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El diario de johnny 1

en Grandes Relatos

CAPÍTULO I

 

LILIAN

 

Me encontraba en la bañera de mi apartamento, la cabeza sumergida bajo el agua y conteniendo la respiración todo lo que me fuera posible, como si quisiera batir algún record del mundo. Filtrado por el agua me llegaba el sonido, lejano, como desde otra dimensión, de las variaciones Golberg de Bach. Era una costumbre adquirida tras la dura ruptura con mis padres y mi familia en general. Por una de esas extrañas carambolas que a veces tiene la vida habían logrado enterarse de que había dejado el pub de Paco, donde trabajaba cinco noches a la semana, para conseguir pagarme los estudios universitarios y disponer de metálico para lo que surgiera, y me había convertido en un “puto” como decían ellos, en un gigoló más bien, como me gustaba denominarme. No pudieron asimilar algo inimaginable para sus creencias “católicas de toda la vida” y decidieron arrojarme de sus vidas, afuera, al infierno, al crujir de dientes bíblico.

 

Al poco tiempo tomé la decisión de abandonar la carrera de psicología que estaba cursando en la Complutense y por la que había hecho el gran sacrificio de convertirme en un gigoló, en un semental de la cuadra de Lily, mi patrona, la madame que me había reclutado en el pub de Paco. Tras la ruptura con mis padres y antes de iniciar mi trabajo nocturno en la casa número 1 de Lily, donde me esperaba una noche ajetreada, decidí darme un baño y fue entonces cuando sumergí por primera vez la cabeza bajo el agua y aguanté y aguanté hasta que mis pulmones estuvieron a punto de reventar. Mis piernas, como muelles, me sacaron del agua como la espada Excalibur en la película del mismo título, solo que no precisamente a cámara lenta. Tardé en recuperarme y cuando la sangre regresó de golpe a mi cabeza comprendí que había estado a punto de suicidarme de la forma más extravagante posible. 

 

 

No era un hombre depresivo, ni siquiera cuando María, la bella y promiscua vecina que me desvirgara, me abandonó para irse con una tía a París, obligada por sus retrógrados ancestros, había pensado seriamente en el suicidio, tan solo estuve unos meses un poco cabizbajo y con ganas de quemarles la casa a los vecinos e irme a buscar a mi amada a la ciudad más bella del mundo. Me sorprendió mi reacción ante aquella ruptura que estaba cantada. No nos entendíamos, éramos como el día y la noche, y si no hubiera sido por convertirme en “puto” lo habría sido por cualquier cosa y en cualquier circunstancia. Lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible, como decía un tonto compañero de estudios, con el que compartí piso una temporada, que utilizaba esa frase para justificar cada suspenso.

 

Me había quedado solo puesto que era el menor de seis hermanos que ya llevaban tiempo viviendo sus propias vidas, una hermana casada con un alemán y que residía en Munich, un hermano, el mayor, un vividor nato, que era el relaciones públicas de una discoteca en Marbella y se tiraba, como él decía a cuanta sueca, alemana o escoba con faldas que encontrara en su camino. Visto desde la perspectiva de mis padres, los antecedentes de mi hermano ya anunciaban mi futuro. Tal vez fuera esa sensación de soledad la que me llevara a decirle a Lily que podía contar conmigo a pleno rendimiento, que abandonaba los estudios. La patrona no se lo tomó bien, yo era el único semental de su cuadra que tenía estudios universitarios y eso era algo que daba prestigio. 

 

Llevaba unos segundos escuchando un ruido extraño que descentraba el plácido discurrir de mis pensamientos. Tardé en darme cuenta de que se trataba del timbre del teléfono que ya debía llevar sonando un buen rato. Me puse en pie de un salto, como debí hacer la primera vez que sumergí mi dura cabeza de chorlito bajo el agua de la bañera, y me lancé hacia el pasillo donde había colocado el aparato. Intuía que la llamada era importante, y no me equivoqué. Antes arranqué la toalla del colgador, me sequé lo que pude para evitar luego tener que pasar la fregona por el baño y me la enrosqué por la cintura, no porque me estuviera viendo nadie o porque me molestara mi desnudez, simplemente era un tic adquirido tras tanta ducha después de las refriegas con las clientas, muchas de ellas eran tan puritanas o “tiquismiquis” que no soportaban ver mi miembro al aire después de haber visitado su cueva como un dragón encendido en la santa cólera del deseo.

 

Descolgué con brusquedad y al escuchar aquella dulce voz supe enseguida que no me había equivocado.

 

-Johnny… querido Johnny. ¿Cómo estás?

 

Por supuesto que era Marta, Martita la divina, como yo la llamaba para mi coleto. La mejor clienta de Lily, de largo, una morenaza de cuerpo espléndido, espléndidas curvas, pechos como dunas del desierto del paraíso y culo como la mejor y más sensual popa de un Bateau Mouche parisiense, vestido por Coco Chanel y en el que todos los modistos parisinos hubieran puesto su detalle chic. Adoraba su culo, me volvía loco, pero aún me afectaba más aquella voz, dulce, sensual, tan amable, tan gentil, tan…tan…tan… Mi poderoso miembro viril casi había alcanzado la máxima erección y solo tras la primera frase. ¿Qué me esperaba?

 

Pues una cita, ni más ni menos. Algo tan habitual llegó a emocionarme porque mi Martita llevaba mucho tiempo sin hacer acto de presencia en mi vida, desaparecida, “missing”, tras soportar estoicamente aquella repugnante debilidad que sufrí aquella malhadada noche en la que me atreví a confesar mi amor. Llegué a pensar que no la vería nunca más. Escuchar su vocecita dulce, con un punto de ironía, la que le salía del alma, sin poder evitarlo, cuando necesitaba pedirme un favor, casi produjo el milagro de mi resurrección, de la resurrección de Lázaro, escondido en su tumba hedionda durante tanto tiempo. Al menos mi pajarito sí había resucitado y deseaba cantar un aria a duo y cuanto antes.

 

En realidad no sería a duo, sino a trío, porque el favor que me pedía Marta era sobre todo para su amiga Esther, una amiga del alma que había descubierto que su marido le ponía los cuernos… ¡Vaya novedad! Martita lo sabía desde hacia tiempo, me lo había dicho a mí en la cama, entre las numerosas confidencias a que la llevaban mis caricias y el pequeño Johnny, siempre tan juguetón y locuelo cuando se trataba de la dulce Martita. No se lo había dicho. Ella siempre tan discreta, tan amable, tan elegante, siempre tan “chic” y tan “comme il faut”. Seguro que cuando Esther se lo comentó ella casi se desmaya del susto. “¡Tu marido! ¡Imposible! ¡Si te amaba con locura! Mi dulce Martita es una redomada hipocritilla. Tiene que serlo para triunfar en los negocios y en la jungla social de los guapos de este mundo y concretamente en la sociedad española, una de las más “ñoñas” del mundo, sino la que más.

 

Casi se me quiebra la voz al responder y lo que es peor, faltó el canto de un duro para que me echara a llorar como una Magdalena de Magdala. Tuve que hacer un esfuerzo ímprobo para que ella no notara nada. Me limité, pues, a confirmar que estaba muy bien, como ella comprobaría y que sería un placer consolar a su amiga y convencerla de que todos los hombres somos unos “c…” por eso mejor elegir a un gigoló, que te cuesta una pasta gansa, pero al menos es amable y le puedes despedir cuando quieras. 

 

 

Concertada la cita nos dijimos algunos cumplidos (los míos sinceros, los suyos tendría que demostrarlo) y colgamos. Regresé a la bañera, no sin antes pasar la toalla por el suelo de parqué, para evitarle a Angélica, mi empleada de hogar, un trabajo extra por el que recibiría una buena bronca. Angelitita, como la llamo yo cuando quiero hacerla rabiar, es una matrona de buen ver, unos cuarenta años, casada, yo diría que mal casada y peor tratada, a quien escogí en un “casting” que realicé tras un anuncio en la prensa, cuando comprendí que no podía ser un buen gigoló y una buena ama de casa al mismo tiempo. Aparte de por su buen hacer, quiero decir por limpiar mejor que ninguna, como me demostró cuando me pidió una oportunidad a cualquier precio (estuve a punto de gastarle una broma machista) también la escogí por su boca, no por sus labios sensuales que deben besar como los ángeles del cielo cuando bajan al infierno en vacaciones, sino por su boca-boca, es decir es una mujer mal hablada donde las haya, pero dice unas cosas… unas cosas… Me encanta escucharla, ya despotrique de su marido, de las vecinas, del mundo en el que vivimos o hasta de nuestro Jefe del Estado, a quien Dios nos conserve muchos años… lo más lejos posible. Especialmente me gusta cuando se mete con él o con los ministros, de quienes sabe sus nombres, de todos y cada uno, o con los pantanos o con los curas, o con… Ella se mete con todo el mundo, incluso conmigo, cuando le da por ahí y hasta llega a ponerse a sí misma a caer de un burro o de una burra, porque mira que es “burra” la Angelita, y cómo se pone cuando su autoestima baja como el termómetro en invierno. A veces la tengo que consolar y ella se deja y se deja… un día de estos la voy a consolar por completo y sin que tenga que darme nada a cambio, aparte de su sonrisa de ángel maltratado por la vida.

 

Terminé de limpiar el suelo como pude, regresé al servicio y eché más potingues al agua, salió mucha espuma y me sumergí de nuevo. Las variaciones Golberg no habían dejado de sonar un solo instante. ¡Qué relajantes! ¡Qué divinas! Aquella noche me las había prometido muy felices puesto que era lunes y los lunes Lily cierra sus numerosos quioscos, puede que sea la única madame en el mundo que da un día de descanso a sus sementales y potrancas. Ella es única para cuidarnos y mimarnos… Que no se me olvidaran los potingues que Lily nos suministra para que seamos los mejores en la cama, fogosos e insaciables, recién traídos de su laboratorio farmacéutico en Suecia, el lugar por excelencia de la libertad sexual. Aquella noche los iba a necesitar. Martita no había llamado precisamente hoy y concertado la cita para la noche porque le viniera bien a ella, sabía muy bien que yo libraba, y así se ahorraría pedirle permiso a Lily y obligarla a cancelar mis citas, y pagar una buena pasta por ello. Sabía que yo un lunes hasta se lo haría gratis, de hecho pensaba proponérselo, aunque si hay algo en lo que Marta es generosa hasta la tontería es con sus amantes o gigolós, o al menos concretamente conmigo. No ataba la bolsa cuando venía a verme. 

 

Me dispuse a relajarme tanto como pudiera, la faena nocturna que me esperaba iba a exigirme estar en plena forma. Me introduje en la bañera, me tumbé, colocando una almohadilla de espuma bajo la nuca y comencé a respirar rítmicamente, buscando una adecuada preparación para los mantras que me disponía a vocalizar. Necesitaba relajar y centrar mi mente. La llamada de Marta me había descentrado completamente. Mi intuición me decía que esta noche sería crucial en nuestra relación. Conociendo a aquella mujer suponía que ya había tomado su decisión, pero siempre podría cambiarla con el estímulo adecuado.

 

Inspiré profundamente, retuve el aliento todo lo que pude y espiré, lanzando el aire hacia el velo del paladar, procurando que todo mi cráneo retumbara al tiempo que vocalizaba el mantra. El sonido se expandió dentro de mi cabeza, haciendo vibrar carne y huesos. Cerré los ojos. Repetí el mantra tres veces, tal como me había enseñado la dulce Amako, y luego cambié a otro mantra.

 

¿Por qué siempre calificabade dulces a todas las mujeres que me gustaban? ¿Lo era Marta? Debería serlo, a pesar de su carácter fuerte, porque de otro modo no me habría enamorado de ella. ¿Lo era Amako? No tenía la menor duda al respecto. Ella sí era la mujer más dulce y tierna que había conocido. Mi viaje a Barcelona, un regalo de Lily, entre otros motivos, tenía por objeto que una experta masajista japonesa, Amako, me enseñara el masaje shiatsu, y también algo de yoga tántrico. Aunque pocos clientes de Lily sabían que era el tantrismo la mayoría de ellos se quedaban deseosos de que el profesional de turno les diera un buen masaje. Mi patrona, siempre tan avispada y creativa par los negocios, quería experimentar conmigo la posibilidad de ampliar las prestaciones de sus pupilos y pupilas, introduciendo el masaje y alguna novedosa forma de relación sexual. 

 

Por lo visto Lily ya lo tenía todo pensado desde hacía tiempo y también había hablado con Amako, llegando a un acuerdo económico satisfactorio para ambas partes. Yo recibiría lecciones de shiatsu y tantrismo durante unos meses, ampliables, tanto en tiempo como en disciplinas, siempre con la aprobación de mi patrona. El acuerdo no incluía las clases de yoga mental que Amako decidió darme por su cuenta y de forma gratuita. Me enseñó a relajarme y a practicar técnicas de respiración y mantras, pero sobre todo a meditar, la cumbre de todas las disciplinas mentales según ella, algo que a mí me estaba costando tanto como subir el Everest, de habérmelo propuesto, para cumplir uno de mis sueños utípicos.

 

Amako fue la más dulce de mis amantes. Nuestra relación era algo muy especial. A mí nunca se me ocurrió pedirle el consabido estipendio (nuestras relaciones sexuales no eran para mí parte de mi trabajo) y a ella nunca se le pasó por la cabeza pedirme un extra por las clases de yoga mental. Por supuesto que si yo le hubiera propuesto cobrarme por las relaciones sexuales ella habría intentado desentrañar mis palabras como si fuera un koan-zén, buscando el sentido oculto. Ella no era una prostituta y su negocio no solo perfectamente legal, sino también moral. Nos hicimos amantes porque nos sentimos atraídos. Eso fue todo. Nos entendíamos casi sin hablar, solo con mirarnos, nos hicimos amigos de esta manera y dimos el paso hacia una mayor intimidad de la misma forma, con una mirada más profunda e intensa.

Nunca podría pagarle todo lo que hizo por mí, lo que me enseñó, ni en dinero, ni mucho menos en “carne”. Eso sí, apreciaba el cariño como el mayor tesoro del que puede disponer un ser humano, tal vez por eso lado podría intentar pagar mi deuda, aunque me llevaría muchos años.

 

Lily estaba sobre todo interesada en que Amako me enseñara shiatsu, un masaje japonés del que había oído hablar, pero no se decidió hasta recibir lo que debió ser un esplendoroso masaje shiatsu por un japonés (fue un viaje de negocios, aunque mi patrona siempre aprovechaba los viajes también para sus placeres). Estaba convencida de que sus clientes pagarían lo que fuera por un buen masaje, en cuanto lo descubrieran. Se puede decir que yo era un adelantado, lo mejor de su “tropa” según ella. Si luego conseguía darle un masaje aceptable, aunque no fuera como el del japonés, mandaría a más personal a recibir lecciones de Amako, salvo que yo fuera capaz de dárselo a sus pupilas, de pupilos ni hablar Lily, le dije, y ella sonrió con aquella sonrisa suya que lo mismo podía elevarte al cielo que hundirte en el infierno.

 

Pero me estoy adelantando. Mi mente retrocedió un poco, algo más de un año, para recordarme cómo había comenzado todo. 

 

 

 

 

 

 

EL PUB DE PACO

 

 

A pesar de lo agradable que me estaba resultando recrearme en la imagen de Amako y lo placentera que fue nuestra intimidad durante los meses que convivimos, la mente, siempre caprichosa, siempre voluble, me impidió retener a la dulce Amako entre mis brazos por más tiempo. Una parte de mi mente parecía muy interesada en rememorar los orígenes, cómo empezó todo, como si de esta manera pudiera encontrar explicaciones que nunca nadie le había pedido, ni yo mismo, o ser absuelta de hipotéticos pecados que yo nunca creí haber cometido. A pesar de que mi vida siempre había sido para mí transparente y cristalina, como el agua fresca de un arroyo de montaña, algo en mi interior, tal vez el “yo” hipócrita, ese que siempre quiere ir con los demás, vayan donde vayan y aunque se arrojen al abismo (¿dónde va Vicente?, donde va la gente?) quisiera a toda costa justificar lo que casi todo el mundo considera injustificable, que alguien venda su cuerpo por dinero y se convierta en un prostituto o gigoló.

Fuera la que fuere la razón que tenía mi mente más hipócrita, pacata y reprimida, parecía estar obsesionada con hacerme revivir unos recuerdos que yo conocía ya muy bien.

 

El pub de Paco estaba situado por la zona de Bilbao, para quienes conozcan la capital, y de cara al exterior no se diferenciaba en nada de los muchos bares de copas del barrio, que entonces comenzaban a llamarse “pub” y que a mí, siempre tan romo para los idiomas, me sonaba como a “puf”. ¿Dónde vas tío? “Puf”, dónde voy a ir, a tomarme una copa. ¿Sería por eso que los llamaban “pufs”? Creo recordar que la aparición de los bares de copas tuvo mucho que ver con el ansia imitativa, anglófila, que nos invadía a los españoles por entonces, imagino que en gran parte debido a los famosos Beatles y al rastro que dejaron aquellos escarabajos o cucarachas, como me comentó un compañero sabiondo y que “fardaba” de hablar inglés como los ángeles ingleses, que era la traducción al español. 

 

La casualidad, o el destino, o tal vez mi deseo subconsciente de acabar de una maldita vez por todas con aquella miserable vida que llevaba, trabajando en empleos desagradables y mal pagados para lograr juntar lo indispensable para los gastos de matrículas y otros a los que no llegaba la cortísima asignación de mis progenitores, me llevaron aquella noche frente al pub de Paco. Regresaba yo del cumpleaños de un compañero de clase en la universidad al que apenas conocía y con el que solo había intercambiado un par de frases por pura cortesía. Con el tiempo me enteraría de que la invitación había tenido un claro tinte egoísta, con ella buscaba atraer a muchas chicas guapas entre las que hizo correr la voz de que “el guaperas” asistiría. En aquel tiempo me costaba mucho aceptar que pudiera tener algún atractivo para el bello sexo. Fui un adolescente larguirucho, pecoso, granuloso, repelente, como me decían las chicas, y tanto me acostumbré a sus desplantes y burlas, que mi éxito nada más llegar a la universidad me pilló de sorpresa por completo. Además mi desgraciada historia con María me hacía mirar con muchísimo recelo incluso a las chicas más guapas. *

 

*NOTA DEL EDITOR: Los lectores pueden conocer la historia completa de María, así como la de todas las mujeres que aparecen en esta historia, leyendo “Cien mujeres en la vida de un gigoló” que pueden adquirir en todos los comercios del ramo a un precio módico.

 

Como decía, regresaba de aquel malhadado cumpleaños al que nunca debí haber ido. ¿Por qué acepté? ¿Puede uno saber porqué elige un camino en una encrucijada y no otro, por qué mover un dedo puede cambiar tu vida y no moverlo significará ser un gris y anónimo oficinista? Nadie conoce el profundo sentido de la vida, ni si hay oficinistas allá arriba que van trazando nuestro itinerario en la vida como un funcionario de justicia tramita la ejecución de una condena, una vez que la sentencia ha adquirido el carácter de firme. Tal vez influyera en ello que me lo pidiera casi de rodillas la supuesta novia de uno de los amigos íntimos del homenajeado. Como supe después, para mi desgracia, la chica al parecer estaba colada por mis huesos y estaba esperando el momento de arrojarse en mis brazos y dar un desplante público y drástico a su novio. 

 

Apenas conocía a nadie en la fiesta, excepto a la mencionada novia y a un par de amigas suyas. La mencionada novia estaba muy ocupada preparándole la trampa al novio y las dos amigas estaban tan asediadas que me serví un gintonic y me dediqué a observar “el percal” desde un rinconcito a oscuras.

 

 

Continuará.