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Mi hijo, mi amor, mi perdición. Capítulo 7 Parte I

en Amor filial

Mi hijo, mi amor, mi perdición

Capítulo 7 Parte I

 

Tardé casi tres semanas en recuperarme física y animicamente del episodio con los chavales. Una inflamación de la vulva, una vaginitis, vamos y una fisura anal que requiríó quince dias de antibióticos y aplicación diaria de una pomada cicatrizante, me dejaron con la líbido por los suelos, algo rarísimo en mí y que me juré que no volvería a producirse. De hecho, me duró un par de días.

 

Tres días después del incidente del párking, decidí sincerarme con David, contarle todo lo que me había pasado y cómo me sentía desde que veía cómo él iba distanciándose de mí, involuntariamente pero de manera evidente. Su reacción me demostró hasta qué punto estaba equivocada con él:

 

  • Mamá... - empezó a decirme cogiéndome las manos entre las suyas- Tú no sabes hasta que punto te quiero... No sabes hasta qué extremo te deseo - prosiguió besando delicadamente cada uno de mis dedos.

  • Pero...Yo veo cómo sales con tus amigos, cómo vas con otras chicas... - mientras yo hablaba, David iba lamiéndome los dedos, chupándolos como si fueran golosinas.

  • ¿Quieres que dejé de salir con chicas? ¿Es eso, mamá? ¿Es lo que quieres? - me preguntó mirándome fíjamente a los ojos y acercando una de mis manos a su paquete.

  • No, hijo mío...No. La dureza de su miembro contra la palma de mi mano hizo que ésta se cerrara sobre él, puro acto reflejo. - Tú debes hacer lo que cualquier chico de tu edad debe hacer...

  • ¿Y? - dejó en el aire mientras se bajaba el pantalón y el bóxer. - No hay ni un segundo en el que no te desee, mamá. Sentenció acompañando su frase con la mirada, hacia su sexo y mi mano que lo asía. - ¿Lo ves? ¿Lo notas?

  • Sí, cielo...Pero, cuando estás con ellas...Cuando te hacen lo que te hago yo...

  • Ni una sola de ellas te llega a la suela de los zapatos...

  • Mentiroso.

 

David cerró los ojos. Así me daba a entender que la conversación había llegado a su fin. Lo masturbé muy lentamente, parando de vez en cuando para acariciarle los testículos. Se sacó la camiseta. No me tocaba, simplemente se dejaba hacer. Sentía su verga palpitar en mi mano, caliente, durísima. La apretaba como si prendiera el mango de una espada. Le acariciaba con la otra mano, el vientre, el pecho. Con la punta de la uña, le cosquilleaba los pezoncitos. Empezó a jadear. Y yo a acelerar el movimiento de la zambomba. Los jadeos se hicieron tan intensos que se convirtieron en gruñidos...Hasta que explotó:

 

  • ¡Mamaaaaaaaaa! ¡Oooouuuuuuuuuuuuu! ¡Jodeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeerrrrr!

 

Cómo adoraba hacer eso. Cómo me encantaba ver salir la lefa a borbotones, a chorrazos. Ese olor tan particular del semen, me volvía loca. Conté hasta siete proyecciones de esperma, potentes, copiosas, como cordones blancos que se estrellaban contra su tórax, contra su vientre. En Francia, al orgasmo masculino le llaman “La petite mort”, la pequeña muerte. David yacía sobre el sofá, con la cabeza hacia atrás, como si estuviera inconsciente. Recogí en mi boca las últimas gotas directamente de su glande y empecé a lamerle los regueros de semen como lo haría una gatita con un platillo de leche.

 

  • ¡Mmm! ¿Cómo quieres que no esté loco por ti, mamá? - acariciándome el pelo, acompañando mis lametones. - ¡Eres la hostia!

  • ¿Sí? ¿De verdad? - me incorporé y me lo miré con cara de Calimero.

  • De verdad. Afirmó muy serio mientras pasaba la yema de su índice por la comisura de mis labios untados de su semilla y dándomelo para que se lo chupara.

  • Yo también te quiero muchísimo, mi vida. Muchísimo. Y quiero que seas muy feliz...

 

Nos fundimos en un largo morreo, mezcla de sabores excitantes, esencia incontestable de nuestro amor.

 

Durante esas tres largas semanas, evité como pude que me penetrara, principalmente por detrás. No obstante, le ofrecí todo mi saber en las prácticas masturbatorias. Mis manos, mi boca, mis pechos e incluso mis pies le dieron el placer que necesitaba para irse tranquilito al instituto o para dormir como un lirón por las noches o para relajarlo después de un entreno o un partido. Y, cuando la vaginitis terminó por desaparecer...

 

  • Mamá... ¿Quién fue el primero en...?

  • ¡Aaaggg! ¡Daaa...aaa...vid! Lueee...go, mmm... te lo cuento.

 

Me estaba follando en la posición del misionero y yo estaba a punto de encadenar mi tercer orgasmo cuando se le ocurrió preguntarme eso. Hizo amago de salir de mi coño pero como lo tenía atrapado entre mis piernas sólo consiguió sacarla unos centímetros. Le clavé las uñas en las nalgas con fuerza y lo atrajé de nuevo hacía las profundidades de mis entrañas:

 

  • ¡Luegoooooooohhhh!

  • ¡Joderrrrrrr! ¡Siiiii!

 

Una vez me hubo complacido – y aun hubo un cuarto- le conté quién y cómo había sido el primero en desvirgarme:

 

  • ¿Y qué edad tenías?

  • Catorce años. Bueno, a punto de cumplir quince.

  • ¡Hostia consagrada!

  • ¡No blasfemes, hijo!

  • Es que eras muy joven... ¿Y él? El alemán ese...

  • Veintidós.

  • Y... ¿por el culo? ¡Uy, perdón... por detrás...

  • El mismo.

  • ¡Joder, mamá!

  • ¡Pero no el mismo día, que conste!

 

Al dia siguiente del polvo confesión de mi desvirgue, o sea, un mes después de que me reventaran el ano, visité por primera vez en mi vida a un sexólogo. Me lo había aconsejado mi ginecólogo, la única persona que sabía todo lo que me había ocurrido y que estaba al corriente de mi relación con mi hijo. Iba a su consulta dos veces al año, desde que me quedé embarazada de David. Aunque os cueste de creer, nunca me acosté con él, a pesar de que no me hubiera importado en absoluto. Adoraba sus manos, la manera que tenía de explorarme, de palparme los pechos, de...

 

¡Uf! Recuerdo la primera vez que me corrí mientras él introducía dos dedos envueltos en látex en mi vagina. Estaba de cinco meses, con un subidón hormonal de la hostia y no había día en que no lo exigiera a mi marido que me follara. Sin embargo, al sentir que estaba orgasmando, me avergonzé tanto que me eché a llorar. Mi ginecólogo me regañó, diciéndome que era lo más natural del mundo, que yo era una mujer tremendamente activa y que mi vagina era sencillamente perfecta. Todo esto sin sacarme los dedos del coño, más bien al contrario. Me obsequió con el primer “fisting” de mi vida.

 

El sexólogo en cuestión -al que llamaré simplemente doctor, por ponerle un nombre- resultó ser un señor de mediana edad, de origen asiático, indio por ser más precisos, alto y delgado como un santón, que hablaba un francés muy correcto y con un delicioso acento lleno de sensualidad. Pero antes de sentarme ante él, una jovencísima secretaría, alta, esbelta, vestida con una falda negra corta que dejaba ver unas asombrosas piernas y una blusa blanca escotada que dejaba traslucir su poco pecho y sus pezones oscuros -debería haberse puesto una blusa negra, al menos, pensé para mis adentros; de tez aceitunada, ojos como almendras y una larga cabellera negra azabache, me hizo instalar en una salita y rellenar un cuestionario larguísimo -de estos de respuesta múltiple- que me pareció como un casting para una película porno, pero por escrito.

 

Una vez lo hube rellenado -sólo de hacerlo ya me sentía caliente como una olla exprés-, me hicieron esperar unos minutos que se me hicieron larguísimos. Finalmente, la secretaria me hizo entrar en su consulta. Y allí estaba él, de pie, apoyado sobre el escritorio. Me pareció, de entrada, un hombre atractivo, de mirada extraña, pero seductora. Llevaba en la mano el cuestionario que acababa de completar. Me miró sonriente y me pidió que me sentara en uno de los dos sillones que había en la sala. Mientras esperaba que iniciara la conversación, me fijé en la decoración de aquella consulta. Las paredes de un blanco inmaculado estaban repletas de litografías eróticas, la mayoría orientales, me pareció. El se percató de cómo las observaba:

 

  • ¿Le gustan? Me preguntó con suma naturalidad. - Acérquese y mírelas. Desde tiempos inmemoriales, los artistas más exquisitos han plasmado la belleza del sexo en toda su magnitud...

  • Es... Es impresionante. Balbuceé ante una litografia en la que una joven nipona se abría la vulva y orinaba sobre la cara de un hombre, aparentemente mayor, tendido en el suelo, desnudo y sosteniendo con su mano su falo erguido.

  • Los hombres de hoy en dia, los occidentales principalmente, se creen que lo han inventado todo...

  • Pero hasta las prácticas más aparentemente aberrantes existen desde la noche de los tiempos.

  • Doctor...

  • Sí, disculpe. Estamos aquí para hablar de usted y de su circunstancia. Siéntese, por favor. Así lo hice. El también se sentó en el otro sillón. - He estado mirando atentamente el cuestionario y como no dudó en absoluto de su sinceridad al rellenarlo, he de empezar agradeciéndole su franqueza. Pocas mujeres de las que vienen a mi consulta osan confesar prácticas que, en la mayoría de los casos y tras hablar con ellas, han llevado a cabo o que desearían llevar a cabo. Sobretodo si vienen con sus parejas...

  • No le acabo de seguir... ¿Qué quiere decirme?

  • Verá. Usted ha venido a mi consulta porque tiene una relación con su hijo. No es la primera ni será la última. También veo que ha practicado una gran variedad de lo que se denominan parafilias.

  • ¿Qué tienen que ver con la relación con mi hijo?

  • Nada y todo, señora.

  • Explíquese, por favor.

  • ¿Ha oído hablar de la ninfomanía?

  • Sí, por supuesto... Me está diciendo que soy una ninfómana.

  • No. Una ninfómana necesita ir cada vez más lejos en esas prácticas de las que hablaba para conseguir el placer. Y cuánto más lejos va, más difícil se le hace conseguirlo. Usted ha dicho que obtiene placer, véase mucho placer, en todas estas prácticas.

  • ¿Entonces? - No pude evitar sentir una punzada de excitación ante el giro que tomaba la conversación.

  • Mire, Claudia. Usted es lo que actualmente llamamos una persona hypersexual. Sólo tiene que asumirlo.

  • Sigo sin verle la relación con mi hijo...

  • Si lo he entendido bien, cada vez que siente que su hijo se aleja de usted, quiero decir físicamente, sexualmente, siente la necesidad de bajar al sótano de sus pulsiones más primarias...

  • Cierto – afirmé llena de vergüenza.

 

En ese momento entró la secretaria. Se acercó al doctor y le dijo algo al oído. Este sonrío y le dijo algo en un idioma desconocido para mí. Observé que él le acariciaba disimuladamente la parte baja de la espalda, o sea, el culo. La joven me miró con cierta ironía y salió de la sala meneando las caderas. Enseguida remarqué el parecido físico. Mi cara de sorpresa no pasó desapercibida al doctor:

 

  • Sí, es mi hija...

  • ¡Vaya! ¿Y...?

  • ¡Ja, ja, ja! - cogió el retrato que había enmarcado sobre la mesa y me lo mostró: se podía ver a la chica rodeada por su padre y la que debía ser su madre.

  • ¿He dicho algo gracioso?

  • No, en absoluto. Si quiere saber si ella y yo tenemos relaciones sexuales, la respuesta es sí.

  • ¿Es su esposa? - pregunté alargando mi mano y tocando la cara de la mujer con la punta de mi uña.

  • Era...

  • Lo siento. En cualquier caso, era muy guapa. Las dos son muy guapas. Perdone que se lo pregunte de manera tan directa pero, ¿su hija es mayor de edad?

  • Sé que no lo parece, pero tiene veintiún años. Pero, sigamos con la conversación...

  • Dígame, doctor... Descrucé y volví a cruzar mis piernas a lo Sharon Stone en Instinto básico, sólo que mi falda era algo más larga y llevaba bragas.

  • ¿Usted siente algún tipo de remordimiento por lo que hace con su hijo? - Me preguntó mirándome esta vez un metro más abajo de mi cara.

  • Quizás los primeros días... Pero, no, hoy en día, no...Ninguno.

  • ¿Desea usted que le recete un inhibidor del deseo sexual?

  • ¡Por Dios, nooo!

  • ¿Lo ve? Mire, Claudia...Usted es una mujer muy atractiva que sabe lo que quiere y que asume su sexualidad...

  • Gracias - podía notar como los fluidos vaginales empezaban a empapar mis bragas. ¿Qué me aconseja, entonces?

  • Siga con su relación. Llévela hasta los extremos que más le apetezca. Haga con su hijo todo aquello que necesita hacer cuando él no está. Disfrute de esa simbiosis de amor y deseo que existe entre ustedes...

  • ¿Cómo usted con su hija? - me salió del alma.

  • Si le hago una pregunta muy directa y personal, ¿me promete que no se ofenderá y que me dirá la verdad?

  • Dudo que pueda ofenderme... E intentaré contestarle con franqueza.

  • De acuerdo... ¿Está usted excitada, en este momento?

 

Tardé unos segundos en contestar. ¿La verdad? ¿Debía decirle la verdad? Conocía tan bien los síntomas de mi excitación: un cierto rubor y calor en la cara, un aumento de la transpiración, un endurecimiento repentino de los pezones, el corazón acelerando sus pulsaciones y mi coñito abriéndose rezumante, húmedo y cálido... Y todos estos síntomas se estaban dando en aquel instante.

 

  • Mucho... Francamente, mucho.

 

Se levantó y se dirigió a la puerta. Llamó a su hija por su nombre, Indira, y le pidió que viniera. Me esperaba cualquier cosa menos esa. Sin embargo, lejos de disminuir, mi excitación se acrecentó. El doctor se posicionó detrás de mí y, mientras esperábamos a la chica, me dijo, poniendo sus manos sobre mis pechos, amasándolos cual panadero la masa para hacer pan:

 

  • ¿Sabe qué me ha preguntado antes, mi hija?

  • ¡Hummm! - acerté a gemir, simplemente.

  • ¿Te la vas a follar, papá?

 

 

Fin del capítulo 7 Parte I