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Piano: Instrumento de seducción

en Hetero: General

            Desde mi temprana adolescencia me costó relacionarme con las mujeres. En lugar de salir de noche a bailar o de ronda por los bares, prefería refugiarme en mi pasión: el piano. A partir de los ocho años empecé a tocar y nunca lo abandoné. De hecho logré ganarme la vida participando de orquestas y como sesionista en diversos proyectos. Aunque mi carrera como pianista era exitosa, el tema de las mujeres seguía siendo una incógnita, una materia pendiente, un anhelo imposible. Hasta que apareció Claudia.

            A Claudia la conocí en el cumpleaños de un amigo, en un departamento. Ni bien la vi me pregunté si sería modelo o actriz: rubia, alta, flaca, cara inglesa, ojos azules, rasgos delicados, curvas esculturales. Estaba vestida sencilla pero fatal: una remera corta que dejaba entrever el ombligo, un jean con pequeñas rasgaduras y unos borceguíes con una mezcla exacta de salvajía y femineidad. Inaccesible, pensé por dentro. Durante las primeras horas de la fiesta me resistía a mirarla. Sabía que me iba a autoinfligir un daño innecesario. Otra vez deseando a alguien con frenesí, para terminar extirpando las ansias masturbándome o en el mejor de los casos, componiendo una canción triste.

            En un momento de la noche, mi amigo se acercó a preguntarme en qué andaba. Yo empecé a contarle que estaba con planes de comprarme un nuevo piano y que analizaba la posibilidad de unirme a una banda de jazz.

            – ¿Escuché mal o dijo que toca el piano? –oí que una voz a mis espaldas le consultaba a alguien.

            Paré la oreja. Jamás me imaginé que era ella. La rubia “modelo inglesa” estiró la mano en la que tenía un Campari para abrirse paso entre la gente. Se sumó de prepo a la charla que estábamos teniendo con mi amigo.

            –Sorry que los interrumpa –dijo Claudia–. Pasa que escuché que tocabas el piano y me pareció súper interesante –me dijo mirándome a los ojos.

            –Sí, sí –le confirmó mi amigo–. Ezequiel es pianista desde los ocho años.

            –Bueno... en realidad... me consolidé como pianista recién en la adolesc... –empecé a autodestruirme como siempre.

            –Me fascina el piano, Ezequiel –me interrumpió Claudia, que tenía un ritmo de voz avasallante–. Conocí un montón de chicos que cantan, tocan la guitarra o la batería. Pero pianista... Es la primera vez que me encuentro con uno.

            Mientras, yo pensaba que ya había tenido varias charlas de este estilo, en donde después de dos o tres preguntas la mujer sigue su rumbo.

            –Los dejo charlar tranquilos, veo que tienen un tema en común. Yo sigo la recorrida típica de cumpleañero –dijo mi amigo y me dejó a solas con Claudia.

            Me reconfortaba que mi amigo estuviese como interlocutor. Su presencia al menos no me ponía tan en aprietos a la hora de generar temas de conversación. Sin embargo, después de unos minutos me dí cuenta de que no tenía que preocuparme de eso: Claudia era una máquina de preguntar y repreguntar. Lo único que llegué a consultarle fue su edad: 30 años. El resto de la situación me parecía inverosímil. Por primera vez alguien estaba haciendo el esfuerzo de mantener mi atención, mi interés en una charla. Me preguntó qué tipo de piezas tocaba. Si me especializaba en algún estilo. Qué tipo de piano usaba. Si tenía canciones compuestas. Si le dedicaría una a ella.

            – ¿Querés que nos sentemos allá en los sillones, así estamos más cómodos? –me dijo de golpe, mientras yo le comentaba sobre mi habilidad de improvisar canciones de la nada.

            Ya habíamos superado mis 5 minutos de charla promedio con mujeres. Me di cuenta que habíamos pasado más de media hora hablando. Sobre todo cuando los invitados del cumpleaños empezaron a irse y ella seguía con el mismo interés inalterable en mis habilidades como pianista. Yo no me hacía demasiadas ilusiones. Seguramente en un rato, cuando quedáramos solos y mi amigo quisiera irse a dormir, nos despediríamos y cada uno se iría a su casa. Para mi sorpresa, ocurrió todo exactamente como lo predije. Salvo por la parte de que cada uno se iría a su casa.

            – ¿Dónde vivís? –me dijo Claudia una vez que nos despedimos de mi amigo y salimos a la calle.

            –Vivo en Almagro –respondí lisa y llanamente.

            –Ahh... Yo vivo en Palermo –dijo Claudia mientras encendía un cigarrillo–. ¿Tenés algo que hacer ahora? No sé, digo... son las dos de la madrugada y es sábado. A menos que tengas que trabajar mañana domingo como un esclavo... –agregó Claudia y se rio exhalando el humo.

            –No, no tengo nada que hacer –respondí otra vez con una cadencia robótica. La situación me resultaba más rara que intentar tocar el piano con los pies.

            – ¿Da para ir a tu casa y que... –dijo Claudia y dudó–. Si te parece cualquiera, decime Eze. Pero me pareció copado eso que me contaste sobre improvisar. No sé, se me ocurrió... Por ahí podemos tomar algo mientras te escucho tocar –agregó y le dio una pitada profunda al cigarrillo.

            – ¿Te gusta el té? Tengo té para tomar en mi departamento –dije con la sagacidad de una ameba.

            –Si... que se yo –dijo Claudia conteniendo una risita–. Yo pensaba algo más power, pero si tenés té, tomamos té.

            Nos subimos a un taxi rumbo a mi departamento de Almagro. El taxista miraba a través del espejo retrovisor sin entender demasiado. Qué hacía un tipo tan poco atractivo como yo a las dos de la madrugada con una bomba como Claudia. Por suerte no tuve que esforzarme en aplicar ningún tipo de dialéctica: las riendas de la conversación seguían siendo propiedad de ella.

            – ¿Alguna vez le compusiste una canción a una chica? –me soltó Claudia de un tirón, como si tuviera la pregunta atragantada hace un rato.

            –Al ser composiciones instrumentales, tal vez me inspiro cosas como un paisaje... –dije nuevamente con la perspicacia de un alga marina.

            –Me extraña que no tengas una musa inspiradora, Eze –dijo Claudia y me apoyó la cabeza en el hombro. Pude ver la mirada incrédula del taxista a través del espejo retrovisor. Yo tampoco podía creer lo que me estaba pasando.

            Cuando llegamos a mi departamento, se sacó la campera de cuero negra y la tiró sobre el sillón. Claudia no tenía modales. El mundo le pedía permiso a ella.

            –Wow, te gusta Cortázar –dijo revisando mi biblioteca pero enseguida relojeó el living entero de mi dos ambientes y agregó–. ¿Y el piano dónde está?

            Se me cruzaron mil pensamientos en un segundo.

            –El piano está en mi habitación –respondí tajante.

            –A verlo –dijo Claudia y se mandó como por su casa por el pasillo que conectaba el living con mi cuarto.

            – ¿Preparó té? –preguntó mi australopitecus interior a punto de entrar a la cocina.

            –Después... después tomamos el té, Eze –dijo Claudia y escuché que tocaba el principio de Para Elisa, como hace la mayoría de la gente frente a un piano–. Vení, improvisá algo para mí.

            Claudia se sentó sobre mi cama. Con una sola mirada me dijo todo: sentate y tocá. Era momento de cerrar la boca y dejar de acotar frases ininteligibles. Acomodé mi banqueta, dándole la espalda a Claudia y empecé. Sobre una base de acordes complejos, típicos de bossa-nova, improvisé una melodía que oscilaba entre lo romántico y lo nostálgico. Hice algunas bajadas de ritmo que desembocaban en aceleraciones virtuosas. Por momentos robándole a Piazzolla, esa oscilación entre lo potente y lo melancólico.

            –Estoy improvisando algo brasileño medio jazzero, del estilo de Tom Jobim pero con impronta propia –le expliqué a lo nerd. Claudia se mantuvo en silencio y yo continué.

            Me sentía inspirado. Tocar el piano se me daba con mucha más naturalidad que llevar el control de una charla. Estaba en el ocaso de mi improvisación, suavizando la intensidad de los dedos sobre las teclas, cuando escuché a mis espaldas una respiración anormal.

            –Ahhh... ahhh... ahhh... –exhalaba Claudia–. No pares, Ezequiel, no pares, por favor.

            Dejé de tocar y giré a mis espaldas. No pude creer lo que estaba viendo. Claudia se había bajado el jean y la bombacha hasta los tobillos. Estaba acostada en mi cama con las piernas abiertas, frotándose el clítoris con el dedo mayor y el índice. Pude ver en detalle su vagina.  Ni un vello púbico. Tenía una vulva rosada y carnosa, que brillaba por estar tan húmeda. En el medio sobresalía ese pequeño bultito inflamado, de un color rosa más intenso que el resto de su sexo.

            – ¿Qué hacés Ezequiel? –dijo Claudia con la voz jadeante–. O seguís tocando o me cogés pero no te quedes ahí parado...

            A todo esto, yo tenía el pene como un garrote. Busqué un preservativo en la mesa de luz. Le pedí a alguna deidad que no estuvieran vencidos. Quién sabe cuánto hacía que los había comprado. Me saqué el pantalón y el calzoncillo con velocidad. Me temblaban tanto las manos que no podía romper el envoltorio del preservativo. Usé los dientes, aún con riesgo de dañar el látex. El glande me goteaba. En el piso había un pequeño charco de líquido preseminal. Me puse el preservativo y me lancé encima de Claudia.

            Mi pene se deslizó adentro enseguida. Pude sentir la temperatura interior de su cuerpo. Estaba muy mojada y caliente. Las paredes de su vagina abrazaban la totalidad de mi verga. Claudia hacía pequeños movimientos de contracción muscular que me hacían perder completamente la cordura. De nada sirvió pensar en algo feo. Se subió la remera y se desprendió el corpiño. Desnudó sus increíbles tetas. Sólo había visto algo así en XVIDEOS. Dos circunferencias perfectas, el espacio justo entre ambos pechos. Los pezones rosados hechos a medida, dispuestos en el lugar indicado. Si Dios existía, era artesano y Claudia era su obra maestra. Aunque traté de concentrarme y de controlar la respiración, mis testículos ya habían dado la señal. La eyaculación fue irrefrenable.

            –Perdón, Claudia... perdón... ahhh... –atiné a decir ante mi pobre performance. Sentí mi pelvis alivianándose, como si me desprendiera de un litro de leche.

            En lugar de enojarse, Claudia sonrió. Levantó un poco el cuerpo incorporándose y miró hacia mi pene. Un tanto avergonzado, me salí de adentro de su vagina. El preservativo estaba rebalsado de semen.

            –A ver... dejame a mí ahora –dijo Claudia mientras agarraba mi pene desde la base del tronco y sin derramar ninguna gota, quitaba con cuidado el preservativo. Se lo llevó a la boca y le dio una pequeña mordida al látex, de dónde empezó a brotar mi lefa. Empezó a tomárselo como un jugo que sale de su sachet. Sorbió el látex hasta dejarlo seco. Después, me mostró la lengua con restos de mi leche y me sonrió otra vez. No me dejó hablar. Atacó de nuevo con su verborragia.

            –Ahora te voy a tocar yo el piano –me dijo con una mirada gatuna.

            Antes de que mi mente pasmada empiece a hacer preguntas sin sentido, Claudia me ordenó:

            –Acostate con las piernas abiertas así hago que se te ponga durita de nuevo.

            Me entregué por completo. Me mantuve en silencio. Claudia hundió la cabeza en mi entrepierna. Me dio un beso suave en un testículo.

            – ¿Sabés lo que es el piano? –dijo y empezó a lamerme la zona perineal–. El piano es lo que está entre el pito y el ano –agregó y con una carcajada cortita se rio de su propio chiste.

            Las sensaciones que me provocaba la lengua de Claudia eran imposibles de poner en palabras. Yo tenía los ojos cerrados y los brazos abiertos. Los músculos de mi cuerpo se aflojaron como si me hubiesen inyectado una sobredosis de Valium. Manejaba la lengua con una precisión formidable: parecía dibujar figuras geométricas entre mis testículos y mi esfínter. Mi pene no tardó ni dos minutos en ponerse nuevamente de pie. Sentí la sangre corriendo por mi cuerpo con el único objetivo de llenar de vigor los cuerpos cavernosos de mi miembro. Abrí los ojos y ví mi glande al rojo vivo, otra vez con el líquido pre-seminal dando luz verde para la acción. Claudia notó que sus esfuerzos habían hecho efecto.

            –Vení, sentate acá –dijo y señaló la banqueta de mi piano–. Ahora quiero que me garches mientras improvisás una canción inspirada en mí.

            Me levanté de la cama con el pito como una piedra. Ya había aprendido a no acotar nada a menos que fuese realmente necesario. Me senté sobre la banqueta. Claudia se colocó encima mío, poniendo sus tetas enfrente de mi cara. Tomó mi verga con una mano y la deslizó adentro. Estaba más húmeda y caliente que antes. Sin preservativo, pensé. Pero me callé la boca. Claudia no tardó en despejar mis dudas.

            –No te preocupes Eze, tomo pastillas –dijo Claudia y mientras me agarraba las manos y las ponía sobre las teclas del piano, agregó–. No vas a poder ver nada con mis tetas enfrente. Pero sé que vas a improvisar como un genio.

            Empecé a hacer lo que mejor me sale: tocar el piano. Podía improvisar algo sencillo sin ver las teclas. Ella estaba aferrada a mi espalda y me cabalgaba al ritmo de la música. Cada pequeña embestida que Claudia daba me servía como metrónomo. Me marcaba el tempo con sus saltitos, con el choque de sus nalgas contra mis muslos. Tenía mi cerebro entretenido con el piano, lo cuál aumentaba mis chances de no acabar de manera precoz. Ya no necesitaba pensar en algo feo. De a poco ella aceleró el ritmo y respiró de manera entrecortada. Poco a poco fue suspirando en Fade-in, hasta que sus gemidos fueron la voz principal y mi piano sólo acompañaba.

            –No te lo mencioné... –dijo Claudia agitadísima–. Mi papá era pianista... Se fue de mi casa cuando yo tenía once años... –estuvo por agregar algo más pero lo interrumpió con un grito agónico de placer, que se dividió en varias partes de distinta intensidad haciendo inaudible mi piano por completo. Por primera vez mi música dejó de importarme. Ahora había descubierto una nueva pasión: hacer acabar a Claudia.