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Un encuentro esperado

en Amor filial

Celia apenas podía contener su expectación y le costaba un esfuerzo soberano continuar en el cuarto de invitados, desesperada por el hastío que le causaba el paso tan lento del tiempo. La brisa de la mañana sacudía alegremente las cortinas de la ventana, conduciendo hasta sus oídos el dulce trino de los pájaros, intentando aliviarla. Respiró profundamente, permitiendo que el aire se introdujera hasta lo más profundo de sus pulmones, tranquilizándose, y cerró la maleta y la guardó bajo la cama.

-¿Ya has terminado de ordenar todo?-le preguntó una voz adulta y grave desde el umbral de la puerta. Celia se volvió hacia él, risueña, con la mejor de sus sonrisas iluminando su rostro.

-Por supuesto, tampoco me he traído todas mis cosas desde allí-le contestó ella, cerrando las puertas del armario. Gerardo le dirigió una mirada grave y entornada, escrutándola con sus avispados ojos castaños, como si intentase discernir qué ocultaba la sonrisa de su hermana menor..

-Pórtate bien y no le des ningún quebradero de cabeza a Cristina-le advirtió él. Celia puso los ojos en blanco y se aproximó a él, animándole a que se marchara dándole palmaditas en la espalda.

-Venga, que vas a llegar tarde a las oficinas-le decía, con un tono severo, fingiendo que le estaba dando una regañina.

Gerardo suspiró y bajó las escaleras, provocando los crujidos de la escalera. A sus treinta y tres años, su hermano había abandonado definitivamente el porte atlético que había definido su cuerpo durante sus años de soltería y ahora, casado desde hacía cuatro años, su barriga había engordado y se había vuelto más propenso a tumbarse en el sofá que al culto al cuerpo físico. Cristina, cuando le veía sin camiseta, siempre le decía que parecía que quien se había quedado encinta era él.

Dejaron atrás el salón y Celia no pudo impedir que sus ojos se desviaran momentáneamente hacia el sofá donde plácidamente dormitaba su cuñada. Afortunadamente, su hermano no se dio cuenta de nada y continuó arrastrando los pies hasta la entrada de la casa.

-Que tengas un buen día-le deseó Celia, tendiéndole su maletín

-Gracias y cuida de Cristina. No le des ningún quebradero de cabeza-le insistió Gerardo, antes de cerrar la puerta.

Celia aguardó unos instantes en la entrada, casi conteniendo el aliento. Permaneció allí, escuchando como se alejaban los pasos tranquilos y prolongados de su hermano y espió por la mirilla como se introducía en el coche y arrancaba el motor. No se despegó de la puerta hasta que el Ford negro de Gerardo desapareció de su vista.

Estuvo unos segundos ensimismada, incrédula de su suerte. Sabía que la idea de invitarla durante las vacaciones de verano a aquella casa no había surgido de la mente de Gerardo, sino de la voluntad de su esposa, Cristina. Las dos siempre habían compaginado muy bien y una ayuda en casa siempre le vendría bien, le había dicho una y otra vez Cristina a un incrédulo Gerardo. Éste, siempre tan precavido, no analizaba tan óptimamente aquella idea. Sabía que Cristina se encontraba en plena madurez sexual y, como era lógico y razonable, desearía salir con sus amigas, disfrutar de la noche y, quien sabe, si no acabaría entre los brazos de alguno, convirtiéndose él indirectamente en objeto de la ira y el enojo de su madre.

Celia se rio por lo bajo. A su hermano no le faltaba razón, pero erraba completamente en un aspecto. Ella nunca acabaría en brazos de un fulano. Con una sonrisa pícara, se quitó la camiseta ancha que llevaba y se desprendió de los pantalones vaqueros contoneando las caderas, sintiendo como la tela de la prenda rozaba y acariciaba sus muslos. Era una caricia áspera y basta, sin embargo, un escalofrío recorrió su espalda y erizó el vello de su nuca. El corazón le latía desbocadamente y sentía como sus entrañas se abrasaban entre violentas llamaradas.

Echó un vistazo fugaz al gran espejo de la entrada, analizando por milésima vez la figura que observaría. El espejo le devolvió la imagen de una chica joven, de unos diecisiete años, de estatura baja y con un cuerpo robusto pero sin llegar a perder unas atractivas líneas femeninas. Tenía el cabello corto y liso, azabache como el ala de un cuervo a excepción de unos mechones que se había tintado de rojo carmesí. Ello, sumado al pequeño aro metálico que perforaba la punta de su nariz fina, le otorgaba un aire rebelde y juvenil.

Se dedicó a sí misma una sonrisa, sintiéndose orgullosa de que su piel tersa no revelase ninguna arruga ni pata de gallo prematura. Dibujó con sus labios carnosos un beso y lo dejó suspendido en el vacío. Se puso de perfil y observó de reojo las curvaturas de su cuerpo marmóleo. Sonrió, traviesa, y no pudo resistirse al impulso de desabrocharse el sujetador blanco con círculos negros que había decidido colocarse ese día, y se permitió abarcar con sus dedos finos y suaves los pechos picudos y pqueños, coronados por unos enhiestos y rosados pezones. Se mordió el labio inferior, disfrutando de las sensaciones que zigzaguearon por su piel con las caricias.

-Celia-creyó escuchar ella. El susurro de su nombre pronunciado por aquellos labios le hizo sonreír bobaliconamente. La situación casi parecía el escenario propicio de una película romántica: el largo pasillo estrecho, los últimos pasos hasta el encuentro con el amado tras mil y una penurias sufridas, los rayos del sol filtrados por la ventana e indicando con su luz la senda final...

Sus pies desnudos flotaban sobre el parqué, alejándola de su ropa. Sopesó por un momento la terrible posibilidad de que su hermano regresara y se la encontrara en casa semidesnuda, solo llevando un tanga blanco cuyo hilo se acomodaba entre sus nalgas carnosas. Sonrió oscuramente ante el morbo que le suscitaba que su hermano la sorprendiera con la cabeza hundida entre los muslos de su esposa, sorbiendo y lamiendo la esencia de su zona más íntima.

Cedió al deseo de cruzar los muslos. Su vagina le ardía y palpitaba, sentía el coño mojado, impregnando con su humedad la tela del tanga, adheriéndola a su piel. Contuvo un gemido y corrió hacia el salón, precipitando el encuentro.

-Cris, Cris-susurró Celia, situándose a su lado y observándola con los ojos preñados de infinito cariño y deseo. El pecho de su cuñada subía y bajaba, mecido por el ritmo de su plácida respiración, y su rostro resplandecía con un aura de paz y calma profunda. Cristina llevaba un vestido suelto y ligero, cuyo tejido se amoldaba a la curva que redondeaba su vientre. Celia apoyó su mano en el vientre, intentando sentir la vida que creía bajo sus dedos y diseñó un sendero con sus dedos recorriendo el vientre de su cuñada hasta acoger la mano de Cristina, acariciando su anillo nupcial.

Celia aún se acordaba de ese día. Había sido ella, una atolondrada chiquilla enfundada con un horrible vestido rosa, quien, pugnando por mantener el equilibrio sobre unos malditos tacones, había conducido al altar los anillos. La misma que apenas había contenido la admiración por ver a Cristina tan radiante y hermosa en su vestido, sonriéndole tiernamente y con un fulgor en los ojos que se clavó en lo más profundo de su ser, aturdiéndola. En esa ocasión, se alejó prematuramente, y atribuyeron sus nervios a la tensión del momento, pero Celia sabía que había sido aquella penetrante y poderosa mirada la que le había infundido semejante desasosiego.

-Cris, Cris-volvió a susurrar Celia, acariciando su mejilla. Cristina tenía una piel tan tersa y suave, y siempre desprendía aquel embriagador y delicado olor a canela. Alzó su mano zurda y depositó un tierno beso en sus nudillos, honrándola por su experimentada habilidad para provocarle auténticos maremotos de placer.

-Oh, cariño, siento la demora-murmuró Cristina, abriendo lentamente sus impactantes ojos verdes. Los labios de Cristina se retorcieron, divertidos, al apreciar la semidesnudez y la expresión expectante de su cuñada y, como siempre le sucedía cuando percibía cerca la tensión sexual de Celia, sintió unos revoloteos en su vientre que la incitaban a volverse traviesa.

-Te he echado mucho de menos y te he necesitado mucho-le susurró Celia, mordiéndose el labio. Cristina arqueó una de sus cejas finas, observando con una pícara sonrisa como su cuñadita recogía entre sus manos la suya y la depositaba sobre el triángulo de su tanga, aplastándola contra dicha zona. Cristina sintió como su mano absorbía el calor que desprendía el coñito de su cuñada, y se deleitó al ver la mueca de placer que tensaba el bello rostro de Celia. La chiquilla continuó frotando su mano contra su cada vez más mojado tanga, suspirando y gimiendo por lo bajo, encendiendo y provocando a Cristina quien, comódamente tumbada en el sofá, disfrutaba de aquel tórrido espectáculo.

Su joven cuñada le clavó una mirada incendiaria y provocativa en sus ojos, una mirada fámelica anhelante de placer y abandonó su mano sobre el tanga, otorgándole plena libertad. Un suave ronroneo bailoteó en la garganta de Cristina y ésta se irguió sobre el sofá, atrayendo el cuerpo libidinoso de Celia hacia ella.

Ella también había sentido una punzante nostalgia por Celia. Más de una noche, había despertado sobresaltada, con el corazón desbocado y sintiéndose febrilmente húmeda, aún con las esquirlas de los recuerdos de los encuentros con su cuñada afligiendo su cuerpo. En esas ocasiones, resguarnecida por los ronquidos de su esposo, no le había quedado más remedio que deslizar su mano hasta su palpitante sexo intentando calmarse, aferrándose a las imágenes oníricas de la desnudez de Celia, recordando sus besos, sus caricias, la fragancia de su cabello azabache, sus gemidos, suaves unas veces, salvajes y liberadores en otras, la intensidad de su mirada, el ardor y humedad de su entrepierna, expuesta y rendida ante cualquier ocurrencia que brotara de su imaginación...

Con el embarazo, su deseo sexual se había mitigado, sin embargo, la sola posibilidad de que su linda cuñada regresara a su casa había removido el interior de su ser, despertando a la fiera sexual que plácidamente había decidido replegarse e hibernar. Su inclinación por su cuñada no interferia en la relación matrimonial con Gerardo. Aún sentía por él un intenso amor y cariño, seguía reconfortándole y le ofrecía un apoyo cuando lo necesitaba, y también continuaba acostándose con él. Sin embargo, si debía escoger a un amante perfecto, ése sería su cuñada. Ni siquiera ella misma era capaz de discernir que era lo que la ataba y atraía hacia el cuerpo de aquella joven: su profunda y serena mirada, la delicadeza de sus rasgos faciales, níveos y suaves; propios de una geisha, la irresistible belleza de sus curvas, el contraste entre su carácter discreto y la pasión que era capaz de desatar, el morbo que le suscitaba el secretismo de su relación, o tal vez fuese una miscelánea más caótica y compleja que la conducía irremediablemente a bajarle el tanga hasta los tobillos. Sus refulgentes ojos verdes se complacieron con la visión de sus piernas, de la robustez y firmeza de sus muslos y de la encantadora imagen de su sexo.

-Vaya, pequeña, me has hecho caso-comentó Cristina, con un tono un tanto ronco. Sus dedos volaron hacia los muslos de la joven, acariciándolos, percibiendo su tersura y calidez. Un escalofrío recorrió la espalda de Celia al sentir el aliento de su cuñada enroscándose en sus muslos, ascendiendo por ellos, impregnando su piel con delicados y cautivadores besos.

-Tus deseos son órdenes para mí-susurró Celia, con los ojos entrecerrados, rindiéndose a las sensaciones vibrantes y sumamente vivaces que sacudían sus entrañas. La joven crispó su rostro con una mueca salvaje de placer al sentir como los dedos de su cuñada se clavaban en sus nalgas. A Cristina no se le escapó el tono enloquecedor y seductor de Celia cuando su voluntad quedaba a su merced, era un elemento que la empujaba irrefrenablemente a devorar ese lozano y fascinante cuerpo.

Cristina se permitió unos segundos para observar detenidamente su sexo. El mero intento de aproximar sus dedos hacia los labios vaginales estrechos que se desplegaban ante ella provocó un estremeciento en Celia. La joven se había depilado completamente la vagina, y ni siquiera quedaba una sombra de vello en ella. Se presentaba ante sus ojos voraces como una vagina indefensa, desprovista de todo cobijo, pero a la vez ansiando su atención. El coño de su cuñada se encontraba muy mojado, las perlas de sus fluidos bañaban sus labios y el robusto clítoris asomaba desafiante, coronándolos, como si fuera un caballero aventurado que se asomase desde las almenas para analizar al enemigo.

Sus ojos adquirieron un brillo endurecido y bravo. Bastaria un solo dedo para acabar con ese alocado mientras su boca se aplastaría contra los muros de su sexo, hundiendo en su interior la punta roma de su lengua, dispuesta a drenar hasta la última gota de su esencia.

-Cris...por favor, lo necesito-susurraba con un tono desesperado Celia, retorciéndose levemente su cintura. Le acariciaba el cabello recogido en una sencilla coleta y percibía la intensidad de sus ojos castaños alentándola a continuar, a llevarla en brazos en pos de un flamante orgasmo.

-Ah, sí, eso es, síi-murmuraba Celia, sintiendo la lengua de su cuñada recorriendo su húmeda raja en toda su extensión mientras con un dedo acariciaba su clítoris, rodeándolo y dibujando en torno a él placenteros círculos.

-Cómemelo, cómemelo-suplicaba Celia, en un tono cada vez más febril. La lengua de su cuñada estaba siendo demasiado cruel. Proseguía recorriendo su raja, sin adentrarse en ella salvo segundos muy escuetos, apenas hundiendo la punta y se explayaba rodeando los labios de su sexo, humedeciéndolos con su saliva. La necesitaba dentro de sí, explorando sus rincones, retorciéndose entre sus secretos. Sentía la mordedura del placer en su cuerpo, traspasándola, recorriendo cada palmo de su piel, exhortándola a soltar un torrente salvaje de gemidos que danzaran por toda la casa.

-Aaah, aaah-gemía. Intentaba silenciarlos, dispuesta a escuchar los chupeteos de la lengua de su cuñada en su coño, chapoteando alegremente entre sus fluidos pero era imposible. Abrió los ojos, deleitándose con el reflejo de ambas fragmentado entre los cristales de la puerta de la cocina. Su mirada desprendía un intenso fulgor salvaje y poderoso, y se excitó aún más viendo como la coleta de su cuñada se removía ininterrumpidamente, mientras su lengua y sus labios pugnaban contra su coño.

-Ahhh, sí, sí, más, más-le pedía Celia. La lengua de su cuñada parecía haberse transformado en una serpiente, y no paraba de reptar y serpentear dentro de su ardiente volcán mientras que un dedo continuaba insistente en frotarse contra su clítoris.

-¡Aaah, sííí, sííí!-exclamó triunfante, sintiendo como las paredes de su útero se contraían y enloquecían. Una virulenta corriente de energía se expandió desde su coño, desbordándose por todo su cuerpo mientras la lengua de su cuñada se empecinaba en continuar lamiendo y sorbiendo su coño. La espalda se le arqueó y otra oleada de energía, como si fuese un calambrazo eléctrico, arqueó su cintura.

-¡Oh, Cris, ooh!-continuó exclamando, llena de un celestial gozo. Su cuñada hundió una mano en sus caderas y con la otra le abrió un poco más los muslos con la intención de penetrarla aún más con la lengua, dispuesta a absorber todos los fluidos del néctar que brotaban de la caverna de Celia.

Una reconfortante fatiga atravesó el cuerpo de la chica tras el imperioso orgasmo y la joven se desplomó sobre el sofá, jadeando. Cristina la observaba divertida, jugueteando con un dedo por su piel.

-Me podría pasar horas y horas lamiendo ese chochete que tienes-le susurró Cristina con un tono ronroneante. Celia ladeó su rostro y esbozó una sonrisa agradecida, aceptando el piropo. Los dedos de Cristina se descolgaron desde sus mejillas hasta sus senos, dispuesta a trazar círculos en torno al pezón rosado.

-No es justo que yo esté desnuda y tú no-le repuso Celia, con un fingido tono de enfado. El pulgar se clavó en el pezón, hundiéndolo ligeramente y Cristina arqueó una de sus cejas finas, advertiendo el tono pícaro de aquella jovencita. Celia apenas había sufrido el huracán del orgasmo que había experimentado y ya se encontraba deseando tener otro.

-¿Y por qué no me la quitas tú?-le preguntó susurrante Cristina al oído. Sintió como bajo su cuerpo el de su cuñada se estremecía y aprovechó la situación para insistirle un tanto más, mordisqueando el lóbulo de su oreja.

-Eso, si eres capaz de pillarme-añadió juguetona Cristina. Antes de que Celia pudiera reaccionar, se había puesto en pie y correteaba hacia el pasillo, riéndose. Celia se levantó también, y saltó por encima del sofá para tomar un atajo. Entre risas, persiguió desnuda al delirio de sus sentidos y se excitó al ver como el vestido de su cuñada era considerablemente pequeño, de tal forma que el vuelo de la prenda le permitía ver claramente al menos la mitad de sus braguitas azules marino. Aquel vestido era perfecto para meterle la mano por debajo de la falda y sobar a deleite ilimitado ese culo generoso que se adivinaba ante ella y las inmediaciones de su sexo.

-¿Callejón sin salida?-preguntó Celia, al ver como su cuñada intentaba abrir la puerta del patio sin éxito. Ésta alzó los hombros, resignada, y se volvió hacia la joven. Más bien, diría Celia, se arrojó hacia su cuerpo, abrazándolo y buscando con frenesí el refugio de su boca.

Ambas permanecieron compartiendo aquel beso todo cuanto quisieron, sabedoras de la libertad de la que gozaban. En aquel beso cuidadoso y tierno, se trasmitían mutuamente la añoranza que habían sentido, la alegría del reencuentro y se intercambiaron las promesas venideras.

-No sabes lo húmeda que me has puesto-le susurró Cristina, restregando su entrepierna contra las nalgas desnudas de Celia, con un tono ronco y febril. En sus enseñanzas, Cristina le había explicado que el frotamiento de una mujer contra otra es indicio claro de deseo. Aprovechando que se encontraba detrás de Celia, Cristina se adueñó de las tetitas de su cuñada, posando sus manos sobre ellas y jugueteando con el pezón, estirándolo levemente y trazando círculos en torno a su areola.

-Deja que te lama y te sacie-le pidió servilmente Celia. Cristina sonrió y depositó un beso en el hueco tan gracioso y atrayente que se dibujaba en el cuello de Celia, provocando un quedo gemido de ésta.

-¿Ya te estás volviendo a poner caliente?-le preguntó Cristina. La pregunta era realmente innecesaria, Cristina conocía de buena mano las señales e indicios de excitación sexual de Celia, desde los más notorios como su respiración volviéndose más jadeante, hasta los más irrisorios como un endurecimiento y erección de las dos fresitas que coronaban los montes níveos de Celia.

-Cristina, por favor, permíteme que te sacie-le insistió Celia. Ignorándola, Cristina buscó con sus labios el cuello de Celia, cincelando en su superficie las huellas indelebles de besos fugaces.

-¿Sabes cuántas veces he deseado tenerte así aquí?-le preguntó Cristina, pellizcando sus pezones. Celia entrecerró los ojos y se mordió un labio, conteniendo las ganas de aproximar sus manos hacia su sexo, cada vez más húmedo y caliente.

-Estás siempre muy guapa en Nochevieja, tan bella e irresistible como solo lo podría conseguir una diosa como tú. Y cuando me ayudabas aquí, en la cocina, a preparar la comida, tener ese cuerpo tuyo, tan próximo y accesible junto a mí-hizo una pausa expectante, y proyectó su aliento cálido en el cuello de Celia, estremeciéndola.

-Sí, pequeña, era una tortura. Hace dos años, me tuve que encerrar con tu hermano en el cuarto de baño, y casi lo violé. Imagina la escena, tu hermano casi aplastado por mí sentado sobre el váter, yo con la falda del vestido subida, apartando con una mano mis encharcadas bragas y con la otra buscando su polla, deseando ser empalada y cerrando los ojos e imaginando que eras tú la que me estaba penetrando-le confesó Cristina, acariciando y estimulando sus senos.

-Tú también me ponías cachonda-le confesó Celia. Los labios de Cristina se cerraron en torno al lóbulo de la oreja, mordisquéandolos suavemente.

-Nos hemos provocado demasiadas veces, buscándolos y sabiendo que no podríamos-reconoció Cristina. Su voz cambió de tono, adquiriendo un matiz más regio y autoritario, un matiz que estremeció entera a Celia.-Túmbate boca arriba sobre la mesa.

Celia se prestó a obedecer, sumisa y receptiva, con un brillo interrogativo y placentero en sus ojos. El esbozo de su sonrisa evidenciaba que estaba fantaseando con todas las posibilidades que la orden de su cuñada le ofrecían.

Cristina asintió con la cabeza, agradecida, y se desprendió de la coleta que aprisionaba sus cabellos, liberando la cascada pelirroja, asalvajada y ligeramente ondulada que poseía. Las puntas acariciaron sus hombros y se posaron sobre los tirantes, susurrándole silenciosamente que se librase de ellos.

Los ojos de Celia centellearon, embriagados por la visión de la progresiva desnudez de Cristina. Se notaba la pátina inclemente de los años sobre su cuerpo, sin embargo, lejos de oscurecer su belleza, la transformaba en otra distinta, más fascinante y especial. Su cuñada no era una mujer despampanante, aunque todos se quedaron sorprendidos al ver que la nueva integrante de la familia poseía un cabello repleto de bucles rojos como la sangre, una cara lechosa salpicada escuetamente de pecas y unos impactantes y deslumbrantes ojos verdes.

Desnuda finalmente ante ella, Celia aplaudió el resultado separando sus muslos y exponiéndole el sendero intangible hacia la gruta de su deseo. Los ojos de Cristina relampaguearon, sin embargo, no se acercó hacia su cuñada, sino que se aproximó a la nevera.

La pequeña demora sorprendió a Celia quien observaba con deleite como las caderas carnosas de

Cristina se mecían y estremecían con sus movimientos, tentándola e incendiando su deseo. Cristina no poseía una belleza exótica, ni siquiera sus rasgos eran tan finos y delicados como los suyos propios. El escultor de su rostro había sido más tosco e incluso era capaz, cuando fruncía el ceño o los labios, de adquirir en torno a su nuez y a las comisuras de sus labios delgados y pálidos una cierta belleza varonil, salvaje e indómita, que podía disimular fácilmente a su antojo.

El embarazo se notaba claramente en su físico. Esos seis meses y medio de expectante espera le habían regalado unos tobillos hinchados y la aparición de tres retorcidas serpientes blancas en sus muslos, heridas de guerra que, lejos de amedrentar a Cristina, ella excibía con fiero orgullo femenino. Además, sus senos, henchidos y tentadoramente decaídos, resistiéndose aún a perder el combate contra la gravedad, habían aumentado de volumen y se habían vuelto más sensibles, un aspecto que había prendido de deseo a Celia cuando su cuñada se los mostró en la complicidad enmascarada de su dormitorio, aprovechando que Gerardo se había ido con su madre a comprar, hacia tres semanas casi. Cristina había argumentado que se encontraba fatigada para semejante empresa, sin embargo, la silenciosa y expresiva mirada que clavó en el cuerpo de su cuñada esclareció sus propósitos.

A la joven, la hermosura de su desnudez maternal le confería un aire delicado y grácil, una belleza tan vaporosa como el velo del rocio en el alba. Como las diminutas gotas adheridas a las hierbas, así sus labios quedaron prendados de sus pezones hinchados y oscurecidos. Como las quebradizas gotas de una lluvia tímida reptan por las hojas del bosque, así sus manitas serpentearon por aquellos senos blanquíneos atravesados por azafranadas venillas.

A sus caricias y besos les acompañaba el sorbeteo de sus labios abrazando sus pezones, empujando al abismo de la eternidad el plomizo silencio suspendido sobre el dormitorio, ayudados por los quedos gemidos de la futura madre. Tal delicadeza infundieron en el ánimo de la joven un sentimiento protector y su corazón latió con cuantioso amor cuando la humedad de sus labios fue regada con escasas gotas cálidas y espesas de los pezones de Cristina.

Ambas se miraron, intensamente, atrapadas por un vínculo firme e inalterable, los ojos de Cristina húmedos, los de Celia brillantes, intercambiando el inmenso amor y cariño de la madre que será y la hija que se convertía en desamparada criaturilla.

Ese fue el momento en que suavemente las rodillas de Celia se apoyaron en la alfombra de su cuarto y tras el frufú del vuelo del vaquero seguido por el de unas blancas bragas castas, la joven atrajo sus caderas hacia su rostro, y la espalda de Cristina se arqueó como la cuerda vibrante de un arco, apreciando las caricias íntimas y la danza placentera de su lengua joven y vivaz, tan capaz de abatirse sobre el pétalo húmedo de su flor, como de emerger y aletear con su aliento la fina senda estrecha minuciosamente rasurada y controlada del exámine vello púbico rojizo que excitaba sumamente a su cuñado, según le había expresado Cristina.

Definitivamente, a juicio de Celia, Cristina era el tipo de mujer cuya belleza es inadvertida, sin embargo, nadie podía quedar indiferente ante su presencia. Llenaba la estancia con sus sonrisas, con la calidez de su voz, con la suavidad y tiento con la que sus ojos se deslizaban aquí y allá. Además, la profundidad de sus ojos era insondable, y cuando Celia se arriesgaba a asomarse al borde de ese tentador precipicio, se asustaba al reconocer que Cristina era una mujer sumamente enigmática. Numerosos escondrijos y recovecos se agolpaban y escondían en el turbulento verdor de su mirada.

Con ella, por ejemplo, mantenía una relación clandestina. Ese hecho, sumado a la extraordinaria habilidad que poseía para excitarla y enloquecerla de placer, le hacía sospechar que ella no había sido la primera mujer que había caído bajo el hechizo de Cristina. Tal vez, incluso, en ese preciso momento no fuera siquiera ella sola su única amante.

Por fin, desterrando sus temores e inquietudes, Cristina se acercó con pasos cortos hacia la mesa, con una sonrisa retorcida y malévola, una sonrisa que bastó para que Celia se humedeciera un poco más.

-¿Qué me vas a hacer?-le susurró con fingido temor Celia. Los ojos de Cristina centellearon, acariciando con sus dedos la cara interna de sus muslos, separándolos un poco más, saboreando la dócil fragilidad desnuda de su juventud y excitándose oscuramente con la mueca de placer inútilmente escondida del rostro de su cuñada. Ambas sabían que esa mansedumbre inflamaba el deseo de Cristina y avivaba la excitación de Celia.

-Voy a devorarte entera, a bocados, a lengüetazos, voy a cubrirte de leche condensada y voy a engullir estas fresitas tan irresistibles-le susurró, con una voz prendada de morbo y lujuria, pellizcando los pezones de Celia.-Voy a colarme entre tus muslos cuando quiera-añadió, mordisqueando su cuello curvado y ofrecido-me comeré tu cuevecita a placer.

-Soy toda tuya-le respondió sumisa la joven, con los ojos entrecerrados, flagelada su voz y su cuerpo por el placer expelido de sus palabras. Cristina sonrió con maldad al detener la manita de su cuñada que galopaba en pos de su mojada hendidura y la sombra de su sonrisa se hizo más profunda ante el mudo quejido de protesta de su rostro.

-Si te tocas, si te mueves sin mi permiso, te dejaré así todo el día, y cuando vuelva tu hermanito le conduciré hasta nuestro cuarto y follaremos y a ti solo te quedará el magro consuelo de escuchar mis gemidos-le amenazó, con una voz suave y calmada, una calma insensible al suplicio que expresó el rostro de Celia. Su mueca desesperada le provocó una gratificante oleada placentera, y decidió presionar más.

-No soy tan malvada como crees-le decía, con una voz serena y apacible, un tono que enmascaraba la oscuridad de su ánimo.-Te permitiré que subas y pegues el oído a la puerta, si quieres, usa un vaso de cristal, así podrás escucharnos mejor. Percibirás como la cintura de tu hermano se clava contra mis nalgas, el roce de su polla siendo absorbida por mi interior, los gemidos que escapen de mi garganta, sus roncos jadeos. Y luego se la chuparé, y lo haré con grandes ruidos, para que seas capaz de escucharlos, así podrás tocarte a placer, chapoteando con tus deditos dentro de las braguitas, imaginándonos y envidiándonos.

-Átame-le pidió atormentada por la declaración de Cristina. Sus mezquinas palabras solo habían conseguido avivar la excitación de su cuerpo, sentía como su cintura se retorcía, ansiosa, como su coño se hundía en una chimenea volcánica y era bañado por los fluidos magmáticos de su interior ardiente y como comenzaba a perder la lucha contra sí misma por contener a sus manos.

La oscuridad de su mirada rezumaba odio y lujuria, reflejando la batalla entre su deseo y la bulliciosa furia que espoleaba a sus músculos, incitándola a rebelarse, a tumbar a Cristina sobre esa mesa, a inmovilizarla y conquistar su coño con la embestida de su lengua y sus dedos. Entonces, la penetraría con zanahorias por ambos orificios y se pondría a horcajadas sobre su boca y le ordenaría que se lo comiera todo, restregando su esencia por su rostro derrotado.

Sin embargo, aún conservaba algún resquicio de inteligencia, luchando a duras penas con el bravo oleaje del placer y la locura. Cristina poseía más fuerza y experiencia que ella, aplastaría con facilidad su rebelión, y ella sabía que podía ser tan cruel como le había explicado con palabras. Aunque se sintiera traicionada y furiosa consigo misma, se conocía a sí misma, y no podría resistirse a acudir ante la puerta de su cuarto, y espiarles, y masturbarse con frenesí, imaginando que era ella la que se encontraba entre las piernas de Cristina, la que bebía de sus senos, la que besaba y bailaba en su boca.

Cristina sonrió con perversión, disfrutando del martirio placentero que expresaba el rostro de Celia. Se acercó a uno de los cajones y extrajo una cuerda enrollada y corriente que usaría para sustituir a la del tendedero y en un santiamén inmovilizó las manos de la joven, atrapando sus brazos junto a sus costados.

-Cris, por favor, tócame-le susurró Celia, retorciendo sus dedos. Cristina acarició sus mejillas, dulcemente, y observó divertida como Celia restregó sus mejillas contra sus dedos, incitándola, buscando extasiada su contacto.

Celia liberó un gemido ansioso cuando sintió la mano diestra de su cuñada posarse sobre su vagina, y sus ojos brillaron al observar la sonrisa pícara y triunfadora de Cristina. Los dedos de Cristina parecieron cobrar vida propia entre los muslos de la joven, explorando con detenimiento las oquedades y rugosidades del coño de Celia.

Agradecida, presa entre las llamas de violentas sensaciones, Celia retorcía su cintura febrilmente, fluyendo de sus labios una cascada de gemidos y jadeos. Mientras tanto, su cuñada derramaba sobre sus senos con el esmero de un cocinero senderos blancos de leche condensada, cuyo contacto glacial ereccionó sus pezones, lanceando la palma de Cristina.

-Me encantan tus fresitas-le susurró Cristina al oído, tras subirse y tumbarse sobre ella. La mesa ni siquiera emitió algún quejido, entusiasmada y fascinada con la imagen de ambos cuerpos retozando y amándose.

Cristina encajó su muslo derecho entre los de Celia, frotándolo contra la vagina húmeda de su cuñada, impregnándose con sus fluidos y estimulando sus labios hinchados con su tersa piel. Celia jadeó y el intenso brillo de la mirada de Cristina le hizo sonreír, sabiendo que aquello solo era el comienzo.

Su cuñada bajó la cabeza y rodeó su pezón derecho con la punta de su lengua, deslizándola con tiento y suavidad por las laderas nevadas de sus tetas, esparciendo y lamiendo la leche condensada.

-Mmm-gimió Celia, impresionada por las sutiles y ardientes olas de placer que surcaban desde sus pechos y se estrellaban en su columna vertebral, arqueándola. Inesperadamente, Cristina fue alternando entre su muslo y sus dedos, y pronto el chapoteo alegre de sus dedos danzó por la cocina, extasiando a ambas.

-Mmm, Cris, Cris-susurraba ella, con un tono quebrado por el placer. Los dientes de Celia se cerraron sobre sus pezones, estirándolos levemente, atrapándolos para ser acariciados por la punta de su lengua.

-Ahh, sí, sí, sí...-gemía cada vez con más intensidad Celia, pugnando contra las cuerdas, deseosa de enredar sus dedos en el cabello de Cristina y devorar su boca. La excitación que le causaba encontrarse a merced del capricho de Cristina y saciar uno de sus presumiblementes antojos provocados por el embarazo incrementaban aún más su ardor y lujuria. Entonces, la voz encantada de Cristina acarició sus oídos, despertando en ella una inmensa felicidad.

-Es tu turno, cariño.

Celia abrió sus ojos, confundida, pero sus ojos entendieron al encontrarse suspendidos ante su rostro los muslos abiertos de Cristina, cuya creciente estrechez guió su mirada hacia el interior de sus muslos, hacia aquellas juguetonas sombras que brincaban entre los pétalos rosados de su flor.

Su cuñada soltó un gruñido casi gutural al notar el beso que estampó Celia entre sus labios, mojándose los labios con sus fluidos y en apenas un segundo, la lengua traviesa de su cuñadita se adelantó fiera y poderosa, hundiéndose en su secreto más íntimo.

-Sí, eso es, aaaah, sí, sí-gimió Cristina, entrecerrando los ojos, abandonándose al placer que aquella joven se empeñaba en transmitirle. Sonrió, con un indómito orgullo maternal iluminando sus ojos, al ser consciente de la habilidad que Celia poseía para hacerla enloquecer. Le permitiría unos segundos de ventaja, unos gloriosos segundos en los que se concentrara totalmente en chupar y devorar su coño porque pronto, confiada en el alcance de la victoria, tendría que hacer frente al desafío más arduo.

-Aaaah, sí, sigue, sigue-le pedía Cristina, clavando sus dedos en los muslos abiertos de Celia, intentando desviar la mirada de aquella gruta que tanto llamaba su interés, estimulándola y susurrando su nombre. Cristina arqueó la espalda, congelándose un gemido en su garganta, impresionada y sorprendida.

-¡Ahh, aaah, mmmm, aaaah!

¿La alumna habría superado a la maestra? Era imposible, sin embargo, aquella joven estaba consiguiendo empujarla al abismo de un orgasmo con una facilidad incrédula. Era el momento.

-¡Mmmm!-gimió Celia, atrapada por sorpresa, al sentir la boca de Cristina sobre su coño.

Aquella fue una batalla tenaz, un duelo titánico entre bocas desesperadas y lenguas furiosas que reptaban y se hundían, se replegaban y buscaban en las tinieblas ardientes y húmedas de su interior. Un incesante reguero de gemidos y jadeos asestaba estocadas letales al silencio de la cocina mientras ambas perseveraban en su intenso intercambio de placer.

El fragor del combate se recrudecía por momentos, ora las lenguas se curvaban y se agitaban dentro de las cavernidades húmedas, ora eran los dedos los que exploraban y trazaban círculos. Sin embargo, también se concedían espacios de calma, momentos sosegados en los que besaban la pared interna de los muslos, en los que sus agitados alientos se esparcían por el valle vacío de sus sexos, en los que sus lenguas se deslizaban lentamente, intensificando las sensaciones de gozo y placer.

-¡Ah!, pequeña, ¿dónde has aprendido eso?-le preguntó Cristina, entre jadeos, retorciéndose y girando su rostro encendido hacia el rostro sonriente y pícaro de Celia, que asomaba bajo sus muslos.

-¿Quieres que te lo haga mejor? Desátame-le susurró, en un tono que disimulaba muy mal el matiz imperioso de su voz. Cristina se mordió el labio y rápidamente obedeció, fascinada por lo último que había hecho aquella jovencita. Había sido rápido pero potente, como la lluvia descargada en una tormenta de verano, una sensación que había tensado su espalda y que la había abandonado ante el umbral del orgasmo.

-¡Ah!-exclamó dolorida Cristina, tras recibir un azote en las nalgas.

-Eso por haberme tenido atada, no ha sido justo-le reprochó Celia y alzó de nuevo su mano, como si se dispusiera a propinarle otro. Cristina se estremeció, sintiendo como sus pezones se endurecían. Era otro de sus secretos, confesados en sus encuentros con ella: le encandilaba que azotasen su culo cuando se sentía tan cachonda, era algo que derruía su carácter autoritario y la reducía ante los pies de su amante, dejándola inerme y débil, convirtiéndose en pasiva.

Sin embargo, el segundo azote no llegó. Sabiéndose victoriosa, los ojos de Celia relampaguearon triunfantes y clavó sus dedos en las nalgas de Cristina, aproximando su sexo hacia su boca. Cristina volvió su rostro hacia el coño de Celia. La joven había bajado la guardia, y a ella aún le quedaba algún as bajo la manga. El esbozo de una sonrisa siniestra asomó en sus labios.

Hubiera dado lo que fuera por ver su rostro, por descubrir como la expresión victoriosa del encendido rostro de Celia se disipaba dando lugar a la sorpresa y el deseo intensificado cuando cambió lo que ella creía que iba a hacer.

-¡Mmm, mmm, mmm!-gimió Celia, música celestial y gloriosa para los oídos de Cristina. Ella había bautizado aquella técnica como "triangular". Su dedo corazón acariciaría y estimularía su clítoris, esa orgullosa pepita que coronaba sus labios, mientras su lengua se pasearía entre sus labios, separándolos y descubriendo su interior humeante, tanteando el volcán de su gruta como si el pie de un niño el agua gélida de un lago. Todo ello como una distracción del verdadero objetivo.

Ni siquiera le hizo falta humedecerse el dedo, el preciado néctar de su flor brillaba y bañaba su perineo y, cuando introdujo el dedo en esa sima oscura e inadvertida, comprobó que también humedecía esa zona. De esta forma, su aventurado dedo se descolgó entre sus colinas carnosas hasta aterrizar en una superficie arrugada, y en ella, trazó círculos y sutiles caricias.

Herida de muerte, consiguió revolverse y lanzar un último ataque agónico. Hundió dos dedos en el coño de Cristina, engarfiándolos levemente, buscando una zona rugosa y consiguió, a duras penas por el intenso placer que le asaltaba, estimular con su lengua los labios que daban la bienvenida a sus dedos.

Estimular esa zona liberó un gemido prolongado de la boca de Cristina y ésta alzó su cabeza hacia el cielo, con una profunda expresión de éxtasis en su rostro mientras sentía como sus entrañas erupcionaban.

-¡Aaah, aaaah, síí, sííí!-gimió. Casi, más bien, soltó un grito liberador que nació desde lo más profundo de su ser, acumulado de todas esas noches frías y silenciosas junto a un hombre cansado y roncando, noches en las que las reminiscencias acudían a su mente, enardeciéndola, recordando su bello rostro, su marmólea desnudez, sus caricias, sus gemidos...

El orgasmo atravesó su cuerpo como un violento trueno y se disipó dejando esquirlas de placer repartidas por su ser. Casi ni fue consciente de que sus dedos prosiguieron estimulando a la chica que se empeñaba en recoger todo el néctar de su coño, arrojándola también al orgasmo. Agradecida y con los ojos famélicos, hundió su rostro entre sus muslos suaves, paladeando la nieve derretida de su interior, recordando su sabor, tan distinto al de su hermano...

-Creo que vamos a tener que hacer un pastel para disimular este olor-indicó Celia cuando ambas volvieron a posar sus desnudos pies en el frío y material mundo. Cristina olfateó el ambiente, arrugando el entrecejo, confundida.

-Huele a ti y a mí, huele a sexo-le explicó Celia, enfatizando la última palabra. Ambas se miraron sonrientes y compartieron un beso prolongado y tierno.

-En ese caso, ¿qué te parece un pastel de fresas?-le preguntó Cristina.

-No creo que a mi hermano le gustase probarlo-le respondió burlona Celia, señalando su cuerpo. Cristina soltó una risa cristalina y limpia como las aguas claras de un río.

-¿Adónde vas?-preguntó Cristina, cogiendo de la mano a Celia que se disponía a salir de la cocina.

-Voy a vestirme, vamos a cocinar, ¿no?-le respondió Celia, dubitativa. Cristina rodeó los hombros con sus brazos, mientras su vientre acariciaba el de una extrañada Celia. Sonrió, y aproximó sus labios a los de ella, confesándole:

-¿Alguna vez te he dicho que me encantan las fresas con chocolate?

Los labios de Celia se curvaron, sonrientes y pícaros, despertando el recelo de Cristina. Sin embargo, antes de que pudiera reaccionar, se había escabullido de entre los brazos de Cristina.

Riéndose, ambas corretearon desnudas por la casa, persiguiendo Cristina con los ojos el vaivén de sus colinas tersas y endurecidas, buscando en la penumbra del pasillo las sombras danzarinas de su cabello azabache cabalgando sobre sus hombros y deleitándose con el sonido de su risa alegre y chispeante.

Ojalá Gerardo ese día almorzará en la empresa.