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Mi mujer es autora de Todo Relatos

en Confesiones

            A fin de mes me quedé sin trabajo y empecé a pasar todo el día solo en casa. Una tarde mi notebook dejó de funcionar. No tuve mejor idea que usar la de mi mujer sin su permiso. Tardé un rato en adivinar la contraseña. Probé las típicas “Abc123”, “A1B2C3”, su nombre y el año “Silvia2019” hasta que finalmente me la jugué por “031083”, su fecha de nacimiento. Una vez que tuve la notebook operativa, entré al Google Chrome. Para mi sorpresa, había una solapa en el inicio que tenía un corazón como ícono y decía “Relatos Eróticos”. Me reí pensando que a mi mujer le gustara fantasear leyendo ese tipo de textos en mi ausencia. Pero cuando comprendí que se trataba del sitio TodoRelatos.com y que mi mujer estaba logueada como “Mariposa Ninfa” me sobresalté. Debajo de su nickname había una pestaña que decía “Relatos Publicados”.

            –Por dios que no haya escrito nada, por dios que no haya escrito nada –empecé a murmurar mientras me tapaba los ojos con una mano y con la otra mano hacía click.

            Me encontré con más de cuarenta relatos. Mi mujer venía escribiendo relatos desde el 2008, incluso antes de conocerme. Durante toda nuestra relación siguió escribiendo y nunca me lo confesó. No sabía que hacer en ese momento: enojarme o ser cómplice silencioso de su secreto. Opté por la segunda opción. Empecé a leer los relatos que correspondían a nuestra época de novios, a partir del 2011. El primero se llamaba “El mejor amigo de mi pareja” y estaba en la categoría “Confesiones”. Uno de los párrafos más explícitos y calientes decía así:

            Mi novio estaba sentado a mi lado y me tocaba la pierna. Yo sin embargo estaba perdida en la voz gruesa de Miguel, el mejor amigo de mi novio. Lo miraba gesticular con sus manos de gran tamaño y no podía dejar de pensar en su pene. Si un hombre tiene dedos largos es muy probable que su pene también tenga una longitud considerable, ya que el cuerpo sigue un único patrón para desarrollar las partes que sobresalen. Y yo quería ser la patrona de lo que sobresalía de entre sus piernas. Ordenarle lo que debía hacer con su miembro y después de ordenarle, ordeñarle: lo obligaría a acostarse boca abajo sobre la cama con las piernas estiradas, los pies apoyados en el piso y el pene sobresaliendo del borde, para poder agarrarlo como si fuese un pezón de vaca y ordeñarlo hasta que su leche brotara como para llenar un vaso de cristal. Mis dos manos envolverían su larga pija. Haría anillos con el dedo índice y el pulgar y los arrastraría por su tronco como si quisiera realmente conducir el torrente de semen hacia abajo. Me encantaría al ver cómo su pija vencida por mi performance manual empezaba a latir y luego a temblar, como si se hubiese despertado de un largo sueño. Tranquila, le diría yo. La sostendría bien fuerte para que se sienta contenida y largue todo su contenido apuntando al recipiente determinado. Después le mostraría el vaso lleno de su leche blanca, espesa, caliente y mientras él me mirara a los ojos yo me lo tomaría de a sorbitos muy cortos, riendo y mostrándole como se forma un bigotito blanco sobre mis labios.

            Sentí una extraña mezcla de furia con excitación al ver que Silvia, mi mujer, había fantaseado con la verga de mi amigo Miguel. Por suerte me aseguré de que no habían tenido sexo real leyendo otras confesiones. El siguiente relato se llamaba “El vendedor de joyas baratas” y estaba en la categoría “Interracial”. De entrada aclaraba que se trataba de un deseo incumplido, con lo cual no sólo me relajé un poco sino que mi verga se terminó de solidificar. Sobre todo al leer el siguiente extracto del deseo de mi mujer: ser penetrada por un senegalés.

            Siempre encuentro una excusa para acercarme a alguno de ellos. Son vendedores de joyas baratas. Me excita tener una conversación poco fluida con ellos, nunca terminan de entender lo que quiero. Aunque señale la joya que deseo, tal vez pasan unos largos segundos hasta que agarran la indicada. Pero yo sé que en una cama ocurriría todo lo contrario. Bastaría con señalar alguno de mis dos agujeros para que esa verga negra y maciza se entierre adentro mío sin conflictos de lenguaje ni fronteras. La sola idea de experimentar con el dolor me empapa la entrepierna. He mojado demasiadas bombachas de sólo imaginarlo estando en cualquier lugar: en el trabajo, en la calle, en un transporte. La mente se me va lejos pensando en cómo se me estiran los labios y las paredes de la vagina mientras ese trozo de carne marrón oscura hace fuerza para entrar. Grito y me libero. Dolor y placer al mismo tiempo. “Plalor” o “Docer”, cualquiera de esas denominaciones son aptas para describir la sensación de tener 25 centímetros de falo adentro de mi sexo. Soy tan cobarde, a veces sueño que me animo a decirle al vendedor de joyas baratas si aceptaría tomar un café conmigo. Yo lo trataría dulcemente, después del café, lo invitaría a un hotel con jacuzzi. Pagaría todo yo. Sería una travesura... pero no me animo a ser infiel.

            Me estaba sintiendo muy reducido a una mínima expresión de hombre pero cuando leí la última frase me alivié por completo. Mi mujer me respetaba. Eso era una buena señal. Y no puedo culparla de desear a otros hombres, yo también deseo a otras mujeres totalmente diferentes a ella. Silvia es flaca, de senos pequeños y culo chato. He llegado a fantasear con mujeres de enormes senos como pelotas de basketball y cuerpo voluptuoso, culos grandes como pianos y labios carnosos como para succionarme el pene hasta hacerlo desaparecer.

            El siguiente “Relato” de mi mujer no era un relato en sí. Estaba en la categoría “Poesía Erótica” y se llamaba “Hermana Afrodita”:    

Fue en una de esas noches de locura y alcohol,

donde encontré su esbelto cuerpo en la oscuridad,

ella estaba danzando a un ritmo vertiginoso,

mis ojos cayeron en su hechizo al instante.

 

Mis palabras fueron endulzando sus oídos,

trabajosamente me adueñé de su atención

sus senos voluptuosos me inspiraron,

pensando con ambas cabezas robé su corazón.

 

Un sucio motel fue testigo de nuestro amor,

al arrancar sus ropas sentí su dulce temor,

jamás imaginé lo que me encontraría

al arrancar su inocente culotte.

 

Su pequeño pene se erigió,

por encima de su rosada vagina,

me miró desconsolada y lloró,

creyendo otra posible decepción.

 

Yo acaricie su rostro inerte,

con una sonrisa de compasión,

mi miembro acató la orden de placer

por debajo de mi pantalón.

 

Sin tabúes ni prejuicios,

penetré su sexo femenino,

mientras mi mano masturbaba

su polémico falo masculino.

 

Y así conocí a Afrodita,

multiorgásmica por naturaleza,

con ano, vagina y pene

tres fórmulas mágicas de pasión.

 

            Me sorprendió la versatilidad de mi mujer no sólo a la hora de ponerse en la piel de un personaje varón, sino también su facilidad para los versos y las rimas. Pero sin duda lo que más me llamó la atención fue su curiosidad por los hermafroditas.

            Scrolleé un poco entre la lista de relatos hasta encontrar alguno con un título sugerente. Me decidí por uno llamado “El perfume de mi jefa”. Lo que más me calentó es que estaba en la categoría “Lésbicos”. Cuando leí el siguiente párrafo, mi verga largó un goterón de líquido preseminal:

            Una noche nos quedamos trabajando con mi jefa hasta tarde. Estábamos las dos solas en la oficina. Ella iba y venía acercándome informes para la presentación del día siguiente. Cuando me hablaba, yo casi no la escuchaba: estaba concentrada en su perfume. No sé bien si es caro o es uno barato de los que venden en una farmacia. No me importa. Algo se movilizaba dentro mi cráneo porque empecé a mirarla con otros ojos en su ir y venir. En un momento dado fuí al baño, me senté en el inodoro, me bajé la bombacha y empecé a tocarme. No aguantaba más. Cerré los ojos y la imaginé a ella lamiéndome el clítoris. Yo le acariciaba el pelo, le masajeaba la nuca dulcemente. Ella me rascaba con sus uñas los muslos de las piernas y me hacía mimos en el agujero de la cola. De repente, mi jefa despegaba su cara de mi entrepierna y me regalaba una sonrisa hermosa, con toda su boca y parte de las mejillas llenas de mi humedad brillante. Me guiñaba un ojo y seguía. Justo cuando estaba por acabar escuché su voz. Me estaba buscando para terminar la presentación. “Ya voy” grité con la voz hundida, ahogada en un gemido. Me concentré y acabé. Lo necesitaba. Había bajado más de 100 decibeles. Ahora así de relajada podía concentrarme en mi trabajo.

            Para ese momento ya tenía la verga pronta para ajusticiarme. Estaba en esa indecisión típica del buen pajero: acabar de una puta vez o hacer durar la calentura con la leche, ahí, en la punta de la verga, estirarla para seguir disfrutando un poco. Yo sabía que no iba a aguantar uno o dos relatos más. Me decidí a poner fin por hoy a esto. Busqué otro relato, alguno polémico, que el morbo me hiciera estallar. Encontré uno en la categoría “Fetichismo”, se llamaba “¿Por qué mi marido no habrá sido doctor?”. Me enorgullecí de protagonizar uno de sus relatos. El párrafo más interesante decía esto:

            Siempre quise que mi marido fuese doctor. Yo sufría del “Síndrome de la bata blanca” pero no porque me subiera la presión, sino porque me subían las ganas de coger. Cada vez que visitaba al médico, sea cuál fuese su especialidad, sentía cómo mi cuerpo se abría como una flor, se entregaba a sus más oscuros deseos. Los pezones se me endurecían, el esfínter de la cola se me relajaba, la vagina se humidificaba sola sin razón aparente. Pensé en regalarle una bata blanca y proponerle a mi marido un juego: él se vestiría de doctor y cerraría la puerta de nuestra habitación. Yo me sentaría en una silla en el pasillo de nuestra casa. Él me llamaría por mi nombre “Silvia González” y me trataría de usted: “Adelante pase señora, por favor”. Me haría un breve interrogatorio sobre mis dolencias y yo le diría que últimamente estaba sintiendo unos calores en la zona genital, que me incomodaban un poco. Entonces mi marido me haría desvestir con muchos modales y profesionalismo propio de un médico. Inspeccionaría primero mis senos en busca de alguna anormalidad y después con una linterna y una lupa analizaría mi vagina. Después de eso, se pondría guantes de látex y palparía el interior de mi vagina, preguntándome si siento dolor. Yo le pediría que siga probando porque tengo una sensación extraña que no puedo precisar... No tardaría en empaparme y ahí le diría: “Doctor, siento mucho calor en la zona genital en este momento, por favor cúreme”. Y ahí mi marido, guionado previamente por mí debería responder “No se preocupe señora, tengo una inyección justamente formulada para estos casos” y con mucha caballerosidad se bajaría los pantalones y clavaría su jeringa de carne adentro mío, liberándome de mis calores.

            Se me escapó un lechazo imprevisto y manché el monitor de la notebook y parte del teclado. Desesperado por remover la evidencia fui al baño por un pedazo de papel higiénico. Mientras estaba limpiando los restos de semen, escuché la llave tratando de abrir la puerta. Cerré la notebook con la página de Todo Relatos abierta, la acomodé en la mesa de luz de mi mujer y me tapé con la sábana hasta la nariz. Mi verga lentamente desarmaba la carpa.

            –Hola mi amor ¿Qué te pasa? –dijo mi mujer al verme acostado y tapado hasta arriba.

            –Estoy un poco débil, creo que tengo fiebre –respondí.

            –Pobrecito... –respondió ella–. Te voy a hacer un té.

            –Silvi, sabés que se me jodió la notebook –dije con voz de tristeza–. Estaba esperando que volvieras a ver si me prestabas la tuya. Justo estoy esperando que me respondan un mail de un trabajo.

            –Sí, usala. La contraseña es mi fecha de nacimiento –respondió mi mujer.

            Abrí la notebook y con la parte de abajo de la remera que tenía puesta limpié el resto de la evidencia de semen. Cerré el sitio de Todo Relatos y respiré aliviado.

            – ¿Y? ¿Te respondieron algo de alguna búsqueda laboral? –me dijo Silvia mientras me traía el té.

            –Sí, sí –mentí–. Me preseleccionaron entre varios candidatos de una financiera.

            –¡Qué bueno mi amor! –dijo Silvia y después de dejar el té sobre mi mesa de luz me abrazó.

            Mientras la abrazaba, pensé en que no veía la hora de que mi mujer se fuese a trabajar al día siguiente para seguir pajeándome con sus relatos.