, y a mí me dolían los huevos de tanto chocar y chocar contra sus nalgas. Era todo demasiado salvaje e impredecible, demasiado húmedo y cavernícola. Y aquello sólo podía coronarse de una manera. Y vaya que sucedió, por supuesto que sucedió. Sentí como si mis rodillas fueran a partirse, Cecilia apoyó todo el peso de su cuerpo sobre ellas y levantó su pelvis hasta que mi polla salió entera de su interior. No pasó ni una milésima de segundo cuando un chorro de agua abominablemente abundante salió disparado desde su entrepierna directamente hacia mi cara con una potencia que ni en el mejor de los jacuzzis. El siguiente fue exactamente igual, y un tercero apareció con algo menos de fuerza cuando la chica se frotó el coño a cuatro dedos como quien quiere borrar una mancha de rotulador de una mesa de madera. Y yo... Yo parecía que acababa de salir de una piscina.

La pobre cayó como un peso muerto sobre mi pecho nada más terminar de expulsar esos ¿cinco? litros de agua corporal. Y cuando lo hizo, se acercó a mi oído, y con una sonrisa me dijo:

—Vas a tener que hacer el resto del trabajo tú, je... Estoy agotada.

Quería preguntarle si se había corrido o no, pero me daba vergüenza quedar como un inexperto. Todavía me quedaba mucho por aprender del cuerpo femenino. Sea como fuere, ella quería seguir, así que accedí a su petición y, con mucha delicadeza, la deposité a un lado de la cama para, esta vez, ponerme yo encima de ella.

—Cuidado... —le dije, cuando intentando quitarse la camisa un dedo se le enganchó en el tirante del sujetador—. Te vas a hacer daño.

Ceci rio y, en respuesta, me dio un tierno piquito en la boca.

—Date prisa... —me susurró a continuación—, que quiero correrme e irme a dormir.

Duda resuelta: no se había corrido. Y si había llegado al orgasmo y quería otro, yo se lo iba a proporcionar. Me dolía hasta el alma, pero me sentía tan omnipotente que podía con eso y con lo que me pusieran por delante.

Por eso, sin hacerla esperar, me coloqué entre sus piernas, la miré a los ojos y se la metí de nuevo con mucha delicadeza. Ceci emitió un suave gemido, acompañado de una sonrisa de aprobación. Inmediatamente se abrazó a mi cabeza y me besó de nuevo. Esa especie de histeria sexual en la que nos habíamos sumido parecía haber bajado con lo que acababa de ocurrir, y era algo incómodo estar encima de esa manta totalmente fría y empapada. Y si quería centrarme meramente en las vistas, esa venda blanca, que ya había adquirido el color rosado de la mezcla entre sangre y agua, que me había estado cubriendo la herida en la cabeza hasta hacía unos minutos y yacía al lado de la cabeza de mi amante, justo delante de mis ojos, no colaboraba mucho con la causa. Es decir, que ya no era lo mismo.

—Qué incómodo, ¿no? —dijo ella, como si me hubiese estado leyendo la mente.

—Un poquito... —respondí.

—Venga, hagamos las cosas bien.

Me quité de encima de ella como pude y, a duras penas, me levanté de la cama para dejarla hacer. Ella, con dificultades parecidas a la mía, se levantó también y quitó todo lo que cubría aquel colchón de un solo tirón.

—El colchón también está empapado —dijo, echándose a reír de nuevo.

—Te diría que lo siento —participé yo también—. Pero eso fue culpa tuya.

—Cállate, guarro —respondió, y me lanzó uno de los cojines empapados a la cara.

Otra vez envalentonado, me abalancé sobre ella y comencé a hacerle cosquillas. Ella, riéndose como una niña, comprimió su cuerpo y comenzó a defenderse con las pocas fuerzas que le quedaban. En uno de esos vaivenes, me empujó contra la puerta del armario y me cogió de los huevos, dejándome totalmente desarmado para el resto del combate.

—Parece ser que hoy estás destinado a que te ganen todas las peleas, ¿eh, Benjaminito?

Dicho eso, acercó su carita a la mía y me dio un beso igual de tierno que el de antes, con la diferencia de que este tardó bastante en llegar a su fin. Cuando nos separamos, nos quedamos unos segundos mirándonos hasta que ambos volvimos a sentir ese fuego prendiéndose nuevamente en nuestro interior. Ahí mismo, empecé a morrearla con deseo, con fuerza y con pasión. La cogí de los hombros y cambié las tornas, dejándola a ella contra el armario y a mí con toda la facilidad de maniobra. Sin más, llevé mis manos a su espalda y le quité el sujetador para verle por fin las tetas. Rosaditas, puntiagudas, ni muy grandes ni muy pequeñas, eran extremadamente apetitosas, así que solo dejé de comerle la boca para ponerme a comer sus pechos. Ella me cogió de la nuca y cerró los ojos para deleitarse con lo que le estaba haciendo mientras me revolvía todo el pelo, y todo esto con el suficiente cuidado de no tocarme la herida de la cabeza. Estaba en todo. Era una auténtica maravilla de pareja.

—Fóllame, Benjamín —volvió a decir, totalmente encendida, con las mismas ganas con las que me lo había pedido antes.

Me erguí, la cogí con fuerza de un muslo, el cual levanté hasta colocar la rodilla casi a la altura de su pecho derecho, y con la otra mano me agarré la polla para guiarla directamente a la entrada de su coño, que seguía cubierto por esa braguita que nunca me molesté en quitarle. De un empujón se la enterré toda, y sus ojos me mostraron esa llama roja que tantas ganas tenía de ver. Nos besamos de nuevo, como bestias, y me puse a darle con tanta fuerza que parecía que la puerta del armario se iba a venir abajo en cualquier momento. Con cada empotramiento, nuestros cuerpos se sacudían como si pequeñas bombitas explotaran dentro de nosotros, aumentando por cien la satisfacción que subía por nuestros cuerpos. Era demasiado bueno. Y mejor fue cuando levantó la otra pierna, quedando con ambos pies en el aire, y me pidió al oído que no me detuviera, que estaba a punto de correrse de nuevo. Esta vez sí, utilizando ya las últimas de las últimas fuerzas que me quedaban, imprimí toda la violencia que pude en esas últimas empaladas, hasta que su cuerpo empezó a agitarse una vez más de arriba a abajo como buena señal de que el orgasmo acababa de hacer su brillante aparición. Pero no me detuve, todavía quedaba yo, y continué un par de segundos más hasta que sentí que estaba a punto de llegar.

—¡No!

Cuando intenté quitarme, Cecilia me aprisionó con las manos y con ambas piernas. Solo necesitó un beso para hacerme entender que tenía permiso de llenarla. Y aquello fue lo único que me faltaba para coronar también la follada perfecta. Nunca en la vida me había corrido dentro de una mujer, y tener la posibilidad ahí mismo, delante de mis narices, me llenó de dicha y felicidad. Y no me contuve, metí y saqué mi polla de su interior hasta que no pude más y dejé salir dentro de ella todo lo que me quedaba en los huevos. Apreté tanto mi entrepierna contra la suya que sentí crujir la madera que nos sujetaba a ambos. Y no solté a Cecilia hasta que no saboreé hasta el último espasmo que me había regalado aquella maravillosa corrida.

—Joder... J-Joder... ¡Joder! —farfullé entonces, muerto del cansancio, pero en la más grande de las glorias.

Maravilloso. Había sido absolutamente maravilloso.

No sin dificultades, bajé a Cecilia, que estaba igual de muerta en vida que yo, y abrí la puerta de ese robusto y confiable ropero para buscar algo con lo que poder cubrir la cama. A pesar de las cortinas oscuras anti luz, la habitación ya estaba lo suficientemente iluminada como para tener visión total de las cosas.

—Arriba —me señaló ella, sentándose en un borde de la cama.

En la parte alta, vi un juego de sábanas con su cubrecama y un par de fundas de almohadas que no me iba a molestar en colocar en ese momento. Cogí todo y fui a ponérselo al colchón, pero Cecilia me quitó de un manotazo la manta gruesa y se acostó cubriéndose con ella en el mismo lugar en el que estaba.

—Ven aquí y abrázame —murmuró con los ojos cerrados.

Sin poder evitar sonreír, coloqué el resto de cosas donde estaban y me acosté justo a su lado, haciendo exactamente lo que me había pedido que hiciera.

—Soy el puto protagonista —murmuré, para mí mismo, instantes antes de quedarme dormido.

Eran casi las diez de la mañana.

 

Sábado, 25 de octubre del 2014 - 12:02 hs. - Rocío.

 

—Ya está, Alejo. Haz las maletas.