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Incesto Sin Sangre

en Amor filial

Ya ni siquiera recuerdo en que momento mi vida se convirtió en este infierno. Jamás creí hallarme en una encrucijada igual, hasta que ella volvió. Ella, Ale. Mi tía. No es tan mayor que yo, sólo me gana por cuatro años. Siempre tuve una fijación por ella, según me lo explica mi mamá, nunca me separaba de ella cuando éramos  pequeños. Sin embargo, había quedado fuera de mis pensamientos. Hice mi vida normal y mis padres se tranquilizaron al ver que mi admiración por mi tía era simple cosa de la niñez; y yo también.

 Bueno, pero embarquémonos en el punto de inflexión de esta historia. Toda la familia estaba reunida en nuestra casa. Mis abuelos, mi tío Elliot, su esposa y mi primo, dos años menor que yo. Mi tía Anahí y mis padres. Todos hablaban, conversaban animadamente, mientras yo me devanaba los sesos pensando en ella. La última vez que la vi, tenía catorce años, ahora a punto de cumplir lo 18, sentía la misma quisquillosa sensación en el vientre que cuando era un capullo, y la veía llegar con helados para mi. Ni yo sabía bien lo que sentía por ella. No la deseaba, nunca pensé de esa forma en ella. Tampoco me imaginaba hablando de amor con ella, sólo, sólo nervios. Eso era todo.

 Mi padre era el más emocionado en verla. A ambos siempre los unió un lazo muy estrecho, quizá por la terrible niñez que tuvieron. A todo esto, todos mis tíos son adoptados. Según sé, mi abuela nunca desarrolló un útero acorde a su edad, lo que la impidió de ser madre, por eso adoptaron.

Sentado, a un lado del comedor de cristal junto a John, mi primo, conversábamos de chicas y en lo emocionado que está porque cree que perderá su virginidad.

 -¿Hasta que fase has llegado?- Le pregunté entre risas.

 -Mmm…- pensó- Hasta tercera base.

 - Tercera – le dije sopesando la palabra- ¿Y aún no la metes? ¿A qué esperas?

 - Bueno, ¿Qué quieres que haga? La tipa me tiene miedo, dice que le va a doler.

 -¿Tan grande la tienes?- Me burlé.

 -Un bate no es nada en comparación.- Me respondió socarronamente y comenzamos a reírnos fuertemente.

 Cuando ya íbamos a sentarnos en la terraza, se hizo un silencio poco habitual entre todos los presentes. Prestamos atención a unos ruidos en la sala de estar. Una risa gutural y catártica se cernía sobre el silencio. Mi estómago se hizo una bola en el acto. Era ella. Mi tía Anahí saltó como un resorte de su asiento, dando saltitos como una chica de quince en vez de veinticuatro.

 -¡Está aquí, está aquí!- Gritó. Todos nos pusimos de pie y la abuela se dirigió a la pared de vidrio para recibirla.

Era tal cual como la recordaba. Con una sonrisa tímida se asomó a la terraza y un rubor cubrió su rostro al ver que todos la esperábamos y la mirábamos ininterrumpidamente. Vestía una chaqueta de cuero, arremangada hasta los codos y sus jeans desgastados y desgarrados. Era ella.

Mi tía se lanzó a ella con demasiada teatralidad, devorándola en un abrazo de oso. Ale, no podía estar más incómoda, no sabía como responderle. Se limitó a darle unas palmaditas en la espalda y a sonreírle condescendientemente.

 -Estás más delgada.- La acusó mi padre en tono reprobatorio.

 Ella sólo se limitó a entornar los ojos, lo acercó a ella y lo besó con cariño en la mejilla.

 -¿John?- Exclamó sorprendida al ver a mi primo.- Wuau, que grande estás. ¿Qué edad tenías la última vez que te vi?

 -Doce.- Respondió, sonrosándose como una niñita. Ladeó la cabeza y sus ojos se quedaron pegados en mí. Noté dulzura en su mirada al verme.

 Me acerqué a ella con toda la parsimonia de la que fui capaz, tratando de no poner al descubierto los nervios absurdos que ella me despertaba.

 -Tú si que has crecido.- Afirmó.

 -Hola Ale.- ¡Maldita sea! Mi voz sonó ronca, demasiado ronca. Un poco incómodo le ofrecí un abrazo torpe. Me sentí ridículo y decepcionado. Todo resultó tan…lánguido.

 De ahí en adelante fue acaparada por toda la familia. La llenaron de preguntas. ¡Cuatro años afuera! No es menor. La abuela Lydia realmente estaba emocionada, pero Ale la paró en seco haciéndola sonreír y diciéndole “que no fuera ridícula”.

 En toda la tarde se puso al día con sus hermanos, bromeando, recordando anécdotas. Yo por mi parte seguí con mi primo, observándola a hurtadillas. ¿Qué hago? Mierda, mi cerebro aún piensa que soy un niño y cree que puedo reclamarla como mía, como antes. No, está mal, es mi tía.

 -Apaga ese cigarro por favor.- Le reclama el tío Elliot entre risas.

 -¿Cuándo se te quitará esa costumbre tan horrible Alexandra?- Espeta Anahí.

 Ella aspira el cigarro y deja escapar el humo con un bufido y una sonrisita en los labios.- No los veo hace cuatro años y lo único que hacen es criticarme. Fumo hace años.- Añade y vuelve a dar una bocanada a su cigarro.

 -¿Dónde te quedarás hoy?- Le pregunta mi padre.

 -Bueno, creo que en un hotel. Mi departamento lo vendí antes de irme.

 -Hija, sabes que puedes quedarte con nosotros.- Reprochó mi abuelo. Alexandra hizo un mohín reprobatorio.

 -Puedes quedarte aquí- Le ofreció mi mamá.- Estoy segura de que a Christian le gustará más esa idea.- Mi papá le sonrió con cariño.

 - Gracias chicos, pero no.

-Te quedarás con nosotros y punto.- Sentenció mi papá muy serio.- Luego buscarás algún lugar para vivir. -Ella lo miró, como sopesando si discutir o no, después apareció media sonrisa en su rostro.

 Poco a poco la casa fue quedando vacía. Mis papás fueron a dejar a mis abuelos y yo me quedé en casa junto a la Sra. Might -nuestra ama de llaves- y Alexandra. Me despedí en la entrada de todos y luego  entré. La busqué con la mirada y no la encontré. Salí a la terraza para relajarme un poco, me sentía extrañamente intranquilo.

Más allá de nuestro piso de piedra ámbar, donde comenzaba nuestro prado con vista al lago, divisé humo. Me acerqué y la vi. Yacía estirada en una de nuestras camas de playa, admirando el paisaje delante de nosotros.

Fui y me planté delante de ella, con soltura. Se sorprendió al verme.

 -¿Me das un cigarro?

 -¿Fumas?- Preguntó sorprendida

 -Sí.- Me ofreció una cajetilla “Lucky Strike” y un encendedor. Lo prendí con calma y con la destreza de alguien que fuma desde los quince.

 -¿Christian sabe que fumas?

 -No.- Le respondí botando el humo, a la vez que le entregaba la cajetilla.

 -Bueno, creo que ahora me siento culpable por  ser cómplice de tu secreto.- Dijo sonriendo.

 -¿Siempre haces lo que mi papá dice?- La provoqué.

 Se limitó a mirarme de una forma como si no supiera lo que estaba diciendo.

Me senté a sus pies, a un lado de la silla de playa y me dediqué a fumar tranquilamente. No quería estar allí, no debía estar ahí, pero su presencia despertó mis sentimientos infantiles hacia ella. Esa necesidad de seguirla e imitarla en todo lo que hacía. Ridículo.

 -Supongo que tomas.- Habló sacándome de mis pensamientos.

 -Sí.

 -¿Consumes drogas?

 -No.- Le contesté frunciendo el ceño.

 -Bien.

 Un silencio incómodo se apoderó de la atmósfera. Me gustaría que fuera como hace cuatro años atrás, pero no. Lo peor de todo es que a cada segundo que pasaba sabía por qué no podía ser así.

 -Has crecido mucho.- Dijo llenando el vacío.- Cada vez te pareces más a tu padre.

 -Eso creo.- Me limité a contestarle.

 -Supongo que no eres muy conversador.

 -Es de familia.- Ladeé la cabeza para mirarla y ella me sonrió de acuerdo.

 -Sí, eso creo.

 -¿Cuánto tiempo te quedarás?

 -No tengo pensado irme. ¡Vamos, Teddy! Si solo me he ido una vez.- Rió.

 -Una vez por cuatro años.- Le solté riendo también, aspirando mi cigarro.

 -Bueno, tenía cosas que resolver. Ya sabes, hacerme un futuro. No es fácil ser la oveja negra de la familia.- Me miró con fingida tristeza.

 -Nunca nadie ha dicho que eres la oveja negra.

 -Nunca lo dirán.- Dijo- Esta familia es muy benévola.

 Volvimos a guardar silencio. Jamás vi en ella una oveja negra. Quizá no siguió en la universidad, como mi papá o el tío Elliot; pero Anahí tampoco lo hizo; ella es Chef. Me pregunto por qué lo pensará. Si lo pienso detenidamente, ella siempre fue la más introvertida de la familia. Jamás siguió los cánones de los otros hermanos. A veces pienso  que nunca se sintió parte de ella, al fin y al cabo era adoptada.

 -¿Qué piensas, Teddy?

 La miré extrañado.- ¿Cómo sabes que estoy pensando algo?

 - Aprietas la mandíbula como cuando eras un niño.- Se incorporó en la silla, quedando a mi altura y sentada a mi lado.- Eso solo lo haces cuando estás enojado o cuando piensas detenidamente algo.

 Vaya, Sí que me conoce.- Ya no soy un niño Ale. Quizá aprieto la mandíbula por costumbre.- Me descarté.

 -Para mi siempre serás el enano.

 -No me digas enano.- Le espeté.- Ya soy mayor de edad.

 Me miró incrédula un rato y luego me sonrió burlonamente.- ¿Tan mayor de edad como para decirle a tu papá que fumas?

 No pude evitar soltar una carcajada.

 -Me alegro de que aún seas Teddy.- Soltó antes de levantarse y darme un apretón cariñoso en el hombro. Dio una última piteada a su cigarro y se dirigió a la casa.

 Me quedé mirándola mientras desaparecía dentro de la casa. Dios. Sé que nunca pasará nada entre ella y yo, sin embargo bastaron, no sé, ¿seis horas? Para que volcara mis sentimientos y mis ideas. Creo que mi mamá estaba en un error, nunca fue una fijación de niñez.

Sacudí mi cabeza para separarme de tales ideas. Apagué el cigarro y decidí que me daría una buena ducha y llamaría a Nancy. Siempre estaba disponible cuando la llamaba.

 En casa teníamos tres baños. Dos en el segundo piso y una abajo. Aparte del de la habitación de invitados. Me fui al baño que más cerca de mi pieza estaba.

Antes de entrar, oí el sonido del agua agolpándose contra las paredes. Alguien se estaba bañando. Obviamente era ella. Instintivamente retrocedí. No quiero verla desnuda ¿O sí? No. No es de mi interés en absoluto. Nunca me han gustado las mujeres físicamente como ella. Es todo lo contrario. Es morena, piel mate y demasiado tímida. ¡Convéncete Ted! No te gusta. Pero siento curiosidad. La última vez que la vi desnuda fue cuando tenía doce años y ella dieciséis. Ale aún creía que era un niño y que no la miraría con lascivia. Como resultado luego de bañarme con ella, me masturbé por primera vez. ¿Cómo será su cuerpo ahora? ¿Cambió? Bien, si entro será sólo para cerciorarme de su cambio, no hay segundas lecturas.

Una parte de mi, desea que en la puerta el cerrojo esté echado, así mi culpabilidad disminuirá. Tanteo la manecilla plateada y con un movimiento cargado de ansiedad la hago girar ligeramente. Cede. ¡Maldita sea! ¿Por qué mierda no cierra con llave? ¿Acaso no sabe que cualquiera puede entrar? Con la sangre latiéndome en las orejas, abro con sigilo la puerta, asegurándome de que no esté fuera de la ducha. Completamente adentro ya, mi vista se va al lavamanos de mármol que está a mi derecha. Su ropa está tendida allí, su ropa interior también.  Un impulso morboso hace que tome sus bragas en mis manos. Son unas pantaletas diminutas, negras. Están húmedas producto del sofocante calor que hay allí. Considero por un segundo la posibilidad de acercarlas a mi nariz. Quiero olerlas, quiero saber como huele su intimidad. Con cuidado la acerco a mi rostro. Huelen… realmente bien. Algo así como perfume desvanecido y sudor. Un sudor tenue de entrepierna.

De pronto oigo que algo se cae y Alexandra suelta un “¡Mierda!”  Aterrorizado, me quedo quieto, blanco de vergüenza. Al parecer le pote de gel resbaló por la ducha.

  Ante el miedo, me percaté de lo que estaba haciendo. Mierda, esto no puede ser más retorcido. Nunca en mi vida había deseado oler la ropa interior de alguien. La verdad de mis pensamientos comenzaron a aflorar. Debo salir de aquí. Con cuidado, deposité las pantaletas en el lavamanos, tratando de dejarlas en la misma posición en que las encontré. Giré mi cabeza hacia la ducha, cerciorándome de que no sabía que estaba allí. Ahora, más tranquilo, di media vuelta para salir y fijé mi vista en el espejo. Aún no estaba completamente empañado por el vapor. Lo recorrí por completo y me quedé pasmado. La ducha ofrecía un pequeño cuenco de separación de la pared, justo a un lado del espejo y vi su reflejo.

Con los ojos cerrados se frotaba el cuerpo bajo la regadera. Con suavidad y calma, su mano recorría sus senos alzados y redondos, con los pezones duros producto de su roce. Su mano bajo a su vientre y mi mirada la siguió obedientemente. Su abdomen era plano y cuando lo apretaba, se le notaba levemente el pequeño relieve de los huesos de su cadera. Su mano siguió bajando, hasta situarse en su entrepierna, en la entrada de su vagina. Vi como se frotó levemente y subí mi vista instintivamente a su rostro, que pareció disfrutarlo, entreabriendo un poco sus labios y apretando los ojos.

 Todos los vellos de mi cuerpo se erizaron, quedé prendado de ella. Sin casi respirar, una corriente eléctrica recorrió mi columna hasta llegar a mi pene. ¡Mierda! Debo salir de aquí.  Ahora sin preocuparme si se daba cuenta de mi presencia, me giré con ímpetu y cerré la puerta con agresividad, provocando un estruendo en todo el pasillo. Con paso rápido me dirigí al otro baño. Esto no está bien, esto no está bien me repetí.