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Relatos eróticos morbosos i

en Grandes Relatos

RELATOS ERÓTICOS MORBOSOS

I

LA MUJER BIEN REGADA

Estaba en pleno proceso de divorcio. Estas cosas suelen ir despacio y yo intenté tomármelo con calma. Con relativa calma, claro, porque andaba tan necesitado de sexo que hice el idiota, sin ningún resultado en las páginas de contactos sexuales de Internet. Pura filfa, una tomadura de pelo, al menos para los maduritos como yo, que además iban de sinceros por la vida. Todas querían una relación seria y para siempre. Bueno, cambié mi perfil y además incursioné en otras páginas más sentimentales, algo así como las agencias matrimoniales modernas. Todo fue inútil, una pérdida de tiempo.

Mi mujer, a la que ya apellidada mi “ex”, me llamó para solucionar algunos asuntos imprescindibles relativos al divorcio. Quedamos en su casa, que en un tiempo también fue la mía. Me recibió como a un vendedor molesto, con una sonrisita sardónica que lo decía todo. A pesar de ello me dejó pasar, porque en algún sitio teníamos que hablar. Me invitó a la cocina y me senté en la silla donde acostumbraba a sentarme en “illo témpore” en otro tiempo. Ella se mostró fría como el hielo y procuró acelerar las cosas. Iba consultando en una libreta y me iba diciendo, yo decía a todo que sí. Al final me miró con cierta cautela y me planteó el tema de poner una alarma en casa. Yo soy informático y trabajo en una empresa de seguridad por lo que no me pilló de nuevas. Antes de que pudiera pensar nada ella se adelantó. No lo hago por mi seguridad, estoy sola y no me vendría mal, lo reconozco, pero es en beneficio mutuo, la casa no tiene pinta de venderse con facilidad, en estos tiempos nos va a costar que alguien la compre sino la rebajamos mucho. ¿Tú quieres rebajarla? No, contesté, sabiendo que era ella la interesada en no perder dinero. A mí el dinero solo me interesaba ya si podía invertirlo en sexo, y eso estaba viendo que no era fácil. No me gusta el sexo mercenario y además es muy, muy caro. Tener dinero solo me iba a servir para tirarlo por ahí, en malas compañías, o en buenas, según se mire, pero muy caras.

Pues entonces, prosiguió ella, no te costaría nada poner una alarma. Imagínate que entran y se llevan todo o hacen destrozos. Entonces sí que no la venderíamos ni a mitad de precio. Asentí. No había dejado de mirarla con mucha discreción, casi con miedo. Estaba rara. La expresión de su rostro era casi alegre, parecía feliz, y su cuerpo había cambiado, o esa era la impresión que me daba. Estaba tan buena como siempre o más, mucho más, sería porque ya no la veía todos los días o porque me arrepentía de corazón de no haberla follado más, mucho más. Ahora mismo me iría con ella a la cama y juro que no haría el idiota, como otras veces. Pero eso no iba a ser posible, estaba muy buena y parecía más guapa y feliz, pero a mí me miraba con odio. Eso estaba claro. Me pregunté, mientras dilataba la respuesta, qué la había pasado. Entonces una intuición morbosa cayó sobre mí. Parecía una mujer regada y bien regada. ¿Quién sería el jardinero, o los jardineros?

Nunca se había comportado como una mujer ansiosa de sexo. En realidad parecía no necesitarlo, aunque en alguna discusión sobre el tema me había dicho que era yo quien no quería sexo y que ella pasaba mucha hambre. ¿Hambre? ¿Ella? Con aquel cuerpo podría encontrar jardineros para cuidar Versalles, buenos, malos, regulares, lo que quisiera. ¿Entonces? Siempre tuve la impresión de que era una mujer tradicional, con ideas un tanto carcas y un concepto muy romántico del amor, del sexo, de la pareja, del matrimonio. Tenía muchas inhibiciones y algún que otro trauma oculto, como imagino que tenemos todos en cuestiones sexuales. ¿Entonces? ¿Qué le había hecho cambiar? ¿Cómo había cambiado tanto en tan poco tiempo? No lo entendía y quería entenderlo. Tal vez solo fuera una falsa impresión mía, la del “ex” que ahora ve a su mujer como la más sensual y seductora del planeta, y todo porque ya no puede follarla.

Iba a decir que no, que si quería una alarma que la pagara, cuando se me ocurrió una idea morbosa y terrible. No tenía sentido contratar a un detective para que la espiara y me dijera con quién salía, quién entraba en casa y demás, porque el detective no podría hacer fotos íntimas. La idea se solidificó en mi mente y tenía muy buen aspecto. Aprovechando la instalación de la alarma, a la que ella no asistiría, la conocía bien, podría montar toda una red de cámaras y micrófonos ocultos. Como había encontrado un apartamento de alquiler cercano eso me vendría bien para no tener que arriesgarme a ir a la cárcel cada vez que quisiera recoger las grabaciones. La señal llegaría a mi apartamento y allí grabaría todo, como había visto hacer en alguna película. Eso sí, tendría que esmerarme en la instalación, nada de chapuzas porque me jugaba mucho.

Ella esperaba mirándome de hito en hito y de pronto dije, sí, lo haré, tienes razón. Suspiró de alivio y yo de morboso deseo. Iba a saber la verdad. Puede que hasta su imperiosa necesidad de instalar una alarma se debiera a que estaba arriesgando mucho dejando que muchos hombres entraran en casa. ¿Se había vuelto promíscua? ¿Ella? Me dijo que podría hacerlo al día siguiente, por la mañana, ella tenía turno de mañanas y yo no trabajaba los domingos.

Y así fue como acudí aquel domingo a su casa, que en otro tiempo fuera también mía, y con discreción, a primera hora, cuando los vecinos dormían, introduje todo el material y fui buscando ubicaciones. Dejé para el final el trabajo del taladro, cuando los vecinos no se molestaran mucho. Fue un trabajo complejo pero limpio y muy estratégico. No quedó un rincón del dormitorio ciego y los micrófonos eran de una alta sensibilidad. Me gasté una pasta, pero merecía la pena. Instalé también cámaras y micrófonos en el resto de la casa, no quería perderme nada, sobre todo en el servicio, en la ducha.

Salí para ver si la señal se recibía bien desde el coche y tras repasarlo todo y reflexionar largamente sobre las posibilidades de que me descubriera,decidí que no sería fácil, casi imposible. En cuanto saliera un comprador aprovecharía que aún tenía que llevarme algunos objetos, entre otros la biblioteca y mi colección de discos, cintas y cedés, que había dejado a su ruego para que los visitantes recibieran una mejor impresión, y desmantelaría todo, sin problemas, porque ella tampoco querría estar presente, la conocía bien.

Y así fue como empezó aquella aventura de espías que iba a ser muy rocambolesca. Me preparé para aprovechar al máximo mi tiempo de ocio, que ahora era mucho, para dormir poco y comer menos. Repasar todas las grabaciones diarias me llevaría su tiempo, sobre todo si ella estaba siendo bien regada, lo que parecía bastante probable. Aquella noche me senté ante el monitor con un bocata triste y una cerveza, bien fría, como a mí me gusta. Puse en marcha la grabación y aceleré la imagen porque las cámaras no recogieron a lo largo de la mañana otra cosa que una casa vacía y silenciosa. Ella llegó a la hora acostumbrada cuando trabajaba de mañanas y me dispuse a seguirla a velocidad normal, dándole a la pausa cuando algo llamaba mi atención morbosa. La seguí en su recorrido habitual hasta el dormitorio y cuando comenzó a desvestirse le di a la cámara lenta. Su cuerpo había mejorado, de eso estaba seguro. Nada, eso me confirma que ahora está bien regada. Me excité mucho cuando se quedó desnuda y caminó hasta el servicio. Utilicé la cámara situada estratégicamente para ver el movimiento de su prodigioso culo a cámara lenta. Tenía un culo maravilloso que me costó horadar porque ella era muy tradicional en las posturas y los gustos sexuales. Adoraba aquel culo, me excitaba tanto que no podía pensar en él sin empalmarme.

Seguí con la cámara lenta en la ducha y no pude evitar masturbarme. Era algo triste, morboso, un sexo paupérrimo, pero era algo. Se vistió con un chandal y se dispuso a comer. Comía poco y ahora aún menos, seguro que porque no le gustaba hacerse la comida para ella sola. Utilizaba el portatil mientras comía y de vez en cuando miraba algún mensaje de wasap. Uno hizo que se iluminara su cara y respondió rápido. Nada, que ha quedado con un jardinero. Me sentí tan triste que me entraron ganas de llorar.

Pero no lo hice, me comí el bocata, me bebí la cerveza y la seguí a lo largo de toda una tarde ocupada en limpiar, ordenar, ver un poco la televisión y esperar, porque se le notaba que esperaba a alguien. Y efectivamente, cuando la grabación llegó a tiempo real pude escuchar el timbre de la puerta y ella salió disparada. En la puerta había un hombre, no muy joven, pero más que yo. Manipulé a distancia la cámara del pasillo e hice un zoom para verle más de cerca. No le conocía. Supuse que algún compañero de trabajo, era lo más fácil. Apenas conocía a sus compañeros o compañeras de trabajo, solo de la boda de una amiga a la que acudimos tras hacer yo un esfuerzo, porque no me gustaba la gente y menos las reuniones sociales. Tal vez fueran los celos los que me hicieron mantenerla enclaustrada como una monja. Ella aguantó mucho, la pobrecita, nunca entenderé cómo me aguantó tanto.

Y entonces se me ocurrió una idea morbosa y un tanto macabra. Seguro que me había puesto los cuernos todo el tiempo y yo sin enterarme, cuando se tiene un trabajo a turnos resulta sencillo arreglar las citas. No, no podía ser cierto. Se lo hubiera notado. Esas cosas se notan, quieras que no. Se lo hubiera notado en la cama o en su conducta o en la expresión de su rostro o en la felicidad de un cuerpo bien regado. ¿Y si me equivocaba? ¿Y si yo no la conocía y había vivido con una desconocida todo el tiempo?

Dejé de pensar para centrarme en la cuestión. Ella le saludó un tanto ceremoniosamente, entonces no era un compañero de trabajo ¿Era un desconocido? Tal vez, tal vez. Le invitó al salón, le sirvió una copa y se pusieron a charlar, en el sofá, en mi sofá, no muy cerca uno del otro, pero tampoco muy lejos. Ella se mostraba desenvuelta. Nada que ya ha sido regada y bien regada y durante mucho tiempo, por eso ha perdido sus inhibiciones con los hombres. Me centré en la conversación. Hablaron un poco de esto y aquello, luego de cómo se habían conocido, luego ella dijo que pensaría que era una fresca pero que se estaba divorciando y necesitaba sexo, lo echaba de menos. Eran expresiones imaginables en la mujer que conocía, en la mujer casada, siempre tan remisa a charlar de sexo, a plantearse determinadas cuestiones. El hombre sonreía y parecía relamerse. Miraba su cuerpo, sus pechos esplendorosos y seguro que se la estaba imaginando desnuda, seguro.

Me sentí mal y a punto estuve de dejarlo, ya vería la grabación otro día. Pero el morbo pudo más y me quedé allí sentado, apretando los puños y sintiéndome un idiota. Cuando la tuve a mi disposición no supe encandilarla con el sexo ni con nada. Ahora era demasiado tarde. La conversación iba haciéndose más íntima. Ella quería saber si el otro estaba casado. ¿Ni siquiera lo sabía y lo había invitado a casa? Eso era nuevo y totalmente incomprensible en la mujer que yo conociera. El otro respondió que no. ¿Qué iba a decir? El hombre parecía atrevido porque se atrevió a preguntar. ¿Eso importaría? ¡Ah, no! Simple curiosidad. ¿Simple curiosidad? ¿No le importaba que aquel hombre le pusiera los cuernos a su mujer? ¿Que la hiciera sufrir? ¿Ella que siempre estaba tan preocupada por los demás?

Ella parecía no atreverse a entrar en faena, aunque se había arrimado más. Fue el hombre el que la tomó sin más y se puso a besarla sin prisas, disfrutando. Ella respondió con pasión, sin inhibiciones, sin miedos. ¡Oh, my God! Cómo había cambiado. El hombre parecía avezado, un don juan acostubrado a estas situaciones. Comenzó a magrearle los pechos por encima del chandal. Un tanto a lo bruto, pero ella le dejó hacer. ¿Ella, la que decía que yo era muy bruto? Me fijé que no se había cambiado, no se había desprendido del chandal, no se había pintado y puesto guapa, no se había puesto una faldita para enseñar sus preciosas piernas, no se había puesto un picardías para recibirle. Tal vez aún no estaba del todo desinhibida, o tal vez aquel hombre no le interesaba demasiado.

¿Que no le interesaba? Me quedé de piedra cuando con todo desparpajo le bajó la cremallera y metió la mano. ¿Ella, la que sentía repugnancia en tocar el miembro viril? El hombre intentó hacerle bajar la cabeza y que le hiciera una mamada, pero ella se resistió. Luego, dijo, soy un poco especial para estas cosas. ¡Y tanto! Como que odiaba las mamadas. Había situado bien las cámaras en el salón, pensando tal vez en esta posibilidad, aunque creo que no pensé mucho mientras las instalaba. Estaban situadas perfectamente. Solo tuve que utilizar el zoom y pude ver el miembro del hombre. Era grande, no descomunal, pero sí grande. Mucho más que el mío, pequeño o más bien estandar tirando a pequeño. ¿Lo había intuido ella o tal vez se lo había tocado antes? ¿En algún lugar reservado? ¿Dónde? Ahora no parecían existir las discotecas ni los reservados, no como en mi tiempo. Ella lo masajeaba con delicadeza y al hombre le gustaba mucho. Aprovechó para meter mano bajo el chandal y magrearle los pechos a gusto y gana, un tanto salvaje su interpretación. El hombre no era guapo o no excesivamente, delgado, eso sí, con rostro un tanto seco y afilado, nariz puntiaguda, cuerpo aceptable, nada de gimnasio. Era un hombre corriente, tal vez más alto que yo, no mucho más, bastante más delgado, un hombre que no seducía al mirarle pero tal vez tuviera algo entre las piernas que las sedujera mucho y bien. Tal vez ella había oído hablar de él a las compañeras, tal vez estas se lo hubieran presentado, o tal vez lo había ligado en algún lugar, sin ayuda. Esa era mucha promiscuidad para ella, pero si había cambiado tanto...

El hombre se excitó mucho, se volvió un salvaje, yo también me hubiera vuelto un salvaje, ahora... Metió la mano bajo el pantalón del chandal, y supuse que también bajo las braguitas y comenzó a acariciar y creo que también debió de meter un dedo, y a lo bruto, porque ella pegó un respingo y paró de masajearle el miembro. Ten cuidado, so bruto, me haces daño. Esa sí era ella, mi mujercita. Pero el hombre estaba como un burro. Se puso de pie, la puso de pie, la quitó la parte de arriba del chandal, la quitó el pantalón, la quitó las braguitas, a lo bruto. Ella lo aceptó, aunque su rostro no expresaba toda la satisfacción esperada. Lo supe porque utilicé el zoom. Tal vez estaba pensando que se había equivocado con aquel hombre. Pero le dejó hacer. El hombre magreó sus pechos, se los comió y de pronto la puso de espaldas, hizo que se tumbara sobre el brazo del sofá y bajándose los pantalones a toda prisa y sin más preámbulos la empaló por detrás. Tenía un miembro grande, él si podía taladrar aquel maravilloso culo, él sí podía llegar donde yo no llegaba. No fue una penetración vaginal, no, fue anal y a lo bruto. Ella dio un respingo, gritó y le soltó otra vez aquello de “no seas bruto”. Pero se dejó hacer y aunque apretó los dientes, lo vi con el zoom, creo que comenzó a disfrutar, porque el hombre se la estaba follando con unas ganas locas. Le daba con ganas, con salvajismo. No me extrañaba lo más mínimo, porque aquel culo era para eso y para más. Y ella comenzó a suspirar. No pude verle la cara porque la tenía apoyada en el sofá. La postura era un tanto acrobática. ¿Ella, que se quejaba de que ya no era joven cuando yo hacía el salvaje? Sí pude ver la cara del hombre, en pleno éxtasis, una expresión salvaje distorsionaba su rostro. No se recataba lo más mínimo porque ella no podía verle.

Y tras unos envites, a cual más bestia, se corrió con unas ganas que no veas. Bueno, pensé, al menos es tan rápido como yo o más. Pero ella había disfrutado de lo lindo. Lo supe porque seguía gimiendo y gimiendo y hasta gritaba un poco. El hombre permaneció dentro, dio algún que otro envite más y se dejó caer sobre ella. Estaba rendido, el pobre. Y ella no se movía, bueno sí, un poco las piernas, como si estuviera deseando que los envites siguieran. Pero había llegado, eso seguro. Y con el zoom enfoqué el culo y pude ver cómo el se retiraba poco a poco. Pude ver el miembro salir, goteando, y pude ver cómo el culo de ella se movía un poco hacia arriba, como pidiendo más. Pero no hubo más. El le dio unos azotitos cariñosos y preguntó aquello de “te ha gustado”. Y Ella dijo que sí, que mucho, y se puso en pie, y se sentó en el sofá, desnuda como estaba, y dejó las piernas abiertas, y yo pude enfocar sus muslos con el zoom y su sexo era tan delicioso como siempre. Y él se subió los pantalones y se sentó a su lado. Y ella le besó, y se me cayó el alma a los pies. Le había gustado y mucho. Y el la besó y le magreó los pechos y le dijo que tenía un culo que él nunca se cansaría de follar. Y ella preguntó si le gustaría otra copa y él dijo que sí. Y ella se levantó, desnuda como estaba y se movió hacia el mueble bar.

Continuará.