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Apuntados por una escopeta

en No Consentido

              Era mi primera cita con Mariel. Salimos del bar un poco ebrios. Caminamos tres cuadras y se largó a llover torrencial. Íbamos camino a la parada del colectivo para volver a casa. El agua que caía era muy intensa. Se levantó un viento tan fuerte que llovía de costado. En menos de un minuto estábamos los dos empapados. Frente a la desesperación, decidimos meternos bajo el techo del frente de una casa que tenía unas rejas bajas. Era de esas casas viejas de gente grande. Supusimos que siendo las dos de la madrugada estarían durmiendo. Saltamos las rejas y caminamos unos metros hasta quedar debajo del techo, protegidos de la lluvia. Mariel no podía contener la risa. Estaba más borracha que yo. Le dije que hiciéramos silencio porque estábamos pegados a una ventana y podíamos llegar a despertar a los dueños. Al lado de la ventana estaba la puerta de entrada a la casa.

            –Shhhhhh –le dije en voz baja a Mariel–. Si llegan a oírnos van a llamar a la policía.

            –Qué van a llamar –dijo Mariel conteniendo la risa–. Debe vivir una vieja empastillada acá, mirá lo que es esta casucha.

            El cielo se iluminaba con los rayos. De repente, sonó un trueno fuertísimo. Mariel se sobresaltó y me abrazó. Me miró a los ojos y empezó a tentarse de risa nuevamente. Aproveché y le dí un beso en la boca para callarla. Fue un beso corto pero valiente.

            –Dame otro beso, tonto –me dijo Mariel al ver que yo retiraba mi boca de sus labios.

            Como me dio pista libre, arremetí con todo. Le envolví la cintura con mis brazos y empecé a besarla con pasión: primero rodeé su labio superior con los míos, saboreando la carne húmeda de su boca. Hice lo mismo con el labio inferior. Después saqué mi lengua con sutileza, despacio y sin apuros. Al principio lamí sus labios como para mostrarle que estaba dispuesto a que trencemos nuestras lenguas en una trifulca feroz. Mariel no se quedó atrás. Cuando vio que yo empezaba a subir la temperatura del beso, se aferró a mi cuello. Claramente no quería dejarme ir, no quería que separe mi boca de la de ella. Mariel giraba su lengua como un torbellino. Teníamos las bocas pegadas como dos ventosas. La acción ocurría adentro. Mi lengua quería atrapar a la de ella, una persecución en un espacio minúsculo. A todo esto, mi verga quería atravesar el pantalón. Mariel lo notó. Hizo fuerza con sus brazos para atraerme hacia ella. Su espalda chocó contra una pared. Empecé a tocarle las tetas por encima de la remera. Tenía un corpiño sólido, digno de una armadura. Ella me agarró la mano y la deslizó por debajo de su ropa. Hice fuerza para pasar la mano por debajo del aro de metal del corpiño. Lo tenía bastante ajustado. Pero aún así pude alcanzar su pezón con el dedo índice y el dedo mayor. Se le puso duro y puntiagudo como una bala. Sus manos fueron al cierre de mi pantalón. Fue un alivio tremendo para mí: la pija ya había salido a la fuerza por el agujero entre la tela y el botón del bóxer, con lo cual al bajar el cierre, mi pija asomó como quien emerge del agua buscando una bocanada de aire.

            – ¿Te gusta así? –me dijo Mariel mientras me masturbaba.

            Mientras ella me pajeaba con su mano derecha, empecé a lamerle el cuello. Recorrí desde la clavícula hasta su oreja con mi lengua. Una vez que llegué hasta su oreja, le mordí despacito el lóbulo, tironeándolo. Ella parecía excitarse cada vez más porque me pajeaba con más fuerza. La calentura empezó a adueñarse de mi psiquis. Cuando yo ya estaba en otro mundo, lamiendo el interior de la oreja de Mariel y focalizándome en no eyacular rápido gracias a esa paja de lujo, sentí algo frío que se me clavaba en la sien.

            –Métanse para adentro, pendejos –dijo una voz corroída.

            Mariel me soltó la verga y se quedó congelada. Giré un poco la cabeza hacia mi lado izquierdo. Un viejo de unos 70 años aproximadamente, de estatura baja, pelo despeinado, barba desprolija y musculosa blanca me estaba apuntado con una escopeta en la cabeza.

            – ¿No entendiste pelotudo? –dijo el viejo y me apretó más fuerte con el caño de la escopeta en la sien–. Adentro, carajo.

            –No, por favor, señor –dijo Mariel al borde de las lágrimas–. Le prometemos que nos vamos y no le decimos nada a nadie.

            –Adentro, nena –dijo el viejo y apuntó la escopeta hacia la cara de Mariel–. Vamos, vamos, entren, la puta que los parió.

            La puerta al lado de la ventana estaba abierta de par en par. Jamás la escuché abrirse. Adentro era todo penumbras y oscuridad. Guardé la verga en mi pantalón que ya se me había achicado del miedo. La agarré a Mariel de la mano y nos adentramos en la casucha.

            Sentía el temblor de Mariel en la oscuridad. De repente se encendió una luz. Miré hacia arriba y vi un portalámparas antiguo lleno de telas de araña. Estábamos en un living bastante lúgubre: alfombra marrón gastada, muebles de madera percudida con todo tipo de chucherías viejas juntando mugre, paredes de cal, cuadros con fotos juntando tierra.

            –Hola, chicos. Bienvenidos –dijo una voz dulce de abuela–. Escuchamos que se estaban divirtiendo afuera en nuestro porche y quisimos sumarnos.

            Una señora de unos 75 años apareció a través de unas cortinas opacas que oficiaban de puerta entre una habitación y el living. Estaba vestida con un camisón rosado.

            –Por favor señora –dijo Mariel–. Usted tiene pinta de buena persona, déjenos ir.

            –Callate la boca, pendeja –dijo el viejo sin dejar de apuntarla con la escopeta.

            –Pero... ¿Por qué se quieren ir? –dijo la señora con ternura–. ¿Acaso les dan asco o miedo los ancianos? ¿Acaso no tenemos derecho a divertirnos como ustedes?

            –Vamos, sáquense la ropa los dos –ordenó el viejo–. Más vale que hagan caso porque sino los hago cagar fuego.

            No había otra opción que acatar lo que decía el viejo. Se mantenía a una distancia prudencial por lo que cualquier intento de arrebatarle la escopeta podía terminar en una tragedia.

            –Mariel, no nos queda otra –le susurré–. Seguro nos quieren ver en bolas un rato y ya.

            Empecé a desvestirme. Tenía toda la ropa mojada. Me saqué las zapatillas y las medias empapadas. El jean se me había pegado al cuerpo. Me costó sacármelo. Por último me quité la remera y me quedé ahí parado, en bóxer, muerto de frío. Mariel me siguió. Giré para mirarla: tenía un corpiño y una bombacha de encaje negro. Pude apreciar su cuerpo semi-desnudo: no era gorda ni flaca, tenía sus buenas tetas y de culo tampoco andaba mal. Sus nalgas eran carnosas y grandes, no congeniaban del todo con su cuerpo. Sin embargo, a veces un mínimo defecto puede ser una virtud. A mí me gustan los culos grandes, sea como sea el cuerpo. No era el momento propicio para hacer ese tipo de conjeturas, sobre todo porque nos estaban apuntando con una escopeta. Pero Mariel me calentaba pese a ese contexto tan hostil.

            – ¡Ay chicos! ¡Se van a enfermar! –dijo la señora y agarró nuestra ropa del piso–. Les voy a poner esto en el secarropas, están empapados. Pobrecitos ¿No, Raúl que se van a enfermar? –le preguntó a su marido.

            –Dije que se saquen la ropa –dijo el viejo Raúl–. Toda la ropa, la bombachita, el calzón, todo.

           

            Raúl y su señora se sentaron en unos sillones. Mariel y yo estábamos completamente desnudos en el medio del living. Nos contemplaron en silencio durante unos segundos.

            –Bueno, los queremos ver coger –me dijo el viejo de un tirón–. Así que más vale que se te pare, hermanito.

            –Ayudalo, querida –le dijo la señora a Mariel–. ¿Sabés como tratar a un hombre, no?

            –Vamos, que empiece la función –dijo el viejo–. Miren que sino la Remington se pone ansiosa –agregó mientras acariciaba su escopeta.

            Mariel no dejaba de temblar. Le dije en voz baja que empiece a pajearme como lo había hecho en el frente de la casa. Que lo había hecho bien. Sin embargo, no podía salir de su estado de shock. Decidí tomar la iniciativa yo, a ver si podía ablandarla. Empecé a darle besitos en el cuello y chupaditas cortas. Le acaricié suavemente la espalda y arrastré mi mano por debajo de su axila, hasta llegar a uno de sus pechos. Tenía los pezones duros del frío y del pánico. Le froté la palma de la mano sobre el pezón y con los dedos masajeé despacio una de sus tetas como si fuese una pelota de gomaespuma. Fui bajando despacio con mi lengua, recorriendo desde su hombro y su pecho, hasta llegar a una de sus tetas. Me incliné hacia ella para poder besarle y chuparle los pezones.

            –Tocale un poco la concha, pibe –dijo el viejo–. A ver si con eso se despabila.

            –Vos podrías tocarle un poquito el pito, nena ¿No te parece? –dijo la señora.

            Mariel seguía en trance. Recién cuando le hice caso al viejo, se estremeció. Seguí chupándole las tetas mientras recorría su vagina con los dedos. Estaba seca. Insistí con el ida y vuelta del dedo índice y mayor sobre su tajo. De a poquito empecé a sentir como la sangre de su cuerpo iba hacia ese lugar. La zona levantó temperatura. Lentamente su flor se abría y se humedecía, dándole paso a mis dedos para que hagan su magia.

            –Sí... tocame así... –murmuró Mariel que de a poco salía del trance.

            Su clítoris emergió de entre sus labios vaginales, invitándome a acariciarlo. Ese pequeño botón capaz de accionar todo un mecanismo femenino por fin se había animado a hacerse presente. Me envalentoné y me arrodillé frente a Mariel. Quería probar su licor, a ver si eso terminaba de poner rígida mi verga, que pese a la situación ya estaba gomosa. Llegué a lamer sólo un poco de su vagina porque el viejo interrumpió con su voz de carraspera:

            –Quiero que le chupes el culo, pibe –ordenó tajante blandiendo la escopeta.

            –Y yo quiero que ella le chupe el pito –agregó la señora de camisón rosa.

            –Van a tener que hacer el famoso 69 –dijo el viejo y se rio. La señora también largó una carcajada–. Vamos, vamos, no es una sugerencia. ¡Es una orden, carajo!

            Me acosté en la alfombra boca arriba. Ni bien ví el culo de Mariel acercándose a mi cara la verga se me puso tan dura y tensa que el glande salió solito para afuera sin necesidad de correr el prepucio. Mariel se sentó en mi cara y recostó su cuerpo sobre el mío en sentido contrario. Sentí como sus tetas se apoyaban debajo de mi ombligo. Tenía el orificio anal de Mariel justo enfrente de mi boca. Apenas tenía que levantar un poco la cabeza para alcanzarlo con la lengua. Aprecié un sabor amargo pero nada desagradable. Después de la tercera o cuarta paleteada que le dí, Mariel engulló mi verga entera en su boca.

            – ¡Chupásela con ganas, nena! –gritó la señora desde el sillón.

            –Así, pibe, así –me alentaba el viejo sin dejar de apuntarme–. Dejale el culo bien limpito.

            La arenga de la señora hizo efecto en Mariel. Además de chuparme la verga con amor, Mariel me la masturbaba suavecito sin despegar mucho la mano de la pelvis. Yo noté como el agujerito de su culo se iba dilatando de a poco. Le separé las nalgas para poder verlo con más detalle.

            – ¡Metele un dedo en el culo! –gritó el viejo.

            Acaté la orden con gusto. Deslicé el dedo índice despacio y me adentré en el esfínter anal de Mariel. Ella largó un pequeño quejido de placer.

            –Bueno, ya se le puso dura al pibe ¿No cierto, Raúl? –dijo la señora.

            –Sí, sí –dijo el viejo–. Es hora de que cojan. Queremos ver el mete y saca.

            – ¿Qué posición te gusta, Raúl? –preguntó la señora.

            –A mi me gusta el misionero –dijo el viejo–. Pero elegí vos, te dejo elegir viejita mía.

            –A mi me gusta la posición de perrito –dijo la señora.

            Desarmamos el 69 que habíamos hecho con Mariel. Ella se arrodilló sobre la alfombra marrón y después estiró las manos y el cuerpo hasta quedar en cuatro patas. Por suerte mi verga estaba erecta, para que el viejo de la escopeta no se enoje.

            –Ya se termina, ya se termina –le susurré a Mariel–. Cogemos y nos vamos.

            Empecé a puertearle la concha despacito, por las dudas de que estuviera seca. Con el glande sentí enseguida la humedad: tenía vía libre para entrar. Sin embargo, no me resultó tan fácil. Mariel tenía una concha angosta y apretadita. Son las más lindas y acogedoras, pero la primera entrada tiene que ser con delicadeza, para no lastimarse. La fui metiendo de a poco, con cuidado, tratando de ofrecerle un buen show a nuestros captores. Una vez que la cabeza estuvo adentro, me animé a hacer fuerza para enterrarle toda mi verga adentro a Mariel. 

            –Uhmm... sí... –murmuró Mariel–. Así, así, despacito.

            Una vez que entró toda, empecé a moverme. Estaba aferrado a la cintura de Mariel, que también de a poco comenzaba a bambolearse. Me llamó la atención la química espontánea que estábamos teniendo: una sincronización atípica para una primera cita y encima tan accidentada.

            – ¡Muy bien! ¡Muy bien! –dijo la señora mientras aplaudía.

            –Bien pibe, seguí así, seguí así –dijo el viejo Raúl.

            El bombeo era frenético. Deslicé las manos desde la cintura hasta las tetas de Mariel y se las apreté con fuerza. Ella agradeció aumentando el volumen de sus gemidos. Era un polvo muy prolijo, como el de una pareja que se conoce hace muchísimos años. Metíamos unos cambios de ritmo precisos, como si conociéramos la fisiología uno del otro: ella se quedaba quieta cuando yo bombeaba fuerte y cuando aletargaba el mete y saca, ella meneaba su culo hacia mí y se enterraba mi verga. Estuvimos así un rato hasta que Mariel gritó completamente desinhibida:

            – ¡Voy a acabar, voy a acabar! ¡Dame más duro!

            Los viejos aplaudían. Yo obedecí lo que me dijo Mariel. Me dolían las piernas pero no me importaba: este polvo inicial y violento tenía que coronarse a lo grande.

            –Ahhhhhhhh, ahhhhhhhh, ahhhhhhhh –repitió tres veces Mariel una “A” larga y liberadora. Sentí como los músculos de su vagina se ponían tensos, abrazando mi verga, hasta que finalmente se desinflaban y se relajaban.

            – ¿Estás por acabar vos también, pibe? –me preguntó el viejo.

            –Sí, sí... –llegué a murmurar.

            – ¡Quiero que le acabe en la cara! –exigió la señora.

            –Y si te alcanza para las tetas, un poco también –aclaró el viejo de la escopeta.

            Mariel permaneció unos segundos recuperándose del orgasmo. Después se retiró despacio de mi verga. La concha le hizo un ruido gracioso.

            –Le diste tan duro que se le escapó un pedito de concha –dijo la señora y empezó a reírse.

            Mariel se sonrojó. Yo le hice señas de que se acercara y le guiñé un ojo. Ya estábamos cerca del final. Empecé a sacudirme la verga rápido, para largar toda la leche. Mariel se acercó y se arrodilló ante mí. Puso sus manos sobre las rodillas y erigió el resto de su cuerpo. Miró mi verga frente a su cara y cerró los ojos. Tardé menos de un minuto en estallar.

            – ¡Mirá que cantidad de leche, Raúl! –dijo la señora–. Como en tus mejores épocas.

            Mi lefa saltó para todos lados: en el pelo, en la cara, en la boca, en las tetas de Mariel y también en la alfombra. Fue un estallido descontrolado, como una ráfaga de ametralladora. Una vez que terminé de eyacular, respiré hondo y me dejé caer de rodillas al lado de Mariel. La abracé. No me importó que estuviese cubierta de mi semen.

           

            La señora nos trajo la ropa seca. Nos vestimos en silencio. El viejo no dejó de apuntarnos con la escopeta en ningún momento.

            –Bueno, se portaron bien, pendejos –dijo el viejo Raúl–. Se pueden ir.

            –Bravo, bravo –dijo la señora–. ¡Mucho mejor que una película porno!

            El viejo nos abrió la puerta. Ya había parado de llover. Ni bien salimos pegó un portazo y cerró con llave. Mariel y yo salimos de la casa callados. Pensé en anotar la dirección de la casa para hacerles una denuncia. Pero más allá de la experiencia traumática, los viejos no nos habían lastimado. De hecho, más allá de las circunstancias, me habían hecho un favor: acelerar todo el trámite del garche. Pero igual, yo creía que después de semejante experiencia tenebrosa, Mariel no iba a querer saber más nada conmigo. Ya estaba resignado a que ella me haga un escándalo, que se ponga a llorar y que me diga que era un cretino. La culpa de lo que había pasado no era mía, pensé como para consolarme. Empezamos a caminar rumbo a la parada del colectivo. Ya me estaba haciendo la idea de que después de que cada uno baje del colectivo cerca de su casa, no nos íbamos a ver nunca más. Sin embargo, recordé el consejo de un terapeuta que me dijo que las cosas que uno decreta a veces no son la realidad y que hay que interpelar la realidad con palabras.

            – ¿Estás bien, Mari? –me animé a preguntarle.

            –Sí –dijo Mariel y me agarró fuerte de la mano–. Nunca me lo hicieron tan bien en una primera cita.