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Ana

en Sadomaso

Dejó las llaves sobre la mesita de la entrada. Estaba realmente cabreada. Le habían dado el cargo al capullo de Luis, que solo vivía para hacer la pelota a los dueños. Era un tío de lo más rastrero y arrastrado que se podía alguien imaginar. Y un total inútil que seguía adelante aprovechándose del trabajo de los demás.

Ana estaba furiosa. Necesitaba relajarse. Se fue directa al dormitorio, entró en el cuarto de baño, y abrió el grifo para que se llenara la bañera mientras se desnudaba. Fue dejando la ropa sobre la cama. Los zapatos la estaban matando, así que se dio un pequeño masaje.

Le gustaba que los hombres la miraran, así que vestía de forma lo suficientemente provocativa como para que todas las cabezas masculinas se fijaran en ella a su paso. Su trabajo y su deseo de ascender le habían impedido tener una relación seria y estable. Sus prioridades no casaban con las de aquellos que habían intentado algo más que un buen polvo. Ella no había nacido para ama de casa. Y en su interior se vengaba de ellos explotándolos en el trabajo, demostrando que una mujer podía ser tan productiva, dura y cruel como un hombre. O tal vez más. No tenía escrúpulos a la hora de calcular el rendimiento del personal que estaba a sus órdenes. Si no daban el 120%, no los quería.

Miguel había sido una de sus víctimas más sonada. Debía dinero hasta a los cobradores del autobús. Y pasaba su vida en la oficina, intentando hacer méritos para un ascenso. Su horario laboral nunca había bajado de las 14 horas diarias. Y así y todo, a Ana le encantaba exprimirlo más y más. Un día no pudo soportar la presión del trabajo y las deudas, y su única salida fue lanzarse desde el último piso del edificio para buscar la paz total en el asfalto de la calle.

Una vez desnuda, Ana se miró en el espejo del cuarto de baño. No estaba nada mal y lo sabía. Muchos hombres suspiraban por poseer aquel cuerpo de diosa. Y a ella le encantaba someterlos, jugar con ellos, humillarlos, y luego despreciarlos. Se recogió el pelo y lentamente se introdujo en el agua de la bañera. Estaba ardiendo (le gustaba así), por lo que se apoyó en los bordes de la bañera y poco a poco se fue deslizando dentro a medida que su piel se acostumbraba a aquella excesiva temperatura.

Sumergió todo el cuerpo, incluso la cabeza. Cerró los ojos, puso los brazos a ambos lados, y dejó que la paz y la tranquilidad se adueñaran de ella. Al poco, solo escuchaba los latidos de su propio corazón. Enseguida sacó solo la nariz para poder respirar. Le encantaba aquél silencio, aquella nada. Separó un poco las piernas para que el agua pudiera entrar por todas partes. Empezó a entrar en una especie de letargo, la somnolencia se apoderó de ella, y sin darse cuenta quedó adormecida y con el pensamiento en blanco, arropada por sus propios latidos.

Se despertó sobresaltada… le estaba entrando agua por la nariz. Se había quedado dormida y sin darse cuenta se estaba ahogando en su bañera. Quiso levantar la cabeza pero no pudo. Estaba inmovilizada. El terror se apoderó de ella. No comprendía lo que le estaba pasando, pero o respiraba enseguida o iba a morir ahogada. Intentó mover los brazos. Imposible. Las piernas tampoco le obedecían. Y le era imposible incorporarse para sacar medio cuerpo fuera de la bañera. Se intentó debatir, pero su cuerpo no reaccionaba, no la obedecía. El aire era ahora desesperadamente necesario. Si alguien la hubiera visto en la bañera, no habría podido entender que Ana se estaba ahogando sin mover un solo músculo. Solo sus ojos evidenciaban el terror por el que estaba pasando. Hasta que la luz se volvió oscuridad y las tinieblas envolvieron a una Ana ya agonizante.

Tenía frío. Estaba helada. Abrió los ojos y se encontró en la bañera. Tal como estaba cuando perdió el conocimiento. Pero algo había cambiado. Seguía sin poderse mover, pero la bañera estaba totalmente vacía. Se dijo a sí misma que tal vez había sufrido una parálisis. Así que se lo tomó con un poco de tranquilidad, pues al menos no había muerto ahogada. No entendía como el agua de la bañera había desaparecido, y lo achacó a que el tapón no cerraba bien y que eso le había salvado la vida. Empezó a respirar poco a poco hasta sentir de nuevo el aire entrando en sus pulmones.

Escucho un leve ruido que situó en la puerta del cuarto de baño, pero no pudo girar la cabeza para saber de dónde procedía. Eso le puso nerviosa, pues le hizo suponer que en la casa había alguien más. Escuchó como unos pasos se dirigían al cuarto de baño, y como se abría lentamente la puerta, haciendo sonar las bisagras como si de un lamento se tratara. Intentó alzarse otra vez, y otra vez se dio cuenta de que le era totalmente imposible moverse. Por el rabillo del ojo vio algo parecido a una forma humana. La forma se fue desplazando a lo largo de la bañera hasta quedar justamente a los pies de Ana. Estaba de espaldas. Ana enseguida se dio cuenta de que era un hombre, pero no supo quién. El miedo se apoderó de ella. Aquella figura quedó quieta, y luego se fue dando la vuelta… Ana gritó como una poseída al verle la cara. Pero de su garganta no salió ni un triste gemido. Allí, de pie en su cuarto de baño, estaba Miguel observándola con una sonrisa que hubiera helado la sangre al mismo diablo. Sin moverse. Simplemente observándola.

Tras unos minutos que le parecieron siglos, Miguel se colocó al lado de Ana, y la tomó por las axilas hasta lograr sentarla en la bañera. Era como mover a una muñeca, pues Ana no podía hacer el más pequeño movimiento. Se la quedó mirando, disfrutando de la vista. Las manos de Miguel acariciaron las mejillas de Ana. Muy despacio, como si se tratara de porcelana y no quisiera romperla. Ana lo sintió ardiendo, le dio repulsión y pánico. La hizo temblar, aunque su cuerpo seguía absolutamente inmóvil. Las manos de Miguel bajaron lentamente por su escote, hasta llegar a sus pechos. Tocaron sus pezones, y estos se pusieron duros al instante. Ana no lo podía creer, y Miguel sonrió al ver la mirada de Ana. Luego sus manos bajaron por su talle, hasta llegar a sus caderas, buscaron su depilado pubis y lo acariciaron sin prisas. Quedaron enterradas entre los muslos de Ana jugueteando con los labios de forma muy dulce.

Ana suspiró. No podía comprender como aquél hijo de puta seguía vivo, y se había colado en su departamento. Pero si todo lo que quería obtener de ella era meterla mano, la cosa no era tan grave. Antes o después se cansaría y se marcharía. La mente de Ana se había puesto de nuevo en marcha tras el susto inicial…

-        No sabes hasta qué punto me hiciste sufrir, Ana –le habló Miguel sentado en el borde de la bañera-. Precisamente tú, la mujer que tanto amaba y admiraba, fuiste la que me empujó directamente al vacío.

No había rabia en sus palabras, sino una simple y sincera exposición de los hechos. Tampoco era un medio de justificar nada.

Miguel se levantó y marchó del amplio cuarto de baño. Ana seguía sin poderse mover, pero su cabeza iba a mil kilómetros por hora intentado calcular todas las posibles variables que pudrieran darse en aquella situación, para tenerlas todas bajo control. Cayó en la cuenta de que si no podía moverse, mal podría dominar a Miguel o llevarle hacia un terreno provechoso. Esperaba que el deseo de Miguel hiciera ese mismo efecto sin ayuda de ella.

Ana no podía mover la cabeza ni los ojos, así que solo tenía una visión de todo aquello dispuesto justo frente a ella, con total pérdida de la visión lateral. Oyó volver a Miguel, pero no pudo ver si traía o no algo en las manos. Entonces escuchó el ruido que ciertos objetos más o menos metálicos hicieron al dejarlos Miguel sobre el mármol del lavabo. Sonó a algo muy pesado y contundente. Luego escuchó a Miguel volver hacia pasos hasta que sintió sus manos en las caderas. Miguel la medio levantó de la bañera hasta colocar a Ana a 4 patas mirando hacia el exterior. Detrás de ella quedaban los mandos de la ducha, del teléfono de la ducha, y de los inyectores que expulsaban agua a presión desde varios orificios hechos en la pared para dar masajes.

Una vez bien colocada, Miguel separó los muslos de Ana dejándola totalmente abierta. Empujó sus riñones hacia abajo, obligando al cuerpo de Ana a tener las nalgas totalmente respingonas, exponiendo de una forma absoluta e indecente su ano y vagina, como si se tratara de una perra en celo más que de una persona. Ese pensamiento le hizo reír, pues era la primera vez que pensaba en Ana como una perra y no como una mujer.

No tenía prisa. Tomó el bisturí, y con mucho cuidado cortó el capuchón del clítoris de Ana. Sabía que no había peligro de que Ana pudiera moverse. Pero en los ojos de ella vio reflejado el terrible dolor. No obstante, una vez obtuvo el pellejo del capuchón, lo dejó sobre el borde de la bañera, justo frente a los ojos de Ana. Luego tomó el pequeño soldador eléctrico que usaba para los componentes electrónicos, y con mucho cuidado fue quemando los bordes de la herida hecha, antaño piel. Dejó de sangrar enseguida. De hecho, incomprensiblemente, la herida sanó en apenas 15 minutos. Para Ana fue una agonía. El dolor era terrible, de locura. Y no podía ni siquiera retorcerse, llorar o gritar. No pudo mover un solo músculo. Y el clítoris de Ana quedó totalmente expuesto, sin sitio alguno donde refugiarse, a merced de cualquier objeto o ropa que quisiera acariciarlo. Ana incluso sentía en él incluso la pequeña corriente de aire que había en el cuarto de baño.

Miguel empezó a colocar en Ana los objetos que había traído. Estaban puestos por orden de tamaño en el mármol del lavabo, como si de una mesa de operaciones se tratara.

Primero colocó una correa en cada muslo de Ana. Y de cada corre hizo salir unas gomas elásticas atadas a unas pinzas colocadas en los labios vaginales externos de Ana. Estaban fuertemente apretados, así que en nada tuvo la vagina de Ana completamente abierta para todo lo que fuera necesario hacer con ella.

Luego colocó en cada pecho de Ana una copa de vidrio del mismo tamaño que las aureolas de sus pezones. Cada copa llevaba una goma conectada a un potentísimo equipo de succión.

Lo siguiente fue una especie de extraño y amplio cinturón alrededor de cada pecho, fuertemente apretado. Ambos cinturones estaban también conectados a unos cables.

En la boca de Ana introdujo un aro metálico entre sus dientes, de forma que Ana no podía cerrar la boca. Le era del todo imposible. De hecho no podía mover nada, pero el ver a Ana con la boca completamente forzada y abierta, le ponía muchísimo a Miguel. Tomó entonces unos alicates grandes del mármol del lavabo, y uno a uno le fue extrayendo cuidadosamente todos los dientes. A Ana aquello la transportó una y otra vez al mismo infierno, pero sin un solo movimiento de su cuerpo. Hasta que por fin solo quedaron las vacías encías. Ahora sería imposible que Ana pudiera hacer daño a nada que se metiera en su boca. Ni siquiera por accidente. Al igual que el capuchón del clítoris, misteriosamente la boca de Ana estuvo totalmente cicatrizada en 15 minutos.

Tomó Miguel unas pinzas metálicas con dientes, y las colocó directamente en el clítoris. Las apretó fuertemente para que antes que resbalar, desgarraran el clítoris. Luego, de la cadena que llevaban las pinzas colgó medio kilo de peso. Y un cable eléctrico suelto de dos o tres metros de longitud.

En el ano y vagina colocó pequeñas bolas metálicas unidas a sendos cables. Bolas que fueron a parar al fondo para no molestar ni impedir el uso de otros objetos por aquellos lugares.

En la abierta boca de Ana introdujo un enorme pene de silicona algo especial, pues llevaba también un pequeño cordón eléctrico.

Tenía más  objetos, pero de momento Ana ya tenía colocados los mínimos indispensables para poder empezar a jugar con ella. Miguel conectó todos los cables y tubos a una pequeña mesa parecida a una mesa de mezclas de audio. Hizo algunas comprobaciones, y sentado en la silla se dispuso a disfrutar de aquella magnífica visión.

Ana estaba horrorizada, incapaz de moverse. Hubiera deseado perder el sentido una y otra vez cuando Miguel le sacó los dientes, para terminar aquella horrible agonía. Pero algo o alguien lo impidió en todas las ocasiones. Se dio cuenta de que algo no era normal. Si hubiera sido una droga lo que Miguel le hubiera inyectado, ya estaría totalmente despierta y podría moverse. Y jamás pensó que las heridas suyas pudieran curarse en 15 minutos. Las pinzas del clítoris estaban totalmente clavadas de forma que lo traspasaban. El dolor era insoportable. Y sin embargo no había ni gota de sangre. Lo mismo pasaba con las pinzas de los labios vaginales...

Miguel se trajo una cerveza del refrigerador y se sentó cómodamente en la butaca que había colocado frente a la bañera de Ana, en aquel enorme cuarto de baño. Se puso delante la mesa con todas las conexiones, y se dispuso a gozar…

Y lo primero que hizo Miguel fue que Ana pudiera moverse, a excepción de brazos y piernas. Ana lo notó enseguida, pues pudo mover los ojos, intentó zafarse de las pinzas que tenía colocadas, sacar aquello que tenía metido en la boca, y salir de allí lo antes posible. Pero no pudo ser. Podía mover el cuerpo, gritar, pero manos y pies estaban soldados a la bañera. Imposible salir de allí. Aquél sádico hijo de puta quería gozar de todas y cada una de las torturas que había implantado en su cuerpo.  Giró su cabeza hacia Miguel y se le quedó mirando con los ojos llenos de lágrimas y desesperación. Miguel le lanzó sonriente un beso con la mano, y luego pulsó el primer botón…

Las copas de vidrio de los pezones empezaron a succionarlos muy lentamente. Los pezones iban creciendo poco a poco, literalmente expandiéndose debido a la cada vez mayor falta de presión. Ana lo encontró agradable, incluso sensual. Le gustó aquella nueva sensación.

El peso colocado en las pinzas del clítoris empezó a vibrar muy despacio. Eso hizo que Ana cambiara enseguida el enfoque de la sensación de los pezones por la del clítoris.  Aquella vibración le estaba despertando poco a poco aquella zona. Y se mezclaba el placer de la vibración con el dolor del peso obligando a las pinzas a clavarse cada vez más. Uno de los inyectores de agua se disparó y fue a golpear directamente el diminuto y torturado pene haciendo que se pusiera totalmente duro. La sensación hizo dar un fuerte respingo a Ana, que intentó abrir todavía sus muslos para dar paso a aquél chorro liberador que la estaba poniendo muy muy salida.

Otro inyector mucho más potente se disparó justo hasta el ano, de forma que empezó a hacer gemir a Ana. El ano se fue abriendo poco a poco, como deseando dar paso a aquel chorro de agua hacia su interior. Cada vez estaba más distendido, y cada vez el chorro era más fuerte, hasta casi adquirir la consistencia de un trozo de carne que se renovara a cada segundo y que deseara literalmente ensartarla y abrirla hasta romperla. Ana empezó a cerrar los ojos, a gemir y a babear con su boca llena y abierta.

La bola metálica de su vagina se colocó sobre su punto G, y empezó a segregar unas gotas de un raro producto que rápidamente secaron para dejar la bola totalmente pegada a ese punto. Una vez conseguida la total adhesión, la bola se fue alargando hasta tomar la forma de un pequeño plátano metálico. Cuando terminó empezó a vibrar suavemente…

Aquella vibración hizo que la bola metálica del ano se colocara justo encima, se imantara, y tomara la misma forma de pequeño y metálico plátano. Ahora ambas formas estaban vibrando suavemente.

Aquellas ondas se iban extendiendo por todo el hueso de la cadera de Ana, llegando hasta las partes más profundas de su ser. La sensación del chorro directo a su clítoris empezó a mezclarse con las vibraciones de su punto G y del interior de su ano. Los pezones estaban creciendo cada vez más, y a cada instante más y más sensibles, y su ano se estaba abriendo a pasos agigantados para dar cabida al creciente chorro de agua de los inyectores. Empezaba a perder el control de su cuerpo y de sus sensaciones…

Las dos bolas metálicas fueron haciendo crecer tanto su tamaño como su vibración. Ahora Ana ya sentía que estaban llegando hasta su útero. Deseaba que aquello fuera mucho más deprisa, pues aquella lentitud era desesperante.

Los pezones empezaban a doler. La vibración de las bolas la estaba volviendo loca… cuando notó que de las mismas estaba también recibiendo pequeñas descargas eléctricas. Esas descargas provocaban que sus músculos se contrajeran en contra de su propia voluntad. Cada vez más rápida e incontrolablemente. Su vagina se abría y cerraba. Tu útero se abría y cerraba. Su ano se abría y cerraba. Su clítoris sentía cada golpe eléctrico. Su punto G notaba cada sacudida, y todo aquello la iba llevando por un torrente cada vez más fuerte, más rápido y más salvaje.

Los pequeños cinturones que tenía colocados alrededor de cada pecho, empezaron a sacar unas agujas que fueron clavándose en la carne muy despacio. Ana apenas lo notó al principio, centrada en lo que estaba sucediendo en su ano, vagina y clítoris. Pero poco a poco las agujas fueron clavándose más profundamente. Luego empezaron a calentarse.

El ano estaba ya totalmente abierto, y el chorro entraba directo a sus intestinos. El agua tibio volvía a salir sacando toda la porquería que Ana tenía en los intestinos, hasta dejarla limpia como los chorros del oro. Otro nuevo chorro, pero mucho más pequeño, fue como dibujando cada centímetro del coño de Ana.

Cada parte de su cuerpo fue sintiendo como todas las sensaciones crecían poco a poco. Tanto de dolor como de placer. Luego, como por arte de magia, unas partes aceleraban y otras iban más lentas. Pero jamás disminuían. No se acordaba de Miguel. Lo había olvidado, centrada en todo lo que estaba sintiendo. Y Miguel parecía un pianista tocando su más importante obra, transfigurado, con sus manos yendo de un panel a otro. Iba llevando a Ana por todos aquellos caminos secretos que siempre deseó pero jamás tuvo oportunidad.

Ana estaba punto de explotar. Cada parte de su cuerpo deseaba llegar al orgasmo lo más rápidamente posible, pero Miguel se lo negaba, haciendo que otra parte de ella tomara las riendas del camino y llevándola por un nuevo sitio.

El pequeño chorro de agua que apuntaba su coño se quedó quieto justo en la entrada de la vagina, y empezó a aumentar su caudal y temperatura, consiguiendo que se fuera abriendo del mismo modo que antes lo había hecho su ano. Ana, más que agua, sentía que dos enormes pollas líquidas y ardientes, en constante crecimiento, se estaban adueñando de sus intestinos y útero para llenarla hasta hacerla reventar. Las contracciones creadas por las sacudidas eléctricas de las dos bolas metálicas se habían convertido en olas de placer que estaban trayendo  unos orgasmos terribles desde muy lejos, pero ya visibles.

Miguel empezó ahora a mezclar dolor y placer. Los pezones estaban a punto de abrirse y desgarrarse por la casi total falta de presión, llenando casi por completo las copas de succión. Las agujas de los cinturones de los pechos se pusieron al rojo vivo, y dando descargas eléctricas directamente al centro de los pechos. La carne se estaba medio asando quedándose pegada a ellas. El dolor empezaba a ser terrible, pero el placer también…

Todo iba creciendo. Ana temió volverse loca, cuando el pene de su boca empezó a vibrar y a meterse boca abajo hasta su garganta, tocando las cuerdas vocales.

Ana no podía respirar. Se estaba ahogando. El dolor era cada vez más terrible, los pechos eran puras masas de dolor y agonía, mientras de cintura para abajo era placer mezclado con dolor… todo subía, todo era más y más fuerte, se estaba perdiendo ella misma dentro de todo aquel laberinto de mezclas. La falta de aire y la sensación de pérdida de conocimiento multiplicaron por diez todas las sensaciones, tanto las de placer como las de dolor. No podía separar unas de otras. No quería separar unas de otras. Y la gran ola, aquella tan esperada, tan deseada, tan desesperadamente llamada desde el interior de su muda garganta, llegó y la invadió. Y su cuerpo explotó, reventó, se abrió en canal para recibirla. Le dio refugio en cada una de sus entrañas, en su útero, en sus pulmones, en su vejiga y en el interior de sus riñones. Aquella ola la poseyó total y absolutamente… y no marchó. Fue creciendo, apoderándose de ella, como si todas las demás olas del mundo estuvieran haciendo cola para convertir a Ana en la más puta de las sirenas. Como si el agua fuera su propia sangre, tomándola desde su más ínfima célula. Porque Ana no moría. Miguel no la dejaba morir. La tenía en esa bañera haciéndole sentir hasta matarla, pero sin morir.

Hasta que Ana, momentos antes de perder el conocimiento por décima vez, se quedó mirando a Miguel desde su posición a 4 patas en la bañera… y pensando en él, y con la garganta llena, intentó decir algo así como:

- Amo, dame fin, por favor.

Cuando Ana quedó inconsciente al decir/pensar esa frase, Miguel desconectó la mesa y antes de apagar la luz, metió su mano entera en el ano de ella hasta medio brazo. Sintió a Ana por dentro, desde sus entrañas. Por un momento pensó en agarra aquel corazón que tanto daño le hizo, y sentirlo en sus propias manos, entre sus dedos. Pero tenía tiempo para eso. Ahora debía ser duro con ella y domarla totalmente. Cerró su puño y lo sacó así, muy despacio, muy suavemente, acariciándola por dentro. Con tanta agua Ana estaba totalmente limpia por dentro.

- Mañana empezaremos desde el principio, perra, pero con algunas nuevas variaciones. Tenemos todo el tiempo del universo, y hasta entonces vas a pertenecerme. Vas a vivir en mi infierno privado por los siglos de los siglos, hasta que me apiade de ti y te de muerte.