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La Herrería (capitulo 1)

en Sadomaso

(1)

-¿Cuánto tiempo necesita?

-Lo normal es entre 6 y 8 meses, pero no puedo asegurar nada. Cada caso es único. Y teniendo en cuenta los requerimientos, podría muy bien pasar un año o más. Un encargo como éste no es muy habitual, y se necesita mucho tiempo y trabajo para lograr una efectividad máxima.

-¿Podré estar presente?

-De ninguna manera. Todo se llevará a cabo en un lugar que jamás conocerá, hasta que se hayan conseguido llevar a cabo todas las peticiones de la lista que me ha entregado. Solo en ese momento volveré a ponerme en contacto con usted.

-¿No necesita nada más?

-Solo dejar bien claro que cada primero de mes deberá enviar la transferencia acordada para cubrir los gastos que se puedan ocasionar. No volverá a llamarme al móvil. Y si tiene cualquier pregunta que hacer, siempre puede escribir a mi correo. Contestaré cuando lo crea necesario.

-¿Y puedo…?

-Si no recibo esa transferencia de forma puntual, no volveremos a vernos. ¿Queda claro?

         El herrero dio media vuelta sin esperar contestación. Aceleró el paso calle abajo sin mirar atrás, con su mente ocupada en todo aquello que venía a sus espaldas, fruto de la conversación que acababa de tener con aquel extraño. Dos calles más abajo, giró a la derecha y se perdió entre la multitud.

         El extraño se le quedó mirando unos instantes. Luego, cabizbajo e intranquilo, marchó en dirección contraria.

 

         Nora se despertó dolorida. Hacía frío. No podía ver nada. Estaba totalmente a oscuras. Palpó con sus manos el suelo. Parecía puro hormigón. Intentó ponerse de pie, pero estaba tan nerviosa que le fallaron las fuerzas y cayó de rodillas al suelo, lastimándose. Esta vez se tocó a sí misma y se percató de que estaba totalmente desnuda. Se puso nerviosa. Gritó. Escuchó el eco de su voz, lo que le dio la impresión de estar en una estancia más bien pequeña. De rodillas, se fue desplazando poco a poco colocando una mano delante de ella para no golpearse con nada. Enseguida llegó a lo que parecía una pared. Se puso de pie apoyándose en ella. El suelo estaba frío. Lo notó en la planta de sus desnudos pies. Poco a poco se fue desplazando, sin dejar de poner una mano delante. A los pocos segundos palpó una reja. La fue siguiendo. Dos paredes de rejas, y dos de cemento. Y vuelta a empezar. Volvió a gritar, pero nadie vino. Se acurrucó en el rincón de las paredes de cemento, sentada en el suelo y con las rodillas abrazadas, para intentar entrar en calor. Se puso a sollozar. Su cabeza quedó apoyada en sus rodillas. Los ojos cerrados llenos de lágrimas.

         Pasó un largo tiempo hasta que dejó de llorar. Luego le venció el sueño.

         Se encendieron dos tubos fluorescentes. La luz y el ruido característico la despertó. Le dolían los ojos por la brutal claridad y por haber llorado hasta quedarse dormida. Se protegió los ojos con las manos, todavía sentada en el rincón. Poco a poco fue recobrando la visión. Lo primero que vio fue una jaula de barrotes de acero en un rincón de una habitación bastante grande. Parecía más bien el sótano de un almacén. Tenía barrotes incluso encima de la jaula. En el lado derecho, una puerta también de barrotes, cerrada con un enorme candado. La jaula estaba totalmente vacía. Como había podido averiguar, las dos paredes del fondo eran totalmente de hormigón. Ni ventanas ni tragaluces. Se levantó al darse cuenta de que había una persona sentada en una silla, mirándola, al otro lado de la jaula. Un hombre entre 40 y 50 años, con barba, complexión más bien fuerte. Se dirigió hacia él.

-¿Qué hago aquí y quien eres tú?

         El hombre se la quedó mirando, sonriendo. No dijo nada. No se movió. En ese momento Nora se dio cuenta de que estaba totalmente desnuda. Intentó taparse con las manos.

-¿Por qué no me contestas?

         El hombre se levantó entonces, colocó la silla tras una pequeña mesa de madera, se dio la vuelta y se dirigió a la puerta de madera que daba acceso al sótano. Apagó el conmutador y la puerta se cerró dejando a Nora de nuevo en la total oscuridad. Nora volvió a sentarse en su rincón, helada de frío, y sollozando de nuevo.

         Nora no tenía forma de saber cuánto tiempo había transcurrido. Las luces se encendieron de nuevo. Cuando Nora pudo volver a ver, encontró exactamente en la misma posición. Esta vez, Nora se levantó, se pegó a los barrotes de la puerta, y volvió a sentarse en el suelo echa un ovillo. No dijo nada. Solo esperó.

         Al cabo de un buen rato, el hombre habló.

-Alguien me ha pagado para que te tenga aquí. ¿Sabes algo al respecto?

         Entonces Nora cayó en la cuenta. El capullo de Enrique. Su novio. Llevaban saliendo juntos como año y medio. La relación se había vuelto algo monótona. Nora deseaba algo más que unos polvos y salir con amigos. Le había dicho en varias ocasiones que deseaba un hombre de verdad, alguien que la dominara, que en cierto modo la controlara de verdad y le hiciera sentir que le pertenecía. Alguien que supiera obligarla y a la vez volverla parte de él. Si ahora estaba allí, era porque Enrique no había tenido los cojones necesarios y había delegado aquél trabajo en otra persona. Hijo de puta, pensó para sí misma.

-Creo que tengo una idea.

-¿Estas entonces de acuerdo y aceptas las consecuencias? Si no estás conforme, abro esta jaula y te dejo marchar. Pero si estas conforme, no podrás dar marcha atrás. Esto no es un juego.

         Nora se puso de pie frente a los barrotes y pegada a ellos. Esta vez no intentó cubrirse el cuerpo. Se quedó mirando fijamente al hombre, desafiante, y a la vez estudiándole. Quería que el hombre la viera totalmente desnuda, que la deseara. Era una forma de intentar controlarlo, mostrándole lo que podía tener. Separó las piernas, mostrando su rasurado pubis.

-Estoy de acuerdo.

-Estoy de acuerdo, Amo. Vuelve a probar.

-Estoy de acuerdo.

         El hombre sonrió. Luego se levantó, colocó la silla en su sitio, y se dispuso a marcharse de nuevo…

-Estoy de acuerdo, mi Amo

         El hombre volvió a sentarse sin prisa alguna. Sacó un bloc de notas y un lápiz y empezó a escribir algo. De vez en cuando se quedaba mirando a Nora. Luego seguía con su labor. Al cabo de poco, dejó el lápiz sobre la mesa y se dirigió a Nora de forma muy fría.

-No voy a obligarte a nada, pero no saldrás de aquí hasta que yo no crea que estás preparada. Lo que debes hacer es muy sencillo. Obedecer. Cuando algo tan sencillo como eso haya sido perfectamente grabado en tu mente, volverás a ser libre. Puedes preguntar siempre que lo necesites. Yo te responderé o no, según crea conveniente. Prefiero que preguntes a que te equivoques. No podrás tomar ninguna decisión ni hacer nada sin mi permiso explícito. Incluso para hablar. Mostrarás respeto absoluto. No podrás tener nada de tu propiedad. Ni siquiera tu cuerpo. No tendrás derecho ninguno. Toda orden que se te dé la llevaras a cabo al instante. Y cuanto antes demuestres que has aceptado y asumido todo esto, antes podremos seguir cada uno con su vida.

         Nora sonrió, pensando en lo divertido que se lo iba a pasar con aquél hombre. En un par de horas lo tendría comiendo a sus pies.

-Sí, mi Amo.

-¿Puedo hablar, Amo?

-Adelante.

-Tengo frío, Amo.

         El hombre colocó la silla en si sitio, guardó lápiz y bloc de notas en el cajón, y sin mediar palabra, cerró las luces y la puerta y desapareció. Nora quedó otra vez en la total oscuridad, preguntándose dónde se había equivocado. Pasó el tiempo, hasta que Nora se cansó de estar de pie y pasar frío. Y volvió a su rincón, encogida y temblando.

         Volvieron a encenderse las luces. Para el hombre habían pasado cuatro horas. Para Nora, una eternidad. El hombre pasó una roída y vieja manta a través de los barrotes, dejándola caer al centro de la jaula. Luego se sentó. Nora no quiso meter la pata de nuevo, así que se quedó mirando al hombre, directamente a los ojos, sin hacer movimiento alguno. El hombre esperó. Pasó un tiempo. Ambos totalmente quietos, cruzando la mirada.

-Puedes tomar la manta.

         Nora se levantó rápidamente y cogió la manta del suelo. La abrió. Era vieja y llena de agujeros, pero peor era nada. Ella esperaba ropa, y no una manta. La decepción se mostró en su cara, y el hombre sonrió al darse cuenta de ello. Nora se envolvió en ella y volvió a su rincón, totalmente en silencio. Poco a poco el calor volvió a su cuerpo. El hombre no decía nada. Simplemente la observaba. Como si ella fuera un raro espécimen. De vez en cuando sacaba su bloc de notas, anotaba algo, y luego volvía a dejar bloc y lápiz sobre la mesa.

         Cuando Nora entró en calor se dio cuenta de que estaba hambrienta. Llevaba… ni sabía el tiempo, sin comer ni beber nada.

-¿Puedo hablar, Amo?

-Adelante.

-¿Por qué ha tardado tanto en traerme la manta?

-Debes aprender que las cosas las concede el Amo cuando él quiere, no cuando tú lo pides.

-Tengo hambre y sed, Amo.

-Bien.

         El Amo anotó algo en su bloc. Luego marchó, pero esta vez sin apagar las luces. Nora se dio cuenta de ello, y pensó que estaba progresando. No era un hombre tan fácil, pero conseguiría metérselo en un bolsillo. No en unas horas, como había pensado, pero sí en unos días. Estaba perdida en esos pensamientos cuando el Amo volvió con un palto de caliente y humeante comida, y un enorme vaso. Con solo el olor, Nora casi grita del dolor de estómago producido por la necesidad de introducir inmediatamente algo en él. El Amo abrió la puerta de la jaula, vació el plato de comida sobre el suelo, y dejó el enorme vaso a un lado. Luego volvió a cerrar. Nora no se movió.

-Puedes comer.

         Y Nora se abalanzó sobre la comida. No habían cubiertos, ni plato, pero ni lo pensó, Agarró el pollo rostizado con las manos y, literalmente, lo devoró. Sentada en el suelo, cubierta con la roída manta, y con las manos y boca llenas de grasa del pollo, Nora ofrecía una estampa que había cautivado al Amo. El hombre estaba pasmado al ver como aquella menuda muchacha daba cuenta de la comida en menos de 15 minutos. Y sin observar el menor decoro. Cuando terminó con el pollo, Nora agarró el enorme vaso con las dos manos y tragó, más que bebió, casi todo su contenido. Solventado el problema del hambre y la sed, Nora volvió a su rincón envuelta en la manta.

         El hombre seguía observándola sin mediar palabra entre ambos. No pasaron ni diez minutos cuando la naturaleza recordó le recordó a Nora que llevaba horas sin orinar. Su vejiga, ahora totalmente llena, clamaba por vaciarse.

-¿Puedo hablar, mi Amo?

-Dime.

-Necesito ir al cuarto de baño urgentemente, amo.

-No veo porqué. Tienes aquí todo lo necesario.

         Nora iba a hablar, pero se quedó callada. Aquel tipo empezaba a jugar fuerte, y debía pensar en las consecuencias de cada movimiento para no empeorar las cosas.

-¿Qué puedo ofrecer a mi amo para que me deje usar el cuarto de baño?

-Te di de comer y de beber. Todavía espero que me des las gracias por ello.

-Perdón, Amo.

         Nora pidió perdón sin pensarlo. Le salió del alma. Pero el hombre no respondió. Y su vejiga estaba a punto de estallar. Se le estaba escapando. No pudo elegir. Se levantó rápidamente y usó el enorme vaso para orinar. El vaso quedó casi lleno. Y Nora, descansada su vejiga. Se quedó mirando al hombre, todavía en cuclillas sobre el vaso.

-No das las gracias, y encima te meas en el vaso en el que te he dado agua. Hasta una perra sabe que no puede hacer sus necesidades en el mismo lugar donde tiene la comida. Veo que no muestras gratitud alguna por lo que se te ofrece.

         Nora se puso roja como un tomate. No sabía que decir ni que hacer. Llena de grasa, sucia, con el pubis lleno de orines, y terriblemente preocupada sin entender muy bien todo aquello. Ahora ya no era un juego. Empezaba a hartarse de aquél gilipollas y del cabrón de Enrique y quería salir de allí. Ya no estaba disfrutando. Aquel capullo se estaba pasando. Se cabreó consigo misma por haber accedido a todo aquello. Ahora ya no lo veía tan divertido. Se levantó, y dio una patada al enorme vaso con toda su mala leche. Los orines se esparcieron por el suelo de la jaula.

-¡Quiero salir de aquí! ¿Me oyes, sádico de los cojones? O te voy a meter una denuncia que te vas a cagar patas abajo.

         El hombre sonrió. Se levantó, colocó la silla en su lugar, se puso lápiz y bloc de notas en el bolsillo de su pantalón, cerró las luces, cerró la puerta, y de nuevo la oscuridad envolvió a Nora.

         Quedó de pie, desnuda y airada, con la manta en el suelo. En aquél momento se dio cuenta de que, pisara donde pisara, estaba todo lleno de sus propios orines. Tomó la manta. También estaba totalmente empapada. Intentó llegar hasta su rincón a ciegas y sin mojarse los pies, pero fue inútil. Hacía un frío horrible. No podía usar aquella manta ahora llena de sus propios desechos. Los nervios estallaron, y acurrucada, volvió a llorar de nuevo. Al cabo de unos minutos, el orín llegó hasta el rincón, dejándole las nalgas húmedas. Y al cabo de unas horas, el frío le hizo ponerse la manta. Cansada, rota, cabreada y humillada, quedó dormida cuando su cuerpo consiguió calentar manta y fluidos.

         Las luces se encendieron, y con ellas hizo su aparición aquél hombre de nuevo. No dijo nada. Simplemente se sentó en su sitio, y sacó de su bolsillo el maldito lápiz y el bloc de notas. Nora se lo quedó mirando sin decir nada. Olía a orines. Los tenía por todo el cuerpo, incluso en su pelo. Se habían secado, pero el olor era nauseabundo. Y lo peor de todo era que ahora era su vientre el que clamaba por dejar salir el pollo que horas antes había devorado con tanta ansiedad. Intentó aguantar, pero sabía que era tan imposible conseguirlo como horas antes cuando vació su vejiga. Miró la jaula buscando algo que le ayudara, pero se dio cuenta de la inutilidad. Para terminar de humillarla, se le escaparon unos cuantos pedos. El hombre seguía observándola impávido. Nora se puso de pié, y empezó a pasear arriba y abajo por la jaula, intentando contener lo que su vientre llevaba adentro, y que reclamaba salir con tanta violencia. Sus intestinos empezaron a sonar, y el eco de aquella habitación los hizo todavía más evidentes. Empezó un dolor insoportable, hasta que no pudo dar un paso más. Y allí de pie, agarrada a los barrotes y llorando, su vientre se vació dejando salir una tromba de mierda líquida que fue a dar en el suelo de la jaula y parte de la pared de hormigón. Nora cerró los ojos de desesperación. Una vez salió el primer retortijón, el resto fue resbalando muslos abajo hasta sus pies. Nora ya no hizo esfuerzo alguno por retener nada. Solo quería morir. Degradada, hundida, humillada y llena de sus propias heces, deseaba que se abriera la tierra y la tragara. Ya no le importaba nada. Solo deseaba parar aquel infierno. Evadirse. Miró de nuevo al hombre. Su mirada ya no era de orgullo, ni de superioridad. Tan solo de muda súplica.

-¿Piensas que mereces ser castigada por puerca, arrogante y orgullosa?

-Si, mi Amo.

-Cógete bien de los barrotes. Y no los sueltes bajo ningún concepto. ¿Lo has comprendido?

_¿Que me va a hacer, amo?

-Enseñarte modales.

         El hombre se acercó a Nora por el exterior de la jaula, y le puso unos grilletes en las muñecas. Grilletes que poco después quedaron fuertemente amarrados a los barrotes. Luego abrió la puerta de la jaula. Salió de la habitación mientras Nora tenía su mente a mil kilómetros por hora, pensando en lo que podía pasarle. Al cabo de unos minutos, el hombre volvió con una manguera muy gruesa. Conectó una parte a una caja de la pared, y entró en la jaula. Abrió la llave de la manguera, y un enorme, fuerte y helado chorro de agua impactó en la piel de Nora. El hombre iba moviendo la manguera de forma que el chorro fuera recorriendo cada parte del cuerpo de Nora, desde la cabeza hasta los pies. Nora no quiso gritar, por mucho que lo necesitara. Luego el hombre salió de la jaula para limpiar del mismo modo toda la parte delantera de Nora. El chorro dolió sobre todo cuando le dio de lleno en los pechos. Cuando le daba en plena cara, estuvo a punto de morir ahogada. El hombre volvió al interior de la jaula, y dio otra pasada a las nalgas de Nora. Quería dejarla bien limpia. Luego dirigió el chorro al suelo y pared de la jaula, y poco a poco, excrementos y orina de Nora fueron desapareciendo por el desagüe.

         El hombre tomó una vara de bambú. Se colocó tras Nora, y se la enseñó.

-Van a ser 30 golpes. Después de cada uno, dirás “gracias amo”, y el número del golpe. ¿lo has entendido?

-Si mi Amo.

         El primer golpe, por muy preparada que estuviera, cogió a Nora por sorpresa. No por el golpe, sino por el terrible dolor que amenazó con abrirle la carne de las nalgas. Cerró los ojos, apretó los puños, y al cabo de unos segundos pudo hablar.

-Gracias, mi amo. Uno.

         El hombre se tomó su tiempo. No tenía prisa. Y deseaba que Nora fuera asimilando cada azote. Colocó la vara sobre la zona de las nalgas en la que quería descargar su segundo azote. Nora, al sentir el contacto de la vara, no pudo impedir que sus nalgas se pusieran prietas como piedra. Al darse cuenta de que no era un golpe, las relajó. Y en ese mismo instante le llegó el segundo azote. Intentó aguantar el dolor sin gritar.

-Gracias, mi amo. Dos.

         Los azotes fueron llegando. A Nora, al estar de espaldas, le era imposible predecir cuándo sería el próximo. Y no servía de nada el apretar fuertemente las nalgas o dejarlas relajadas. El dolor era siempre insoportable. Pero se hizo inhumano cuando los golpes empezaron a caer sobre zonas ya castigadas por los golpes anteriores. A partir del 22, Nora aullaba, babeaba, moqueaba, suplicaba y pedía perdón, presa de una total y absoluta desesperación. El hombre le daba tiempo, tras cada golpe, para que ella pudiera contestar como debía, y pudiera también recuperarse de alguna manera. Líneas moradas y negras cruzaban sus nalgas por todas partes. En algunos lugares se había abierto la piel, dejando salir algunas gotas de sangre.

         Cuando llegó el golpe 25, el hombre la dejó descansar bastante más tiempo de lo habitual. Nora pensó, en su desesperación, que el hombre había decidido que ya era bastante. Pero al poco se dio cuenta de su enorme error. El hombre cambió los grilletes, y ahora puso a Nora de espaldas a los barrotes. Separó sus piernas, y le puso también grilletes en los tobillos, encadenados a los mismos barrotes. Los ojos del hombre, de un azul claro, por primera vez los tuvo a escasos 30 centímetros de su cara. Nora no entendió muy bien que pasó a continuación, pero sintió fuego en sus pechos cuando la vara de bambú le dejó marcado el golpe 26 con una raya roja perfecta. Se quedó sin respiración. El dolor fue tan fuerte que no podía ni expresarlo. Tardó varios minutos en poder hablar, y que aquel hombre, su amo, comprendiera sus palabras. Mocos, babas y lágrimas formaban ya un pequeño riachuelo que discurría entre sus pechos vientre abajo, con algún tinte rojo. Con el golpe 30, Nora no pudo más y se desmayó.