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Lourdes, Diosa al Extremo (1)

en Amor filial

-Vamos, ¡Saca la lengua! ¡Abre esa boquita! –le ordené a mi hija Lourdes, sujetándola por la barbilla y observando cómo obedecía y separaba sus labios. Frente a su boca el gordo capullazo del cipotón de mi cuñado, que se pajeaba con ganas, pues ya iba a llegar al clímax e iba a echar una abultada corrida de caballo en la boca de mi hija treintañera, como a las que nos tenía acostumbrados.

-Me corro ya –gruñó éste con su cavernosa voz, dando un paso más adelante y apuntando con más tiento a la boca de mi hija. –Me corro… ¡Me corro! ¡Me corro, joder! ¡Toma, putaaa! ¡Ahhhhhhh! ¡Toma, leche!

De repente, de aquel gordísimo y grandioso cipote, saltó disparado un trallazo de denso y blanco esperma que inundó la cara y el ojo de mi hija. El segundo y potente chorro fue directo al interior de su boca, así como el tercero y los que vinieron después. Lourdes los contuvo allí y tras un momento, mientras aquel fuerte y entre blanco y amarillento esperma se mezclaba con su saliva, volvio a abrir la boca y nos lo mostró. Mi cuñado se había corrido muchísimo el muy hijo de puta. ¡Menudo yogurt había echado!

-¡Haz unas cuantas gárgaras, puta! –le ordenó mi sobrino Manuel, el hijo pequeño de Enrique, que se la follaba, bombeando con su gruesa salchicha entre los sudorosos muslos de su prima.

Mi hija hizo lo que su primo menor le pedía y comenzó a hacer gárgaras con el denso y fuerte lefazo del padre de éste. Después cerró los labios y tragó con ansia de un solo golpe, engulléndolo todo y volviendo a mostrarnos su blanquecina lengua, totalmente limpia. Se lo había tragado todo, como la buena chupona que era.

-¡Muy bien! –le felicitamos los tres, mientras Manuel seguía dale que te pego, embistiendo como el toro que era, con aquel corpulento cuerpo velludo de jugador de rugby.

Lourdes gemía con la follada. Entrecerró los ojos y jadeó como una perra, mientras desde detrás yo la sostenía, sentada como estaba y abierta de piernas. Mi pecho se pegaba a su espalda y así aprovechaba a manosearle sus gordas y firmes tetas, morenas, con aquellos pezones morenos y puntiagudos. Me encantaban los pechos de mi hija. Eran mi perdición. Me encantaba mamárselos y comérselos siempre que podía. Me encantaba poner mi polla dura entre ellos y usarlos para hacerme una paja. Sobre todo me daba morbo hacerlo en compañía de mi yerno Pascual, el esposo de mi hija, quien me la cedía gustosamente.

Mi cuñado Enrique le ofreció entonces su pingante y cada vez más fláccido cipote, con aquel nabo de caballo que tenía el muy cabrón, con sus gruesos 20 centímetros venosos. Lourdes hizo un buen trabajo y, con respiración entrecortada y ahogada entre gimoteos, terminó de limpiarle la polla a mi cuñado.

-¡Qué rico estaba, tío! Me encanta tu polla. Es tan gorda... –musitó ella, que de pronto levantó su brazo y empezó a señalar algo con la punta de uno de sus dedos, con aquella uña larga y perfectamente pintada.

Me di cuenta de que señalaba una de las latas de cerveza que teníamos por el suelo de la habitación azul, en la planta de arriba de la casa, en donde solíamos follárnosla a ella a solas. Mi mujer, Xana, ocupaba la habitación amarilla, la de abajo, la amplia y grande, para sus desafíos y escarceos sexuales. Lourdes disfrutaba más de la intimidad de la habitación azul aquella tarde. Mi esposa estaba follando abajo.

Tomé aquella cerveza y se la fui a pasar a Lourditas, solo que mi sobrino Manuel estuvo más rápido y me la robó de la mano.

-¿Quieres cerveza, prima? ¿Tienes sed?

-Sí –asintió con un siseo mi hija.

-Abre la boca entonces –le ordenó Manuel, que tan solo arreció en su ritmo de follada, haciendo las penetraciones en el chochito de Lourdes más intensas y parsimoniosas, haciéndola sentir aquel grueso cipote que no llegaba a la longitud y diámetro del de su padre.

Lourdes abrió la boca, expectante ante lo que quisera hacerle su primo. Manuel, en vez de verter cerveza de la lata, carraspeó en su garganta y le echó un buen escupitajo que Lourdes recibió, mientras parte de éste le chorreaba por fuera del labio que ella recogió con su lengua, cachonda. Acto seguido, Manuel dió un trago a la cerveza y después morreó a mi hija, pasándole el caliente y espumoso contenido desde su boca. Lourdes lo tragó todo y al separarse le pidió más.

El viril machote que era mi sobrino Manuel volvió a repetir la acción, pero Lourdes no quedó contenta.

-¡Más! –pidió mi hija. –Tengo mucha sed.

-¿Y no preferirías algo mejor qué cerveza? –le interrogó su primo, que seguía incansable, moviendo las caderas para que Lourdes no dejará de sentir su gorda polla dentro de su chochito húmedo y chorreante.

-Sí –asintió ésta.

-¿Papá? –levantó la cara Manuel, mirando a su padre.

Mi cuñado Enrique sonrió y me miró también a mí. Yo asentí. El maduro cincuentón se meneó su fláccido pollón, que incluso arrugado y blando podía tener la misma longitud que el mío. El cabrón de Enrique era un superdotado. Se frotó la barriga con la otra mano y apuntó a la cara de Lourditas con su gordo capullazo redondo.

-Abre la boquita, Lourdes, que tu tito te va a dar zumo del rico –acarició su nuca.

Mi hija se recostó un poco más sobre mi pecho y separó los labios, dispuesta a beber el elixir que mi maduro cuñado le ofrecía. Por supuesto que no era la primera vez que llenábamos su estómago de caliente meada. Mi hija era tan sedienta como su madre, mi cuñada, o su suegra.

-Dámelo –pidió con lujuria a su tío, que apuntando, liberó el esfínter de su polla y comenzó a brotar un controlado chorrazo de meada amarillenta que lentamente empezó a llenar la boquita de Lourdes, que al notar que iba a sobrepasar las comisuras de sus labios, tragó.

Mi cuñado cortó su chorro el tiempo suficiente para que mi hija tragara y no se desperdiciara ni una sola gota. Mi sobrino Manuel y yo mirábamos con deleite la estampa. Vimos como Lourdes volvía a abrir la boca y pedía más.

-¡Está fuerte, joder! –dijo ella, entre la queja y el deleite.

-Es super amarillo –sonreí satisfecho.

-Más –pidió mi hija, que abrió la boca y mi cuñado volvió a liberar la meada.

Aquello llevó largos minutos, haciendo que mi cuñado meara como un auténtico caballo y que Lourditas se bebiera absolutamente todo, recogiendo con su lengua hasta la última gota, que exprimió apretando el capullazo de mi cuñado.

Entonces Lourdes volvió de nuevo la atención sobre su primo, entre sus sudorosas piernas. Manuel transpiraba a chorros, con su morena y velluda piel. Lourdes acarició su cabellera de bucles negros y buscó su boca, besándose y compartiendo la fuerte saliva impregnada aún de sabor a orina.

-¡Joder! ¡Todavía sabe a meada! –sonrió mi sobrino. –Tanto que me están entrando ganas también a mí de…

De pronto se calló. Tanto mi hija como mi cuñado y yo miramos cómo Manuel mudaba su cara y se quedaba en silencio. Hizo una pequeña mueca de esfuerzo, sin entender lo que hacía. Entonces, Lourdes soltó un gemido y rodeó con sus brazos las caderas de mi sobrino, empujando. En aquel momento descubrimos lo que Manuel estaba haciendo.

-¡Sí! ¡Sí! –exclamó mi hija. -¡Qué caliente, joder! ¡Ahh…! ¡Sí! ¡Ah……! Primo… méate…

Del chochito de Lourdes pronto empezó a salir el incontenible torrente de meada ardiente que mi sobrino estaba soltándole dentro del coño, encharcando el colchón con funda plástica sobre el que estábamos, en el suelo de la habitación.

Mi cuñado Enrique y yo empezamos reír. Éste felicitó a su hijo ante aquella idea, que tampoco era la primera vez que se lo hacíamos. Aunque preferíamos metérsela por el culo e inyectarle un maravilloso enema de meada caliente y amarilla para limpiarle el intestino a cualquiera de aquellas diosas extremas de nuestro clan.

-¡Muy bien, Manuel! ¡Cabroncete!

-Ahhhhh… -continuaba Lourdes.

-¿Te gusta? –le susurré a mi hija en el oído, viendo su cara de éxtasis.

-Es tan caliente… -murmuró ella, con gozo.

-Ya –nos anunció el hijo de puta de mi sobrino unos segundos después, cuando había terminado de echar su meada.

Lourdes abrió los ojos y le miró. Entonces ella le mantuvo sujeto con sus manos, por las caderas. Ambos se miraron y entonces ella volvió a cerrar los ojos. De pronto, un enorme y fuerte chorro de meada empezó a salir del chochito de mi hija a toda presión, empezando a chocar con el peludo vientre de mi sobrino, que se mostró sorprendido.

-¡Sí, joder, primita! ¡Qué….! –alucinaba él, notando el caliente pis de la cerda de mi hija, regalando lo mismo que había recibido.

De pronto, sin perder tiempo, le sacó del coño su polla a toda prisa. Arrodillado, se inclinó entre las piernas de Lourdes y con la boca abierta rodeó el chochito de mi hija, sorbiendo y tragando el delicioso caldo de su prima.

Cachondo, mi cipote erecto chocaba contra las dorsales de mi hija, contra su espalda. Viendo a mi sobrino beber aquel rico néctar, apretujé con saña las tetazas de Lourdes y esta se quejó, soltando un gemido, pero sin dejar de mear.

-¡Qué puta! –meneó la cabeza mi cuñado, contento y salido. –Como su madre…

-Tiene a quien salir –dije yo.

-Bébetelo todo, primo –nos ignoraba mi hija a mi cuñado Enrique y a mí. Agarró la cabellera negra y ondulada de su primo Manuel y le obligó a mantenerse enterrado entre sus piernas mientras ellas se vacíaba completamente en él.

Entonces solté una de sus tetas, la obligué a girar su cuello hacia detrás y hundí mi boca en la suya, morreándola, saboreando también ese cierto regusto a orina y semen que momentos antes había ocupado su boca. El mismo sabor que en un rato tendría su coño. Al separarme, su meada había cesado. Manuel nos miraba con la cabeza y la cara chorreando.

-Papá –musitó ella extasiada, exhausta.

-¡Eres una putita! –le dije.

-Quiero tu pis –me pidió mi hija.

Sonreí, pues sabía que tarde o temprano me lo iba a pedir. Y vaya si lo iba a tener. La cerveza ya había hecho su trabajo y tenía mi vejiga a reventar.

-¿Sigues teniendo sed después de lo que te ha dado a beber tu tío? –pregunté, mirándola a ella y luego a mi cuñado, que me sonrió cómplice.

-Siempre tengo sed –se palpó su vientre mojado. –Todavía tengo mucho sitio en el estómago.

-A lo mejor tenemos que pedir refuerzos –comentó mi sobrino Manuel, salido.

-Quizás –respondí, poniéndome en pie, con toda mi polla tiesa. Lourdes quedó semitumbada, apoyada en el encharcado colchón sobre sus codos. –Pero primero probemos con esto.

Me acuclillé frente a la cara de mi hija, con mis piernas a ambos lados de su pecho. Mis cojones peludos colgaron y mi polla apuntó directamente a su boquita de dulce e inocente mamona.

-Abre la boca y no dejes de tragártelo todo –le di indicaciones. Ella asintió, con aquella mirada de putón tímido, de sumisa.

Metí ligeramente la puntita de mi nabazo entre los labios de mi Lourditas y cerré los ojos. Eran calientes. Tremendamente calientes. Intenté relajarme y entonces lo dejé salir. Mi ardiente meado, tan amarillento y fuerte quizás como el de mi cuñado, empezó a brotar de mis adentros y mi hija, con tremenda habilidad para tragar, empezó a engullir todo lo que salía de mi manguera.

Sin apartarse ni un momento, solo abriendo la boca un poco para respirar, de cuando en cuando, tanto mi sobrino, como mi cuñado, como yo mismo, comenzamos a alucinar cuando durante más de un minuto estuve soltando pis y Lourdes no dejaba de tragar como una loca. Manuel apoyó su mano sobre el vientre de su prima, que comenzaba a abultarse a causa del líquido que había engullido. Finalmente, derramé mi última gota y me aparté de ella.

Los carrillos de mi hija estaban hinchados y tragó por última vez. Después abrió la boca y respiró agitadamente.

-¡Joder! –se quejó, y soltó un fuerte eructo. Y después otros más leves. –¡Joder, papá! –decía casi sin aire. -¡Qué meada!

-¿Sigues teniendo sed? –le preguntó mi sobrino, de rodillas junto a ella, con tono salido, esperando una respuesta afirmativa. A todos nos gustaban que aquellas mujeres siempre quisieran más, que no dijeran "no".

Lourdes le miró, semitumbada como estaba y asintió con su cabeza.

-Sí –dijo brevemente, susurrando.

-¡Joder! ¡Eres igualita que tu madre! –le dijo mi cuñado Enrique.

-Sí –repitió mi hija, satisfecha con esa comparación. –Seguro que mamá también querría más.

-Seguro que mamá te daría lo que quieres ahora mismo –participé yo.

-Sigo teniendo sed…

-Pues está abajo con compañía –repliqué, pensando en a quien se estaría follando mi esposa. –Si quieres…

-Vamos –se irguió mi hija, dispuesta a ponerse en pie e ir en busca de Xana, mi mujer.

No tardamos en descubrir a qué se dedicaba mi esposa en aquellos momentos, en la habitación amarilla, en el primer piso de la casa. Xana, como siempre, estaba yendo al extremo. Los juegos con Lourdes al lado de aquel que ella estaba realizando en aquel instante con mi suegro y con otros hombres, con su propio padre igual que hacía Lourditas conmigo, eran nada.