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El infierno (2)

en Sadomaso

A los pocos minutos llegaron al estacionamiento. La furgoneta estaba en la segunda planta. Todas las personas con las que se cruzaron, se quedaron mirando a Romina con caras bastante curiosas. Algunas de asco, otras de curiosidad, y un par incluso cómicas. Romina ni se dio cuenta, llevando siempre la vista pegada al suelo, a dos metros por delante de ella. Estaba hecha todo un cuadro. Falda rota, manchas de café y orines, descalza, totalmente mojada y sucia por el barro de los charcos, y medio mostrando su depilado pubis. La chorreante camiseta podría haber sido de cualquier color, excepto blanca. Y la chaqueta tejana era todo un muestrario de porquería con restos de basura por todas partes.

            El hombre fue guiando a Romina hasta la parte trasera de la furgoneta. Una vez allí, le ordenó esperar, y abrió las grandes puertas. La hizo subir, y ponerse de rodillas mirando hacia el conductor. Le colocó unos grilletes en las muñecas, sujetos con cadenas a ambos lados de la furgoneta. Hizo lo mismo con sus tobillos y muslos, hasta que Romina quedó arrodillada con los brazos en forma de cruz, y con las piernas totalmente abiertas.

Sacó una pequeña navaja, y desgarró la falda, la chaqueta y luego la camiseta. Las hizo girones y las dejó tiradas en el suelo del parking, dejando a Romina totalmente desnuda. Por último, hizo una coleta con su pelo, y lo ató a una cuerda que colgaba del techo de la furgoneta. Eso la obligaría a mirar al suelo durante todo el viaje. Las cadenas estaban tan tensas, que le era imposible caer hacia adelante o hacia atrás. Una bola de caucho metida en su boca y atada con correas la obligaría a babear durante todo el viaje, además de mantenerla silenciosa.

Cerró la puerta trasera de la furgoneta, y entró por la lateral. Solo faltaba ultimar los detalles para el viaje. Primero puso una venda para taparle los ojos, atada a la nuca. Colocó bajo Romina un pequeño cajón forrado, del que sobresalían dos enormes penes de frío metal. Introdujo cada uno en ano y vagina hasta dejarla totalmente empalada.  Romina apenas gimió. Luego pasó unos cables hasta colocarlos en una batería bien amarrada. Hizo lo mismo con dos pinzas metálicas dentadas. Las colocó en sus pezones, apretó fuerte hasta clavarlos, y colocó sendos cables hasta la batería. Por último, puso otras tres pinzas en el clítoris y en ambos labios vaginales. Salió de la furgoneta, cerró la puerta lateral, y se sentó en el asiento del conductor. Abrió el contacto, y arrancó la furgoneta. Junto al volante pulsó unos botones después de haber colocado unos indicadores al 10%. Romina emitió un fuerte gemido. El hombre se puso el cinturón de seguridad y la furgoneta salió por fin con rumbo desconocido.

Aprovechó la parada en los semáforos para regular el estimulador electrónico. Lo programó para generar descargas del 20% cada 2 minutos, alternativamente en ano, vagina y pezones. Los gemidos de Romina le confirmaron el perfecto funcionamiento. Cada 30 minutos, dispuso que entraran en funcionamiento los vibradores de los penes, durante 2 minutos. Luego encendió la pipa y se dispuso a disfrutar del recorrido. Cada hora, iría subiendo un 10% la potencia de las descargas. Calculó unas 4 horas de viaje.

Romina intentó aguantar al principio. No quería que aquel hombre disfrutara de haberla roto en dos horas. Pero al cabo de dos horas se dio cuenta de que las descargas iban aumentando en intensidad. Las vibraciones la habían dilatado, y ambos penes metálicos estaban totalmente empapados. Aquello solo conseguía aumentar las descargas. Los pezones le dolían terriblemente, y el clítoris estaba al rojo vivo. Cada curva que la furgoneta tomaba, lanzaba su cuerpo a derecha o izquierda, clavándole los grilletes de muñecas y tobillos en la piel (eran de acero). Y, por si fuera poco, tanta dilatación le había aflojado la vejiga y estaba a punto de mearse encima. El terror que sentía al pensar lo que podría pasar si se orinaba sobre aquél montón de cables eléctricos era lo único que mantenía cerrada su uretra. Pero a cada sacudida se le hacía más difícil el aguantarse.

Babeaba sin parar, y ya se había hecho un pequeño charco frente a ella. Solo podía mover la cabeza a derecha o izquierda, apenas unos centímetros. La posición forzada empezaba a causar espasmos en los músculos. Cada vez más a menudo le daban dolorosas rampas sobre todo en muslos y brazos. Los tendones se tensaban hasta parecer cables de acero, y el dolor era cada vez más insoportable. Si el viaje duraba mucho más, no podría soportarlo.

Los minutos parecían horas. Y Romina se rompió. Dejó de intentar aguantar, y empezó a gritar cada vez más fuerte. La bola en la boca convertía sus fuertes gritos en pequeños gemidos ahogados por el ruido de la furgoneta. Nada podía hacer. Ella no lo sabía, pero los dientes de las pinzas se fueron clavando poco a poco en su carne, hasta que empezaron a brotar pequeñas gotas de sangre en pezones y labios vaginales. El clítoris estaba totalmente enrojecido. A cada curva, las pesadas pinzas y los cables eléctricos tiraban de ella y, en consecuencia, iban abriéndose paso a través de la piel. Cuando se ponían en marcha los vibradores, Romina intentaba por todos los medios llegar al orgasmo. Pero con dos minutos no tenía suficiente. Acto seguido llegaban de nuevo las descargas, dejándola siempre a medio camino. Luego volvía el terrible dolor. Hasta que su cuerpo no pudo más y Romina vació su vejiga. La descarga fue terrible. Ardió por dentro, mientras todo su cuerpo se convulsionaba. Cerró su boca fuertemente sobre la bola hasta que perdió el conocimiento. El fusible de seguridad saltó, y Romina quedó colgando inerte de las cuerdas el resto del camino, en mitad de un charco de babas, lágrimas, sangre y orina.

En el panel de control del electro estimulador se encendió una luz roja. El hombre pulsó el botón de apagado, y siguió disfrutando de su pipa y del paisaje el resto del viaje, con una pequeña sonrisa en sus labios.