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Mi hijo, mi amor, mi perdición

en Amor filial

Mi hijo, mi amor, mi perdición.

Capítulo 4

 

Una vez la enfermera se hubo marchado, me puse a preparar un desayuno pantagruélico: vitaminas, proteínas, glúcidos y lípidos. La señora Diaz lo había dejado muy claro: era muy importante que David comiera muy bien estos dias para poder regenerar su piel y fortalecer su organismo. Para fortalecer su... ¿Más todavía?

 

Mientras lo iba preparando, mi hijo me demostraba como podía cuál era su centro de interés. Me daba besitos en la nuca, buscaba mi boca para besarme, hundía la cabeza en mi escote, se frotaba la entrepierna contra mis nalgas. Creo que mi estado podría describirse como de pura felicidad. Me sentía como cuando te regalan un cachorro de Labrador y éste te olisquea, gira a tu alrededor, te lame los pies y las manos, buscando como atraer tu atención...

 

  • ¡Mmm! ¿Mi potrillo tiene hambre de mamá?

  • Hambre, no...¡Hambruna! Exclamó mordiéndome el cuello.

  • ¡Auuu! ¡Bruto!

 

En apenas 48 horas, mi vida había dado un vuelco. Un tsunami de maravillosas sensaciones había invadido mi ser. Incluso aquello que poco antes me había parecido que iba a ser fastidioso, ocuparme de él para todo, se había convertido en una fuente de placer exquisita. Darle de comer, lavarle la cara, los dientes, peinarlo y un largo etcétera de acciones que sólo pueden hacerse con las manos, las realizaba con un amor infinito y él me lo recompensaba con creces, con su manera de mirarme, con la dulzura de sus besos, con el deseo hacia mí que afloraba en cada poro de su piel.

 

Después de desayunar le expliqué brevemente cuál era mi plan para el día. Pareció frustrado pues se esperaba que tras el desayuno íbamos a volver a la cama. Yo lo deseaba tanto o más que él. Pero también quería que las cosas fluyeran lentamente.

 

  • Mira, vamos a ir de compras, al centro comercial. Aprovecharemos para comprarte ropa y para cortarte el pelo.

  • No quiero salir, mamá... Quiero estar aquí, contigo.

  • David... No seas impaciente. Tienes que salir, que te dé el aire.

  • ¿Y no puedes hacer que se me baje la impaciencia? Me preguntó haciéndome evidente dónde se situaba su impaciencia.

  • No, no, no... Mi nene se tendrá que esperar.

  • Porfi, porfi... Con tu mano, con tu boca, con tus pies... Con lo que quieras. Una paja, porfi.

  • ¿Tú crees que son maneras de hablarle a tu madre, marrano?

  • Mmm...

  • No. Lo bueno se hace esperar.

 

Me encantaba verlo así de salido. Era como un coche de carreras calentando motores en la línea de salida. Pero me mantuve firme y salimos a la calle para hacer todo lo planeado y una visita al instituto para ver cómo podía ayudarlo para que no se perdiera los cursos de los primeros días. Lo primero es lo primero.

 

En el centro comercial, lo dejé en la sección de música y libros y me dirigí con el carro a hacer la compra. En un momento dado, una mano posada en mi cadera, me sorprendió:

 

  • Hola, Claudia. Qué agradable sorpresa. Era el entrenador del equipo de rugby de mi hijo, con el que había tenido una aventura unos meses atrás. Fui yo quién le había dado largas. Estaba casado y su plan de convertirme en su amante no me había gustado.

  • Ay, hola, Serge. ¿Qué haces por aquí? Pregunta idiota cuando te encuentras con alguien que lleva como tú un carro de la compra. Sin embargo, él parecía que ni me había escuchado y ahora ya eran las dos manos las que me sujetaban por la cintura, bajando indecentes hacia mi culo.

  • ¡Estás guapísima! Exclamó. Me atrajo hacia él y me besó en la boca.

  • ¿Qué haces? ¿Estás loco o qué?

 

Serge no era malo en la cama, la verdad. Un poco animal, eso sí. De aquellos de “aquí te pillo, aquí te mato”. Y como me doblaba en peso y volumen, me hacía el amor como a una muñeca hinchable. Pero en ese momento lo más importante era sacármelo de encima.

 

  • Estoy con David.

  • ¿Y eso? Preguntó soltando a su presa.

  • Te iba a llamar hoy mismo para contártelo... Pero, mira, ahí viene...

  • Hola, señor Picard. ¡Qué sorpresa!

 

El entrenador, tras oir el parte de accidente, se alejó con el rabo entre las piernas, como suele decirse. David, que de tonto no tenía un pelo, me dijo:

 

  • He visto como te tocaba... ¿Te has acostado con él?

  • Oye, guapo... ¿Y a ti qué te importa?. Tu bien que te has cepillado a su hija, ¿no?

  • ¡Ja, ja, ja! Seguro que él llegó mucho más lejos contigo que yo con su hija...

  • Puede...

  • Cuéntame, mamá. Alimenta mi impaciencia.

  • Ni hablar. Venga, que aun nos queda mucho por hacer.

 

Después de hacer todas las gestiones previstas regresamos a casa. Me puse cómoda, más que cómoda, con una simple camiseta, sin sujetador pero con bragas, que conste. Y descalza. Siempre me ha encantado ir descalza por casa. Le pedí que viera un poco la tele o escuchara música mientras yo me ocupaba de todo pero fue como hablar a una pared. El sólo quería mirarme. Me pidió que lo dejara en calzoncillos, un boxer que le quedaba como una segunda piel, marcando paquete que no veas. Guardé la compra, puse una lavadora, preparé la comida y terminamos por sentarnos a la mesa. Después de comer, un enorme entrecot de buey para él y una ensalada completa para mí, llegó el postre. David no bebía alcohol, o muy poco. Yo le daba al vinito, me encantaba el estado de semi-embriagadez que me procuraba. Me desinhibia aun más.

 

  • ¿Te apetecen unas fresas con nata?

  • Mmmmm... ¡Sííí!

 

Preparé un bol con fresas lavadas, agité el tubo espray de chantilly y lo apliqué sobre el bol. Salió propulsado un chorro de nata que desbordó por todas partes. Y ahí empezó mi numerito de zorrita caliente. Recogí un poco de nata con la punta del dedo y se lo acerqué a la boca para que lo chupara. A continuación, mojé una fresa con crema, me la puse entre los labios, mordiendola apenas y le dejé claro que quería que se la comiera conmigo. Pronto nuestras lenguas se encontraron de nuevo, nuestras salivas se mezclaron con el jugo de la fruta y la dulzor de la nata. Excitante, terriblemente excitante.

 

El ventilador funcionaba a toda pastilla, pero el bochorno nos hacía transpirar de manera inevitable. Me sobraba toda la poca roba que llevaba. Me saqué la camiseta y las bragas. Le di varias fresas untadas de nata, poniéndoselas en la boca para que pudiera chuparme los dedos al mismo tiempo. Me apliqué un chorrito de crema blanco sobre los pezones. Se los acerqué a la boca. No hacían falta palabras. El iba comiendo fresas, chupándome los pezones y un hilillo de baba rosada se iba perdiendo hacia abajo, deslizándose sobre la tersa piel de mis senos.

 

  • Muérdemelos, David... ¡Cómete las fresitas de tu mamá!

  • ¡Así! ¡Mmm! ¡Ayyy! ¡Mmm! ¡Oh, Dios, sííí!

 

Me conocía tan bien a mi misma, veía tan claramente hasta que punto me estaba poniendo cerda que no dudé ni un instante en hacer lo que hice. Aparté como pude los platos de la mesa, me senté sobre ella, me recliné un poco hacia atrás, apoyando un pie sobre mi silla y, cogiendo una fresa me la metí en la entrada de mi vagina:

 

  • Tienes que acabartelas todas, cielo.

 

David intentó morderla pero la fresa se hundió en mi vulva. Me metí una segunda. Mi hijo ya no intentó morderla sino que la empujó hacia adentro con la punta de la lengua. Me metí una tercera y una cuarta. Le dejé que me comiera el coño hasta que estuve a punto de explotar. Y entonces, como poseída pour un deseo carnal imparable, me olvidé de todo lo que había previsto, me levanté, le bajé el boxer, me puse sobre él con las piernas en compás, le agarré la polla por la base, la posicioné en la entrada de mi raja y me empalé sobre ella. Una estocada mortal.

 

  • ¡Fffffffff! ¡Qué gusto por dioooos!

 

Flop, flop, flop...Su polla, como una mano de mortero, convirtió las fresas en mermelada ardiente que desbordaba de mi coño a cada bajada y subida de mi pelvis. Cinco, diez... hasta quince veces me clavé en él, agarrándolo por la nuca, aplástando su cara contra mis tetas. Cuando noté que el orgasmo era inminente, me dejé caer sobre su pene e inicié un frenético movimiento de frotación para estimular al máximo mi clítoris. Y aullé. Aullé como una loba en celo. Y más cuando sentí como el volcán de su glande se abría en voluptuosos espasmos virtiendo en mis entrañas su abrasadora lava blanca.

 

  • ¡Oh, mamá! ¡Cómo te quiero! ¡Te quieeeerooo!

 

Lo callé dándole un morreo salvaje. Le mordía los labios, le succionaba la lengua, sin parar de frotarme contra su pubis, aprovechando los últimos ardores de su polla erecta.

 

  • ¡Ya, ya, yaaaaaaaa! ¡Vida míaaaaaaaaaaa!

 

Es una suerte que la madre naturaleza me haya ofrecido ser multiorgásmica. Pero en aquella ocasión el segundo había sido de tal intensidad que me dejó totalmente sin fuerzas. Como no quería que David saliera de mí, me quedé sobre él, con su verga aprisionada en mi vagina, abrazada a su espalda, empapándolo con el sudor que transpiraba mi pecho.

 

  • ¿Mamá?

  • Dime, amor mío...

  • Eres increíble. Increíble.

  • Mmmmmmmm...

 

Poco a poco fue sintiendo como su pene se iba volviendo flácido. Los fluídos vaginales, su semen y el jugo de fresa iban fluyendo en un goteo incesante entre los labios de mi coño. Hice un esfuerzo inhumano para levantarme. Fue como si se hubieran abierto las compuertas de una presa. Una cantidad ingente de liquido rosáceo se depositó sobre los muslos de mi hijo.

 

  • ¡Qué pasada, mamá!

  • Eso digo yo... ¡Qué pasada, cariño!

 

Aquella tarde, la ducha fue breve y claramente “profesional”. Nos sentíamos los dos colmados, felices y... cansados. Tras asearnos y, por mi parte, limpiar como pude el desastre de jugos que habían manchado la silla y pasado el mocho por el suelo, nos instalamos en el sofá para ver una película. Creo que fue Terminator, la 2 o la 3... No importa, yo no recuerdo nada porque me dormí en su regazo.

 

A eso de las diez de la noche, después de cenar y recogerlo todo, David me pidió una cosa:

 

  • Mamá... ¿Podríamos ver fotos de cuando yo era un bebé? ¿O de antes?

  • ¿De antes de tenerte, de cuando yo tenía tu edad...?

  • No exactamente...

 

Vi que me miraba de una manera particular, como si lo que me pedía fuera que le mostrara algo muy concreto.

 

  • ¿Te puedo contar un secreto?

  • A estas alturas, hijo, por supuesto que sí.

 

Fue entonces cuando me dijo que a los trece años, hurgó en el armario empotrado de mi habitación y encontró unas cajas que contenian muchas de las fotografías que su padre me hizo durante mi embarazo y los tres primeros meses de lactancia, muchas de las que yo separé de los álbumes “oficiales” de las estanterias del salón, por lo que tenían de éroticas, por lo que tenían de pornográficas.

 

  • ¡No me digas eso, David! No deberías haber husmeado en mis asuntos... ¡Jesús, esas fotos...!

  • No puedes ni imaginarte la de pajas que me he hecho mirándolas.

  • ¡Guarro! Y le dí un bofetón, más simbólico que otra cosa.

  • ¿Las miramos juntos, mamá?

 

 

Fin del cuarto capítulo.