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Mi hijo, mi amor, mi perdición. Capítulo 2

en Amor filial

Mi hijo, mi amor, mi perdición.

Capítulo 2

 

Tras el incidente del baño, estuvimos unas dos horas sin decirnos una sola palabra. Lo vestí, le preparé y di la cena, le lavé los dientes, le ayudé a ir al aseo, lo desvestí -desnudo podría ir al baño sin necesidad de llamarme- y una vez en la cama, me senté a su lado, lo cubrí con la sabana hasta la altura de su pecho y hablamos un buen rato. Bueno, principalmente hablé yo. Le hice saber hasta que punto aquella situación me perturbaba y que debía considerarla como un hecho aislado, algo que no debía volver a repetirse y que, por encima de todo, debía quedar entre nosotros dos.

 

  • ¿Te arrepientes, mamá?

  • No, no me arrepiento. Pero no quiero que se repita.

 

Llevaba puesta una “nuisette”, un camisón de tirantes, azul marino, cortito. Sin ser provocador dejaba ver mis muslos y en ellos estaba fijada su atención.

 

  • No me estás escuchando, David. Deja de mirarme las piernas...

  • Si no te miro las piernas, mamá. Miro tus manos. Tienes unas manos preciosas.

 

Fue decirme eso y enseguida pude observar como la sábana se erguía como una tienda de campaña a la altura de su entrepierna.

 

  • ¡Será posible! Te estoy hablando seriamente y tú te estás empalmando otra vez.

 

No estaba enfadada. Creo que el tono de mi reproche así lo demostraba porque David puso esa cara de angelito bobalicón que me encantaba y me hizo reir de buena gana.

 

  • ¡Anda! -exclamé agarrándole con cierta brusquedad el pene turgente- ¡Vaya potrillo que estás hecho! Pero ahora... ¡A dormir!

 

Me levanté y ya desde el umbral de la puerta le dije, al tiempo que apagaba la luz:

 

  • Mañana mismo llamo a Marina, a Alba o a cómo se llame una de tus novias para que venga a ocuparse de ti.

 

Aquella noche, por primera vez en mi vida, me masturbé pensando en David. No penséis que imaginé nada en concreto, ninguna de las cosas que acabaría haciendo con él. Sólo fantaseé sobre su cuerpo, sobre su boca, su mirada, su sexo... Me corrí muy rápido y dormí como un bebé.

 

Tuve que despertarlo yo, la enfermera estaba a punto de llegar y David seguía durmiendo a pierna suelta. Ya se sabe cómo duermen los adolescentes. Horas y horas.

 

  • ¡Vamos, dormilón! ¡En pie! La señora Diaz está a punto de llegar para la cura.

 

Lo zarandeé un poco. Le retiré la sábana que lo cubría y ahí estaba mi potrillo, con una erección equina de campeonato.

 

  • ¡Ostras, cielo! ¿Qué pasa? ¿Que éste no descansa nunca, o qué?

  • Mmmmm -David siempre tuvo un mal despertar.

  • Vamos... Ya tienes el desayuno preparado.

  • Voy...Mmm...

  • Por cierto, ¿ya has pensado a quién quieres que llame?

 

No había acertado ni un nombre. Accedió medio enfadado a que llamara a Andrea. Me dio su número, cogí el teléfono (para aquellos jovencitos que me lean, sí, que sepáis que hubo un tiempo en que no había móviles y la gente se comunicaba igual o mejor) y llamé a Andrea. Se puso su madre, le dije quién era y si podía pasarme a su hija. La chica se puso y le conté rápidamente lo del accidente. Acto seguido pasé el auricular a David, bueno se lo pegué al oído y no tardó ni diez segundos en que la chica le dijera que iba a pasarse por la tarde.

 

Ahora me viene a la memoria también que mientras esperábamos que llegara la chica yo aproveché para repasarme de rojo las uñas de los pies y de las manos. No tenía necesidad de ello, pero el comentario que me había hecho por la noche sobre mis manos, me había agradado como a una niña a la que dicen que le queda bien el lacito en el pelo:

 

  • Un día... ¿me dejarás que te las pinte yo, mamá?

  • ¡Ja, ja, ja! Las de las manos, prefiero hacerlo yo... pero la de los pies, no te digo que no... ¿También te gustan mis pies, potrillo?

 

¿Qué me pasaba? ¿Qué pregunta era esa? Prenguntarle si le gustaban mis pies y utilizar ese “potrillo” lleno de connotaciones sexuales... Me invadía la sensación de estar perdiendo el control y me veía a mi misma como Milú, el perro de Tintín, ante un dilema, con el milú angelito aconsejándole una cosa y el milú diablillo, otra bien distinta.

 

  • Tus pies, tus manos, tus piernas, tu pelo, tu olor...

  • ¡Chhh! ¡Para el carro, cielo!

  • Tú me has preguntado...

A eso de las tres, llegó Andrea. Una pelirroja guapísima y que iba vestida como para levantársela a un muerto, pero a lo que no había visto en mi vida. ¿De dónde las saca? Pensé para mis adentros. Pero me alegré un montón, os lo digo sinceramente. Y más cuando vi el morreo que se dieron antes de eclipsarse en su habitación. Todavía estaba yo en la fase de negación de la evidencia. Yo no deseaba a mi hijo, me decía, y Andrea está aquí para corroborarlo.

 

  • Bueno, chicos, yo os dejo un par de horitas, ¿vale? Aprovecharé para pasar por la agencia.

  • No se preocupe, señora... Lo cuidaré con cariño. Además de guapa era picarona, la niña.

  • Ya, ya... Y tú, David...

  • ¿Qué, mamá? Me preguntó con ese tono de exasperación de los adolescentes.

  • Nada. Ve con cuidado con las manos. Y les guiñé un ojo.

 

Volví al cabo de tres horas. Me los encontré mirando la tele, ella casi igual de vestida como cuando llegó, quizás más escotada, la blusa más arrugada, y David sin la camiseta, marcando pectorales. Andrea, con un bol de palomitas en el regazo, le iba dando de comer, de vez en cuando. Como dos adolescentes que jamás hubieran roto un plato.

 

  • ¿Qué tal ha ido todo?

  • Muy bien, señora. Se ha portado muy bien.

  • ¡Qué bien! -mi exclamación pretendía ser sincera pero entre sus repetidos “señora” y esa sonrisilla burlona, me pareció a mi misma más falsa que un duro sevillano. - Te vas a quedar a cenar con nosotros, ¿verdad? Preparo una ensalada y una pizzas...

  • Oh, no, gracias. Tengo que volver a casa. Pero es muy amable de su parte...señora.

 

Cuando se hubo marchado, me senté al lado de David y le pregunté:

 

  • No le habrás dicho nada, espero...

  • ¿Por qué lo preguntas?

  • No sé, cielo... Tiene una manera de hablarme, como si se burlara de mí o algo así.

  • Pues a mí no me lo parece, mamá. Es una chica muy amable.

  • Sí... Y muy guapa. ¿Sales con ella?

  • No... Tiene novio.

  • ¿Qué? ¿Que tiene novio?

  • Sí, ¿qué pasa? ¿O es que tu no te acuestas con hombres casados?

  • Vaya...

 

Me levanté algo fastidiada y me fui para mi cuarto, a cambiarme. Estaba un poco borde conmigo, David. Contrariado, supongo. No sé. Yo tampoco estaba en mi estado normal. Por un lado, era conciente que lo provocaba y cuando el chico se envalentonaba, yo le daba largas. No me estaba comportando como una persona adulta...

 

Al pasar por delante de la habitación de David, al ver la puerta entreabierta, me colé dentro, no sé muy bien porqué. Olia a sexo. Claramente. Abrí la ventana y subí la persiana para que se ventilase. Las sabanas totalmente revueltas, eran testigos arrugados y mudos de la batalla de cuerpos desarrollada en aquella cama minutos antes. En el suelo, al lado de la mesita de noche, dos preservativos, usados, sin atar, derramaban sobre la cerámica su blancuzco contenido. Podrían haberlos tirado a la basura, al menos, pensé. Me arrodillé para cogerlos. Si hubiera sido la señora de la limpieza de un hotel me hubiera cagado en todos los santos y los hubiera recogido con guantes y con papel higiénico. Yo los cogí y los deposité sobre la palma de mis manos. Sinceramente, me impresionó ver la cantidad de semen que mi hijo era capaz de eyacular. Y una imagen, un flash potentísimo, me electrizó, me hizo temblar de sucia excitación: mi mano asiéndole la polla, sacudiéndosela hasta hacerle eyacular, su leche saliendo propulsada en múltiples y potentes chorros, mojándome... En ese momento hice el gesto que nunca debía haber hecho. Acerqué mis manos a mis labios y con la punta de mi lengua saborée el acidulado sabor de su semen.

 

  • ¡Mamááá! ¿Qué coño estás haciendo?

 

A mi hijo se le salían los ojos de sus órbitas. Estaba alucinando. Su madre relamiendo su esperma como un gatito lamiendo un platillo de leche. Me asusté y dejé caer los preservativos al suelo, las palmas de las manos pringadas de semen. Me arrodillé para recogerlos. Estaba sin habla. Ofuscada, como la vez que mis padres me sorprendieron haciéndole una felación al hijo de los vecinos. Los recogí y me los llevé a la cocina para echarlos a la basura. David me seguía como un perrito.

 

  • Mamá... ¿Qué pasa? ¡Tenemos que hablar!

  • No me chilles, David... Ahora, no...

 

Me lavé las manos en el fregadero y me fui para la habitación. El corazón me latía a mil por hora. Me temblaban las piernas y hasta me daba vueltas la cabeza. En mi boca se había quedado impregnado el sabor de su semen y mi lado más primario, más primitivo, más básico me estaba invadiendo el envoltorio carnal de mi ser.

 

Entré en mi habitación. Me despojé de los zapatos de tacón, del vestido, de las bragas y del sujetador y lo eché todo sobre una silla, de cualquier manera. Agarré el camisón y cuando me lo iba a poner, David abrió la puerta:

 

  • ¡Sal de aquí! Le grité, tapando mi desnudez como pude.

  • Perdona, mamá... No quiero que te enfades conmigo... Yo...

Aquello era un sinsentido. Un tira y afloja de sensaciones opuestas, contrastadas.

 

  • Si pudiera, ahora mismo te mandaba con tu padre... Pero no puedo.

  • No digas eso, por favor, mamá. Soy muy feliz contigo.

 

Dios del universo. Me estaba hablando como si fuera un amante del que pretendía deshacerme. No apartaba la vista de mi cuerpo, de lo que veía de él, de mi cuello, mis hombros, los brazos, las piernas, el nacimiento de mis senos.

 

  • Lo que me hiciste ayer, mamá...

  • ...llevo años haciéndolo yo solo, pensando en ti. Sé que no está bien...

  • No, no está bien...

 

La madre que lo parió. Me estaba confesando que llevaba tiempo haciéndose pajas pensando en su madre. La de guarradas que se habría imaginado. Inocente de mí.

 

  • Lo siento mucho, mamá. Y va y se arrodilla, enlazándome con sus manos vendadas, poniendo su cabeza pegada a mi vientre.

  • ¿Qué haces, tonto? Suéltame... Casi podía sentir su aliento sobre mi pubis a través de la fina tela del camisón.

  • ¿Me perdonas? Separándose un poco, alzando la cabeza, mirándome suplicante.

 

Entonces, al querer acariciarle el pelo, solté el camisón y me quedé ante él totalmente desnuda, como mi madre me había traído a este mundo. David, al sentir mis dedos meciéndole los cabellos, dirigió su cara hacia mi pubis y hundió su nariz en mi frondosa pelambrera:

 

  • ¡Hummm! ¡Qué bien hueles, mamá!

  • ¡Dios! ¡Nooo! Qué... ¿Qué haces? Oh...Nooo...

 

Mis dedos se hundieron en su cuero cabelludo, agarrándolo, intentando apartar su boca de mi sexo. Sus antebrazos, alrededor de mis nalgas, me sujetaban con fuerza, impidiendo que su lengua perdiera el contacto. No tardé en sentir como la punta de su lengua encontraba el camino de mi botoncito mágico. Fue como si me hubieran dado una descarga de 12000 voltios.

 

  • ¡Nooooooooo! David, por favor... ¡Nooo...ooohhh!

 

La caja de Pandora. Abierta y bien abierta. Claudia, una casi cuarentona, que le había hecho una paja a su propio hijo, se estaba, ahora, dejando comer el coño por el amor de su vida, por la carne de su propia carne. Me estaba convirtiendo en una madre incestuosa.

 

  • Espera... Cielo... No... Así, no.

  • ¿No te gusta, mamá?

  • No es eso... Estoy sucia.

 

No me había duchado desde el día antes y mi coño debía estar asqueroso. ¿Cómo podía decir que olía bien si hasta mis narices llegaban los eflujos de mi vagina?

 

  • Voy a lavarme un poquito...¿Vale? Le dije consiguiendo separarme de él.

  • A mí no me importa, de verdad, mamá... He soñado mil veces con este momento.

  • Calla, por favor... Me haces sentir muy mal...

 

David se incorporó y me abrazó. Y allí fue la segunda descarga de alto voltaje. Mi piel contra su piel. Mis pechos contra su torso. Mis muslos pegados a los suyos. Levanté la cara y lo miré con infinita dulzura. Me puse de puntillas para que mi boca pudiera encontrar la suya. Todas las barreras que había alzado en las últimas horas, para protegerme, para protegerlo, acaban de caer como castillo de naipes ante un soplido. Quería besarlo. Quería que me besara. Como un hombre y una mujer se besan.

 

Nuestras lenguas no tardaron en entrar en lúbrico contacto. La suya sabía a mí, la mía todavía conservaba el gusto de su semen. Dos serpientes luchando en un combate sin tregua. Retorciéndose lascivamente. Urgando todos los rincones de nuestras bocas. Perdí la noción del tiempo. Perdí la noción de todo. Hacía años que no gozaba tanto de un simple beso. Me faltaba el aire. Podía sentir como se endurecían mis pezones. Como me chorreaba el coño...

 

Un instante después, excitada como una yegua en celo, me separé de él, me senté en el borde de la cama, me dejé caer hacia atrás, apoyándome en los codos y abriendo mis piernas lo invité a que se arrodillara de nuevo:

 

  • Ven, potrillo... Ya nos ducharemos después.

 

 

Fin del segundo capítulo.