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La Herrería (capítulo 8)

en Sadomaso

(8)

-¡Vamos, perra! ¡Levántate!

         Alguien tiraba dela correa de Nora. Se despertó sobresaltada por la orden tan fuerte y hecha por otra mujer. Se dio la vuelta sobre el cojín del suelo, y vio a una mujer de unos cincuenta años, morena, bien proporcionada, que la miraba fijamente. No tuvo tiempo de pensar. Su cabeza empezó a dar vueltas tras un montón de ideas inconexas. ¿Dónde estaba su amo? ¿Qué estaba pasando allí? La mujer tiró de la correa y la hizo levantar. Nora la siguió casi a empujones. Bajaron a la planta baja, a trompicones. Luego ambas entraron en aquella habitación especial de los potros.         Apenas estaba amaneciendo, por lo que a Nora le costó mucho distinguir a su amo en la penumbra, sentado en una butaca muy espartana, de madera. La mujer colocó a Nora junto a unos potros muy raros. Luego ató la correa a uno de ellos y le ordenó colocarse de rodillas. Nora lo hizo inmediatamente. Estaba muy nerviosa y no sabía qué era lo que debía hacer, así que se quedó sentada en cuclillas en el suelo, a la espera de que su dueño le diera alguna orden.

         Pero la orden no llegó. La mujer encendió las luces del recinto y luego se quitó rápidamente los tejanos y la blusa. Quedó solo con unas sandalias de tacón alto y un collar de cuero con remaches metálicos. Se dirigió a Nora y le escupió en la cara.

-¡Aprende lo que es una esclava, zorra!

         Luego se puso a 4 patas, y muy despacio se fue acercando al amo de Nora hasta llegar a sus pies. Se tumbó sobre el frío suelo y empezó a lamerle los zapatos. Muy despacio. Como si realmente los estuviera saboreando. Disfrutando de cada lengüetazo. Limpió hasta las suelas. Luego, lentamente fue ascendiendo hasta llegar a la bragueta del hombre. La abrió usando solo los dientes. Y usando únicamente su boca sacó el pene del hombre. Rápidamente empezó a lamerlo hasta descapullarlo. Y siguió saboreándolo sin prisas. El hombre se dejaba hacer. La mujer, con las manos cogidas por la espalda y de rodillas en el suelo, consiguió que aquel pene fuera aumentando de tamaño poco a poco, trabajándolo con mucha dedicación bien colocada entre las piernas del hombre.

         De improviso, y sin mediar palabra o gesto alguno, el amo de Nora soltó una tremenda bofetada a la mujer. Sonó en toda la habitación como un petardo, y la mujer, con las manos todavía cogidas a su espalda, fue a dar al suelo sin poder amortiguar el golpe con nada. Quedó tendida, pero no soltó ni una palabra ni un quejido. Solo una profunda mirada hacia el hombre la delató.

         Nora sintió un estremecimiento recorriendo todo su cuerpo. Jamás había visto a su amo proceder de aquella manera. Y no tenía ni idea de lo que pintaba allí aquella mujer.

         El hombre se levantó y cogió a la mujer del pelo hasta levantarla del suelo. La mujer no soltaba ni un solo quejido. La colocó bajo unas cuerdas. Ató sus manos a las cuerdas. Colocando un palo de madera bastante largo entre ambas muñecas, empezó a tirar de las cuerdas hasta que la mujer quedó de puntillas sobre el suelo, y casi en forma de cruz. Para que no pudiera girar, el hombre colocó otro palo de la misma longitud que el anterior, atado a los tobillos de la mujer mediante grilletes. Ahora la mujer quedaba perfectamente abierta y expuesta.

Nora no perdía detalle, dejando para más tarde la cuestión de la procedencia de aquella mujer. Por primera vez veía actuar a su amo con otra persona, y aquello le daba un morbo muy especial que la mantenía en vilo. Y por muy extraño que pudiera parecerle a ella misma, no sentía celos ni envidia alguna. En ningún momento pasó por su cabeza que se tratara de una competidora. Estaba a escasos cinco metros de ella, y podía observar perfectamente todo su cuerpo. Perfectamente depilada, tenía marcas por toda la piel. Algunas verdaderamente terribles. Los labios de su vagina colgaban varios centímetros y llevaban unos enormes candados. Otro candado del mismo tamaño atravesaba limpiamente su enorme clítoris (no su capuchón). Su espalda era un mapa en relieve, de la cantidad de latigazos que había recibido, cruzada por multitud de cicatrices de distinto tamaño y longitud. En sus nalgas y parte trasera de los hombros, lo mismo que en su pubis, llevaba las iniciales TC grabadas con hierro al rojo. Su dueño se había asegurado de que la usaran por donde la usaran, se supiera en todo momento a quien pertenecía aquella esclava. Sus pechos llevaban también sendos candados en los pezones. Nora no pudo seguir observando la piel de la mujer, porque tuvo que prestar su atención al hombre su amo.

Había cogido una vara de bambú. Flexible y dura como pocas. Se colocó a un lado de la mujer, y sin previo aviso cruzó sus pechos con un terrible y brutal golpe. La mujer cerró los ojos pero no soltó palabra. Luego, sin que mediara orden alguna, susurró entre babas:

-Uno. Gracias mi señor.

         Llevaba en la boca un bocado de hierro que le mantenía la boca totalmente abierta, con lo cual no dejaba de salivar. El hombre colocó un trípode bajo la muchacha. Sobre él colocó dos enormes consoladores metálicos llenos de diminutas púas. Tomó tres pinzas metálicas con agudos dientes y las encajó en los labios de la vagina y el clítoris. Luego ató las pinzas a la base del trípode mediante pequeñas y fuertes bandas elásticas muy tensadas. Hizo lo mismo con los pezones. Colocando una pinza del mismo tipo en cada uno de ellos, y atándolas a la barra de madera a la que estaban atadas sus manos. Por último conectó todas las pinzas y los consoladores de metal a un mando y a una batería de coche.

         La mujer, evidentemente estaba esperando otro golpe. Estaba totalmente en tensión. Y el golpe vino, pero no en los pechos como ella esperaba, sino en las nalgas. Y más brutal que el primero. Su cuerpo se estremeció de nuevo y volvió a babear.

-Dos. Gracias mi señor.

-Ahora quiero ver lo puta que eres. Así que vasa  follarte a ti misma. Y quiero ver cómo estas pollas de metal llegan hasta tus entrañas.

         La mujer empezó a bajar lentamente sobre los consoladores de metal… lo cual hizo que las pinzas metálicas de los pezones se estiraran y se clavaran en la piel, haciendo subir un poco sus pechos. A medida que la mujer bajaba, los consoladores iban desapareciendo dentro de su ano y vagina, y sus pechos subiendo.           

         Una vez que consiguió llegar hasta la base de los consoladores, y los tuvo totalmente dentro de ella, fue alzándose lentamente. Los pechos empezaron a bajar, pero entonces las pinzas del clítoris y los labios vaginales se tensaron poco a poco, clavando sus dientes.

         Hiciera lo que hiciera, subir o bajar, aquellas diabólicas pinzas estaban clavándose en su carne. Y las púas dentro de su ano y vagina la desollarían si seguía así.

-¡Más rápido y hasta el fondo, puta!

         Y al susurrar estas palabras, el hombre descarga brutales golpes con la vara en el interior de los muslos de la muchacha, en la espalda, en las nalgas, en los pechos y en el vientre. Despacio, dejando que ella pudiera recuperarse. No había prisa alguna. Tenía todo el tiempo del mundo.

         Al cabo de media hora, la muchacha empezó a emitir pequeños lamentos. Sus pechos estaban empapados con lágrimas y babas. Era dura. Muy dura. Nora quedó admirada de la resistencia de aquella mujer. Hasta que observó que los dos consoladores metálicos estaban totalmente empapados. El ritmo de penetración era lento, y la muchacha bajaba cada vez hasta la base de ambos para conseguir una penetración total y profunda. De pronto dio un grito terrible.

         Nora vio a su dueño manipulando el mando. Le había dado una descarga eléctrica. La muchacha se estremeció, pero no dijo nada. Vino una segunda descarga, pero esta vez fueron dos largos segundos. El cuerpo de la muchacha se convulsionó sufriendo espasmos incontrolables. Unos segundos para reponerse y vino la tercera descarga. Esta vez fueron 4 segundos. El cuerpo de la muchacha no pudo mantenerse controlado, y Nora vio como los consoladores se llenaban de orín y mierda. Gritó:

-¡Muchas gracias, mi señor!

         El hombre dejó descansar el mando. La mujer se tomó como un minuto de respiro y luego volvió a subir y bajar sobre los consoladores. Aunque Nora no podía dar crédito a lo que estaba viendo, la mujer estaba gozando como loca. Pequeños hilos de mucosa roja salían de su vagina y ano. Y sin embargo su cara mostraba que estaba en el séptimo cielo a pesar de sus gemidos guturales.         

         Nora, sin darse cuenta, colocó su mano en su vientre recordando cuando su amo le había colocado el arnés. Revivió lo que sentía cuando recibía las descargas eléctricas, y cuando su amo ponía los vibradores al máximo. Se estremeció y se humedeció, totalmente excitada. Supo que la muchacha estaba pasando por algo muchísimo más fuerte que lo que ella vivió, y no pudo evitar el sentir cierto deseo y envidia.

         El hombre puso en marcha los vibradores que contenían los consoladores de metal. Y al sentirlos, la mujer empezó un salvaje movimiento sobre ellos, como si estuviera montando un potro desbocado. Los dientes metálicos de las pinzas se clavaron en su piel hasta hacerla sangrar. Y aun así la mujer seguía subiendo y bajando como si fuera un pistón de motor. Cada vez más rápido y profundo. Sus ojos cerrados, su boca abierta babeando y buscando aire, sus mocos, sus lágrimas, su cuerpo totalmente empapado. Y tan húmeda que daba la sensación de que alguien hubiera estado regando ambos consoladores con aceite.

         El hombre la mantuvo así unos quince largos minutos. La mujer empezó a dar una serie de raros quejidos mirando al hombre. Nora entendió que le estaba pidiendo permiso al hombre para correrse.  El hombre se acercó hasta quedar a un metro de ella. Tomó de nuevo la vara de bambú, y asintió. La mujer lanzó un brutal y gutural berrido mientras se convulsionaba todo su cuerpo. Y en ese preciso momento, el hombre dejó caer la vara con un último y terrible golpe sobre sus pechos. De arriba abajo. Fue fulminante. La mujer se dejó caer inerte quedando colgada de las cuerdas de sus muñecas.

-Acércate y ayúdame.

         Nora rápidamente se puso en pie y ayudo a su dueño a desatar a la muchacha. Tuvo que desencajar los dientes metálicos de las pinzas, clavados en la piel. Salieron pequeñas gotas de sangre. Por último desataron las manos de la muchacha, le quitaron las maderas separadoras, y la colocaron tendida boca arriba sobre una manta, en el suelo. Por último, el hombre desencajó la mordaza de la boca de la muchacha.

         El hombre lanzó un silbido y los dos perros entraron en la habitación al cabo de pocos segundos. Empezaron a lamer todo el cuerpo de la muchacha, incluyendo las heridas. Y aunque Nora hubiera jurado que aquella mujer estaba desmayada, pudo ver como al cabo de unos minutos, cuando los perros empezaron a lamerle pechos y vulva, su cuerpo volvía a tener convulsiones y espasmos. Estuvo unos minutos dando pequeños botes, hasta que volvió a quedar inerme. Así y todo, los perros no pararon hasta dejar el cuerpo perfectamente limpio y lubricado.

         Nora se habría masturbado al ver aquello. Estaba totalmente excitada. Sus pezones estaban duros como canicas, y sus muslos sentían bajar lentamente aquella fuente que provenía de su vagina. Necesitaba llenar su vientre como fuera. Su necesidad era realmente dolorosa y urgente. Y sin poder evitarlo, se lanzó sobre el cuerpo de la muchacha. Se colocó a 4 patas a su lado, y empezó a acariciarle el pelo. Estuvo así unos segundos, admirándola. Luego la besó en los labios.

-Haces bien, porque mereces un buen castigo.

         Nora se estremeció al escuchar aquellas palabras de su amo

-¿Por qué, mi amo?

-Recuerda lo que te dije. Eres mi trozo de carne, no un trozo de carne cualquiera.

-No entiendo, amo.

-Esa muchacha no es tu ama. ¿Por qué la obedeciste cuando te fue a buscar? ¿O es que vas a obedecer a toda persona que te llame perra y de ordene algo con voz firme?

-Lo siento, mi amo. Perdóneme.

-Limpia sus heridas con la lengua hasta que te diga basta.

         El hombre colocó cada objeto en su lugar después de limpiarlo y desinfectarlo cuidadosamente, mientras Nora se dedicaba a cuidar de la mujer. Al cabo de unos minutos Nora se dio cuenta de que el hombre había marchado. Siguió con lo suyo. Y mientras lamía el cuerpo, su mente empezó un viaje interior en busca de una respuesta. La pregunta era evidente. Después de haber visto aquello, ¿Cuál sería el castigo que le impondría su amo por su evidente y terrible falta?