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Mi vida como sirvienta travesti

en Transexuales

Dos horas antes de la hora prevista para la llegada de mi Señora comencé a vestirme tal y como a ella le gusta: medias negras con zapatos de tacón, también de charol negro; un uniforme de sirvienta francesa, corto y negro, pero alegrado brevemente por unas puntillas blancas que se asoman desde el cuello, las mangas y el final de la falda. Al uniforme le dan volumen las amplias enaguas blancas que también tengo que ponerme, así como unos enormes pechos postizos. Delantal, peluca y cofia completan el vestuario para dejar de ser Jorge y convertirme en Mikaela.

El tiempo que permanezco así vestido mientras llega la Señora hace que me vaya poniendo cada vez más excitada. Hace ya más de tres años que Doña Lucía es mi ama y que la sirvo dos o tres veces por semana, en función de mi trabajo y de su tiempo.

Cuando sonó el timbre del portero automático mi corazón comenzó a latir rápidamente y corrí a contestar.

– ¿si, quién es? – Abre, imbécil. – su voz sonó casi tan fuerte como un ladrido, pero mucho más autoritaria.

Abrí el portal y esperé al lado de la puerta de la casa para abrirla en el momento en que ella llegara.

Entró mi Señora arrastrando una maleta que dejó en el hall sin decirme nada y, mientras yo cerraba la puerta se fue directamente a sentarse en la butaca del salón. Tal y como me tiene enseñada me apresuré a acercarme a su lado y, aunque ella no me miraba sino que estaba encendiendo la televisión con el mando a distancia, le hice una humilde reverencia, doblando la rodilla y sujetando ambos lados del vestido. De hecho, cada vez que paso por su lado, esté haciendo lo que esté haciendo y tanto si me mira como si no, siempre he de hacer una reverencia. Para mi Señora el protocolo es muy importante y yo he sido educada así por ella a base de bofetadas y castigos.

– Tráeme un vaso de agua – dijo sin mirarme.

– Si, Señora – hice una nueva reverencia y me dirigí a la cocina.

Como es mi obligación, le serví el vaso de agua tras haberme puesto unos guantes blancos dejándolo en una bandeja sobre la mesa.

A continuación, mi ama me puso el tubo de castidad, una especie de tubo de plástico en el que se mete el pene y que queda fijado con unos anillos de plástico a la base de los testículos. Un perno sujeta todos los elementos para que nada se mueva y .este, a su vez, queda fijado con un pequeño candado que se mete a través de un pequeño agujero que tiene el perno en su extremo. La Señora se queda con las llaves del candado y mi pene queda aprisionado y a salvo de tentaciones de ser tocado, etc.

– Así estás mejor, sirvienta de mierda -dijo mi Señora satisfecha- Ahora, como eres tan viciosa, te pondrás caliente y no quiero que te toques.

– Sí, Señora.

– Por cierto Mikaela, la ropa que hay en la maleta es para planchar. ¡Ponte a ello inmediatamente!Me dirigí con presteza a hacer lo que se me había ordenado. Había cantidad de ropa de mi Señora, de sus amigas e, incluso, de la hija de una de sus amigas; una niña de unos 14 años. Siempre tengo que plancharles la ropa. Yo creo que, desde que sirvo a mi Señora Doña Lucía, ni ella ni sus amigas han vuelto a usar una plancha.

Estaba pensado en esto mientras planchaba cuando oí que la Señora, que ya la notaba yo acatarrada, se sonaba con fuerza. El ruido de los mocos al salir en grandes cantidades era inconfundible. A continuación la Señora hizo sonar la campanilla con la que siempre me llamaba cuando quería algo. Solté la plancha y corrí a su lado para ver qué quería.

– Mande, Señora – dije haciendo la reverencia de rigor.

– ¡Abre la boca, imbécil!Así lo hice y mi Señora me metió en la boca el pañuelo de papel con el que se había estado sonando y que estaba chorreando.

– Sigue planchando -me ordenó- y déjate el pañuelo en la boca hasta que yo te lo diga.

Con la boca llena no podía hablar as

í que me limité a asentir haciendo una reverencia y volví a la faena.

Así estuve un cuarto de hora más o menos hasta que me permitió escupir el pañuelo en el water y continuar planchando. Apenas había terminado de planchar cuando sonó el timbre de la calle. Yo me asusté porque, lógicamente, no esperaba a nadie, pero estaba claro que mi Señora sí, puesto que sin inmutarse me ordenó atender la llamada.

– ¿Si? -pregunté asustada al telefonillo del portero automático.

– ¡Abre! –

El tono autoritario era inconfundible. Se trataba de la señorita Betty, una de las amigas de la Señora. Mi polla se apretó aún más dentro del tubo de castidad. No sabía que la Señora iba a humillarme una vez más acompañada por una de sus amigas. Sin embargo, en cuanto abrí la puerta, la excitación se tornó en angustia: me encontré no sólo con la sonrisa burlona de Betty, sino también con la sonrisa descarada de su hija Amelia, la niña a la que yo planchaba la ropa desde hacía mucho tiempo.

Si Betty es menuda y pequeña, su hija Amelia es más alta y claramente mal alimentada por lo gorda que está.

-Mira hija, – dijo Betty- esta es Mikaela, la sirvienta que nos lava y plancha la ropa.

Les hice una humilde reverencia, dándoles las buenas tardes, sin que ninguna de ellas me contestara. Se fueron directamente al salón donde les esperaba, sonriente, doña Lucía.

No sé si fue casualidad o no, pero lo cierto es que cuando, un rato después yo comencé a poner la mesa para servirles la comida, comenzaron a hablar de mí con la misma indiferencia que si yo no estuviera.

– ¿Por qué tienes un maricón como sirvienta, Lucía? – preguntó Amelia.

– Cariño -comenzó doña Lucía- porque hoy en día el servicio está muy mal y es caro, mientras que la mierda esa de uniforme que nos está poniendo la mesa ahora no me cuesta nada. Verás, realmente, Mikaela no es un maricón, es un imbécil tan sumiso que disfruta siendo feminizado y humillado. Mikaela disfruta de la sensación de ser humillada al máximo y dentro de esa humillación está el vestir siempre de mujer, de sirvienta, y tener que hacer todo lo que yo le diga. Bueno, mis amigas y yo, claro. Tu misma puedes hacer con ella lo que quieras…

– ¿De verdad, de verdad? – palmeteó como una loca Amelia.

– Claro, cariño…

– ¡Mikaela ven aquí! – ladró en ese momento la señorita Betty – ¡levántate la falda!

Yo así lo hice. Con mis dos manos sujeté los bordes del uniforme por dos puntos diferentes para que se desplegara bien y la alcé roja de vergüenza. Así, tanto la señorita Betty como la señorita Amelia pudieron ver mi polla en su prisión de plástico transparente. La señorita Amelia reía como una loca, mientras veía a su madre inspeccionar el artilugio tocándolo con su mano. Era una risa acompañada de aspavientos y sorbetones de nariz para mantener Esa situación tan humillante, unida a que la señorita Betty me rozaba los testículos al juguetear con la funda de castidad, me provocaron una erección casi imposible por lo reducido del espacio y el que unas gotas de líquido pre seminal ensuciaran los dedos de la señorita Betty.

– ¿Qué es esto, gilipollas?, ¿qué vas a correrte sin pedir permiso? ¡Zas! Una bofetada de la señorita Betty hizo que mi cara se bamboleara ante el júbilo de la pequeña Amelia.

Mi Señora doña Lucía estaba encantada con la situación y comenzó a reír como si le hubieran contado algo especialmente gracioso. Yo, por mi parte, con todos los dedos de la señorita Betty marcados en mi cara había perdido totalmente la erección.

– Mikaela – intervino mi ama – suelta la falda ya, vete a la cocina y termina de preparar la comida. ¡Rápido!

Así lo hice y casi me alegré de estar durante unos minutos en la soledad de la cocina haciendo las labores que me correspondían. Desde mi lugar de trabajo las oía hablar y reír. Me imaginé que hablaban de mí y no debía estar muy descaminada porque casi al momento sonó la campanita que mi Señora usa para llamarme. Me sequé las manos rápidamente y acudí al salón donde estaban las tres bien repantigadas en los sofás. La señorita Amelia era quien ten&iacu

te;a la campanilla en la mano y sonreía descarada. No obstante quien habló fue mi Señora doña Lucía: – Mikaela, ¿qué nos estás preparando de comida? – Ensalada y pescado a la plancha con una guarnición de judías verdes rehogadas con jamón, mi Señora. – respondí al punto sumisa.

– Me parece bien, y para ti ¿has pensado algo? – No, mi Señora. – me extrañó la pregunta porque yo siempre como sus sobras.

– Pues mira, parece que a la señorita Amelia le has caído en gracia (no sé por qué) y ha estado pensando en tu comida. Amelia, cariño, dile a esta estúpida lo que va a comer hoy.

– Macarrones, Mikaela, vas a comer macarrones – La señorita Amelia lo soltó rápidamente y con evidente satisfacción. – Vas a cocer un buen plato de macarrones, pero… ¡no les pongas sal ni nada!

Les hice una reverencia y me volví a la cocina. La idea de comer pasta sola, sin ningún tipo de salsa, sal, etc. no me hacía gracia, pero tampoco era demasiado grave. Cuando vi la cara de la señorita Amelia me imaginé algo peor.

Una hora más tarde tenía toda la comida preparada, así que puse la mesa y me dispuse a servir el almuerzo a mis amas de aquél día. A mi Señora, doña Lucía le gusta que para servir la mesa me ponga más elegante, así que me cambié el uniforme por otro más largo, tipo años 50; este uniforme me llega por los tobillos y también tiene unas enaguas que le dan amplitud desde la cintura hacia abajo. Me puse mis guantes blancos y muy sumisamente, haciendo reverencias constantemente comencé a servirles la comida.

– ¡Mikaela, trae aquí tu comida! – ordenó de pronto mi Señora.

La señorita Amelia y la señorita Betty sonreían divertidas. Yo hice lo que se me ordenó y llevé el cuenco donde se enfriaban los macarrones formando una amalgama de pasta que se apelmazaba por momentos.

– ¡Déjalo encima de la mesa!

Así lo hice y, en aquél momento la señorita Amelia comenzó a aspirar sonoramente sus abundantes mocos para a continuación, con un inconfundible ruido de garganta, supe que se los había pasado a la boca. En décimas de segundo adiviné lo que iba a pasar. Fue el tiempo que ella tardó en escupirlos encima de mis macarrones. Un enorme esputo más propio de un camionero que de una señorita destacaba encima de los blancos macarrones.

– Hay que aliñar tu comida, Mikaela -dijo la señorita Amelia satisfecha.

Doña Lucía hacía gestos de asco entre risas, mientras que la señorita Betty miraba a su hija divertida y orgullosa de sus ocurrencias. Otro escupitajo siguió al anterior, casi tan grande y no menos ruidoso. A continuación escupió en el plato y se lo pasó a su madre que también escupió. Mi Señora fue la tercera en hacerlo y para ello ya se había preparado en la boca una buena cantidad de comida masticada.

– ¡Trae un tenedor! – ordenó la señorita Betty mientras se levantaba de la mesa con un vaso y se iba al cuarto de baño.

Volví con el tenedor y casi al momento la señorita Betty apareció con un poco de su meada en el vaso y, lógicamente también lo echó en mis macarrones. A continuación, con el tenedor, removieron bien todo y mi Señora dijo autoritaria: – Ahora ponte debajo de la mesa y cómete ahí tu comida. Ponte a 4 patas con el culo en pompa para comer. Cada vez que te pares recibirás una patada de quien tenga el culo más cerca de su pie. Cuando eso suceda, te giras y pones el culo al alcance de otra que también te pateará si dejas de comer.

Ni que decir tiene que aquella vez recibí muchas patadas de las tres. El asco de comer aquello me hacía parar a veces para contener las náuseas y casi en seguida recibía mi merecido castigo.

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