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El juego del diccionario

en Autosatisfacción

            Durante un año decidí aislarme completamente de la civilización con mis libros y nada más. Me instalé en una casa en Rocha, un pueblo al este de Uruguay. Me compré comida enlatada y congelada como para sobrevivir unos meses sin necesidad de salir de la casa que alquilé. Sólo quería estar encerrado leyendo y escribiendo. Sin embargo, después de unos días, el cuerpo me empezó a pedir un poco de acción, una descarga. No tenía ni Internet, ni celular ni computadora. Mucho menos había llevado revistas porno. Ni siquiera había descripciones eróticas en los libros que viajaron conmigo. Lo único que tenía a mano era la imaginación.

            Por eso se me ocurrió un juego con un viejo ejemplar de diccionario: tirarlo al aire, bien alto, cosa que tenga tiempo de desplegar sus hojas y la primera palabra que apareciera en la página derecha sería la musa inspiradora para masturbarme. De esta manera fueron apareciendo los siguientes términos en las páginas y los consecutivos argumentos en mi mente.

               Truco: Con esta palabra me costó un poco decidirme. No sabía si optar por el significado literal de la palabra o por el juego de cartas más popular de la Argentina. Finalmente decidí llevar mi imaginación para el lado de la magia. Visualicé en mi mente un pueblo del medioevo. Yo era el mago, el hechicero, el chamán al que todos acudían frente a algo que superaba su discernimiento. Cierto día se acercó un hombre muy apesadumbrado y me manifestó su inquietud.

            –Oh, bravo hechicero que todo logras sanar –dijo el campesino–. Necesito que salves a mi hija del mal.

            Me dirigí a la humilde cabaña del hombre. Su mujer me abrió la puerta. Me sorprendió la belleza de la campesina: era grandota, un poco gorda, pero de cara era increíblemente linda. La acompañé a la habitación donde estaba su hija, desnuda, atada de pies y manos. En mi imaginación la concebí como Claudia Schiffer a mediados de los noventa: el estereotipo perfecto de modelo mundial.

            –Tiene fiebre vaginal –me dijo la madre afligida–. Es una epidemia, señor hechicero.

            Observé su vagina: tenía unos labios simétricos y un clítoris pequeño como una semilla. Rosado, brilloso, fogoso. Toqué una de sus piernas. Ardía. Pude observar la rigidez de sus pezones. El sufrimiento de esa joven me conmovió. Debajo de su entrepierna había un charco de flujo inundando el colchón.

            –Permiso –dije y extraje una muestra del flujo con mi dedo. Al pasar mi mano por la vagina la joven campesina símil Claudia Schiffer en los noventa pegó un alarido.

            –Más, más, más –apenas podía evocar monosílabos.

            –La única forma de combatir este virus de la fiebre vaginal es haciendo una transfusión de flujo –le dije a la madre–. Es la única manera de combatir el avance de esta enfermedad tan terrible.

            – ¿Qué debo hacer? –dijo la campesina–. Todo sea por la salud de mi hija.

            –Desnúdese –ordené.

            La madre de la Claudia Schiffer del medioevo se desnudó. Era una mujer bien fornida, de senos grandes y macizos. Daban ganas de ser amamantado. Le pedí a la mujer que se acueste en el piso. Tomé mi cetro mágico e invoqué la cura.

            –Penetrarum profundis sexum –grité y una luz iluminó la cabaña.

            El cetro entero ingresó en la vagina de la gran hembra. La mujer se retorció, tratando de conservar la cordura. Sus senos se pusieron erectos, prontos a recibir placer. Me hubiese gustado lamerlos, pero el marido de la señora observaba la escena atentamente entonces me mantuve rígido en mi rol de chamán. Retiré el cetro, completamente húmedo y chorreante de flujo vaginal. Tenía una película espesa y mocosa, como si fuese pegamento. La dosis justa para hacerle una transfusión a su hija. Así empapado de flujo como estaba, inserté el cetro en la vagina de la Claudia Schiffer con 40 grados de fiebre vaginal. Empezó a retorcerse. Parecía poseída. El cetro se deslizó como por una pista de patinaje. La lubricación era total. La cura de a poco empezó a surtir efecto. Los senos se le deshincharon. Los labios de la vagina se le replegaron. El clítoris se escondió. Las facciones de la boca recuperaron su inocencia: perdió esa tensión que tanto me estaba calentando, lamentablemente.

            – ¿Qué pasó mamá? ¿Dónde estoy? ¿Por qué estás desnuda? –dijo la joven.

            – ¿Cómo puedo recompensarlo talentoso hechicero? –dijo el padre de la joven–. No tengo dinero ni riquezas.

            –Quédese tranquilo. Usted tiene dos tesoros dignos de negociar –le dije al viejo y le guiñé un ojo.

             Convención: Me imaginé en un escenario importante, dando una charla de alto nivel académico. De pronto, una fuerza irrefrenable me invadía. Quería rebelarme, salir de ese personaje charlatán diciendo cómo aumentar las ventas de una empresa o cómo implementar la tecnología en la nueva era digital. La fuerza me conducía a irme desnudando lentamente y sin apuros. Un silencio sepulcral invadía el salón. El público miraba expectante. Una vez que me encontraba completamente desnudo, la verga se me ponía tiesa y amenazante, como si un titiritero la estuviese controlando con un hilo desde arriba. Empuñando la verga iba de punta a punta del escenario, como un rockero en un estadio queriendo hacer participar a todo el público. El silencio seguía presente en el salón. Para mi sorpresa, nadie huía despavorido. Algunos valientes sacaban fotos. Nuevamente, la fuerza irrefrenable se apoderaba de mí y ponía palabras en mi boca:

              –Qué linda palabra “Lefa” ¿No es cierto? –le decía yo al público.

              El silencio seguía inalterable.

              –Repitan conmigo. ¡Lefa! –arengaba al público.

              –Lefa –dijeron algunos tímidos.

               – ¡Más fuerte! ¡Lefa! –insistí yo.

               – ¡Lefa! –se animaron más.

               – ¿Quieren ver lefa? –los desafié.

               Ahí nomás el público se levantaba de sus asientos y empezaba a corear la palabra “Lefa”. Sólo era cuestión de segundos. La fuerza irrefrenable se movía por mis venas, era la sangre que empezaba a concentrarse en mi entrepierna y también la adrenalina que le daba vigor a mis brazos para estimular mi verga. No tardó mucho en brotar el semen: litros y litros salían de mi verga expuesta frente a miles de personas. Pasaban los minutos y seguía saliendo cada vez más, como si varios camiones lecheros hubiesen volcado en medio del salón y generaran un tsunami de esperma. El salón después de varios minutos quedaba completamente cubierto de semen, como si se tratara de una fiesta de la espuma. La ovación era implacable. La noticia era primera plana de todos los diarios: “Semental infinito, héroe nacional”.

               Nictofilia: Esta me llamó la atención. No la conocía. Me detuve a leer minuciosamente el significado.

               “Atracción por la noche o en la oscuridad. Afinidad por la oscuridad de la noche. Calidad de quien encuentra consuelo en la oscuridad.”

                Me puse enseguida en la piel de un vampiro. Un vampiro bueno. Un hombre común que por alguna razón genética no puede estar expuesto al sol de ninguna manera. Me imaginé viviendo en una cabaña, en medio del bosque. Mi tranquilidad y mi soledad se vieron alteradas por un grupo de jóvenes acampando. Ya entrada la noche, hicieron un fogón. Cantaban canciones con la guitarra y bebían cerveza. Me acerqué sigilosamente para estudiarlos. Eran siete. Con el pasar de los minutos me dí cuenta de que había tres parejas y una chica solitaria. Se la veía mucho más tímida y apagada que el resto. Era muy flaquita, tenía anteojos y llevaba pelo corto. Su ropa no era atrevida como el resto de las chicas que llevaban pantalón corto y remera. La chica solitaria llevaba un jardinero que le cubría todo el cuerpo y una remera debajo. En un momento dado, la chica solitaria enciende un cigarrillo y empieza a caminar en dirección al bosque, a los árboles, donde yo me estaba escondiendo. Temí asustarla y retrocedí, sin perderle el rastro. La brasa de su cigarrillo me indicaba dónde estaba en la oscuridad. Camino unos cuantos metros hasta que se detuvo en un hueco sin árboles, iluminado por la luna. Se sentó sobre un tronco caído. No tardó en ponerse a llorar.

              –Dios... ¿Por qué estoy tan sola? Tengo 27 años y estoy sola. Nadie se fija en mí –sollozó la chica solitaria mirando al cielo.

              Era mi momento de aparecer. Como si fuese un ángel invocado desde el más allá. Yo tenía una túnica blanca que cubría mi cuerpo.

              –No temas. Soy el enviado para sanar tu cuerpo –le dije y con un movimiento de manos la tranquilicé.

              –Mi cuerpo está sano –dijo ella–. Mi cuerpo necesita ser poseído y vulnerado.

              –Dejame observar tu piel, dulce dama solitaria –dije con una voz profunda.

              La chica se desnudó con gran velocidad. Tenía un cuerpo delicado, de pequeños senos y nalgas económicas. Su vagina estaba depilada. Bajo la luz de la luna se apreciaba un escrupuloso tajito.

              –No soy digno de aprovecharme de tu virginidad, dulce dama –dije mientras acariciaba su cuerpo desnudo y caliente–. Pero puedo proporcionarte el placer prohibido.

              –Lo que sea –dijo con desesperación–. No puedo más, necesito que alguien me coja.

              –Por favor, bella dama –dije con la voz más dulce que podía salirme–. Póngase en cuatro patas.

            Como no podía ver con claridad el agujero de su culo, me aventuré con la lengua. Su esfínter sabía a miel. La miel más rica que había probado. Concebida por el apicultor más premium del mundo. Las piernas de la chica temblaban, todo su cuerpo se estremecía. Su agujero lentamente se iba relajando, proporcionando una dilatación natural, entregada a la cópula sin temor a estar pecando.

            –Gracias, enviado, gracias –no paraba de decir una y otra vez.

            Una vez que el esfínter parecía hablar por sí solo y no estar conforme con los favores de mi lengua, procedí a trabajarlo con mis manos, como un artesano. Primero empecé con el dedo pulgar. Lo humedecí con mi saliva y lo introduje con cuidado. Empecé a girarlo en el sentido de las agujas del reloj.

            –Quiero otro dedo –exigió la chica–. Por favor, enviado. Otro dedo.

            Acaté su orden. El esfínter iba tomando dimensiones tentadoras. Tan tentadoras que pude introducir el dedo índice y el dedo mayor. Frente a tal apertura del ano, mi nariz fue invadida por un aroma delicioso, como el de una cafetería, el olor a pan recién horneado salía de ese culo dilatado.

            –No es suficiente, enviado –sentenció la chica solitaria–. Quiero más.

            Su agujero ya había adquirido el ancho de una taza de té. Decidí meter mi mano entera, rindiéndole honores a la categoría Fist Fucking. La chica empezó a cabalgar mi puño y luego parte del brazo, hasta llegar al codo. Yo no podía creer como podía entrarle todo en ese pequeño cuerpo. El aroma a miel, a pan recién horneado, a café cappuccino se apoderaba de mis fosas nasales. Toqué su vagina como para inspeccionar si su cuerpo estaba recibiendo la sanación. Efectivamente, estaba empapada. Sentí sed y bebí de su vagina. Un licor excelso, para brindar sólo en ocasiones que lo ameriten brotaba de su vulva virgen. Alguien disfrutará algún día de estos jugos, chica solitaria, le dije.

            Unos ruidos se acercaban. Eran unas voces preguntando por Amanda.

            –Amanda, ¿Dónde estás? –decían en conjunto mientras una luz de linterna se aproximaba hacia donde estábamos.

            Le dí un beso tierno en la espalda y retiré mi brazo de adentro de su esfínter ampliamente dilatado. Le prometí que la buscaría nuevamente en una noche de luna llena.

            –No... Por favor, no te vayas –gimió mientras yo me adentraba en las penumbras del bosque, dejándola completamente húmeda y con las nalgas abiertas de par en par, iluminadas por la luna.

            Ese día me saqué las ganas de masturbarme a lo grande. Tres buenas pajas, en el silencio de la madrugada, con la mente libre de distracciones, pronta a imaginar. Estaba exhausto. Arrojé al aire el diccionario una vez más. Salió la palabra “Sexópata”. Empecé a reírme. Tal vez era una señal de que debía descansar un poco. El propio diccionario me estaba diciendo que por hoy era suficiente.