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Relato de mi apartemento (1)

en Confesiones

Acababa de mudarme a un apartamento situado en una bonita ciudad de la costa española. Mi procedencia no importa, pero era cercana. Desciendo de una mezcla de sangre africana y andaluza, mi padre era un hombre del sur de España, de él heredé mis ojos castaños, casi amarillos cuando los miras de cerca, y mi blanca sonrisa. También dicen, los que le conocieron, que tengo su porte y forma de caminar, y mi piel se pone dorada bajo el sol, recuerdo que en él esto era muy habitual. Desgraciadamente murió hace dos años.

De mi madre, que era negra, tengo su piel oscura y tersa, sus labios gruesos, su nariz chata y el pelo negro que por aquel entonces llevaba corto y engominado, con unos pequeños rizos en la frente

Nunca llegué a conocerla.

Dicen que los mulatos son muy atractivos para las chicas, yo siempre había sido tan tímido que aun no lo había comprobado.

Me pasé la adolescencia sin salir de casa, estudiando. Así conseguí ser licenciado en filología clásica, y después de pasar unas oposiciones me cogieron como bibliotecario cerca del apartamento a donde me mudé. También gané un concurso de poesía, gracias a eso me publicaron un libro entero. Y decidí independizarme, cansado de estudiar y con ganas de vivir mi vida dejé a mi padre sin saber que solo le quedaba un año de vida.

Allí llegué yo con mis recién cumplidos 25 años, lleno de ilusión, y con un cuerpo realmente delgaducho, típico de adolescente. Eso si, con grandes dosis de cafeína en el cuerpo debido a largos años de estudio sobreviviendo gracias al café.

Era primavera y me pasaba el día encerrado en la biblioteca, trabajando, y en mis momentos de relax me dedicaba a pasear por la playa.

Llegó el verano y yo ya había hecho amistad con dos compañeros del trabajo, un gay de 35 años con pareja estable, y un obseso sexual; con prominente tripa cervecera y barba rojiza, e incluso más tímido que yo, excepto cuando ingería alcohol. Con solo ingerir una gota de cerveza se transformaba y conseguía ligar hasta con la rubia más despampanante.

Quedaba con ellos algunas noches e íbamos a algún bar cercano a tomar alguna copa, o nos pasábamos la tarde tomando el sol y viendo a las chicas como lucían sus bellos bronceados, menos el gay, que miraba a los jóvenes bronceados. En conclusión, estábamos lo que vulgarmente se dice: salidos.

Bueno, pues así era mi vida. Hasta que un día….

Estaba esperando el ascensor en mi piso, para salir a la calle, y llegar al bar donde había quedado con mis compañeros de trabajo. El ascensor llegó y abrí las puertas, dentro había una preciosa chica de cabello rojizo, rizado y muy abundante. Le llegaba asta el trasero y le tapaba la cara por completo. Entre medio aturdido porque cada pequeño rasgo y gesto en ella me recordaba a un dulce sueño del pasado; como su pálida mano colocaba parte de su cabello detrás de su oreja, dejando a la vista un precioso rostro aniñado de pómulos marcados y nariz fina y recta, pero con una mirada…me quedé congelado. Esos ojos negros… eran para mi demasiado familiares.

Me miró con esos pozos profundos que eran sus ojos y creí que me había reconocido, ¿me diría algo dirigiéndome esa mirada pícara que volvía locos a todos nuestros compañeros, y compañeras de clase? Pero no, giró otra vez la cabeza hacia la puerta, muy lentamente, como todos los movimientos que realizaba. Se sacó unas gafas de sol que llevaba enganchadas en el escote del vestido, y se las puso. A continuación salió muy decidida rozándome apenas con su pálido y desnudo codo en el pecho, se giró hacia mí, se bajó un poco las gafas de forma que yo pudiese ver sus ojos y me dirigió una de aquellas miradas, entre tiernas y picarás, en forma de disculpa. Volvió a girarse y me dediqué a mirar como se iba moviendo su grácil silueta debajo de aquel vestido de gasa negra, al estilo árabe que tanto se llevaba. Debajo de el se podía ver un bikini negro que realzaba sus firmes pechos y su culito respingón.

No era muy alta, pero tampoco le hacia falta llevar tacones y lo sabía, por eso llevaba unas sandalias negras que se ataban al estilo griego asta la rodilla. Y hubiese dado lo que fuera por poder ver su ombligo, donde sospechaba que tenía un piércing. Me quedé embobado mirándola y recordando su figura durante un cuarto de hora. Finalmente mis amigos se impacientaron al ver que no llegaba al bar y se acercaron a mi casa, allí me vieron, en la puerta del ascensor mirando el infinito.

No supe como explicarles lo ocurrido, y ellos estuvieron burlándose de mi congelación durante dos semanas, pero en realidad les picaba la curiosidad por saber que me había pasado. Tengo que reconocer que aquella misma noche no puede evitar tocarme pensando en ella, en su piel pálida, en su cabello rojizo, su cuerpo y esas miradas que tanto calentaban a cualquier hombre, la desee tanto que acabé manchando mis sábanas, durante varias noches, solo con su imagen.

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