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Trip

en Erotismo y Amor

Sudaba copiosamente, lágrimas de sudor resbalaban locas por su frente, por la pendiente de su nariz, por debajo de ella y  por las comisuras de su boca. Tenía los ojos asustados, frenéticos de quién conoce algo nuevo. Yo era cobarde, por lo que lentamente me acerqué tratando de que sus ojos me miraran y me reconocieran. Me arrodillé frente a ella, alzándome para que mi rostro quedara a su altura. Nuestras miradas tropezaron, era mi oportunidad. Cuidadosamente  la besé en la frente con la delicadeza del algodón. Fui absorbiendo su sudor como una mala esponja desgastada. Le besé el espacio entre las cejas y me relamí los labios.

Bajé por una de sus sienes, desperdigando besos mojados, lamiendo el agua salada de su rostro. Ella seguía con los ojos abiertos de par en par, perdida en algo, qué sé…

Cuando rocé la esquina de sus labios, pareció no percatarse, ni menos cuando descaradamente introduje la punta de mi lengua en el comienzo de esa guarida carnosa y roja que era su boca. La besé escuetamente en los labios y comprendí el mismo recorrido de vuelta bajo su mirada fugaz y sujeta al mundo que se abría ante ella.

Me senté con las piernas cruzadas, observándola ininterrumpidamente. Su cuerpo languidecía en una silla incómoda. También me observaba, aunque lo hacía con la mirada vacía de una muñeca. Me gustaba.

Esperándola, me dediqué a tronarme los dedos. Suspiré aburrido. Iba a hablarle, pero no escuché mi voz. Moví mis labios pero no fui capaz de emitir sonido alguno, lo extraño era que sentía que hablaba, que un tono grave se apoyaba en mi garganta, pero no salía. Volví a mirarla, estaba inclinada hacia mí. Su cabello parecía estar sumergido, pues flotaba ingrávido con la elegancia del agua, creando un halo castaño alrededor de su rostro. Sus ojos eran más grandes, despiertos, no lucían ausentes, sino interrogantes, como si yo fuera un animal exótico, pero ella lo era.

Por debajo de la puerta entró un vaho dorado que deformó las paredes de nuestra habitación que se plegaban como el plástico sobre el fuego. Aquella ráfaga no me tocó, simplemente se abrió y se cerró entorno a mi silueta. Ella entreabrió los labios, llamándole, y el vendaval se estrelló contra su cuerpo, evaporizando sus ropas que se esparcían como el humo danzante  por su piel delicada. Ahora estaba completamente desnuda. Cruzó las piernas al igual que yo sobre la silla, dejándome ver su sexo surcado  de vellos vivientes, que se movían de un lado a otro como anémonas. Quise degustarme en su intimidad, pero por alguna razón su sabor llegó a mi boca con sólo pensarlo. Sabía a durazno.

Su cabeza yacía ladeada sobre uno de sus hombros, emanando el estoicismo de quién se sabe bello.  Llevaba los ojos fuertemente pintados de negro, un negro que iba derritiéndose con el transcurrir de los segundos, cayendo en la decadencia de una princesa nocturna. Contemplé sus pechos. Eran pequeños, infantiles casi. Su tez era tan blanca que incluso sus pezones se dibujaban de un rosa pálido, transparentando las más diminutas venas que le envolvían.

Sin saber cómo, todo su cuerpo pareció ir tornándose más brillante, liso, duro. Los rasgos de su rostro se hicieron más minuciosos y  detallados. El pliegue de sus labios tomó más volumen. La luz y las sombras fueron bosquejando relieves sobre su figura. Era perfecta.

Quise tocarla. Alcé mi mano y vi un aura a su alrededor. Mis dedos fueron alargándose como una llama, desmaterializándose  en pura energía que no alcanzaba siquiera a rosarla. Lo intenté con la otra mano, sin embargo, lo mismo ocurrió. Me sonrió condescendiente y me enloquecí de amor por ella. Súbitamente de su espalda, como enredadera fue naciendo un abanico policromado. Era una cascada surreal de colores que se mezclaban entre sí, encerrándola.  Los espectros  fueron arrastrándose por su plumaje, y saltaron hacia las paredes de nuestra habitación, tiñéndolas de mosaicos amorfos vivos, que cambiaban de forma a cada pestañeo. Todo nuestro cuarto rebozaba de vida y movimiento.

La contemplé maravillado, quedado nuevamente clavado en sus ojos indulgentes, hendidos en una pasta negra fundida. Segundos, minutos, horas, días, años me quedé allí, alimentándome de su belleza, su  compasión, de la selva de pigmentos  que era ahora mi piso;  y por un instante, por un momento fugaz, me miré en sus ojos y supe que ella también me veía maravillada.

De pronto, unos golpes resonaron lejanos. Provenían de la puerta a kilómetros de distancia detrás de mí. El ruido fue acrecentándose poco a poco, insistente. La vibración del palmoteo asustó los colores, que a cada sacudida se recogían sobre las paredes, siendo absorbidos por un agujero invisible. Lentamente fue apareciendo la pintura percudida de las murallas, fueron enderezándose, reparándose del viaje para volver a ser las paredes sosas de antes.

Estábamos llegando.

Ansioso por arribar, volví a hincarme frente a ella. Cuadró sus hombros corrigiendo su postura. Acerqué nuevamente mis manos, que ahora volvían a tomar forma, la energía que antes era se iba solidificando. Posé mis palmas sobre sus rodillas. Hechizado por el placer que me producía su contacto, fui ascendiendo, acariciando sus piernas. Detuve mi caricia al límite de sus muslos. Con sus manos frías tomó mi rostro, conduciéndolo al valle de su boca. Me besó lentamente, probándome con su lengua, exhalando suspiros. Cerré los ojos y resignado al confín de este lapso, dejé caer mi cabeza sobre sus pechos, buscando desesperadamente el latir de su corazón. Nos transformamos en un cuadro pintado de arena, que fue barrido por el vaho dorado.

Allí estábamos, yo encorvado, cruzado de piernas y ella desparramada sobre aquella silla incómoda, con el cabello pegado a las sienes pegajosas de sudor seco.  El repiqueteo de la puerta seguía incesante, ahora a unos metros de mi espalda. Nos miramos y sus ojos me advirtieron, conociéndome.

 Nos sonreímos, siempre nos encontrábamos.

  'N.