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El infierno (3)

en Sadomaso

Romina se despertó dentro de una jaula de barrotes de acero. No podía ponerse de pie, ni tampoco sentarse. Era una especie de caja que solo le permitía estar en posición fetal. Le dolía todo. Los focos solo iluminaban la jaula, y no le dejaban ver nada más. El suelo de la jaula estaba montado sobre una madera con tacos. Los tacos rellenaban los agujeros de los barrotes, de forma que creaban una base sólida y plana. Un lado de la jaula tenía una puerta con goznes de acero y un enorme candado que la mantenía fuertemente cerrada con un pasador a todo lo largo de la estructura.

— Hola de nuevo.

            Se oyó un pequeño ruido de un motor. La jaula empezó a elevarse. La tarima de madera quedó en el suelo, y ahora Romina solo podía apoyarse sobre los barrotes. La separación entre ellos no permitía un apoyo total, y los barrotes se clavaban a todo lo largo del cuerpo.

— Estas hecha una porquería, así que voy a lavarte a fondo.

            Y una potente manguera disparó litros y litros de agua helada sobre el cuerpo de Romina, aplastándola contra el lateral de la jaula. Apenas estaba a un metro del suelo, pero eso permitía que aquél hombre pudiera dirigir el fuerte chorro desde cualquier ángulo. El impacto sobre la piel de Romina era doloroso. Pero al mismo tiempo refrescaba las castigadas partes de su cuerpo que durante el viaje habían sido brutalmente usadas. Cuando el agua daba sobre su cara, apenas podía respirar. No había forma de evitarlo. De nada servía poner sus manos delante, dada la fuerza con que salía el agua.

            El hombre cerró la llave y dejó de salir agua. La jaula lentamente volvió a su posición original, sobre la tarima. Romina pudo apoyar de nuevo su cuerpo sobre la madera. Descansó. Los barrotes le habían quedado marcados a lo largo de todo el cuerpo.

— Mi nombre es sencillo: Señor. ¿Podrás aprenderlo? —. El hombre se acercó a la jaula, usó una llave, y quitó el fuerte candado.

— Sí, mi Señor —. Romina se estaba frotando las doloridas marcas de los barrotes para hacer correr la sangre de nuevo.

— Sígueme.

            Con mucho trabajo, Romina se deslizó por la jaula hasta poder salir de ella a 4 patas. Al ponerse de pie, se dio cuenta de que llevaba puesto un collar de acero alrededor del cuello, del cual salía una fuerte cuerda hacia arriba, atada a algún lugar perdido en la oscuridad. Pensó que estaba colocado en algún sistema deslizante, pues la cuerda se desplazaba con ella. Fue tras su Señor, hasta que a unos tres metros se encontró con una redonda y gruesa viga de madera, colocada sobre dos bases metálicas, una a cada extremo. La viga medía unos tres metros de largo, y no menos de 25 centímetros de diámetro. Por algún motivo, la luz del techo se desplazaba al igual que la cuerda, siguiéndola en todo momento. Sobre el centro de la viga, un artefacto parecido al que su Señor le puso en la furgoneta: Algo parecido a medio balón de futbol con dos grandes penes metálicos insertados.

            El hombre la ayudó a subir a la viga, y la puso a caballo sobre la misma, una vez los penes quedaron ocultos en el interior de Romina. Luego le ató las manos a la espalda. La viga subió lentamente hasta que los pies de Romina quedaron a un palmo del suelo. El hombre ató entre sí los tobillos de Romina. Ahora su peso caía directamente sobre los penes, quedando profundamente ensartada. La cuerda de su collar subió hasta quedar perfectamente tensa. Si intentaba saltar, quedaría totalmente ahorcada.

— Ahora voy a concederte el placer de poder gritar todo lo que desees. Te lo has ganado.

            Desapareció entre las sombras, y apareció al cabo de dos minutos con un látigo corto de no más de metro y medio de largo. Normalmente los látigos llevaban atados a la punta una pequeña cuerda o tira de cuero de unos 10 centímetros. En lugar de cuerda, éste tenía un finísimo cable de acero terminado en una pequeñísima bola de hierro. Lo puso frente a los ojos de Romina. Luego dio un seco golpe de mano, y el trallazo sonó en toda la habitación como si de un disparo de pistola se tratara. En la cintura, el hombre llevaba una vara de bambú de casi un metro de largo. Era algo gruesa, y relucía bajo el foco. Tenía decenas de pequeños clavos insertados a todo lo largo de la mitad superior. Dejó el látigo colgando sobre la viga de madera, frente a Romina. Luego se puso a un lado, y poco a poco fue acercando la vara hasta colocarla horizontalmente a escasos milímetros de los pezones de Romina. Luego dio un golpe seco. Las heridas de los pezones se abrieron. Unas gotas de sangre. Romina quedó con la respiración cortada, sin poder gritar nada.

— No cuentes. Quiero llevarte a la desesperación. Así que no necesitas saber el número de azotes que vas a recibir. Todo terminará cuando yo decida. Me perteneces.

            Separó la vara del cuerpo de Romina. Luego vino algo endiabladamente doloroso. El hombre no descargaba el golpe sobre la piel de Romina, sino que unos milímetros antes, frenaba la mano, de forma que la vara cimbreaba y descargaba como si de un terrible mordisco se tratara, levantando la piel y dejando un surco perfecto. A los pocos segundos, el surco quedaba lleno de pequeñísimas gotas de sangre, producto de los capilares reventados. Romina gritó como jamás lo había hecho. El hombre dejó transcurrir unos segundos antes de propinar el siguiente golpe. Quería que Romina se tomara su tiempo para sentir todo el dolor. Deseaba escuchar su fuerte respiración, su sudor, sus lágrimas, sus gritos. Poco a poco los pechos de Romina quedaron marcados con profundas líneas rojas perfectamente separadas unas de otras. Los golpes fueron bajando poco a poco. En cuestión de media hora, el vientre de Romina daba la sensación de ser una parrilla de sangre. El hombre siguió hacia abajo, azotando los muslos. Siempre dejaba el mismo tiempo entre golpe y golpe. De esta forma, la mente de Romina sabía exactamente cuándo volvería de nuevo el terrible dolor. Los gritos se volvieron súplicas, cuando el hombre volvió a golpear los pechos, sobre heridas ya abiertas. Las líneas rojas se fueron transformando en moradas. Romina no solo gritaba. Lloraba, babeaba, y se atragantaba con sus mismos gritos. Se desgañitaba.

            Y en ese preciso momento, los penes del interior de Romina empezaron a vibrar. Fuertemente. Sin aviso. Hasta el punto de que Romina perdió todo control. Deseaba tanto el dolor como el placer. Realmente, no podía separar lo uno de lo otro. Era todo un conjunto que le llevaba hasta la locura. Siguió gritando. Y empezó una serie de orgasmos interminables que la hicieron explotar. Una y otra vez. Larguísimos. Cada golpe la llevaba más lejos. Más profundo. Más intenso.  Empezó a temblar fuertemente. Los golpes cesaron. Pero se puso en marcha el vibrador que tenía colocado directamente en el clítoris. Y sucedieron los gritos. Y las súplicas. Su Señor la estaba forzando a seguir con un orgasmo tras otro. Su cuerpo ya no podía soportarlo más. Quedó colgando de la cuerda. Le faltaba el aire. Se estaba ahorcando ella misma. Aquello multiplicó la fuerza de los orgasmos, hasta el punto que poco a poco fue perdiendo la visión, atrapada en un mar de brutales sensaciones, y aceptando que allí terminaba su vida. Un final digno de una perra como ella.

            Despertó algunas horas después, de nuevo en el interior de la jaula. Su Señor había desaparecido. Junto a ella, un cazo con algo caliente que Romina tragó sin pensar. Era caldo. Le pareció un manjar. Le dolían hasta las entrañas. Se estiró sobre el suelo de la jaula y durmió. Antes de perderse en sueños, su mente pensó en cómo serían los siguientes días. Un año era muy largo. Y aquél, sólo había sido el primer día. ¿Por qué no había usado en ella el látigo…?