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Mi hijo, mi amor, mi perdición. Capítulo 3

en Amor filial

Mi hijo, mi amor, mi perdición.

Capítulo 3

 

“¡Ding-dong! … … ¡Ding-dong!”

 

El timbre de la puerta de casa sonaba y sonaba. Una y otra vez.

 

  • ¡Mierdaaa! David... ¡Despierta!

  • Hummm... Mamá... Estás aquí...

  • Sí, cariño... ¡Y la señora Diaz también! Son más de las diez. ¡Venga! ¡Arriba!

 

Me va a costar hacer una cronología de lo que pasó entre el momento en que le ofrecí mi chochito como entrante hasta el momento en qué tuve que levantarme deprisa y corriendo para abrir a la enfermera antes de que ésta alertase a los vecinos. Pero vamos a intentarlo:

 

La lengua de David se confirmó ser mucho más hábil y eficaz que la de muchos hombres con los que había estado. Cuando le abrí mi coño, con los dedos ejerciendo una presión hacia arriba, poniendo mi clítoris al descubierto, no tardó nada en comprender que era allí dónde quería que se concentrasen sus caricías linguales. Empecé a gemir y a arquearme como si estuviera en trance. Con mis movimientos, su lengua circulaba como un diapason, de arriba a abajo, de abajo arriba, de un lado al otro, lamiendo todo a su paso, desde mi clítoris a mi ano. Mis muslos comenzaron a temblar, preámbulo del orgasmo. Me pellizqué los pezones, me los retorcí, herencia de mi última pareja, muy aficionada a estas torturas. Y chillé, y grité...

 

  • ¡Siiiiiiiiiiiiiii! ¡Mi amor, mi amoooooooooor! ¡No paaaaareeesssss!

 

Me convulsionaba como si tuviera una crisis de epilepsia. Sentía como mis fluidos salían de mis entrañas como agua caliente de una fuente termal. David, a pesar de tener algunas experiencias, parecía estar sorprendido e incluso acongojado de ver a su madre de esa manera.

 

  • ¡Joder, mamá! ¿Estás bien?

  • ¿Que si estoy bien, hijo?

 

David se había separado un poco y me observaba con un cierto aire de perplejidad. Su madre espatarrada ante él, con el coño peludo rezumante de jugos, acariciándose los pechos lascívamente... Si alguna mujer me lee sabrá de qué hablo. El orgasmo femenino es tan enigmático, complicado y diferente que es difícil describirlo con palabras. Cada mujer lo vive de manera diferente, personal e intransferible. Pero todas, y yo la primera, coincidimos en decir que perdemos conciencia de la realidad y que nuestro cuerpo es el amo y señor de nuestras pulsiones. Y mi cuerpo quería más...

 

Yo quería más... Con mis tres dedos, anular, mayor e índice, empecé a masturbarme violentamente, hasta que me arranqué el segundo orgasmo, gimiendo, jadeando, gritando hasta caer rendida, sudando como una cerdita a punto de ser degollada.

 

David se estiró a mi lado, me besó en los labios y me dijo:

 

  • Cómo me gustaría poder tocarte, mamá...

  • Y a mí, mi cielo, mi amor... Pronto, mi vida...

 

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  • Señora Díaz, ¿le preparó un café?

  • Tengo algo de prisa...

  • Es que David... Lo acabó de despertar... Nos hemos quedado dormidos los dos, lo siento.

 

La señora Diaz era una de esas matronas de enormes tetas a las que deben hacer las batas de enfermera a medida, de manos pequeñas y dedos rechonchos, pero con mil años de experiencia en estas lares. Me miró como si lo que acabara de decirle fuera algo completamente inapropiado como respuesta por parte de una madre responsable. Bueno, tenía razón, pero tampoco se lo iba a contar a ella.

 

  • Ya lo tengo listo. ¿Con un poco de leche?

  • Sí, con un poco de leche... Dese prisa, por favor.

 

La dejé con su cortado y volví a mi habitación. Al menos había conseguido que se levantase, que fuera al baño y volviera a la suya. Entré a buscarlo y allí lo tenía, esperándome, con la verga morcillona, hermosísima:

 

  • Mamá... Hoy no llames a nadie, ¿vale?

 

 

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  • Ven, vamos a lavarnos... Y después, prepararé una buena cena.

 

Aun llevaba el pantalón del chándal puesto. Se lo saqué. Mi niño volvía a estar listo para el próximo asalto. Pero yo quería que todo fuera lentamente. Teníamos todo el tiempo del mundo. Me lo llevé al cuarto de baño y puse a llenar la bañera.

 

  • Cuando este medio llena, llámame. He de ir al baño.

  • Quiero verte, mamá. Por favor...

  • No cielo, según que cosas prefiero hacerlas sola.

 

Cuando regrésé al cuarto de baño, David ya se había metido en la bañera.

 

  • Lo primero es lo primero, cariño. Las manos... O ¿ya te has olvidado que hay que taparlas?

 

Una vez efectuado este fastidioso protocolo, nos sentamos los dos en la bañera, uno frente al otro. Yo me sentía muy relajada. Serena. Es mi carácter. Una vez vencidos los temores y superadas las dudas, me sentía liberada, conciente de que aquella situación habría que saber gestionarla, pero liberada y colmada.

 

  • Así que llevas tiempo haciéndote “carlotas” pensando en tu mamá...

  • No las he contado... Pero son muchas, muchísimas...

  • ¿Y qué piensas mientras te masturbas?

  • ¡Uf! ¿De verdad quieres saberlo?

 

Lo dejé hablar mientras me iba lavando, de rodillas, entre sus piernas. Me lavaba y me acariciaba al mismo tiempo. Provocativa, lujuriosa, voluptuosa. Me iba contando cómo imaginaba que era estar dentro de mí, cómo era sentir mi boca acariciando su pene, cómo debía ser de bueno tomarme por detrás. Mientras tanto, yo me enjabonaba los pechos, las axilas, las piernas y los muslos, poniéndome de pie, con un pie sobre el borde la bañera, abriéndome con mis dedos la vagina ante él. O dándome la vuelta y dedicándole toda la atención jabonosa a mis nalgas, a mi ano, introduciéndome un dedito en él. Al final, ya no hablaba. Sólo me miraba.

 

  • ¿Qué miras, ojos mirones?

  • Ni en el mejor de mis sueños había imaginado lo que estoy viviendo...

  • Vaya... Me ha salido un hijo poeta... ¡jajaja! Anda, ven, ahora te toca a ti.

 

Lo lavé a conciencia. Lo enjuagué y me enjuagué. Los dos de pie. Nos volvimos a besar. Su verga entre mis piernas buscaba con ahinco penetrarme. Todavía no. Me arrodillé:

 

  • ¡Joder, mamá! ¡Me vas a matar! ¡Mmmmmmmm!

 

Tener la polla de mi hijo en la boca me catapultó al séptimo cielo. Sentirla palpitante sobre la lengua, contra mi paladar, dejarla avanzar lentamente, como si me penetrara, sin ningún obstáculo...Como a mí me gusta. Con mis manos sobre sus nalgas, mis uñas clavadas en ellas.

 

  • ¡Mamááá! ¡Me corrooooooo!

 

Sentí su semen manar impetuosamente en mi boca, espeso y caliente. No fue una eyaculación abundante y pude tragármela sin dificultad.

 

  • … David se apoyó en la pared de baldosas blancas, en silencio, respirando agitadamente, agotado, pero con una cara de felicidad que revelaba hasta que punto había gozado.

  • ¿Se te ha comido la lengua el gato? Le pregunté y acto seguido me puse a reir por la ocurrencia.

 

Terminamos de enjuagarnos, nos secamos y nos pusimos cómodos. Lo dejé en el salón, mirando la tele. Preparé una buena cena. Cenamos, nos reimos un montón porque le recordé lo que eran las comidas cuando era pequeño, como ahora, una para ti, una para mi. Después nos sentamos en el sofá. Hablamos un rato, del pasado, de su niñez... De sexo...David empezaba a bostezar. La verdad es que yo también me sentía agotada, física y emocionalmente. Nos lavamos los dientes y nos preparamos para ir a dormir.

 

  • ¿Puedo dormir contigo, mamá?

  • Sí, cielo...Puedes dormir conmigo...Esta noche y todas las que quieras.

 

Le desnudé, me desnudé y nos acostamos en mi cama. Le besé en los labios y le desée dulces sueños. Se puso de lado y yo me acurruqué contra su espalda, con una de mis manos sobre su sexo. Era mio.

 

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  • Aquí lo tiene, señora Diaz... Le ha costado un poco levantarse, hoy. Estos jóvenes de hoy en dia, no encuentran nunca el momento de ir a la cama.

  • Bueno, no pasa nada... Ven aquí, dormilón. Vamos a curar esas manos.

 

 

Fin del tercer capítulo.