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Xana contra los 1.101: La Gangbang Más Brutal (2)

en Orgías

-Ahhhhhh… ¡Sí, cabrón!... Ahhhh… ¡Fóllame! ¡Vamos, fóllame! ¡Qué polla más gorda, joderrr! –aullaba mi mujer en la parte trasera de aquella furgoneta.

 

Me encontraba apostado en el asiento trasero, vuelto hacia el espacio vacío en donde mi esposa se encontraba desnuda y luchando contra aquellos tres hombres. Entre ellos se estaba mi cuñado Enrique. Los otros dos eran dos de sus ojitos derechos en las obras: Costel y Andrei, aquellos dos sementales rumanos. El primero de 48 años y con aquella tripita cervecera y velluda, aunque no tan exagerada como la de mi cuñado, y el segundo un treintañero de cuerpo normal y rasgos muy rumanos.

 

Al volante se encontraba Vasile, aquel joven de 28 años, rubio casi castaño, de nariz grande y robusta, piel clara y mejillas sonrojadas. En ese momento, Costel, el más maduro de los rumanos, tenía su grueso y venoso miembro clavado en el coñito de mi mujer, que a ratos agarraba el cipote de Andrei, lo masturbaba y se lo llevaba a la boca para mamárselo. Ni que decir tiene que mi cuñado Enrique ya había pasado por el interior de mi esposa, dejando un buen reguero de esperma que se unía al que había dejado yo y en el que chapoteaba en aquellos instantes la potente virilidad de Costel, al que no le importaba lo más mínimo. Al contrario, a todos los que hacíamos aquello nos encantaba nadar en el semen que los anteriores habían dejado en aquel chochito. Era parte de la fraternidad que nos unía. Lo compartíamos todo.

 

Costel era un gorila rumano y madurito, de cerrada sombra de barba, cara redonda y pelo negro con alguna que otra cana. Insisto en que su cara era brutal, igual que la despiadada expresión de Andrei, el treintañero. Por contraste, Vasile era joven, risueño y sonriente, y miraba a la carretera, conduciendo, disfrutando de los gemidos y jadeos de los folladores que llegaban hasta sus oídos. Poco más adelante, pararían y él tomaría el relevo a alguno de sus compañeros, teniendo su oportunidad de follar.

 

-Dame polla… -decía mi esposa, y se introducía el largo y delgado pene de Andrei bien hondo en la garganta, atragantándose y tosiendo después, volviéndolo a sacar húmedo y lleno de pingajos de saliva.

 

Mi cuñado Enrique se lamió uno de sus dedos y lo introdujo en el ojete de Xana, que pareció no reaccionar ante aquello, a pesar de los gruesos que eran los dedos de éste. Pero ella estaba demasiado concentrada con el gordo cipotón de Costel, cuyos cojones peludos se bamboleaban adelante y atrás, y la hacían disfrutar sin límites. Andrei le robó su polla de la boca a mi mujer y se pajeó frente a su cara.

 

Costel, arrodillado y embistiendo, agarró el pelo negro de mi esposa y tiró de él hacia atrás, haciéndola forzar una mueca de dolor. Después la soltó una bofetada en la cara que la hizo encender y menear más sus caderas, gimiendo ante la brusquedad dominante del rumano.

 

-¡Qué polla! ¡Qué polla tienes, joder! –gritaba ella, notando la rotundidad de aquel diámetro, casi igual que el del pollón de mi cuñado Enrique. –Sí, vamos. ¡Pégame! –pidió de nuevo.

 

-¿Te gusta? –le preguntó mi cuñado Enrique, que la sostuvo por el cuello, rodeándoselo, e hizo un gesto a Costel. Dos nuevas bofetadas llovieron por parte de este en la cara de mi mujer. Otra vino después por parte de Andrei, que además la obligó a abrir la boca y la escupió entro.

 

-¿Así? –preguntó mi cuñado Enrique, que ya estaba empalmado de nuevo y se pajeaba cachondo. -¿Te gusta la polla gorda de Costel? ¿Es gorda, verdad? Como a ti te gusta… Como la mía… -se la meneó.

 

-Tiene una pola enorme, cuñado. ¡Me encanta esta polla! Igual que la tuya…

 

-Pues prueba la de Andrei –dijo entonces Costel, saliéndose de ella y dejando el sitio a su amigo.

 

Andrei no perdió tiempo e insertó de un solo golpe sus 17 cm de delgado y circuncidado nabo rumano, haciendo que mi mujer abriera la boca, pusiera los ojos en blanco y sintiera clavado aquel puñal en lo profundo de sus entrañas. Le entró entero, hasta el fondo, de un solo golpe. Entonces, el sádico Andrei se la sacó entera de una vez, y volvió a clavársela nuevamente de la misma forma. Comenzó así a apuñalarla, a desquiciarla. Pues mi mujer, mirando hacia delante, hacia donde estaba yo sentado, con ojos vidriosos, no conseguía adivinar cuándo iba a venir la siguiente puñalada. Tanto fue así que, de repente, en una de ellas, le sobrevino el orgasmo y una catarata de corrida se precipitó de entre sus labios de la vagina de Xana, empapando los muslos del treintañero rumano así como el colchón que había extendido en la parte trasera de aquella furgoneta en movimiento.

 

Xana se quedó sin resuello, notando como sus gordas tetas colgaban y se bamboleaban conforme ella estaba a cuatro patas y tenía hundido entero en su interior a Andrei. Éste la dio unos segundos para que se recuperara, antes de salirse, ponerse en pie y apoyar sus manos contra el techo del vehículo y volver a agacharse.

 

Mi cuñado Enrique vio las intenciones del chaval rumano, así que soltó un buen salivazo en el agujero del culo de Xana y luego capturó la polla del rumano por la base y la sostuvo para escupirle también en aquel rosado capullo circuncidado. Entre nosotros, los hombres del grupo, había confianza suficiente para hacer aquel tipo de cosas sin que pareciera ofensivo o una mariconada. Es más, fue mi cuñado el que guió el nardo de Andrei hasta la entrada del culo de mi mujer. En cuando el chico empezó a empujar, el ojete de mi mujer cedió como si fuera mantequilla, cobijándole dentro mientras ella soltaba un lento y grave gemido. Lo que no se esperaba Xana es que casi al mismo tiempo, el gorila que era Costel, tan grande y corpulento, llegara por detrás también y le clavara su polla en el chochete, practicándole así una improvisada doble penetración.

 

Xana cerró los párpados y gritó al notar cómo Costel se abría paso en su interior. A Andrei ya le tenía totalmente dentro de su culo. El rumano treintañero y de cuerpo normal, para aguantar el equilibrio en la furgoneta en movimiento, se apoyaba con una mano en el hombro de mi cuñado Enrique, que separaba las deliciosas y perfectas nalgas de mi esposa.

 

-¡Diooooos! –blasfemó Xana. -¡Diooooos! –intentaba recuperarse de la impresión de tener dentro aquellos dos cipotes rumanos a un tiempo. Y de repente, un nuevo orgasmo la hizo casi perder el sentido, corriéndose y soltando más jugos, casi como si fuera una acuosa meada.

 

Los dos rumanos empezaron a darle caña, justo en el momento en que Enrique se iba hacia ella, se sentaba frente a su cara con su nardo nuevamente erecto y guiaba a mi mujer hasta que se la empezó a chupar. A tres bandas, Xana hacía lo mejor que sabía hacer: disfrutar del sexo con varios hombres a la vez.

 

Entonces, Andrei empezó a gemir más roncamente. El chico se iba a correr y su eyaculación no se hizo esperar. Con densos trallazos de lefa rumana, el treintañero inundó el ojete de mi señora mientras Costel, que la sujetaba por las caderas, seguía dale que te pego.

 

Andrei se retiró, secándose el sudor de la frente y agilipollado.

 

-¿Cuánto queda para llegar? –preguntó en voz alta mi cuñado Enrique, al tiempo que Xana repasaba con su lengua la sobrosa superficie amoratada del hercúleo glande del macho que era mi cuñado.

 

-Treinta y cinco kilómetros –le respondió Vasile, el jovencito rumano que iba conduciendo.

 

-Pues para donde puedas que Andrei te toma el relevo –ordenó Enrique como el jefe que era.

 

Andrei sonrió y levantó su dedo pulgar, indicándole a mi cuñado con una sonrisa que había estado de puta madre y que le parecía bien tomarle el relevo a Vasile. Costel seguía follándose a mi esposa y Vasile empezó a aminorar la marcha. Andrei se vistió rápidamente, recogiendo su ropa del suelo de la furgoneta y cuando el vehículo se detuvo, el cambio de conductor se hizo en un abrir y cerrar de ojos. Para entonces eran las cuatro y treinta y nueve de la madrugada.

 

Andrei se puso en el asiento del conductor y por las puertas traseras, cogiendo impulso, subió Vasile, el delgado jovencito de pelo entre castaño y rubio. Costel no había parado de follarse a Xana y mi cuñado había dejado de darle su gordo nabo en la boca. El chaval se deshizo de la camiseta y dejó al aire un cuerpo de piel lechosa, delgado y pezoncillos pequeños y rosados que me recordó en parte a mi hijo Valentín.

 

Rápidamente se desabrochó el cinturón, se bajó los pantalones hasta los tobillos y después el calzoncillo. Fuera saltó una polla muy parecida a la de Andrei, delgada, de capullo rosado pero algo más gordo que el del treintañero que ahora conducía. Costel se giró para mirarle. El maduro le hizo una seña y el chico se arrodilló junto a él. Cuando le dio el relevo, Vasile penetró despacio a mi mujer, sintiendo cómo aquella caliente vagina se acostumbraba a él y cómo su cipote buceaba entre los flujos y el semen del resto de hombres.

 

Costel apoyó una de su gordas manos en uno de los cachetes del imberbe culo del chico, y empujándole atrás y adelante, empezó a marcarle el ritmo de la follada, como enseñándole.

 

-Muy bien –le felicitó el rumano maduro. –Así. Fóllate a esta putita.

 

Y luego le dijo algunas cosas en rumano que yo no entendí. Xana miró hacia atrás y se volvió, dejando de chupársela a mi cuñado. Estirando la mano, acarició el delgado vientre del jovencito y le sonrió.

 

-Así. Despacio. Fóllame despacio. Déjame sentir tu polla entrando y saliendo de mi coñito, Vasile –le sonrió con caliente ternura mi mujer, pues ella se acomodaba a cada hombre de forma diferente, de cada uno disfrutaba de una manera distinta, con variadas actitudes.

 

Ella arqueó su espalda y estiró su cuello hacia atrás. El rumanito se inclinó hacia ella y ambos se fundieron en un intenso y lento morreo que se me antojó por un instante hasta romántico. Aquello hizo que mi bajo vientre cosquilleara. Me excitó verles a los dos besarse. Mi esposa no se había morreado con ninguno de los otros dos rumanos o con mi cuñado.

 

Separaron sus labios y el chico siguió follándosela. Para entonces, Costel había dejado de marcarle el ritmo al chaval y se entretenía masajeando las gordas y colgantes tetas de mi esposa, lo que me hizo recordar que no hace mucho, tanto Costel como otro de los de la cuadrilla de trabajadores de mi cuñado, habían estado colgados como dos bebés de teta de los melones de mi mujer, mamándoselos durante largos minutos, que era uno de los entretenimientos favoritos de Xana: hacer como que amamantaba a una nutrida jauría de hombres, que abusaban de sus tetazas gordas durante horas, succionando con fuerza e intentando arrancar una inexistente leche.

 

Xana fantaseaba con esa posibilidad, con ser capaz de amamantar a todo el que quisiera disfrutar de la leche de sus gordos y grandes pechos, como había hecho durante dos largos años después de que naciera nuestro hijo Valentín. Pero aquello ya había pasado hacía mucho y ya no iba a ser posible más, así que se conformaba con dejárselos chupar y simularlo.

 

-Me encantan tus tetas –dijo Costel, recordando lo que seguramente acababa de recordar yo. Una situación que se repetía con frecuencia, la verdad, con diferente número de hombres cada vez.

 

-Son tuyas –dijo mi esposa, irguiéndose sobre sus rodillas y mostrándoselas al rumano, que las capturó con sus grandes manos, pero le fue imposible estrujarlas debido a su diámetro. –Venid aquí –invitó a éste y a mi cuñado Enrique.

 

Sin que Vasile dejara de follársela por el coño, los dos maduros agacharon sus cabezas y cada uno capturó una de aquellas tetazas, comenzando a succionar de sendos pezones, cabeza contra cabeza. Xana les acariciaba el pelo, soltando aullidos y jadeos mientras levantaba su rostro hacia el techo de la furgoneta.

 

-¡Joder, qué tetazas! No me cansaría nunca de comértelas –le dijo mi cuñado Enrique.

 

A mí me encantaban los pechos de mi mujer, pero es verdad que me gustaban cualquier tipo de tetas. Los de mi hija Lourdes eran mucho más pequeños, jóvenes y firmes, de piel más bien tostada y de pezones gordos y erectos casi siempre. Y me encantaban, a pesar de que no eran los melonazos gordísimos de su madre. Y luego estaban por ejemplo los de mi consuegra, Ágatha, que eran auténticas sandías si los comparábamos con los melones de mi mujer. Lo que Ágatha tenía como busto era de otro mundo. Era una talla 150, lo que era una barbaridad. Por eso también la disfrutábamos tanto, porque mi consuegra era capaz de acaparar hasta a tres hombres en cada una de sus dos tetas. Y ella, más mayor que mi esposa y una buena zorra de cuidado también, si que había cumplido igualmente, y en su momento, la fantasía de amamantar a muchísimos hombres además de a sus hijos por propuesta de mi consuegro Antón. Tanto había sido así que en la diferencia de tres años entre el primer hijo y el segundo de ambos, Ágatha había estado practicando aquello de amamantar a hombres. Y en total lo había hecho durante casi siete años, en formas de orgías a las que mi consuegro Antón invitaba a bastantes hombres que durante horas pasaban por el regazo de mi consuegra para probar la leche de sus inmensos pechos, compartiéndola como buenos compañeros, pues ella era casi una fábrica de lácteos. Lo habíamos podido ver en vídeos casero que había grabado. En ese sentido, la capacidad de Ágatha había superado con creces la de mi mujer Xana. Y era una pena no haber podido participar, porque en mi caso podría haberme alimentado de aquella leche durante días. Quizás por eso se le habían quedado aquellas descomunales tetas.

 

Y ahora estábamos allí. Andrei dio el aviso. “Estamos llegando”, se vislumbraban las luces de la entrada de la granja más adelante. El camino se convirtió en una pista de tierra y los baches empezaban a sucederse. Fue el momento de parar. Costel y mi cuñado soltaron los melones de Xana y Vasile se salió de su coño. Yo estaba empalmadísimo.

 

-Si todo está como previsto, nos estarán esperando dentro del granero –dijo mi cuñado, girándose al instante hacia Xana y acercando su boca para besarla.

 

Mi mujer, desnuda y a cuatro patas, se recogió el pelo detrás de la oreja y se irguió para quedar de rodillas, sentada sobre sus piernas. La alcancé aquel camisón de seda para que se cubriera. Sus medias negras y sus ligueros estaban empapados de sus propias corridas, pero le daba igual.

 

-¡Qué cabrones! –musitó, cubriendo su desnudez y acto seguido buscando la boca de Vasile, besándose con él y después yendo a parar entre los grandes brazos de Costel, que la estrujó en un abrazo contra su voluminoso y velludo cuerpo, morreándola también.

 

Habíamos llegado. Las luces a la salida del granero estaban encendidas. Andrei paró el motor de la furgoneta. Habíamos llegado en mitad de la noche, en medio de la más absoluta nada. Pero dentro del granero hervía la actividad y las ganas por empezar. Igual que en el insaciable coñito de mi esposa. Por el momento, ya habían pasado por su chochete cinco hombres. ¿Cuántos más iban a pasar?

Xana contra los 1.101: La Gangbang Más Brutal (1)