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La Herrería (capítulo 11)

en Sadomaso

         El viaje de vuelta no tuvo nada que ver con el de ida. Mientras Juan conducía la furgoneta de vuelta a la masía, Raquel no pudo esperar más y se tiró sobre Nora con toda la intención de devorarla y no dejarle centímetro de su cuerpo sin lamer, besar o morder. Nora estaba tan contenta y excitada que simplemente se dejó hacer. Pero no pudo evitar ponerse caliente como perra en celo y se entregó totalmente a las caricias de Raquel. Juan no perdió detalle a través del retrovisor. No obstante, no abrió la boca.

         Ya era tarde cuando llegaron a la masía, y visto lo que había ocurrido en el viaje de vuelta, Juan decidió que lo aprovecharía. Llevó a ambas al cuadrilátero de la sala de potros, y ordenó que la una desnudara completamente a la otra. Luego puso a ambas estiradas en el suelo, sobre un costado, y ató cada tobillo de la una a cada muñeca de la otra, de forma que ambas quedaron frente a frente, pero con el pubis de la una frente a la cara de la otra. Colocó a ambas un arnés con doble consolador, escogiendo el tamaño más grande, para dejarles ano y vagina totalmente llenos y dilatados. Y por último puso los dos arneses en modo vibración suave. Programó los mandos para que cada media hora diera a cada una, una fuerte sacudida eléctrica por ambos agujeros. Lo hizo de manera que las sacudidas fueran alternativas. Solo una de ellas cada vez. Por último, les dio la orden de no levantarse ni salir del cuadrilátero hasta que él volviera. Apagó las luces y marchó a su dormitorio a descansar.

         La noche fue infernal. La suavidad de la vibración era la suficiente para que Raquel y Nora estuvieran totalmente excitadas y lubricadas. Pero no podían llegar al orgasmo debido a que necesitaban un punto más de vibración. Por otro lado, no podían acariciarse la una a la otra ya que el arnés se lo impedía al tener toda la zona oculta por el mismo. Si hubieran podido usar las manos seguro que hubieran conseguido aquellos terriblemente deseados orgasmos, pero con el uso de sus labios y lenguas era imposible del todo el llegar hasta el clítoris. Para más castigo, cada media hora una de las dos recibía una descarga eléctrica por el ano y la vagina, lo que la obligaba a retorcerse. Y al hacerlo, la otra no tenía más remedio que seguir con su cuerpo las convulsiones de la primera. No había forma de poder dormir debido a la enorme excitación que el cuerpo de ambas iba acumulando a lo largo de las horas.  Ninguna podía tampoco llegar a los pechos de la otra con la boca, e intentar hacerla llegar al orgasmo a base de besar, lamer y morder los pezones. Ambas pensaron por primera vez que el deseo que sentían era tan terrible que, si aquello no terminaba, podían llegar fácilmente a la locura. Pues a la desesperación y a la frustración, ya habían llegado al cabo de 3 horas. Cuando Juan volvió a las siete de la mañana, ambas estaban sobradamente preparadas.

         Las desató lentamente. Al retirar los arneses, se fijó en la brutal forma en que ambas estaban empapadas. Ninguna dijo nada. Les ordenó que se pusieran de pie y le siguieran. Se acercó hasta un potro en el que sobre un armazón de madera habían sido colocadas dos sillas de montar. Eran de cuero tipo español, con el borrén delantero muy pronunciado. A lo largo de la silla se podía observar dos agujeros de considerable tamaño y una pequeña protuberancia. Las sillas estaban colocadas la una frente a la otra. Juan ordenó a Raquel y Nora que se colocaran sobre ellas.  Ambas subieron, y al hacerlo, se dieron cuenta de que no existían estribos en los que poner los pies.

         Juan ató las manos de ambas a la espalda. Y al no tener un lugar donde colocar los pies, todo el peso recaía sobre la silla de montar. Luego, con unas cuerdas, ató los pies de ambas al armazón de madera. De esa forma no podrían moverlos ni levantarlos. Por último, accionó una pequeña palanca, y poco a poco tanto Raquel como Nora notaron como de los agujeros de las sillas salían unos objetos blandos pero firmes. Iban muy despacio, pero sin llegar a parar. Así que tuvieron ambas que sacudir su cuerpo para que aquellos objetos entraran muy lentamente en el ano y vagina de cada una sin destrozarlas. Aquellos objetos no paraban de crecer y de introducirse cada vez más profundamente en ellas, hasta el punto de que cuando paró, estaban literalmente empaladas. Ambas se miraron a los ojos la una a la otra, pues entre ellas no quedó más de metro y medio de distancia. Estando frente a frente, pasara lo que pasara ningún de ella iba a perderse detalle de la otra.

         Juan se colocó junto a Raquel. De sus manos surgió un afiladísimo gancho de carnicero. Agarró el pecho de Raquel y fue clavando el gancho muy despacio. Empezó a cosa de centímetro y medio de su pezón, y el gancho rodeó por dentro hasta salir por el otro lado del pezón. Raquel apretaba los dientes fuertemente, con los ojos cerrados. Nora quedó congelada por lo que estaba viendo, incapaz de moverse o decir algo. Juan colocó el segundo gancho en el otro pecho de Raquel. Con igual cuidado y muy despacio. Esta vez salieron unas pequeñas gotas de sangre a las que no dio importancia alguna.

         Juan se dirigió entonces hacia Nora. Estaba totalmente aterrada. Pero si Raquel lo había soportado, ella no sería menos. Cuando el primer gancho abrió su piel y se introdujo en su carne, Nora gritó. Lloró. Babeó. Raquel no dijo nada. Y Juan siguió frío como el hielo insertando el gancho muy despacio hasta que salió por el otro lado del pezón de Nora. Nora miró el gancho, totalmente incrédula, como si no pudiera creer que aquello acababa de perforar su carne, sin dejar de llorar y gimotear. Juan colocó el segundo gancho de la misma forma. Una vez insertado, Juan accionó unos botones. Y el armazón de madera empezó a vibrar. Ambas lo sintieron al instante, directamente en las entrañas. Juan tomó dos cadenas de hierro y las colocó engarzadas en los ganchos de los pechos de Nora y Raquel. Cada una de las dos cadenas colgada de un pecho de una al pecho de la otra. Las vibraciones del armazón se transmitían a la cadena, y ahora ambas sentían cada milímetro de los ganchos dentro de su carne.

         No contento con eso, Juan colocó un pequeño peso de unos 100 gramos en el centro de cada cadena. Entre el peso y las cadenas, los ganchos abrieron un poco más las heridas de los pechos. Juan tomó asiento en una silla que colocó en medio para ver a ambas sin perderse detalle. Luego tomó el mando. El armazón estaba montado sobre una especie de toro eléctrico, así que además de aumentar las vibraciones, empezó a moverse lentamente de un lado a otro. Los pesos tiraban de los ganchos. Y la simple inercia hacía que los cuerpos de Nora y Raquel fueran de un lado a otro, sujetos únicamente por aquellos objetos que las empalaban. Las vibraciones fueron subiendo, y ahora ambas sintieron como la silla empezaba a tomar vida propia. Hasta el clítoris de ambas empezó a vibrar, pegados como estaban al borren delantero. Y toda la carga que la noche había ido cocinando en ellas, empezó a surgir. Primero despacio y luego como un torrente. El dolor que producían los ganchos era terrible. Y más cuando Juan aceleró el toro eléctrico, pues las cadenas y los pesos más tiraban de los ganchos a cada bandazo. Las vibraciones aumentaron a la par. A Nora y Raquel solo les mantenía sobre la silla el tener los pies atados al armazón y aquellas barras vibradores clavadas en sus entrañas. Las heridas de los ganchos empezaron a sangrar. Nora no lo podía creer. A pesar del dolor estaba desesperada por explotar. Y pidió a gritos permiso a su amo para hacerlo. Raquel hizo lo mismo. Y Juan disfrutó unos minutos de aquel coro de gemidos, gritos, lloros y suplicas. Pequeños regueros de sangre surgían ya de los agujeros, gota a gota, corriendo pechos abajo. .Subió dos niveles más la vibración y empezó la cuenta atrás… 10… 9… 8… 7… Nora y Raquel cerraron los ojos al unísono… 5… 4… 3… Juan les vio tomar aire a ambas hasta llenar por completo los pulmones… 1… … Como buen cabrón retrasó el último número unos segundos. Desesperación de ambas. 0… ¡Estallido!

         Los siguientes quince o veinte minutos parecieron siglos. Nora y Raquel parecían posesas en pleno estado de locura. Ahora los gritos eran salvajes. Lágrimas, babeos, convulsiones de ambos cuerpos a punto de saltar de las sillas. Nadie hubiera podido decir si eran decenas de orgasmos o uno larguísimo, aterrador, fulminante y totalmente avasallador. No pararon de decir “amo” una y otra vez. Los ojos cerrados. Las manos crispadas atadas a la espalda. Sin poder parar. Sin desear parar. Asumiendo toda la intensidad con avidez, como si fuera el último minuto de sus vidas. Juan fue bajando poco a poco la velocidad del toro y las vibraciones. Los cuerpos de Raquel y Nora estaban cada vez más débiles, intentando asimilar todo aquél sentir. El toro se paró por fin, y las vibraciones terminaron. Juan cogió un cuchillo y rápidamente cortó las ligaduras de los pies y las manos de Raquel y Nora. Luego aprovechó que ambas estaban casi desmayadas para quitarles rápidamente los ganchos. Por otra parte, aquellos objetos que habían estacado a ambas, habían desaparecido en las entrañas de las sillas por el mismo sitio del que salieron. Juan tomó a Raquel y la llevó hasta el centro del cuadrilátero, depositándola sobre una suave y cálida manta. Raquel quedó como muerta, sin moverse. Juan hizo lo mismo con Nora. Luego tomó un vaso de agua helada y dejó caer unas gotas, sacudiendo la mano, sobre los cuerpos de ambas. Las dos abrieron los ojos. Se lo quedaron mirando sin decir palabra, pero muertas.

-Ahora si tenéis mi permiso para besaros. Y aprovechar para lameros las heridas la una a la otra. Hasta que vuelva.

         Cuando salió del cuarto, Juan vio como Raquel se colocaba pesadamente sobre el cuerpo de Nora y empezaba a lamerle los doloridos pezones, totalmente feliz. Nora le tomó de la cabeza y dulcemente la apretujó contra ellos.     

         Al mediodía, Juan llevó a cabo la cura de las heridas de ambas. No quería correr el riesgo de una infección. Ambas le sirvieron la comida, y luego se pusieron a 4 patas, a un lado de la mesa, para comer en sus cuencos de acero inoxidable. Juan había tenido el detalle de poner el nombre de cada una en ellos, grabado exquisitamente. Así no habría lugar a confusiones.

         Las dejó descansar, pues la noche había sido muy agotadora, y la mañana mucho más. Mientras, fue a preparar la ceremonia que tantas veces le había pedido Raquel. Preparó la ropa de ambas, los utensilios, los medicamentos necesarios para la cura posterior, y luego también se dispuso a descansar.

         Sobre las once de la noche despertó, y marchó rápidamente a ver como estaban Nora y Raquel. Las encontró dormidas, pegadas la una a la otra hechas un ovillo. Ambas sobre los cojines de su dormitorio, en el suelo, y bien cubiertas con dos cálidas mantas.

-¡Despertad, holgazanas!

         Les costó hacerlo, sobre todo porque estaban hechas un nudo. Y con el desconcierto de la voz del amo, no acertaban a saber que pierna era de una y que brazo de la otra. Como vieron al amo de muy buen humor, se arriesgaron a tomar un tiempo para desperezarse lentamente. Al cabo de pocos segundos Raquel cayó en la cuenta de lo que le esperaba, y de forma rápida intentó que Nora despertara del todo. Al cabo de un par de minutos, ambas estaban de rodillas en el suelo, sentadas sobre sus piernas, esperando las órdenes de Juan. No pudieron impedir ciertas sonrisas de complicidad de la una hacia la otra.

-Raquel, ayúdame a vestir a Nora. Venid ambas.

         Juan dio media vuelta y encaminó sus pasos hasta uno de las habitaciones de la masía. No había cama alguna. Una mesa en el centro, dos butacas, un taburete amplio y alto con tres escalones, multitud de armarios, y un enorme espejo cuadrado de un par de metros. A un lado daba a un completo cuarto de baño con ducha y pequeña piscina de hidromasaje. Nora y Raquel le siguieron sin decir palabra.

-Súbete al taburete, le dijo Juan a Nora.

         Nora lo hizo sin rechistar. Raquel abrió una puerta del armario, y sacó varias cosas de uno de los cajones. Luego volvió junto a Nora, y le colocó unos grilletes de acero en los tobillos. Cuando terminó, le puso idénticos grilletes en las muñecas. Por último, Raquel se subió al taburete junto a Nora, y le puso un collar del mismo material y diseño, quitándole el que había llevado durante semanas. Tanto grilletes como collar iban cerrados por una pieza de metal que Raquel entregó a Juan una vez estuvieron todos perfectamente cerrados.

         Nora no acababa de entender, pues había pensado que deberían haberla vestido con algún tipo de traje para la ceremonia del marcado de Raquel. No terminaba de comprender a que venían grilletes y collar de acero. Pero no dijo nada. Seguro que su amo tenía pensado algo, y ella no era nadie para rebatirlo o discutirlo.

         Juan y Raquel llevaron a Nora ante un mueble de madera bastante tosco. Estaba provisto de dos maderos planos y paralelos. Fue colocada sobre ellos de rodillas. Una en cada madero. Luego Raquel pasó unas cadenas por los grilletes de los tobillos. Juan le puso las manos atrás, y fue pasando por los grilletes de las muñecas la misma cadena que usaba Raquel. A los 5 minutos, Nora estaba encadenada de rodillas sobre las tablas. Juan movió unos grandes tornos y las maderas se fueron separando hasta que entre las piernas de Nora quedó un hueco de más de medio metro.

         Juan colocó una venda sobre los ojos de Nora, a fin de que no viera absolutamente nada. Luego bajó lentamente una cuerda de un polipasto colocado sobre Nora, hasta que pudo anudarla alrededor de su cuello. Raquel puso cara de muy preocupada, y miró en varias ocasiones a su amo Juan. Luego se colocó detrás de Nora, de pie.

-En cualquier momento puedes pedirme que pare, Nora. No voy a enfadarme ni habrá castigo alguno si lo haces.

         Y acto seguido silbó el látigo corto dejando una marca en el vientre de Nora, un grito en su garganta, y una petición en silencio en la cara de Raquel. Los latigazos fueron aumentando el ritmo. Juan no dejaba a Nora ni unos segundos de respiro para poder rehacerse. Raquel seguía mirando fijamente a su amo para estar lista en cuanto le diera permiso. Las marcas de los látigos eran cada vez más largas, e iban subiendo poco a poco por el torso de Nora. Y si bien al principio Nora intentó aguantar, al ver que no le llevaba a ningún sitio el hacerlo, dio rienda suelta a su dolor y empezó a gritar sin cortarse para nada. Babas, lágrimas, bramidos, pero ninguna súplica para parar aquél tormento. Juan quería vencerla, hacerla claudicar. Y los golpes ahora cayeron sobre las heridas de los ganchos. El dolor fue insoportable, y cuando Nora estaba a punto de pedir que todo terminara, Juan dio por fin permiso a Raquel.

         Raquel se pudo debajo de las abiertas piernas de Nora y empezó a lamerla muy despacio. Separó los labios de su coño, y fue aumentando el ritmo de su lengua y los mordiscos de sus dientes. Nora cayó en la locura. Dolor y placer al mismo tiempo. No podía ya separa el uno del otro. Deseaba ambos odiaba ambos a la vez. Porque a ambos necesitaba desesperadamente. Raquel se agarró a ambas piernas de Nora con sus manos, devorándola literalmente. Algunos pequeños mordiscos dejaron salir pequeñas gotas de sangre de los labios de Nora, la cual estaba ahora en una especie de trance. Su cuerpo totalmente rígido, convulsionándose a cada golpe de Juan y a cada lamida o mordisco de Raquel.

         Cuando los pechos de Nora ya estaban totalmente manchados de sangre, Juan accionó un botón y la polea que aguantaba la cuerda de Nora en el cuello empezó a girar y a subir lentamente. Nora seguía gritando, pero no se podía saber a ciencia cierta si de dolor o de placer, o de ambos. La cuera se puso rígida. Nora intentó alzarse sobre las piernas encadenadas. Intentó zafarse de los grilletes que mantenían sus manos inmovilizadas a su espalda. Pero todo fue en vano. Empezó a faltarle el aire. La cuerda se ciñó a su garganta, y poco a poco fue cerrando su garganta. Pasaron unos segundos en lso que Nora ya no pudo obtener una sola bocanada. Cerró los ojos y explotó como jamás en su vida lo había hecho. Morir por el amo. Sentirlo destrozándote a cada golpe para obtener de ella hasta su último aliento. Y la boca de Raquel devorándola sin piedad. Nora se aflojó y se entregó sin miedo, con un ansia absoluta de sentir a ambos por última vez. Casi con el deseo de ser devorada totalmente para formar parte del cuerpo de ambos. Su vejiga no pudo soportar más la presión y se vació en la cara de Raquel, que la bebió con glotonería y deseo, desenado también que aquello que salía del cuerpo de Nora formara parte del suyo.

         Cuando Nora empezó a perder la visión y a sentir cierta paz, la cuerda cayó de la polea hasta el suelo. En dos minutos fue desatada, le fueron quitados los grilletes, y Nora sintió como si volara mientras Juan y Raquel la llevaban en brazos hasta el dormitorio. Raquel se quedó a su lado toda la noche, una vez Juan le hubo limpiado y curado todas las heridas y latigazos.

-Ya eres parte de la familia, mi pequeña putita.

         Fue lo que le pareció oír a Nora, entre sueños, mientras sentía los labios de Raquel por todo su cuerpo.