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Una noche de sueños frustrados

en Autosatisfacción

 Tic-tac, tic-tac, tic-tac...

 La aguja del reloj no paraba de deslizarse en el incómodo silencio reinante de su cuarto. Exasperada, comprobó otra vez el móvil pero no había ninguna llamada ni mensaje suyo. Soltó un largo suspiro de fastidio y oteó el exterior a través de la ventana abierta. La farola de la calle, próxima al balcón de sus padres, iluminaba tenuemente su habitación pero por suerte, los vecinos del segundo piso de enfrente ya debían estar durmiendo a pierna suelta. Se mordió un labio y maldijo su suerte por lo bajo.

Nunca los astros se habían conjugado de aquella forma para ella. Los vecinos dormidos, sus padres roncando, ajenos a cualquier ruido o presencia extraña en la casa, sumamente confiados en los cerrojos de la puerta de entrada, ese agradable calorcito nocturno que invitaba a quitarse la ropa... Esa noche él debería estar ahí, y ella lo sabía muy bien. Se levantó de la cama, aproximándose al gran espejo de cuerpo entero que se encontraba frente a la cama.

¿Qué podía haber salido mal? Se preguntaba una y otra vez, inspeccionando su reflejo. Giró su cuerpo hacia un lado y hacia el contrario, observando como la tenue luz amarillenta resbalaba por la sugerente línea de sus nalgas cubiertas por unas provocativas braguitas azules y observó con una media sonrisa como la punta de sus pezones parecían capturar la luz eléctrica y liberar un cautivador brillo. En su piel aún residía alguna que otra escueta gota de la ducha que había tomado, larga y deliberada, dejando que el agua limpiara y purificara cada uno de sus poros, preparándose para esta espléndida noche.

Se palpó con la yema de los dedos el gracioso hoyuelo de su ombligo, acariciando su piel hasta rozar la curvatura de sus senos y enredarse con los mechones tostados por el sol de sus cabellos castaños y lisos, que descansaban sobre sus hombros finos. Sus grandes ojos miraron por última vez su cuerpo, delgado pero fibroso y cuativador. Ella lo había visto, había reconocido en sus ojos ese brillo insinuante y había captado el mensaje que se escondía tras su sonrisa sagaz.

Había notado como sus ojos la habían desnudado, desprendiéndola con un parpadeo de la pieza de arriba del bikini y con una sonrisa de la braguita del conjunto. Y en ese momento, el silencio se había hecho alrededor de ellos, y las risas y palabras de los que los rodeaban enmudecieron, y sus ojos quedaron petrificados y clavados en el infinito, y no hubo más salpicaduras de agua, ni carcajadas estrepitosas, ni más pies desnudos anduvieron por el césped. El mundo había olvidado que debía seguir girando y ellos eran los únicos conscientes de ese momento. Ella se había acercado a Mark, o tal vez él había sido quien le había tendido los brazos para acogerla en su pecho. Eso carecía de importancia, lo destacable era que él estaba ahí, besándola, acariciando su piel con sus dedos, amándola con la mirada, haciéndola disfrutar y gemir como jamás ella hubiera podido sospechar que pudiera hacer...

Inmersa en sus ensoñaciones, apenas fue consciente de que se había desprendido de las braguitas, quedando a merced del juicio total e implacable del cristal. Sin embargo, por más que le preguntara, el espejo no le respondía. ¿Cómo esa maravillosa tarde de miradas cómplices y mensajes velados podía haberse tornado en nada?

Un sinfin de dudas tormentosas asaltaban su mente. ¿Tal vez Mark había jugado con ella en un cruel juego de seducción para luego dejarla desamparada, añorante y desnuda en su cuarto? Ella era su princesa, su Helena de Troya prometida, solo que él aún no era consciente de ello...

Sus ojos se alejaron del triángulo de secretos misteriosos entre sus muslos dispuestos a ser descubiertos y se fijaron en el móvil abandonado encima de su cama. ¿Y si le mandaba una foto a Mark? ¿Sería ese el último impulso que necesitaría para hacerle decidirse? Se mordió un labio, pensativa. Sabía que otras amigas suyas de su misma edad mandaban ese tipo de fotos a sus chicos, impresionándoles y atrayéndoles hasta ellas. Imágenes provocativas, audaces y sensuales, de ellas desnudas o con ropa insinuante, mostrándoles todo aquello al alcance de sus posibilidades. Agarró el móvil con una mano, notando los latidos de su encabritado corazón agolpándose en su cuello.

Era una maniobra muy arriesgada, quizá demasiado. Una vocecilla en su cabeza le susurraba que no sabía lo que Mark podría hacer con esa foto, pero otra voz, más poderosa y firme, una voz más instintiva y primigenia, le instaba a hacerlo, a captar a Mark mediante los detalles de su fisonomía, en mostrarle a su Helena prometida y que tanto persistía en ignorar.

Activó la cámara, situándose en posición frontal al espejo, para mostrarse sin tapujos. Se removió en el sitio, insegura. Tal vez sería mejor una foto evocadora, ocultando alguna zona, posiblemente su triángulo de vello rizado mediante alguna posición sugerente de sus braguitas.

¿Qué podría impresionar a Mark? Sus dudas se acrecentaban, aumentaban de intensidad, como las olas encabritadas de un mar virulento. ¿Acaso no le había bastado con la posibilidad de llevarse consigo su preciada virginidad? ¿No le saciaba ser el primer hombre que se uniera con ella en una cama? Una furia repentina la inundó, y estuvo a punto de estampar una patada a un oso de peluche cercano.

Abandonó la idea de la foto arrojando el móvil a la cama. Resignada, se encaminó hacia ella y se sentó allí, notando como el colchón cedía ante el peso de su cuerpo. Acarició con los dedos su superficie, examinándola, apretando aquí y allá y volvió a soltar un suspiro. Aquella cama no hubiera delatado la presencia de sus cuerpos retozando sobre ella, no habría delatado a Mark tumbado sobre su cuerpo, penetrándola con cuidado y detenimiento, observando con sus fascinantes ojos de color esmeralda la expresión anhelante y regocijadora de su rostro mientras lo recibía en su interior. Se dejó caer en la cama, con desgana. Parecía que continuaría siendo la única chica virgen del grupo.

Ya se estaba empezando a cansar de aquella incómoda situación, de sus sonrisillas malévolas y sus comentarios envenados que minaban lentamente las defensas de su orgullo. Las observaba con disimulada envidia e infinita paciencia y no perdía detalle de sus rostros iluminados, sus sonrisas espléndidas y el brillo cálido de sus ojos cuando sus parejas las besaban o paseaban con ellas de la mano. Le reconcomía observar sus figuras y sus curvas, que resaltaban más que las suyas propias y se mortificaba preguntándose si era a su cuerpo lo que miraba Mark esa tarde o el de Sonia que se encontraba a su lado.

No, no podía ser a Sonia a quien contemplaba. Era ella. Era a sus labios. Los mismos que había estado probando en las últimas semanas en encuentros esporádicos y furtivos, cuando ambos huían hacia el bosque cercano al pueblo, refugiándose en sus sombras. Recordó con deleite cuando, en las pausas frecuentes que hacían, él se acercaba sigiloso, haciendo crujir las hojas caídas del suelo, la estrechaba entre sus brazos y posaba sus labios sobre los suyos.

Si por Elena hubiera sido, no habría dudado en abandonarse a sus encantos, permitiendo que los rayos del sol que se filtrasen por las copas de los árboles iluminaran su piel desnuda e incendiaran sus cabellos y que su cántico de gemidos y jadeos se fundieran vibrantes con los chirridos de las cigarras.

Ella lo sabía y Mark lo intuía. Estaba destinada a él. Se conocían desde los cinco años de edad, habían jugado juntos, compartido grandes momentos, se habían visto crecer y madurar. Incluso, recordó en ese instante, había visto por accidente a Mark una vez desnudo, con trece años, cuando por una equivocación se aturulló él mismo y se descuidó, permitiendo que la toalla que ceñía su cintura se desprendiera cuando se estaba cambiando el bañador. Ella no olvidó las carcajadas crueles que se clavaron ese día sobre el avergonzado y colorado chiquillo, que hacía lo imposible por tapar su exámine miembro y pelusilla con una mano mientras con la otra pugnaba por subirse el bañador.

En ese momento, algo restalló dentro de su cabeza. Escuchaba las carcajadas de los demás como si fueran sonidos lejanos e incomprensibles y parecía que sus cuerpos se tornaban en sombras difusas y distantes, ecos irrisorios e insignificantes en un mundo sobrecogedoramente ralentizado. Únicamente importaba aquel joven Mark y, guiada por un impulso que nunca supo descifrar, obedeciendo a una poderosa llamada irrefrenable e irracional, se encaminó hacia aquel pobre desgraciado deshaciendo el nudo de su toalla.

Recordaba cada momento como si fuera a cámara lenta. Azotó el aire con la toalla como si fuera un látigo mientras caminaba desnuda hacia Mark, dispuesta a reclamar la atención de los demás sobre ella. Las figuras sombrías que les rodeaban se giraron hacia su figura, y algunos se doblaron sobre sí mismos y continuaron riéndose cruelmente y otros permanecieron callados y serios, con gestos congelados de sorpresa en sus rostros petrificados. Sus mejillas le ardían de vergüenza, notaba sus miradas viscosas y fangosas resbalando por su piel y escuchaba los ecos de sus comentarios tóxicos y risotadas, clavándose como dardos incendiarios en su cuerpo.

Pero ella continuó caminando, desafiante, con la cabeza erguida, sin cubrirse, permitiendo que se regocijaran en su crueldad, dejando que vieran los nacientes pétalos de sus senos y el irrisorio y escueto vello entre sus piernas. Sin embargo, nada la amedentró, y cubrió a Mark con la toalla hasta que éste, estupefacto y enmudecido, reaccionó y se vistió. Y luego él tapó su cuerpo y los dos marcharon juntos fuera del recinto de la piscina, en silencio, analizando lo ocurrido y, cuando él se detuvo y le susurró <>, Elena miró sus ojos y supo que aquel joven iba a ser el primer chico que la besara, y no hizo ningún amago por apartarlo cuando se aproximó a ella.

El tiempo fluyó y se dispersó en mil y una corrientes, erosionando aquel suceso y reduciéndolo a una simple anécdota divertida, luego un hecho esporádico, más tarde continuó relatatándose como si fuera la fantasía de alguien muy ingenioso y con un gusto extraño y finalmente, aquella vivencia se disipó como las últimas volutas de una vela extinguida. El tiempo también les afectó a ambos y se distanciaron hasta acabar limitándose a observarse de reojo y nunca solos. Ella creía escuchar algún susurro huido de sus labios y él creyó apreciar algún brillo anhelante en sus ojos, y conocieron a nuevas personas y experimentaron.

Al menos ella, se recordó a sí misma Elena. Sus grandes y vivaces ojos castaños cautivaban los deseos de muchos, y algunos arrojados se envalentonaban e intentaban someter a sus defensas, y unos pocos lo consiguieron, recompensados con algún beso en noches de feria. Sin embargo, casi ninguno dejó el más mínimo rastro en sus recuerdos, y se esfumaron como las sombras al amanecer. Pese a ello, hubo uno que sí consiguió algo más.

Ocurrió el año pasado, cuando tenía dieciséis años. Casi todo el mundo había huido del pueblo por las vacaciones, exceptuando a alguna familia limitada, como la suya misma, y se vio resignada a matar el aburrimiento como podía en un pueblo casi fantasmal. En una tarde insólita, ella se encontraba a la sombra del gran haya de la plaza ojeando un libro y entró por la puerta norte un joven mozo, rubio, de ojos azules y tez blanca, cubierto con un orgulloso sombrero de dos picos, montando sobre un brioso podenco. Los cascos del corcel resonaron sobre los adoquines y levantaban nubecillas de arena, y el mozo se aproximó a ella, deteniendo el caballo ante su expresión asombrada.

Se llamaba George, y resultó ser hijo de un terrateniente de la zona, de ascendencia inglesa. No hablaba muy bien español y tenía un pronunciado acento británico, un rasgo que le llamó mucho la atención. Le contó que habían vuelto a España porque su madre añoraba sus raíces nacionales y el padre había consentido a regañadientes volver a sus terrenos, arrendados a un buen conocido de la familia. Esa tarde George y ella hablaron largo y tendido y él se volvió a su casa montado con la aparición de las estrellas y la promesa de un nuevo encuentro. Cada día, George pasaba por allí a la misma hora y allí se encontraba Elena, fiel a la cita.

Resultó ser un joven avispado, inteligente y perspicaz, que la dejaba embobada y atónita con sus historias sobre la Gran Ciudad, como ella denominaba a Londres, donde residía la familia de George. El joven inglés acompañaba sus risas cuando ella intentaba sorprenderle con alguna historieta o suceso cómico del pueblo. Su amplia boca de labios regordetes se curvaba en una sonrisa abierta y risueña, mientras sus ojos un tanto hundidos y de un tinte verde pantano, sagaces y seguros, no perdían detalle de las formas que se dibujaban bajo la ropa de aquella pueblerina aburrida.

George la invitó a cabalgar juntos, y ella accedió, y continuaron hablando y divirtiéndose. El británico tenía una inteligencia aguda y captó el brillo interesado y curioso en la mirada de Elena, aprovechándose de él, aturdiéndola con historietas y fugaces comentarios y gestos halagadores y ademanes propios de un amante delicado y afectuoso. Confeccionó con paciencia su trampa y la preparó sin precipitaciones, hasta que una buena tarde, consiguió captar un beso de sus labios, entregado por ella misma, en un escenario idílico, junto a un precipio con la luz del atardecer enrojeciendo las copas de los árboles.

Casi tras un mes de conocerse, cuando acudían al bosque, era para abrazarse y besarse, como amantes proscritos, resguardándose de cualquier vigilante y acechante mirada. Así pues, una calurosa tarde, George condujo su caballo hasta un riachuelo próximo, cuyo curso desaparecía aquí y allá dejando un lecho pedregoso a su paso, hasta detenerlo junto a una poza prácticamente cristalina.

-¿Te apetece un baño?-le preguntó George, desmontando y quitándose el sombrero. Le tendió una mano a Elena para ayudarla a bajar.

-Si, no estaría nada mal pero no tengo ningún bikini-se excusó Elena, con un deje de tristeza. Los ojos del británico relucieron, anhelando el desarrollo venidero.

-Well, if you don´t mind, podríamos bañarnos sin...clothes?-preguntó él, fingiendo dificultades en la formulación en español. Los ojos de la joven se abrieron de par en par, sorprendidos y unos coloretes vivos asomaron en sus mejillas.

-No, not good-empezó a farfullar ella, haciendo aspavientos para frenar a su joven amigo, quien ya había comenzado a desprenderse de la camisa. George le sonreía, amistoso y confiable, seguro de sí mismo, ante el escándalo y temor reflejados en su rostro.

-Don´t worry, hoy hace mucho calor, nadie viene aquí-le decía. Elena continuaba quieta, estupefacta, observándole con cierto espanto, sin embargo, el británico creyó vislumbrar un brillo de curiosidad bajo aquella máscara aterrada. Debía actuar confiado, para infundirle el suficiente valor, y no dudo en bajarse los pantalones. Giró su rostro un tanto, para no ser tan descarado y se bajó los calzoncillos, quedándose desnudo. Escuchó a sus espaldas un grito ahogado de Elena y corrió hacia la poza, saltando sobre ella sin temor.

-Vamos, no temas, come on-le susurraba él, tendiéndole una mano. Insistió un par de veces más y, a la tercera, encogió los hombros y se volvió de espaldas. Mantuvo aquella posición un tiempo prolongado, aguardando la respuesta de Elena.

-No te vuelvas-le advirtió ella, con un tono amenazador. Él asintió con la cabeza, sonriendo triunfadoramente. En su cabeza, recreaba como aquella pueblerina se desprendía de cada prenda y se encaminaba desnuda hacia la poza. Se regocijó al pensar que, si continuaba así, conseguiría llevarse una flor de aquel pueblo olvidado e insignificante.

El británico ahogó una exclamación de sorpresa al notar como Elena se aferraba a su cuerpo con sus brazos y piernas y se estremeció al sentir la punta afilada de los pezones de la joven clavados en su piel. Intentó liberarse de su improvisada inmovilización y ella, entre risas y sonrisas, se alejó de él, huyendo de la persecución a la que la sometió.

Se comportaron como dos niños salpicándose agua y riéndose, y los ojos del británico no perdían detalle de los muslos y el cuerpo desnudo de la pueblerina. Sus pechos no parecían grandes y la blancura de la piel de sus nalgas revelaba un culo firme y apetecible, perfecto para ser aferrado entre sus dedos. Finalmente, consiguió acorralar a Elena entre dos rocas, y ella se volvió hacia él, con el cabello pegado y respirando con fuerza. Pese a verse atrapada, intentó zafarse de sus brazos, pero George se lo impidió sin brusquedad y sin perder su sonrisa encantadora.

-Vaya, parece que estoy en tus manos-susurró Elena, aproximando su rostro lentamente hacia el de él, como si estuviera siendo atraída por la fuerza de un imán. George no le respondió, ya que sus palabras enmudecieron con el beso que le dio ella.

Aquel beso inesperado se fue tornando más pasional y adquirió un cierto tinte salvaje, danzando entre sí las lenguas hasta que acabaron resoplando, pugnando por capturar aire en el menor tiempo posible. Los ojos de Elena brillaban con un fuego extraño, que George interpretó como una sugerencia y se pegó un poco más al cuerpo de ella, deslizando su mano lentamente por su espalda desnuda hasta posarse plácidamente en su culo.

Ella correspondió a su caricia con una sonrisa agradecida y tuvo el impulso de aferrarse con sus manos a la espalda del británico, acercándose aun más a él. George sabía lo que ocurriría, era un momento delicado y arriesgado, y no debía precipitarlo. Detectó la mueca de sorpresa de su rostro y vio como los ojos de Elena bajaron hasta hallar la cosa alargada y dura que se había aplastado contra su cuerpo.

-Te quiero, Elena-susurró él con un tono suave como la seda. Ella alzó sus ojos y parpadeó, sonrojándose.

-De...deberíamos secarnos, ¿no crees?-le dijo y él asintió con la cabeza, con pesadumbre. Permitió que Elena se escabullera hacia la orilla arenosa. Ella fue la primera en emerger de la poza y los ojos de George se abrieron agradecidos al ver por primera vez a la luz del sol el cuerpo desnudo de aquella muchacha.

Ella le daba la espalda y se detuvo, quizá advirtiendo en ese momento que se encontraba desnuda y expuesta a él, sin embargo, se volvió lentamente hacia él hasta que los ojos de ambos se encontraron, intercambiándose mensajes íntimos. La suposición que George había hecho sobre ella era acertada. Elena tenía un cuerpo sensual caracterizado por unas curvas que eran ligeramente sugerentes. Su cuerpo era el de una joven delicada atrapada en una vida lastrada por los esfuerzos rurales, y su fisonomía se fundía con los rasgos finos de su rostro, con su nariz pequeña, sus finas cejas ligeramente arqueadas y unos sugerentes y carnosos labios, cuya belleza era eclipsada por la profundidad y hermosura del color de sus ojos.

Elena se había arriesgado, le había lanzado un órdago y él no dudó y lo aceptó sin rechistar. Emergió con decisión y confiado, y aguardó con serenidad el escrutinio disimulado que Elena hacía de su desnudez. Las mejillas de Elena volvieron a incendiarse y George sonrió.

-¿Nunca habías visto a un hombre desnudo?-le preguntó, colocando sus brazos en jarras. Elena dio un respingo y volvió a clavar sus ojos en su rostro, enrojeciendo violentamente. Hizo un amago de cubrir su desnudez con las manos pero las mantuvo junto a los costados.

-No, no eres el primero-empezó a decir Elena y, tras apreciar la sorpresa reflejada en George, se apresuró a decir.-Quiero decir, no es que yo haya hecho...ya sabes. Me refiero a que ya he visto antes a un chico desnudo, solo que tenía trece años y esa cosa la tenía muy pequeña.

George se rio y se encogió de hombros, restando gravedad a la situación. Se acercó a Elena hasta situarse junto a ella, a una distancia de apenas diez centímetros. Sus ojos seguían mirándose, retándose a ver cual de los dos era el primero en desviar la mirada.

-Puedes mirar todo lo que quieras, eres la primera chica que veo sin ropa-le indicó George, con un tono calmado y confiado. Tras escuchar aquello, Elena respiró aliviada, perdiendo parte de su tensión. George sabía disimular muy bien las mentiras, y lo que necesitaba aquella chica era sentirse segura y confiada, sin la presión de poder ser comparada con otras.

-Tiene un aspecto muy...curioso-comentó Elena, bajando sus ojos hacia el miembro de George. Éste se encontraba casi erecto, y pareció responder al comentario de la chica con un leve respingo que provocó una carcajada en la joven.

George alzó su mentón con gentileza, sonriéndole abiertamente. Sus ojos escudriñaban el interior turbulento del color casi café de los ojos de Elena, captando su turbación, su preconcebida repulsa impuesta por las contricciones sociales, su curiosidad abierta, su deseo de exploración acallado a duras penas...Intentó transmitirle sosiego y calidez a través del océano de sus ojos, invitándola a aventurarse entre sus aguas.

En aquel silencio compartido, sus manos se encontraron.Las del británico acogieron las de la joven y las guió hacia donde él deseaba, hacia donde los ojos de ella le susurraban. Se aproximó a su rostro y rozó con sus labios el lóbulo de su oreja, musitándole:

-No temas.

El cuerpo de Elena se estremeció ligeramente cuando sus dedos rozaron la superficie del tronco de la polla de George y él mantuvo sus manos allí, abarcando la extensión de su miembro.

-Está latiendo-comentó Elena, con un tono impresionado-es...increíble.

La joven seguía sin atreverse a mirar hacia abajo y mantenía los ojos cerrados mientras sus dedos se movían torpemente por la zona. George acarició su mejilla.

-Deberías mirar-le aconsejó él-tus dedos necesitan la guía de tus hermosos ojos. Ella asintió y le obedeció, sin perder el vivo color de sus mejillas.

-Se ha hecho más...

-Grande y dura-le indicó George. Ella afirmó con la cabeza, con solemnidad mientras sus dedos recorrían el tronco, haciendo retroceder y avanzar el prepucio. La joven iba adquiriendo poco a poco cierta habilidad y un escalofrío de placer sacudió a George. Aquella muchacha estaba enardeciéndole, alimentando su deseo como un soplo aviva las ascuas de una hoguera. Acercó su rostro al de ella, buscando sus labios mientras una mano suya se apoderaba de uno de sus pequeños senos, acariciándolo suavemente.

La mano libre de Elena se aferró a su cuello, empujándole hacia él impiendo que sus labios se separaran.

-Para, para...creo que...-dijo repentinamente Elena, separándose de él y recuperando el aliento.

-Si, sí, te entiendo, no te preocupes-le contestó George.

-Perdona si te he hecho..., no era mi intención, maldita sea-rezongó Elena.

-No te preocupes-le insistió él, sin perder la serenidad de su tono. Ella se debatió unos instantes consigo misma, y le abrazó, apoyando su mejilla en su hombro.

-No quiero decepcionarte-le confesó. Él no le dijo nada, acariciando sus cabellos mojados. En ese momento, sus miradas volvieron a encontrarse, rostro frente a rostro, leyéndose, analizándose en un flujo constante de comunicación. George no hizo ningún amago, ni mueca, aguardando la reacción de Elena. Los ojos de la joven parpadearon una sola vez y asintió casi imperceptiblemente con la cabeza.

La joven se agachó ante él, apoyando sus rodillas en la orilla arenosa de la poza, aún manteniendo sus ojos clavados en los de él. George se apresuró a intervenir, haciendo un gesto con sus manos pero Elena negó con vehemencia con su cabeza.

-Let me do-le dijo, con un tono confiado.

En ese momento, los ojos de Elena se clavaron en la polla de George, en aquel mástil de carne prominente ligeramente curvado hacia la derecha rematado por una zona abultada amoratada. No se lo quiso decir a George, pero su aspecto le parecía casi cómico, con aquellas dos protuberancias ovaladas colgando del fiero mástil, como si se encontrasen suspendidas en el abismo. Además, su vello sobre el pene poseía un color plateado, casi traslúcido, que solo se apreciaba si se fijaba bien de cerca, lo cual contrastaba tanto con el vello rizado y oscuro que cubría su entrepierna húmeda. El pene de George dio una sacudida, sacándola de sus ensimismaciones.

-Good, good, eres muy buena-animaba George, acariciando su cabellera mientras la joven repartía besos por toda la longitud de su polla. Observó como la joven cerraba los ojos y sus labios se posaban sobre su glande, separándose a medida que iba poco a poco desapareciendo en su boca. Un gemido de placer grave y hondo fluyó a través de sus labios, y sonrió triunfalmente, saboreando su victoria.

Para Elena, estaba siendo una experiencia curiosa y extraña. Sentía como su lengua se arremolinaba en torno al miembro de George y notaba su calor y dureza dentro de su boca. Retrocedió hasta la punta y le dio pequeñas lametones, provocando una nueva sacudida en el británico. Se aseguraba de vez en cuando con sus ojos de que el joven mantenía los suyos cerrados y una y otra vez soportaba implacable los impulsos que sus propios deseos le instaban. Notaba sus pezones sensibles, y una creciente y cálida humedad en su entrepierna, la cual le palpitaba levemente, rogando su atención. Ella conocía los secretos de su cuerpo pero mantenía un incomprensible recelo a dejarse llevar y tocarse ella misma. Tal vez aún se mantenía en guardia ante la posibilidad de ser sorprendida.

Sin embargo, su deseo se hacía cada vez más urgente. Las muecas de placer de George también se habían aliado con el instinto de su cuerpo y el ardor que notaba en su entrepierna se tornaba en algo difícil de soportar.

-¡Mmm!-gimió ella por lo bajo, mientras sus labios se apretaban en torno al glande George. Sus dedos habían tomado una decisión propia y uno de ellos ya actuaba como un ariete, entrando y saliendo de su mojada entrada. Rogaría a quien fuera con tal de que George no la descubriera, sin embargo, no podía evitar reconocer que le producía un misterioso morbo que él la viera así.

En ese momento, algo cambió. Elena sintió como la mano de George hacía presión tras su cabeza, casi aferrando sus cabellos y notó como era esa mano la que la aproximaba y repelía de su polla, casi con el peligro de que la punta de su pene tocara el fondo de su garganta. Intentó advertirle a George pero sus balbuceos eran sofocados por los gemidos y susurros ininteligibles de George.

Llevada por un impulso, clavó sus uñas en los muslos del joven pero este gesto fue inútil y solo consiguió encenderle aún más. Su cabeza adquirió un ritmo más acelerado y ya casi le estaba costando hasta respirar.

-Oh, come on, let´s go, let´s go, oh, yeah, oooh, ooooh-gemía George, indiferente ante la situación de Elena. Su mente se encontraba nublada por el oscuro deseo que se había adueñado de su cordura y no fue capaz de apreciar las consecuencias de sus actos hasta que todo terminó y escuchó los insultos e increpaciones de Elena, mezclados con escupitajos. La joven retrocedió ante él, con una mueca furibunda borrando la hermosura de su rostro. Aún un fino hilo blanco pendía de la comisura de su labio, de la cual la joven se desprendió con un gesto brusco.

George ni siquiera hizo el amago de acercarse a ella. Había cometido un terrible error y la confianza del cervatillo dócil que había conseguido poseer se había disipado, dejando en su lugar a una loba herida y furiosa, que no dudaría ni por un instante en aferrar un guijarro y estrellarlo contra su cabeza. Por ello, se limitó a observar como la joven se enfundaba de nuevo sus ropas con soltura y dinamismo y se fundía de nuevo entre la espesura de los árboles, sin perder aquella salvaje mueca de odio y la ira acumulada en unos ojos húmedos y brillantes...

 

George fue un truhán que la encandiló y engañó y que no dudó en usarla hasta que su máscara hipócrita voló en mil pedazos justo en el mismo instante en que aquellos violentos chorros se estrellaron contra su lengua y el techo de su paladar, regando su boca con su repugnante semilla. A nadie contó esa efímera aventura, ni el británico osó jamás regresar al pueblo y pasear por la plaza, buscándola. Sin embargo, Elena era joven y se autoconvenció poco a poco de que George había sido solo una pasajera tormenta de verano, fugaz e inesperada. Recuperó su confianza en el sexo opuesto, en su honestidad y sinceridad, sin embargo, su candidez había sido irremediablemente arrebatada y su virginidad se mantuvo intacta, provocando el hastío y decepción de algún ocasional candidato. En esa época, su corazón le recondujo tras los pasos de Mark, indicándole que él era el adecuado, el hombre que no se había olvidado de la amistad y complicidad forjada con los años, quien no le haría daño ni abusaría de ella, y no se limitaría a simplemente "follar", sino a "hacer el amor".

Pensar en Mark le hizo recuperar la sonrisa. Era imposible que él la decepcionara. Sus calmados y verdes ojos se lo decían constantemente cuando sus miradas se encontraban. Él le transmitía seguridad, confianza y eran garantes de experiencia. Eran solo rumores, pero Elena estaba segura que Mark había probado las mieles de ese placer oculto y tan deseado como era el sexo. Sin embargo, eso no la desanimaba, sino todo lo contrario. Él le aportaría su experiencia, y ella le haría entender que todo ese tiempo se había encontrado perdido y confundido, y que solo con ella hallaría la felicidad. Únicamente a su lado, él podría despertarse feliz, complacido y sereno y que solo sus gemidos y sus declaraciones amorosas susurradas al oído mientras hacían el amor podrían disipar sus perturbaciones e inquietudes.

Mark, Mark, Mark...Su mente recreaba un torrente ilimitado de imágenes suyas, recordaba como su piel se erizaba cuando él le hablaba, como sus piernas temblaban cuando le rozaba el brazo con la punta de sus dedos. La gravedad y calidez de su voz la rodeaban, sus palabras se aproximaban y alejaban de ella, sentía el peso de su mirada derramándose por la desnudez de su cuerpo.

-Mark-susurró ella, con una voz cargada e intensa. Sus brazos rodeaban la longitud de la almohada y sus labios rozaron por una milésima de segundo su suave superficie. Se sentía febril. La piel le ardía como si estuviera desplazándose un torrente de magna a través de su cuerpo, fluyendo desde su bajo vientre, desde donde un calor oprimente continuaba empecinándose en descender. Notaba la boca reseca, y su cuerpo vibraba, enloquecido por una misteriosa energía.

-Mark, Mark-continuó ella murmullando, rodando por la cama aferrada a la almohada. Su pierna derecha se enroscó en torno a la almohada, atrapándola, como si fuese el mismísimo cuerpo de Mark. Serpientes de deseo e intenso calor reptaban por sus muslos, escalando por ellos hasta concentrarse en su zona más íntima, notándola sumamente ardiente y sensible. Casi parecía que un pequeño corazón estuviera bombeando frenético entre sus labios, los cuales debían encontrarse henchidos. Si hubiera poseído alguna prenda de ropa puesta, estaba segura que se la habría arrancado usando uñas y dientes. Y no habría sido ella misma, se decía Elena, con una orgullosa sonrisa. No, sería el propio Mark quien se la destrozado, dejándola desnuda y expuesta frente a la expresión de su rostro, triunfal y ufanado de su hazaña. Y ella, abrazándose las rodillas e intentando cubrir de esta forma sus vergüenzas, víctima de un estúpido sentimiento de pavor ante sus burlas, vencería su reticencia y separaría sus brazos y muslos, liberándose, descubriéndose y revelando sus secretos.

Y Mark la poseería. Dulcemente, con suavidad, susurrando su nombre entre dientes, adentrándose poco a poco en ella, como hacía en sus sueños. Su mente no paraba de recrear esas dulces imágenes. Él encima, como se encontraba ella en ese momento, dibujando besos en su cuello y cincelando un placentero rastro húmedo en su piel. Además, su cintura subiría y bajaría, impulsando su miembro dentro de su cuerpo, justo como ella hacía, hundiendo en sus cavernidades volcánicas el dedo corazón de la mano diestra.

Si la descubrieran en ese instante abriendo la puerta, la sorprenderían desnuda, con su cabello liberado y su ropa desperdigada, y observaría ese afortunado intruso como sus nalgas ascendían para iniciar un placentero descenso y contemplaría complacido sus caderas emergiendo del amparo de las tinieblas de la noche para ser bañadas por la luz amarillenta de las farolas.

Si Mark fuese quien entrara en su dormitorio, no le importaría. Continuaría así, masturbándose y susurrando su nombre, rozándose los labios para paladear su nombre, como si las sílabas poseyeran un gusto más dulce y exquisito que la miel. De esta forma, el joven conocería cuánto lo necesitaba y deseaba. Y ella, ladeando su cabeza, mostrándole apenas un atisbo de su rostro, le musitaría:

-Házmelo así, Mark.

Otras chicas, como su amiga Jessica, le pediría algo más soez y vulgar, como <<fóllame, o métemela>>, comentarios más propios de amantes furtivas e indecentes usando cualquier tipo de artimaña para engatusar a desafortunados, pero ella era distinta. Las llamas del deseo y la pasión mordían su piel y crepitaban sacudiendo su cuerpo y despertando sus gemidos, sin embargo, Mark le daría afecto, cariño y complicidad cuando conociera su cuerpo. Por ello, no le importaría masturbarse ante los ojos de Mark, aunque éste se sorprendiera, aunque él pensara que ella no lo hacía.

-Sí, Mark, por ti sí-le revelaría, con un tono confiado y se daría la vuelta colocándose boca arriba. Abriría más las piernas, ofreciéndole a su anhelado Paris la exquisita danza de los dedos en su coño y el delicado baile de su mano izquierdo en sus senos, trazando con las yemas sendas invisibles que conducían hacia sus pezones. Si tuviera las suficientes tetas, incluso estaría dispuesta a alzarlas y llevarlas hacia sus labios, mamando de sus pezones, incitando a Mark a que la sustituyera. Sin embargo, sus ínfimas tetas solo le permitían pellizcar el pezón y tirar suavemente de él, en un fútil intento de alzarlas.

Pese a ello, a su Paris no le importaría. Afrodita había guiado sus pasos desde su tierna adolescencia hasta él. Y él se entregaría entre sus brazos, y bebería de sus senos como si brotara de ellos un dulce néctar, dominando con sus labios los pezones, acogiéndolos en un placentero abrazo. Utilizaría sus labios para crear una leve fricción en torno al pezón cautivo y tiraría de ellos un poco, siguiendo el consejo y guía del ejemplo que le enseñaría Elena con sus propios dedos.

-Oh, Mark, Mark, oooh, mmm-gemía ella, entre jadeos y suspiros entrecortados, como otras noches había hecho, fantaseando con él. En noches frías y silenciosas cuyos reconfortantes silencios eran quebrados por sus murmullos y jadeos, acompañados del frufú de la ropa de la cama y el alegre chapoteo amortiguado de sus dedos entrando y saliendo de su gruta. Cuando reinaba el calor y sus hormonas campaban a sus anchas adueñándose de ella, acababa desnuda totalmente y bañada por la luz lunar o la de las farolas, retorciendo su cuerpo y dándose placer, intentando mitigar el ardiente deseo que la consumía.

Esas noches se convertía en una víctima atrapada entre las garras de Eros y el capricho de Afrodita y su cuerpo se sacudía y vibraba espoleado por las furiosas llamas del instinto carnal. Sus dedos danzaban y realizaban unos pasos que sólo la experiencia le había enseñado. Sus gemidos y suspiros aumentaban hasta casi convertirse en gritos desesperados y preñados de deseo, con lo cual, se veía obligada a morderse una mano o la almohada. Y su cuerpo se seguía sacudiendo y se veía azotado por el vivaz oleaje de una tormenta terrible hasta que su cintura se alzaba empujada por la cresta de una inmensa ola y sentía como si sus entrañas fuesen a desprenderse de su interior ante su impotencia y deseo. Ansiaba ese liberalizador momento y tras el cenit de ese placer se abandonaba a la posterior paz y serenidad que la inundaba.

Esa noche pertenecía a esa categoría. Era una de esas noches en las que un solitario dedo no bastaría para obtener la serenidad del orgasmo. Chapotearía inútilmente entre los fluidos que emanaban de su interior, entrando y saliendo de su coño, frotándose contra la franja de vello púbico que se había dejado, desplazándose en la oquedad dibujada entre sus muslos.

Abrió los ojos y allí se encontraba Mark, aunque su cuerpo se hallaba sumido en las sombras. Sin embargo, eso no importaba. El fulgor de sus ojos esmeralda le hacía entender que él la ayudaría. Ni notó como el colchón de su cama cedía ante su peso pero se estremeció entera cuando apoyó sus manos tibias sobre sus ardientes muslos. Ella los separó por instinto, y arqueó el cuello al sentir la calidez de la brisa de su aliento revoloteando entre los rizos del monte de Venus y entre sus labios humedecidos. Sus labios se despegaron, intentando formular un deseo, pero la boca de Mark apoderándose de su coño ahogó sus palabras.

Ni siquiera parecía estorbarle los dos dedos que Elena hundía en su ardiente interior, ni como estos se retorcían trazando círculos o iniciaban un mete saca más frenético y en otras más calmado, extasiándose en recorrer cada pliegue y recovedo. Además, su avispada y enérgica lengua ignoraba deliberadamente la yema del dedo índice sobre el hinchado clítoris, enhiesto y orgulloso.

O tal vez todo ello solo sucedía en su imaginación. No importaba. Se mordió un labio, intentando contener sus gemidos, notando como una impetuosa marea se alzaba en su interior, amenazando con desbordarla.

El deseo la abrasaba y la desprendía de cualquier atisbo de decencia, transformándola en una criatura furiosa y desesperada. Mark retrocedió un poco, pero Elena le agarró con una fuerza extraordinaria del brazo y lo arrojó sobre la cama. Su mirada lucía un brillo asustado y su expresión estaba crispada en una mueca de sorpresa.

Un oscuro y poderoso orgullo insufló una sonrisa cruel en su rostro y sus labios se separaron liberando un gemido ansiado cuando una de sus manos agarró su endurecido miembro y se lo introdujo sin miramientos dentro del coño.

Su espalda se curvó, destacando los picudos pezones engreídos de Elena ante los ojos de Mark mientras su cintura se movía, sintiendo como aquel pene se removía en su interior, llenándola y consumiéndola. Sus movimientos y giros le transmitían sensaciones muy similares a cuando se introducía dos dedos. Sin embargo, ni eso bastaba para satisfacerla. La marea continuaba su ascenso imparable pero necesitaba un último impulso. En su fuero interno, en lo más recóndito y oscuro de las mazmorras donde ocultaba esa parte suya tan oscura, donde se empecinaba en ocultar el rudimento de su despertar sexual, algo se removió, inquieto, entre sueños. Una risa retorcida emergió entre los barrotes de aquella prisión, sabedora de su debilidad.

Su cuerpo pareció actuar de forma autómona, siguiendo los consejos de esa voz. Se desplazó sobre la cama hasta que la iluminación eléctrica del exterior desprendió a su cuerpo del cobijo de la oscuridad. Deseaba que Mark la viera bien, tal y como él había hecho en esa ocasión.

Se colocó a cuatro patas, agachando su espalda para resaltar sus nalgas, entregándole gustosa el tesoro entre sus piernas. Tal vez, eso es lo que él hubiera ansiado poseer.

Mark la penetró de esta forma, sin embargo, eso no le haría culminar. No. Necesitaba recrear ese humillante recuerdo, hilvanando los fragmentos de sus recuerdos, tal y como esa voz retorcida y oscura le indicaba. Su mente retrocedió en el tiempo, a cuando tenía trece años, el día en que había ayudado a Mark y había ocultado su desnudez con la toalla con la que ella misma había estado ocultando la suya propia.

La mano de Mark se alzó, con lentitud, saboreando complacida su vil acción, siguiendo la misma trayectoria que la que había trazado él. Y ella temblaba, ante su impotencia y rabia, sin embargo, casi inadvertidamente, una extraña sensación fue removiéndose en su interior, algo que ella nunca había sentido antes.

¿Qué podía hacer ella, una chiquilla de trece años? Sus piernas temblequeaban ante la cólera de su voz y esa tarde, cuando volvió a su casa y ésta se hallaba sola, se lo encontró como siempre, en el salón. Sin embargo, era diferente. Una extraña atmósfera reinaba allí, opresiva y peligrosa. Y cuando él se levantó y giró su rostro hacia ella, casi sintió como si se hubiera apoderado de su corazón y se dispusiera a estrujarlo. Lloriqueó, se lamentó una y otra vez, casi se puso de rodillas reclamando su piedad pero todo fue en vano. Obedeció su orden, casi apenas aguantando las lágrimas y con un intenso rubor en sus mejillas, y una a una, las prendas de su ropa fueron cayendo al suelo. Sin despegar los ojos de la punta de sus pies, se enfrentó a él, desnuda e indefensa, cubriendo con sus manos sus desnudeces. Sentía su presencia allí, asfixiante y terrible, escrutándola con sus ojos, traspasando las irrisorias defensas de sus manos y entonces, su voz resonó, poderosa e incuestionable.

-Desvergonzada, menuda ofensa para todos nosotros-mascullaba, indiferente al daño que aquellos comentarios producían en ella-has cometido una grandísima imprudencia, irresponsable.Y ahora no te atreves a volver a hacerlo, cría estúpida. ¡Muéstrame lo que has enseñado a todos!.

A medida que hablaba, la ira que rezumaba su voz iba aumentando hasta tal punto que acabó llorando a lágrima viva y le obedeció, muerta de vergüenza. Él no atendía a ninguna razón, simplemente había ignorado sistemáticamente todos sus argumentos ofrecidos. Ni siquiera se atrevía a alzar sus ojos para enfrentarse a su rostro. Temía volver a ver su expresión severa y crispada, y ese fulgor tan salvaje y espantoso, más propio de un animal famélico dispuesto a despedazar a su presa.

Su llanto disminuyó poco a poco mientras soportaba estoicamente aquel escrutinio que parecía prolongarse hasta la eternidad.

-Te estás convirtiendo en toda una mujercita-susurró él, con un tono perturbador e inquietante, un tono que ella jamás le había escuchado y que le erizó el vello de la nuca. Casi pareció lamentarse él mismo de lo que había dicho, ya que carraspeó y por un instante, dudó, sin embargo, su voz volvió a adquirir el tono severo de antes.

-Ven aquí, y túmbate sobre mis rodillas.

Sus hombros se agitaron, desconsolada y observó impotente como sus piernas desobecedían el dictado de la vocecilla que le aconsejaba huir, escaleras arriba, y encerrarse donde fuera, lejos de su alcance, hasta que llegara ella...Era tan humillante, ¡no se lo merecía!

Sintió la aspereza de sus pantalones vaqueros sobre la piel de sus muslos y hundió la cabeza bajo los hombros, ocultando su rostro, rindiéndose a su voluntad. Tenía que obedecerle, pero estaba siendo tan injusto...

La mano de Mark se clavó en sus nalgas con la misma violencia que el primer azote que le propinó su padre aquella desafortunada tarde. Mark se mostraba implacable e inclemente y mientras su polla iba horadando su coño, su mano continuaba imperturbable azotándola, liberando por su cuerpo ondas de dolor entremezclado con un placer visceral y salvaje.

La violencia de los azotes de su padre pronto enrojecieron sus nalgas marmóleas y el sonoro estallido silenciaba los farfullos incontrolables que escapaban de su boca jadeante.

-Eso es, has sido mala...mereces que te castigue...chica muy mala...como tu madre...

Si hubiera podido, se habría tapado los oídos, espantada por las implicaciones que una parte de su mente se empecinaba en demostrarle, sin embargo, era como si ella se estuviera contemplando a sí misma desde afuera, asistiendo a ese horrible espectáculo.

Además, notaba una extraña presencia clavándose en su bajo vientre, que se asemejaba a un duro mástil. Su padre rodeó su cintura con un brazo, y alzó el peso de su cuerpo como si se tratase de una pluma, mientras su otra mano continuaba castigándola.

-¡Ay, papi, ya vale, por favor, ay, ay!-se quejaba ella.

Los azotes cesaron y, en su lugar, notó como los dedos de su padre trazaban dibujos sobre su carne afligida, aliviando el picor y hormigueo que bullía bajo su piel. Aquella acción afloró una sonrisa de sosiego en su cara, creyendo que esa bestia salvaje y furibunda se había desvanecido y había retornado de nuevo su padre afable y protector.

-Elena, mi Elena, mi pequeña Elena-susurraba esa voz, impregnada de cariño. El brazo de su padre volvió a descender, apoyando el peso del cuerpo de Elena sobre sus muslos otra vez y, en esta ocasión, sintió más notoriamente esa anómala presencia, empeñada en rozarse muy cerca de su vagina.

Se sentia rara, como si una fiebre hubiera asaltado repentinamente su cuerpo y un extraño cosquilleo y ardor estuviera serpenteando en la flor que asomaba entre sus muslos. Dichas sensaciones se iban acrecentando con las caricias que su papá le dedicaba, las cuales habían iniciado un tímido descenso por sus muslos, asomándose peligrosamente al abismo entre ellos.

-Papi, por favor, no me pegues más, seré muy buena, te lo prometo-le aseguraba ella, pero incluso el tono de su voz sonaba inseguro. ¿Realmente deseaba que se detuviera la mano cruel e insensible que la había castigado, la misma que ahora le estaba trasnmitiendo tanta dulzura y afecto?

La atmósfera del salón se hizo más cargante que nunca, y Elena tuvo la convicción de que a todos los espejos, cuadros e incluso al mismo televisor le brotaban ojos que volaron como flechas hacia ellos, sin perder detalle alguno de como los dedos de su padre resbalaban por sus muslos, buscando la gruta oscura que se escondía entre ellos, ni como sus muslos se abrían inexplicablemente ofreciéndole un paso seguro. Entrecerró los ojos, dejándose arrastrar por las corrientes que arrastraban su cordura y razón, y el deseo más instintivo que brotó en su interior se realizó cuando los dedos de su padre viraron su rumbo hacia su coño, extrañablemente húmedo y sensible.

Afortunadamente, la cordura y serenidad retornaron y su padre recobró las riendas y el dominio de su voluntad, alejando su mano de allí y pidiéndole que se vistiera con una voz enronquecida y el rostro sofocado. Ella no le rechistó, y obedeció incluso su petición de que no dijera nada a nadie, ignorando la sospecha de que su padre se hubiera sobrepasado.

Esas extrañas sensaciones remitieron, y rehuyeron el contacto incluso de sus miradas durante unos cuantos días, recelosos uno del otro. Recordó que se pasó todo ese día sintiéndose rara, como una intrusa en su propia casa y aguantó el curioso picor en sus pezones y la perturbadora inclinación a cruzar sus muslos y rozarlos entre sí. Incluso no reconocía a su propia mente, que se empeñaba en divagar y en pensar en chicos, en sus torsos y sonrisas, en la desnudez de Mark, en su beso y en las sensaciones que le había despertado...

Nunca lo pudo asegurar, pero hubiera jurado que ese día, las yemas de los dedos de su padre acariciaron los rizos de su vello y uno de ellos se llevó impregnada una gota de la miel arrebatada de su flor. Igual que no podía asegurar la veracidad de lo que había creído ver por el rabillo del ojo mientras se escabullía del salón; la imagen de su padre observando detenidamente con el ceño fruncido la mano con la que le había castigado y como se llevó esa mano hacia sus labios...

Lo que sí recordaba con claridad era a ella misma desvelada, removiéndose sobre la cama, con los oídos atenta a cualquier ruido. Por ello, distinguió el sonido de las voces de sus padres charlando entre sí, y como sus voces fueron remitiendo hasta enmudecer y ser sustituidas por desconcertantes gemidos y jadeos, como si estuvieran enzarzados en un insólito combate. Anduvo vestida únicamente con el camisón hacia el cuarto de ellos, extrañada y confundida, y escuchó en el pasillo sonidos secos y pausados y se estremeció al reconocerlos, ya que sonaban igual que los azotes que había sufrido.

Con el corazón en un puño, se aproximó a la puerta, con mucho tiento y sigilo y se sorprendió al descubrir una pequeña rendija en el umbral. Su rostro se contrajo en una mueca de sorpresa al descubrir a sus padres desnudos sobre el lecho. Su mamá se encontraba a cuatro patas y sus pechos flácidos y grandes se veían sacudidos por las embestidas de su papá, quien además azotaba sus generosas caderas con el mismo ímpetu que había usado con ella. Los ojos de Elena se abrieron espantados al recordar ese momento, consciente y escandalizada por las horribles implicaciones del acto de su papá, el cual, absorto en sus esfuerzos, farfullaba entre dientes el nombre de su mamá.

Sin embargo, lejos de amedrentarse y refugiarse en algún rincón a lloriquear y consolarse en su desgracia, esa inesperada escena desató en su interior el huracán de sensaciones y reacciones que esa mañana habían despertado en su cuerpo y su mano derecha, siguiendo el compás que su instinto le dictaba, descendió por su cuerpo y se coló bajo el camisón, hasta posarse sobre el tímido valle oscuro que parecía estar ardiendo. Su dedo corazón se hundió entre los labios, sumergiéndose en sus profundidas húmedas, y continuó haciéndolo mientras observaba como sus padres disfrutaban y gemían...

Su despertar sexual le dejó una impronta indeleble en sus recuerdos y prefirió callar para evitar escándalos y terribles calumnias. Por ello, nadie lo sabía, exceptuando a Mark, que se encontraba azotándola como su padre e incluso le susurraba entre jadeos:

-Mi Elena, mi pequeña Elena, mi dulce Elena...

Eso es lo que su padre había deseado ese día. Su ira y furia por el descaro de su hijita dieron paso a una oscura y retorcida lujuria, y un impetuoso deseo infló su ser al ver las futuras redondeces de su retoño y, por unos instantes, codició la fruta prohibido que había descubierto y que tenía al alcance de su mano. Y ese perturbador deseo continuó rondando los sueños húmedos de Elena, despertándola acalorada y excitada, y obligando a la jovencita a restregar su hambriento coño contra su manita mientras acallaba los gemidos de su propia lascivia.

Mark la conocía, era capaz de adentrarse en la profundidad de sus ojos y descubrir todos sus secretos. Ante él, ante sus ojos, no había velo que soportara su escutrinio, y quedaba desnuda e indefensa.

-¡Aah, Mark, fóllame, sigue, sigue, fóllame, aah!-gemía ella. Llevaba por el placer, retorció su cuello para observar a su amado, pero solo la oscuridad le devolvió una mirada cómplice.

-¡Aaaah!-gimió, y mordió la almohada, al tiempo que su mano se transformaba en unas garras que se clavaban en sus afligidas nalgas y un torrente de ardiente magma erupcionaba de la gruta de su coño, abrasando sus dos dedos y lamiendo los nudillos de su mano.

Se derrumbó, complacida y exhausta, con una sonrisa de inmenso alivio reluciendo en sus labios. Su cuerpo aún se veía sacudido por los últimos coletazos del enérgico orgasmo que había sentido y, con un inmenso esfuerzo, se dio la vuelta, jadeante y aliviada.

Paris aún no había acudido hasta su encuentro y ella continuaría aguardando su llegada, reservándole su flor y sus secretos. Una inmensa sonrisa cruzó su rostro mientras las tinieblas invitaban a sus ojos a cerrarse. La próxima vez, sería Mark quien la poseería...

Exhaló un último suspiro antes de abandonarse al sueño, el mismo suspiro que liberó una sombra que se removió enfrente de su casa, cuyos atentos ojos no habían perdido detalle de como aquella jovencita había estado masturbándose. Y él le había acompañado, sacudiendo su polla mientras veía como Elena, ¡la pequeñita Elena!, esa niña que se había transformado en una linda jovencita, saciaba el hambre voraz de su deseo.

Y cuando su simiente regó el alféizar de la ventana, imaginó que era descargada en la boquita de esa dulce niña, la misma que todas las mañanas le deseaba buenos días con sinceridad y afecto, ofreciendo respeto al vecino cincuentón tan amigo y cercano a la familia. El mismo hombre que seguía con sus ojos cansados el camino de sus pasos, desnudándola, deleitándose al imaginar el delicioso vaivén de sus suculentas y dulces nalgas mientras ella se encaminaba al encuentro de su amado.

Le deseó buenas noches al sentir como el sueño le reclamaba, y le dio las gracias por mostrarle que aún había maravillas que algún dios compasivo le había reservado para su disfrute.