miprimita.com

La Herrería (capítulo 5)

en Sadomaso

(5)

Cuando Nora se despertó, los dos perros seguían dormidos aun con las luces encendidas. Ya se había acostumbrado a su estado de total desnudez, y no echaba de menos la ropa. Los perros le daban todo el calor que necesitaba, además de no sentirse tan sola. No. No era eso. Más bien formaba parte de una familia muy extraña formada por el amo, los perros, y en el último lugar y sirviéndoles a todos, ella.

El tiempo fue pasando, aunque Nora no tuviera ni idea de cuánto. En aquella habitación no existía ni el día ni la noche. Y, de algún modo, Nora tampoco sentía ya la necesidad de saberlo. El reloj seguía marcando las 5:45. Y Nora aprendió a disfrutar de la compañía de los perros. Seguía siendo humana, pero habían quedado atrás muchas cosas que ahora juzgaba superfluas. Echando la mirada al pasado, se dio cuenta del trabajo del amo. Y de la paciencia que mostraba con ella. En ningún momento la obligaba a nada. La puerta de la jaula no se volvió a cerrar desde la primera vez que la encontró abierta. La puerta de la habitación seguía también abierta de par en par. Pero el deseo de huir había desaparecido totalmente. Allí estaba a gusto. Y lo que pasara allí fuera, en el mundo que antaño llamaba normal, no le importaba en absoluto. Su mundo estaba ahora en aquella habitación. Totalmente protegida. Era amada por todos los que la rodeaban. Desde los perros hasta el amo. Era curioso. En un principio pensó que aquel hombre la obligaría. Que de algún modo se impondría a ella por la fuerza. Pero fue todo lo contrario. Siempre le dio a elegir, y ella siguió eligiendo ser suya. A cualquier precio. Ahora, la puerta abierta le daba incluso cierto vértigo. Ya no era la muchacha que entró hace tiempo. Había cambiado. Ahora era lo que siempre había deseado ser. Su orgullo había desaparecido por completo. Su vergüenza siguió a su orgullo. Nada tenía (ni podía) esconder al amo. Era como si hubiera abierto su alma y se la hubiera expuesto delante de ella, enseñándole quien era Nora de verdad.

Y ya limpia de prejuicios, miedos, orgullos, vergüenza y falsas moralidades, ahora se sentía totalmente entregada a él. A veces ella misma sonreía cuando recordaba sus preocupaciones por el trabajo, por quedar bien con los jefes. O por los problemas familiares porque cuando ayudaba a unos, los otros se cabreaban. Si tenía poco, por tener poco. Si tenía mucho por tener mucho. Nunca nadie estaba satisfecho. Ahora el mundo era distinto. La vida era mucho más sincera, más profunda, más tranquila. Su amo la tenía al margen de todo. Su mundo era aquella habitación, y no quería más.

Claro que dolía. Cuando el amo la azotaba, Nora se sentía en el mismo infierno. Gritaba, babeaba, suplicaba y se desesperaba. Pero era ella. Absolutamente ella. Totalmente ella. Sin tapujos, abierta y sin nada que esconder. Entregada al dolor, a la humillación  o al placer, si era lo que su amo deseaba de ella. Pero sabía y sobre todo sentía, que incluso en aquél infierno, su amo seguía estando con ella, a su lado, encima de ella y dentro de ella a la vez. Y eso le daba toda la seguridad del mundo. Si su dolor era lo que hacía feliz a su amo, se lo ofrecía encantada. Solo le ofrecía aquello que su amo quisiera tomar de ella. Su placer, su sensualidad, su entrega, su obediencia, sus gemidos, sus lágrimas, su sudor… incluso su vida.

El amo le había puesto, al igual que a los perros, un cuenco de acero inoxidable donde le dejaba la comida. La misma que a los perros. Y bebía del mismo pozal que los perros. Sus necesidades las seguía haciendo sobre los papeles de periódico que cada día cambiaba su amo. En el mismo sitio que lo hacía los perros. Y mucha gente podría pensar que aquello era inhumano, insoportable. Todo lo contrario. Dejadas atrás las tonterías y las máscaras, ella disfrutaba de sentirse totalmente libre para vivir así, como siempre había deseado, al margen de lo socialmente aceptable. El tiempo ya no existía. El reloj no mostraba cambio alguno. Allí no tenía poder sobre nadie. Solo el ahora, el sentir, el saberse viva y disfrutarlo minuto a minuto. Dejando que el futuro y el destino llegaran poco a poco, a pequeñas dosis bien controladas por su amo. Y no le importaba si quedaban 40 o 5000. No era su problema ni le incumbía. Ella estaba allí para él, y también para ella misma. Ahora sabía sacarle el jugo a cada segundo, aunque los segundos ya no existieran para ella.

Los cachorros habían dejado ya de intentar mamar en sus pechos, y preferían saciar su hambre de los cuencos de comida. Los echaba de menos. Echaba de menos aquellos dientecillos de aguja clavándose en sus pezones para alimentarse de su sangre. Entonces los sentía totalmente suyos. Parte de ella.

En cuanto a sus dos amos, el mastín español y el pastor alemán, ambos la tenían totalmente ocupada. Su ano y vagina ya se había adaptado totalmente a ellos, y si bien el primer día pensó que iba a ser desgarrada, ahora entraban en ella fácilmente y con mucha asiduidad. En aquellos momentos se sentía totalmente de ellos. Perra de los pies a la cabeza. Nora gritaba, aullaba, babeaba y los alentaba a tomarla lo más profunda y salvajemente posible. Cuando por fin todos quedaban dormidos, Nora quedaba totalmente exhausta. Los acariciaba, y se quedaba dormida sobre ellos, o entre ellos, en un verdadero rompecabezas de cuerpos y extremidades.

Y el amo llegó y se llevó a los perros. Nora quedó desolada al escuchar la noticia de boca del amo. Y éste, como muestra de cariño, le dejó que se despidiera de ellos sin prisa alguna. Luego puso a Nora sentada en la silla que tantas veces había ocupado él tomando notas en su bloc. Nora se sintió extraña, y sin pensarlo dejó la silla a un lado y se sentó en el suelo junto a ella. Luego, curiosa, vio como el amo limpiaba y desinfectaba concienzudamente la habitación. Como se llevaba la roída manta a la que tanto cariño le había tomado Nora. Y como también desaparecía el mini-colchón de espuma. En su lugar, el amo colocó un canapé de madera, un enorme colchón cuadrado de 2 mts de lado, sábanas y mantas. Nora no entendía nada. Estaba pensando en lo que había hecho mal para merecer aquél castigo.

El hombre colocó una mesita junto a la cama, sacó instrumental, y lo puso sobre un lienzo inmaculado de puro algodón. Luego llamó a Nora para que se colocara agarrada junto a los barrotes de la jaula. La estuvo examinando minuciosamente unos minutos. Tomó un barreño de agua jabonosa y la duchó 3 veces seguidas usando un estropajo, hasta dejarla casi sin piel. Nora no dijo ni palabra, pensando en la razón de todo aquello. Al cabo de media hora, parecía un verdadero e inmaculado ángel. Blanca, limpia, brillante y esplendorosa. Tanto tiempo sin tomar el sol le había dejado el cuerpo muy pálido. El hombre tomó nota mentalmente de ello.

Cuando terminó, sentó a Nora sobre la cama y se colocó ante ella sentado en la silla, con la mesita a un lado llena de instrumental. Nora no quitaba ojo de los pequeños botellines, pinzas, agujas, algodones y demás objetos que se hallaban sobre la mesa.

-Las manos cogidas detrás de la espalda, y no se te ocurra moverte.

         Nora hizo caso inmediatamente. El hombre se puso unos guantes de látex, y usó una gasa impregnada de agua oxigenada para limpiar los pezones de Nora. Volvió a limpiar la zona con un líquido rojo (llevaba algo de yodo) para una total desinfección. Luego tomó una especie de pinzas terminadas en triángulos, y presionó entre ellas el pezón derecho de Nora. Ante el frío del metal, el pezón se puso rápidamente duro y erguido. El hombre tomó un catéter y un corcho de una bolsa herméticamente cerrada. Colocó el corcho a un lado del pezón, y el catéter en el lado opuesto. En un movimiento rápido y decidido, el catéter atravesó el aplastado pezón hasta quedar clavado en el corcho. Apenas salieron dos gotas de sangre. El hombre sacó el corcho y lo sustituyó por un aro metálico de titanio. Apoyó el extremo del aro en el catéter, y en un movimiento igualmente rápido deslizó el aro a través del pezón de Nora, a medida que el catéter iba siendo retirado. Con un bastoncillo de algodón especial (no dejaba pelos), limpió la sangre. Luego cerró el aro. Y por último usó un pequeño spray con suero salino para humedecer el pezón y terminar de limpiarlo a conciencia. No quedó rastro alguno de sangre, y el aro atravesaba, perfectamente horizontal, el centro del pezón de Nora todavía erguido y duro. Nora se dio cuenta de la profesionalidad de aquél hombre, pues todo el proceso no había durado más de 3 minutos. Y en ningún momento vio temblar su mano, ni tampoco pudo distinguir rastro alguno de duda en toda la operación. En cuanto al dolor, apenas un instantáneo pinchazo.

         El otro pezón quedó exactamente igual que el primero, y en el mismo tiempo. Nora siempre pensó que ser anillada iba a ser muchísimo más doloroso. No se atrevió a decir nada, pero no pudo reprimir un gesto de satisfacción al ver sus pezones anillados por el hombre que ahora era su amo.

         Una vez colocadas ambas anillas, el hombre colocó a Nora de espaldas sobre la cama, con las piernas abiertas y los pies sobre el borde de la cama. Y media hora más tarde, y con un poco más de dolor, Nora tenía tres anillas en cada labio mayor de su vagina, y otro colocado atravesando horizontalmente el capuchón de su clítoris. Dos anillas más, una en cada labio menor, cerraban el proceso de colocación de los piercings. Había salido algo más de sangre que en los pezones, pero el hombre hizo un trabajo envidiable de limpieza e higiene. Un total de 11 anillas fueron colocadas en el cuerpo de Nora, en menos de una hora.

-Ni se te ocurra tocar ninguna anilla ni las zonas circundantes a las mismas con tus manos ni con ningún otro objeto. Dormirás siempre boca arriba y con las piernas abiertas, hasta que te dé otra orden.  Y si te duele o sientes hinchazón o rojez, me lo dirás enseguida. Te vendré a limpiar todas las heridas dos veces al día, hasta que cicatricen perfectamente. Deben estar secas y limpias en todo momento.

         Dicho esto, el hombre tomó una cánula, y después de humedecerla con un producto que Nora desconocía, la fue insertando lentamente en el conducto de la uretra. Al cabo de unos minutos, una vez seguro de haber llegado hasta la vejiga de Nora, colocó un tubo de goma en el otro extremo. El tubo descendía por el muslo de Nora hasta una bolsa colocada sobre un pequeño pedestal metálico en el suelo, junto a la cama. De esta forma, Nora quedaba sondada para que la orina no pudiera infectar las heridas de sus anillas. Sin poder impedirlo, Nora vio como pequeñas gotas iban deslizándose por dentro el tubo de goma hasta la bolsa.

         Nora pensaba que su amo ya había terminado, pero se equivocó. El hombre retiró todo el instrumental de la mesita y lo metió en una bolsa de plástico. Luego sacó del cajón de la mesa unos grilletes que colocó en los tobillos y muñecas de Nora, fijándolos fuertemente al lateral de la cama. Ahora Nora quedó totalmente inmovilizada. El hombre no quería que, mientras durmiera, pudiera lastimarse al tocarse las anillas. Luego, con un par de cuerdas sujetas a la cama, dejó totalmente abiertas las piernas de Nora.

         Y, como novedad, Nora fue testigo de cómo aquel hombre colocaba unas pilas en el reloj de la pared, y las 5:45 pasaron a ser las 19:35. Si hasta ahora el tiempo no había existido para Nora, desde aquél momento su tortura fue ver recorrer lentamente cada número del segundero. Los minutos se volvieron horas, y las horas días. Sin poderse mover, ansiaba las visitas que dos veces al día recibía de su amo. La limpiaba, cuidaba de sus heridas, le ponía un cuenco de plástico para que hiciera sus necesidades, le cambiaba la bolsa de la orina, y le daba de comer y beber.

Nora tuvo mucho tiempo para pensar. Su mente viajó por su anterior vida como administrativa, sus amigos, su familia. Ahora todo parecía haberse perdido en el tiempo, como si se tratara de siglos atrás, o incluso de otra vida. Su mente había cambiado, y ya no se podía reconocer en aquella muchacha que jugaba con los hombres y los usaba a su antojo. Aquella caprichosa que tenía un amo con dinero, y del que sacaba todo lo que quería y más. Ahora deseaba seguir allí, lejos del mundo, para ser forjada al modo y manera que su dueño quisiera, incluso por encima de ella misma.

Nora llegó a odiar el reloj más que a nada en el mundo. Necesitaba cada visita de su dueño, el cual llegaba con total puntualidad. Eso hacía que deseara sus caricias, su contacto, sus manos en la piel. Su olor. Su calor. Al principio pasó vergüenza cuando tenía que hacer sus necesidades en su presencia. Luego lo fue tomando como algo normal y cotidiano. Poco a poco, se dio cuenta de que su corazón se aceleraba cuando él estaba a punto de llegar. La sangre le corría más rápido. Soñaba que la violaba, que la azotaba y abofeteaba, y luego la tomaba por la fuerza, haciéndole mucho daño. Y cuando despertaba se encontraba totalmente húmeda. Su amo enseguida se dio cuenta de ello, pues tenía que limpiarla más a conciencia. Aquella humedad solo retrasaría la perfecta cicatrización de sus heridas, ya que debían estar lo más secas posible.

En los primeros días, las heridas se inflamaron un poco. Su amo le llevaba bolsas de guisantes congelados, le colocaba una gasa sobre las heridas, y dejaba la bolsa sobre ella unos minutos para que se bajara la hinchazón. Al cabo de una semana, la hinchazón desapareció. Y en los días siguientes, Nora aprendió muchas cosas de su amo. Para poder hablar, primero le tenía que pedir permiso. Para poderse mover, lo mismo. Cualquier acción por su parte requería del beneplácito de su dueño. Y a ella le encantaba. La hacía sentir totalmente suya y entregada a él. Para que no marchara enseguida, y poder disfrutar de su compañía, Nora le empezó a contar sus sueños. Y poco a poco nación un diálogo entre ambos, en el que Nora se empezó a mostrar tal cual era. Sin máscara alguna. Y se dio cuenta de que ahora se sentía mucho más libre, más ella misma.  Sin miedo a que nadie la tomara por loca o por depravada. Por primera vez en su vida era sincera con ella misma, y a la vez hacía partícipe a alguien de su propio interior y de sus deseos más íntimos.

Al cabo de tres semanas ya tenía los pezones totalmente cicatrizados. Su amo limpiaba las costras con agua oxigenada. Cada día observaba atentamente herida por herida, hasta que un día hizo girar muy despacio la anilla de su pezón derecho. Se movió sin dolor alguno. Todo lo contrario. Nora sintió por primera vez algo muy especial. Dentro de su cuerpo llevaba algo que había colocado su amo, ya para siempre. Y al sentirlo, un sentimiento de entrega y de ser suya la embargó por completo. Pero debido a la humedad de su propio cuerpo, las heridas de los labios menores de su vagina llevaron casi dos meses. Dos meses en los que Nora y su amo llegaron a conocerse tan íntimamente como jamás se conocieron dos personas. Y sin un solo polvo.

El día que su amo dio por curadas las anillas de sus labios vaginales, Nora lo recordaría para el resto de su vida. Después de la revisión rutinaria, su amo la tomó de las anillas y tiró suavemente de ellas. Las hizo girar. Nora gimió al sentirle tan íntimamente en ella. Era estúpido, de colegiala. Pero jamás había sentido algo así. Y en ese preciso momento, estando abierta durante dos meses, sintió como la mano de su amo tiraba de la anilla del capuchón del clítoris y lo dejaba totalmente al descubierto. Acto seguido la boca de su amo se pegó a él, y empezó a lamerlo. Nora no se lo esperaba, y su cuerpo se contrajo de golpe… sin poder hacer nada por evitarlo. A los pocos segundos estaba perfectamente húmeda. Su amo empezó a jugar con el agujero del ano. Y con la otra mano, introdujo algunos dedos en su vagina. Nora empezó a retorcerse. No podía luchar contra  aquello. Intentó zafarse, pero estaba literalmente encadenada a la cama. Ni siquiera podía cerrar sus piernas. Gimió, gritó, y pidió permiso a su amo para correrse. Pero el permiso no llegaba. Luchó con todas sus fuerzas para contener aquel volcán a punto de entrar en erupción. No pudo distinguir si el orgasmo llegaba por el ano, por la vagina o por el clítoris. Solo era una gigante ola que amenazaba con destrozarla. Y entonces, cuando ya estaba a punto de estallar, escuchó a su amo empezar una cuenta atrás. 10… 9… 8… 7… era terrible, la más espantosa tortura. Su cuerpo a punto de hacerse pedazos y tener que luchar contra él. 6… 5… 4… 3… 2… 1… Y explotó. El cuerpo de Nora se arqueó como un puente sobre la cama. Gritó hasta quedar afónica. Y empezó a sufrir una convulsión tras otra mientras su cuerpo era presa de un enorme y monstruoso orgasmo… tras otro. Su amo no le dejaba controlar anda. Tan pronto venía de su ano, como de su vagina. O de ambos a la vez, o se unía con el del clítoris… y el placer se volvió agonía cuando su cuerpo ya no podía más, y su dueño le obligaba a seguir adelante, uno tras otro. Nunca supo si fueron muchas, o se encadenaron en uno inmenso y larguísimo. Su cuerpo, cuando su dueño dejó de acariciarla, fue presa de terribles e incontrolables temblores. Y entonces sucedió. Su amo la desató de la cama por primera vez en dos meses. Le sacó la sonda, y la abrazó colocándose sobre ella. Por primera vez Nora sintió a su amo envolverla por completo con su cuerpo. Y se juró a si misma que jamás volvería a estar lejos de él. Se dio cuenta de que Nora ya era de su amo. No solo con su mente. Su cuerpo también lo reclamaba. Lo ansiaba. Lo deseaba y lo necesitaba. Y por primera vez en mucho tiempo, Nora quedó dormida sin permiso y sin sueños. Tal vez porque todos los que había tenido ya se estaban haciendo realidad.

Cuando Norma despertó de nuevo, eran las 11:03:16 en el reloj de la habitación. El hombre estaba sentado en su silla, mirándola fijamente. Se acercó a ella, entrando en la jaula, hasta quedar a poco más de un metro de ella.

-Levántate y ven.

         Norma se sentó sobre el borde de la cama. Y al ponerse de pie, las fuerzas le fallaron y estuvo a punto de caer al suelo. El hombre la sujetó fuertemente, y la ayudó a dar unos pasos por la jaula para ver su estado. Las piernas de Nora apenas la sujetaban, tras tanto tiempo de reposo en la cama.

El hombre tomó a Nora en volandas. Nora, sin pensarlo, agarró a su dueño por los hombros y se dejó hacer, totalmente embobada al sentirlo tan pegado a su piel. El hombre atravesó la puerta de la jaula, y se dirigió escaleras arriba con Norma en sus brazos. Poco a poco se fue haciendo claro, y Nora empezó a ver la luz del día por primera vez en muchos días (no tenía ni idea de cuántos). Intrigada y feliz por estar en brazos de su dueño, solo pensaba en saciar su curiosidad por ver cómo era aquel lugar. No sabía dónde estaba, pues tras beber el café con leche que le dio su amo al entrar en la furgoneta, quedó totalmente dormida. Nunca supo del recorrido, del viaje ni de la situación en el que había sido llevada para su educación como esclava. Y entonces recordó a su ¿amo?, aquél ahora extraño personaje que la había entregado para ser domada. Tal como le ordenó, se presentó en una dirección a una hora concreta, donde sería recogida por un hombre que le mostraría una tarjeta suya. Subió a la furgoneta, y minutos después estaba completamente dormida. Hasta despertar en la jaula.

Al final de las escaleras, Nora pudo observar el interior de un enorme cobertizo. Unas cuadras con 3 caballos, y alguna otra vacía. Muchas balas de paja amontonadas a un lado, sacos de grano, un pequeño tractor, útiles de labranza, un pequeño carricoche de dos ruedas, dos ponys, y un montón de maderos enormes y pesados que daban la apariencia de una carpintería. Una pequeña forja de hierro, cadenas, cuerdas, y un polipasto colgando de uno de los laterales del cobertizo. A un lado vio el potro sobre el que estuvo atada en varias ocasiones, acompañado de otros similares de muy diversas formas. Nora no pudo dejar de pensar en el uso para el que cada uno de ellos estaría creado. Y no pudo evitar humedecerse. Al girar la vista hacia arriba, se dio cuenta de que un primer piso que circundaba el cobertizo por todos los lados a excepción de la entrada, de apenas unos 3 metros de anchura. El techo debería estar a más de siete metros de altura. La puerta del cobertizo era enorme, y estaba abierta de par en par. Podría pasar un camión sin ningún problema. A lo lejos, solo montañas. Y luz. Mucha luz. Nora tuvo que cerrar los ojos enseguida. Tanto tiempo encerrada le estaba pasando factura.

Enseguida sintió en su piel el calor del sol. Por la temperatura, Nora pensó que estarían ya a finales de Junio, principios de Julio. El hombre colocó a Nora sobre una tumbona de madera, completamente estirada. Luego le dio unas gafas de sol.

-No te muevas de aquí.

         Nora le hizo caso, y en un par de minutos sus ojos se acostumbraron a la luz y pudo observar todo lo que la rodeaba. Una enorme masía, grandes montañas con nieve en alguna de las cimas. Bosques de abetos, una gran pradera llena de hierba, con un fascinante río cruzándola. Un vallado para los caballos, una perrera rodeaba por alambradas de unos 3 metros de altura, con sus casetas correspondientes. Un aparcamiento para coches, con techado de madera, en la que solo pudo ver la furgoneta en la que se subió días antes. Su vista recorrió todo lo abarcable intentando descubrir una casa o un pueblo a lo lejos, pero no pudo hallar nada. Y de alguna manera, eso le encantó. Lejos de la civilización, a solas con su domador y dueño. Sin que nadie pudiera tener la absurda y estúpida idea de intentar salvarla o rescatarla.

         Sin poderlo evitar, Nora separó sus piernas y colocó sus brazos en los costados a fin de poder sentir el calor del sol por todo su cuerpo, y la brisa recorriendo cada centímetro de su piel. Atrás quedaba su pasado, y no tenía ninguna prisa por saber cuál sería su futuro. De hecho, su futuro ya estaba en las mejores manos que hubiese podido siquiera soñar. Y no tenía intención ni deseo alguno de cambiarlo.

         Ensimismada en sus pensamientos y sus sentidos, no se dio cuenta de que su amo estaba de nuevo con ella. Intentó levantarse rápidamente, pero su amo se lo impidió.

-No te muevas. Ahora vamos a fortalecer esas piernas tan flacuchas.

         El hombre llevaba unos aparatos que Nora desconocía. Se sentó junto a Nora sobre un taburete de madera. Tomó uno de los aparatos, de un tamaño algo menor de un paquete de cigarrillos. Lo ensartó en una cincha de lona, y la cincha la colocó fuertemente apretada alrededor del muslo de Nora. El pequeño aparato quedó a un lado, como si de una cartuchera se tratara. El otro aparato, exactamente igual, lo colocó en el otro muslo. Nora no tenía ni idea de la función que podría tener todo aquello. Entonces el hombre le hizo elevar la cadera, y le colocaba con sumo cuidado un arnés muy particular. Un pequeño plug metálico le fue introducido en el ano, y otro algo más grande en la vagina. Ambos estaban sujetos al arnés (muy fino pero resistente) por la base. El arnés estaba sujeto por unas cuerdas que corrían por la cadera y la cintura de Nora, de forma que era imposible que cayera o bajara. En la parte frontal, el arnés tenía una pequeña joya metálica en forma de marco ovalado, incrustado dentro de los labios menores de Nora. Enseguida se dio cuenta de que la función de aquella joya era llevar completamente al descubierto su clítoris. El hombre colocó unos cables desde cada cartuchera hasta el arnés, bien sujetos al mismo para que no se desconectaran.

-Ahora vamos a practicar. Tengo dos controles a distancia, como puedes ver. No son más grandes que un paquete de chicles, pero enseguida vas a sentir sus efectos.

         El hombre se alejó de Nora, y pulsó un botón en el mando a distancia rojo. Inmediatamente, Nora sintió una terrible descarga eléctrica atravesándole matriz y ano. No pudo evitar un grito. Fue un instante, pero demoledor. Se le salieron las lágrimas y empezó a sollozar.

         No pasaron ni 15 segundos cuando el hombre pulsó un botón del mando a distancia verde. E inmediatamente Nora sintió vibrar ambos plug en su interior. Una vibración que se amplificó a toda su parte inferior de tal forma que en menos de dos minutos estuvo al borde de un orgasmo brutal. El hombre, estudiando la cara de Nora, iba subiendo y bajando la intensidad de las vibraciones evitando que ella pudiera llegar al orgasmo, manteniéndola en esa fina línea al borde del mismo. Nora estaba agarrada fuertemente a la tumbona de madera, sollozando. Le pidió permiso a su amo para poderse correr, pero le fue denegado. Cuando ya no podía más, las vibraciones eran sustituidas por descargas eléctricas, de mayor o menor intensidad. Del dolor al placer, y del placer al dolor. El cuerpo de Nora ya no sabía si era una cosa o la otra. Era imposible controlar lo que su dueño estaba haciendo con ella. Imposible siquiera controlar sus propias sensaciones. El hombre empezó a mezclar ambas cosas. Y cuando Nora estaba en esa fina línea del borde del orgasmo, se dio cuenta de que si su amo le daba descargas eléctricas, el dolor se mezclaba con el placer incrementando su placer de una forma brutal. Insoportable, doloroso, y a la vez deseado y temido.

         El hombre entonces empezó de nuevo su cuenta atrás, solo que al llegar al número 1, apagó ambos controles a distancia. Nora se quedó colgando de un vació inmenso, con todo su cuerpo ardiendo de deseo, y a la vez cabreada por no haberle dejado llegar. Ese juego se llevó a cabo durante toda la mañana. El cuerpo de Nora estaba exhausto y sin haber podido llegar a un solo orgasmo.

         El hombre no le desconectó aquellas infernales cinchas. Trajo la comida y el agua de Nora en dos cuencos de acero inoxidable, y los colocó sobre la hierba.

-Come, perra.

         Y Nora se puso a 4 patas para comer y beber. No usaba las manos para nada. Comía directamente de los cuencos, tal como lo hubiera hecho una perra de verdad. Al terminar, buscó con la mirada, muy preocupada, algo que para ella era esencial. Cuando lo encontró mostró una cara de radiante felicidad. Fue a 4 patas hasta los papeles de periódico colocados bajo un árbol. Y allí mismo orinó.

         El hombre la dejó descansar tumbada sobre la hierba. Una hora más tarde, volvió a los ejercicios. Al llegar la noche, el hombre le puso un collar de cuero, y a 4 patas, llevada con la correa, el hombre la llevó hasta una de las cuadras vacías del cobertizo. Un montón de paja y la roída manta que días antes usaba en la jaula fue todo lo que su amo le había dejado como cama. Tenía agujetas desde la cintura para abajo. Su cuerpo ardía en deseos de poder tener un orgasmo. Tuvo la intención de masturbarse, pero no pasó de ser eso: una idea. Si su amo la quería así, perra y en celo, así estaría. Quedó dormida en esos pensamientos.