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Hermanos

en Gays

HERMANOS

a Javier

El Dr. Leandro Zaldívar, básicamente, era un potro fenomenal.

34 años, 1.80 de estatura, perfectamente musculado y siempre bronceado, se sabía un tipo hermoso. Para Leandro, su belleza era parte de su condición natural. Bien machito, tranquilamente masculino, desde siempre supo que su belleza y su virilidad le abrían las puertas del mundo. Y al mundo él quería cogérselo. Agarrarlo como su dueño, trincarlo bien y empezar a bombearlo hasta sacarse las ganas. Porque Leandro no tenía que pedirle permiso a nadie. Él era el hombre perfecto, el tesoro codiciado de putas y putitos por igual. Se sacaba de encima las ganas de coger y seguía disfrutando de ser un manjar tan codiciable.

Se sabía hermoso, por eso también era un tipo soberbio y bastante cínico. Le encantaba ver cómo tanto las mujeres como los putos se sentían al principio un poco shockeados de su insolencia. Pero al rato no podían dejar de mirarlo, y entraban a codiciarlo y a desearlo. Y recién ahí Leandro entraba a disfrutar. Porque lo que quería era ratificar que él era el dueño del mundo por ser un tipo hermoso, por ser el bocado sexual que nadie quería dejar de probar. Leandro hizo putas a mujeres respetables, hizo putos a señores perfectamente machitos y casados, y de a poco empezó a disfrutarlo. Había nacido más o menos pobre, y no le costó mucho culearse a una pobre histérica un par de veces, usarla bien usada, para casarse con la nena del papá empresario que lo dejaba a cargo de todas sus empresas y propiedades. Él ya había hecho el sacrificio de cogerse a la vaca esa, ya había conseguido lo pactado. Había llegado ahora el momento de disfrutar. Y para eso empezó a usar putos, cansado ya de tantas conchas lacrimógenas.

Obviamente, le fue muy bien. Solamente un puto podía admirar a Leandro como él se merecía. Cualquier hombre parecía un pobre figurín al lado de semejante machito. Leandro, hermoso, soberbio, despectivo, cínico, se demoraba horas en calzoncillos, enfrente a un señor con plata, gozando cómo el señor iba babeándose y transformándose rápidamente en un puto desesperado por saborearle el lomo a Leandro, las piernas, las bolas, la terrible maza que tenía en ese pene infartante. Leandro para poder seguir disfrutando de su propia belleza prohibía que por un rato largo el puto lo tocase. Se hacía desear, se ponía en diferentes poses, sin decir una sola palabra, solamente con una sonrisita irónica y despectiva en esos labios que cualquier puto se deshacía por morfarle. Mostraba por momentos sus piernas, su bulto, su culo, siempre en sus espectaculares, regios, machísimos calzoncillos.

El jueguito sexual ese empezó a calentarlo. Entonces les ponía a los putos otra condición. Les decía que si querían que Leandro se los cogiera los putos tenían que traerle "regalitos". Los regalitos, obviamente, eran los calzoncillos. Entonces Leandro se los hacía probar. Los quería de todas clases: calzoncillos de los clásicos, lisos, estampados, con rayitas, de seda, de algodón, boxers, blancos, negros, eslips, blancos, suspensores que le dejaban un culo infartante al aire y las bolas bien apretadas y abultadas. Empezaron a gustarle más los calzoncillos con bragueta, y a veces dejaba chupar que el puto le chupara la poronga por ahí, por la bragueta del calzoncillo.

Se ponía enfrente del puto, se hacía mirar, se hacía desear, se hacía codiciar, posaba, lo gozaba al puto, lo desafiaba, veía como el otro desesperado ya por la contemplación y la espera no resistía la tentación de empezar a masturbarse con solo mirarlo y desearlo a Leandro. Entonces Leandro daba una orden seca, le decía al puto que no se masturbara y que siguiera mirándolo y deseándolo, sin tocarse ni tocarlo, mientras él se probaba los otros calzoncillos que el pobre puto le había traído de regalo. Conozco señores ejecutivos de muchísima guita que dilapidaron una maza increíble de efectivo para comprarle a Leandro cantidades industriales de calzoncillos. Leandro solamente tenía dos condiciones para dejar que un puto se pudiera acostar con él, que era el machito más preciado: primera, que el puto viniera bien forrado de guita y que le trajera muchísimos calzoncillos de regalo (muchos, caros, novedosos, elegantes, bien varoniles) y, segunda, que después el puto le pagara a Leandro por habérselo garchado. Porque Leandro, por su parte, nunca se dejaba culear. Él era perfectamente macho; putos eran los otros, los que lo deseaban, los que querían desnudarlo y palparlo y saborearlo y chuparlo.

Machito como era, deseaba que los otros lo deseasen, y no le costaba conseguirlo, más si se ponía en sus hermosos calzoncillos que lo mostraban como a un machito recién salido de los sueños más calientes de un puto pajero. En cuanto a lo otro, Leandro ya tenía asegurado el porvenir gracias a la vaca puta y al papá de la vaca puta, el señor empresario. No necesitaba más plata porque no iba a alcanzarle la vida para gastarla o invertirla. Solamente quería que los putos le rindieran lo que correspondía; él condescendía a acostarse con ellos, a mostrarle sus calzoncillos, incluso a veces a desnudarse y dejarse tocar. Entonces los otros, los putos, tenían que pagar por eso. Que le trajeran calzoncillos de los buenos y los caros, que lo tocaran un poco si querían (y siempre querían, y pedían más, más, más), que se masturbaran mirándolo. En el mejor de los casos se dejaba chupar el pene, tocar un poco el espléndido cuerpo y, en el excelente de los casos, les escupía un poco de guasca en la jeta o en el ano si al final se los culeaba.

Porque si de sexo se trataba, hay que decir que, encima de ser hermoso, Leandro culeaba mejor que nadie. A los putos se los garchaba casi con odio, sin ninguna piedad y con total desprecio por el culo que se estaba taladrando. Los agarraba de las caderas, o de las piernas y se las subía por los hombros, y entraba a taladrar el ano y a machacarlo como si lo quisiera reventar. Igual, claro, si se culeaba a un puto, al puto le costaba carísimo. Muy pocos podían tener el privilegio de que el machito hermoso Leandro se los hubiera montado.

Una noche Leandro se cansó de todo esto, de los señores con plata que se hacían putos por él, que le pagaban, que le regalaban calzoncillos. Pasó algo que no le gustó nada. El tipo este era un tipo con plata, cincuentón, bien masculino y respetable, pero lo miraba tanto a Leandro en una reunión social que el machito, lindo y ventajero, se dio cuenta de que lo estaban deseando. Al rato ya lo tenía al viejo puto en el bolsillo. Le puso las dos condiciones, y al día siguiente se encontraron los dos en un hotel apartado. El puto le había traído 5000 dólares y 34 calzoncillos de los buenos. Ya nomás al cuarto calzoncillo fue todo una lujuria total. Leandro había estado mostrándose, dejándose chupar por la mirada del puto babeante, deseante, tembloroso que trataba de cumplir con la orden de no masturbarse, mientras Leandro se desnudaba enfrente y se probaba más y más calzoncillos. Llegó un momento con ese calzoncillo en particular —un simple pero excelente slip blanco— que Leandro mismo se puso al palo. El otro ya estaba totalmente puto y tenía los ojos en blanco y gritaba como una puta en celo y había empezado a masturbarse, olvidado ya de la orden de su macho. Pero el tema es que Leandro mismo estaba excitadísimo. Siguió posando un rato para el puto, después para sí mismo, se puso al lado del espejo y empezó a frotarse la entrepierna, las bolas, el pene, y lenta y fuertemente empezó a masturbarse viéndose tan macho, tan espléndido, tan perfecto en sus calzoncillos blancos que el puto le había traído.

No hizo falta nada más. El puto lo miraba a Leandro cada tanto, agarraba con su mirada perdida un pedazo de la espectacular, increíble visión de Leandro en sus eslips blancos y seguía masturbándose, totalmente enfebrecido y enloquecido. Leandro, por su parte, escupió su guasca frente a sí mismo, frente a la imagen en el espejo de sí mismo: se vio como un varón bien masculino, sensual, perfecto, tranquilo, seguro de sí mismo, tan apetecible y hermoso e irresistible que Leandro no resistió amarse profundamente y tirarse a sí mismo un poco de su preciado, suculento, espeso, caliente semen. Era la primera vez que había escupido guasca sin desprecio. Al contrario, lo había hecho con amor. Es que Leandro nunca antes se había visto tan profundamente, y con tanta claridad: qué hombre tan hermoso era. Se amaba. Era un machito divino, perfecto. Se amaba. Con razón todo el mundo quería desnudarlo, tocarlo, chuparlo, amarlo. Y esos calzoncillos le quedaban como la putísima madre.

Igual al rato Leandro estaba insatisfecho. No necesito plata, no necesito putos, se decía a sí mismo. Pero entonces qué voy a hacer. No quiero despreciar tanta belleza y tanta virilidad en mí mismo, no voy a hacerme un pajero todo el día mirándome al espejo en calzoncillos. Aunque yo sea hermoso, un potro espectacular en realidad, cada tanto quiero culearme a alguien, a un puto por ejemplo. Y que el puto me desee. Pero hacerlo puto yo, ésa es la cuestión, se dio cuenta Leandro. Ya estoy podrido de estos desechos decadentes podridos de la mujer y de culearse al cadetito de la oficina. Lo que necesitaba Leandro de aquí en más era un tipo perfectamente macho. Desafiarlo al tipo. Ver si podía seguir siendo tan macho, tan seguro de que le gustaran las conchas, una vez que Leandro se le pusiera enfrente, una vez que el macho lo probara a Leandro en calzoncillos. A ver si aguantaba entonces no hacerse puto. Eso era lo que Leandro quería. Un macho perfectamente macho. Para hacerlo puto. Y después despreciarlo, por supuesto. Sacarle plata, ventajearlo, exprimirlo, cagarle algo de la familia, o cagarle el laburo. Pero cagarlo. Al fin y al cabo el otro se había hecho puto por él, por Leandro, por el machito más perfectamente masculino y sensual que Uds. se puedan imaginar.

En las dos semanas siguientes Leandro se culeó como a quince machos. Todos una decepción total. Se cogió a obreros, camioneros, colectiveros, chongos prostitutos masculinos que levantó en los lugares más bajos. Tipos que decían cogerse a otro tipo solo por la guita. Y nada. Al rato de empezar Leandro sus juegos irresistibles, enloquecedores con sus calzoncillos, el "macho" a los dos segundos se hacía puto y terminaba chupándole el pene y le ofrecían hasta venderle a la vieja con tal que Leandro se los culeara. Todo demasiado rápido, demasiado fácil, lo único que apenas podía hacer Leandro era desnudarse un poco y mostrarse nomás en dos o tres calzoncillos, que el "macho" de un toque ya se había hecho irremediablemente un puto. Un puto fácil.

Una vez en particular, un changuito, bien reo, bastante sucio, muy machito de aspecto, morocho, con músculos bien marcados por el laburo (era un repartidor de gaseosas que se prostituía por las noches para hacerse unos mangos extra por una operación que necesitaba hacerse el padre), terminó poniéndose en cuatro en la cama, como una perra en celo, y a los gritos le pedía a Leandro "haceme un hijo, macho, haceme tu putaaa". El chonguito se había bajado un poco el slip, y le estaba ofertando gratis su culo barato y reo a un macho espectacular como lo era Leandro, se había puesto así de puto por culpa del espectáculo fabuloso de Leandro en sus calzoncillos frente a él, que miraba todo esto con mucho desprecio y decepción. Entonces Leandro con asco le tiró unos mangos sobre la cama del hotelucho barato donde estaban. El chonguito miraba sin entender nada, pero seguía llorando y clamando poronga, "haceme tu puta, haceme tu putaaa, macho, te pago yo a vos, por favor por favor por favorrr". Leandro lo único que le dijo fue:

—Ni en pedo. Sos un puto re puto, lo único que querés es que te ensarten, trolo. Dame tu calzoncillo. Y cobrate lo tuyo.

Y allí ocurrió entonces que cambiaría totalmente la vida de Leandro, que le daría un giro espectacular completamente inesperado.

El morochito lindo, el chonguito reo (que, dicho sea de paso, estaba bastante bien), ya muy resignado pero no menos caliente, se acerca tristemente frente a Leandro en calzoncillos y se arrodilla ante él, poniendo su cara exactamente enfrente de las pelotas palpitantes y deseables de Leandro, a la altura de un bulto perfecto bien ajustado en el slip blanco, con la boca totalmente abierta y húmeda.

—Está bien, macho, está bien. Ya te lo doy el calzoncillo mío.

Estaba triste el morochito, quería que Leandro se lo culeara, quería saborear el bulto de ese calzoncillo perfectamente sedoso, palpitante, esas bolas suculentas del macho más espectacular que había visto en su pobre vida de machito laburante. Igual se lo veía triste, y ya se había resignado.

Entró a lametearle el bulto a Leandro, siempre enfundado en su perfecto, hermoso slip blanco, dejando en el calzoncillo pequeñas manchas de saliva. Leandro algo empezó a calentarse y su pene entró a alzar vuelo, pero como estaba enojado de que el machito reo tan pronto se le hubiera vuelto puto le dijo:

—Bueno, ya está, ya está... Sacá la boca de ahí, puto, y ahora que te lo pagué tan bien dame de una vez tu calzoncillo.

Tristemente y con su sensualidad algo rea y guasa venida a menos, el chonguito le bajó el calzoncillo a Leandro de un solo movimiento, lento pero seguro, y acto seguido se sacó el suyo. Le dijo:

—Tomá. El tuyo es el calzoncillo más perfecto que vi en mi vida.

Muy al palo, súbitamente enloquecido, Leandro se calzó el calzoncillo sucio y barato del negro. Al sentir de una que sus bolas se enfundaban dentro del calzoncillo que había acariciado las bolas sudadas y llenas de guasca del negro, el calzoncillo barato que había besado todo el tiempo el culo apretado y fibroso del negro, Leandro se sintió totalmente poseído por un orgasmo. Frente a la mirada atónita del negro que miraba sin comprender, y sin tocarse ni un segundo, Leandro se dedicó a mirarse en el espejo de al lado, enfundado ahora en el calzoncillo barato y sucio del negro, y mirando cada vez más engolosinado el espectáculo bellísimo del chonguito negro y sudado que se había puestos los soberbios, espléndidos eslips suyos. Leandro no pudo resistirse más, se acercó al negro y le metió un espléndido, prolongado chupón en la boca. A los pocos segundos, las lenguas enardecidas y enfebrecidas no podían parar de enredarse. Ambas bocas se abrían y saboreaban, intercambiaban sus salivas, se manoseaban ardientemente las lenguas la una a la otra, y mientras Leandro, tomado por la calentura y el arrebato, metía sus manos dentro de su propio calzoncillo, o sea el que ahora estaba utilizando el groncho, le manoseaba a la vez y bien bruto, bolas, culo, bulto.

El negro tenía un culo espectacular y Leandro no podía parar de manoseárselo. Tampoco podía dejar de besarlo, y el morochito (llevado él también a la locura de Leandro y por Leandro) metía manos dentro del calzoncillo que le había prestado a su machito, manoseándolo por dentro, sobando las bolas de Leandro, el pene infartante e hinchado y húmedo de Leandro. Pronto los dos, abrazados bien fuerte el uno al otro, franeleándose sin parar, en un éxtasis que se transportaba en sus salivas y en sus miembros, se bajaron el uno al otro los respectivos calzoncillos, y así como estaban, primero parados y luego hincándose o arrodillándose, empezaron a saborear sus glandes en un enloquecido, frenético, rapidísimo 69. Tirados ambos al piso, con los calzoncillos blancos apenas bajados, a la altura de los pies, lameteaban, saboreaban, paladeaban, deglutían sus miembros al rojo vivo.

En algún momento, el negrito empieza a suplicar verga por favor, de nuevo, a Leandro. Leandro ahora estaba más cambiado, ya no era el mismo que había entrado a la habitación de ese hotelucho barato en ese barrio denso y peligroso. Leandro, a diferencia de otras veces, ahora no se hizo desear.

Así como estaba su morocho compañero, su prostituto alquilado, su machito reo al que le había prestado su propio calzoncillo, así, tirado al piso, lo dio vuelta y con fuerza pero cuidado, con calentura pero sin violencia, entró a masajearle el culo, primero con las manos, luego con la lengua y por dentro, bien por adentro. El ano del puto, ya totalmente entregado y enloquecido, se abrió súbitamente de par en par. Apenas susurraba, decía: —Leandro, por favor, por favor, haceme tu puto.

En cuatro, como una perra, el negrito se sintió enloquecer primero por la pujante entrada en su culo de la lengua de Leandro. Leandro hizo entrar su lengua como una estocada: húmeda, caliente, erguida. Entró a chupetearle el ano tan brutamente y con tanta destreza y empecinamiento que el otro no podía parar de temblar y ronronear. Bien cogido por la lengua, el machito putito se movía como poseído por un ataque espasmódico. Luego Leandro atacó primero con dos dedos, luego con tres, y mirándose a sí mismo y al otro en el espejo de la otra pared, entró a maniatarlo, a cogerlo con los dedos y luego con más y más dedos, el negrito ya tenía cuatro dedos de una mano de Leandro en el culo, Leandro lo cacheteaba en los cachetes del culo con la otra mano libre, no podía parar de apretarlo, de poseerlo, con poca ternura y mucha rudeza, y el otro no solo se dejaba coger por la lengua de Leandro, por los dedos duros y tenaces de Leandro, sino que no podía parar de ronronear y musitar: —Leandro, por favor, por favor machito, haceme tu puta, cogeme, cogemeee...

Leandro ya no era el mismo. No se hizo desear. Sin ninguna delicadeza, sabiendo que tenía a su puto totalmente abierto y deseoso y suplicante y rendido, con el culo deseante y abierto de par en par, le levantó las patas, se las subió a los hombros y entró a darle. Lo penetró de una manera tan violenta y sin piedad que a los dos segundos el negrito tenía los ojos en blancos, sorprendido por la fuerza acuchillante del miembro de Leandro, pero a la vez totalmente entregado, deseoso de más y más. Leandro lo bombeaba, le clavaba el culo con su fusil hasta casi matarlo. El negrito sentía una dicha salvaje en el culo que nunca un puto habría experimentado jamás. Mientras Leandro se lo cogía salvajemente, él se sentía entregado a su macho, con las piernas en alto, con el culo mas abierto de lo que había pensado jamás, no resistía a la tentación de ver en el espejo mientras tanto a su hermoso macho en celo, a su potro alzado, que con su rostro taciturno y hosco le agarraba el culo y se lo bombeaba y clavaba para hacérselo estallar en mil pedazos.

Lo que estalló en una hermosa, imparable lluvia de semen fueron los miembros de ambos. Acabaron juntos. Eyacularon de un modo que el semen de cada uno enchastró totalmente al otro. El negro mientras era cogido por el culo había eyaculado un torrente de guasca blanca y espesa que ensució el estómago y gran parte del pecho del hermoso machito Leandro. Y Leandro había escupido toda su guasca rabiosa y fulminante, caliente, espesa, burbujeante, dentro del culo del groncho puto, que gritó como una yegua. Le dejó todo el culo manchado por dentro con su semen, pero la cantidad de guasca era tal que un chorro espeso y abundante corría por los cantos del negro, por su culo maltratado y malherido, que nunca más podría volver a cerrarse igual que antes.

El gronchito se durmió, feliz. Lo habían preñado como a una yegua, y era feliz. Leandro se levantó pausadamente, miró por última vez su calzoncillo, el que le había prestado al negro, y se lo dejó de regalo al lado de la cara, que sonreía dulcemente entre sueños. Se calzó el calzoncillo barato y ordinario del negro, que también se lo había regalado. Creyó sentir en su bulto otra vez el golpe bruto del deseo, creyó sentir en su cuerpo acariciado por el roce del calzoncillo manchado y sucio de su puto, el vértigo del deseo, que lo tomaba por completo, indefenso, desarmado.

Se fue, preocupado, pero feliz de llevarse puesto el calzoncillo del machito al que el había hecho puto.

Esa noche se durmió plácidamente, satisfecho y tranquillo, aunque por momento algo turbado. ¿Ver a otro tipo en sus calzoncillos era lo que lo había puesto así al palo? ¿Que el calzoncillo de su machito reo fue tan barato, tan grasiento, eso había sido? Pensarlo así por momentos le parecía raro, pero se intuía una onda como esa. Verlo al negrito en sus propios calzoncillos, ver a un machito reo en esos Calvin Klein blancos... guauuu, lo había puesto al palo. Y cuando al rato se toqueteó y se sintió el cuerpo tocado por el calzoncillo barato y roñoso del negro, se había puesto al palo, se había sentido totalmente alzado, fuera de sí, capaz de cogerse a un león. Y lo bueno era que el machito que le había tocado era bien machito, casado, reo, onda nada que ver. Era él el que lo había hecho puto. En la cama, con su mujer al lado, Leandro empezó a manosearse de nuevo, a tocarse las bolas y el pene, sin sacarse el calzoncillo del negro, tan barato y tan sucio, casi eyaculó, estaba completamente al palo de nuevo de verse semidesnudo en ese calzoncillo tan rotoso. Pero no pudo eyacular porque justo ahí sonó el teléfono. Atendió. Era su mejor amigo, su hermano del alma, Lucho.

—Che, Leandro! Leandro! No sabés lo que me pasó!

—Ah qué hacés, Lucho...

—Che loco, vení a buscarme mañana a la salida del laburo

—No puedo.

—Sí, loco, por favor. Por favor te lo pido. Tengo un despelote en casa que ni te das idea y... y... Amigos son los amigos, no? Me tenés que ayudar, Leandrito.

—Mañana a las 7 estoy en la puerta de la oficina. No me hagas esperar que me cabreo y me voy.

—Gracias, Leandrito. Hasta mañana.

Leandro se durmió de malhumor. Aunque lo quería mucho a Lucho, ahora sentía que sin saberlo Lucho lo estaba apartando de su machito reo en calzoncillos, al que había hecho puto en un hotel barato de Buenos Aires hacía justo un rato. No tenía ganas de masturbarse de nuevo, se le entremezclaba la imagen del reo en calzoncillos con la cara de Lucho y sus problemas caseros interminables.

Al día siguiente, a las 7 de la tarde, en su auto, Leandro lo esperó a Lucho a la salida de su laburo. Cuando lo vio, Leandro se preguntó a sí mismo si no estaría volviéndose puto. El tema es que, cuando lo vio salir a Lucho, sintió un ardor súbito y fuerte entre las piernas. Jamás había sentido eso por su amigo Lucho antes, pero ahora mientras el macho de su amigo se subía a su auto y no paraba de hablarle con su voz estentórea y varonil, Leandro no podía dejar de mirarle el bulto y desearlo ocultamente. Lucho tenía un pecho velludo, barbita de días, un aspecto bien masculino y amistoso que Leandro sentía que lo estaba poniendo al palo. Tenía un vozarrón de la puta madre y un aire sumamente macho que a Leandro siempre le había agradado porque no le gustaba los afeminados, porque quería estar con un tipo tan macho como él. Pero ahora eso mismo de Lucho lo estaba poniendo fuertemente al palo y —en secreto, escandalizado ante sí mismo— la verdad es que no le estaba prestando la mínima atención a la perorata de Lucho sobre sus problemas familiares. Se estaba preguntando que calzoncillos usaría Lucho. A Leandro se le ocurrió una idea súbitamente y enseguida la puso en práctica. Entró a rascarse las bolas como si una picazón incontenible le estuviera morfando las bolas.

—Che Leandrito, ¿qué te pasa? —le preguntó su macanudo amigo Lucho que, dicho sea de paso, no sabía nada de las ondas sexuales medio degeneradas de Leandro.

—El calzoncillo... Me parece que me hizo sudar mucho las bolas y ahora con este calor de mierda y este lompa me pican.

—Ah, sí, bueno, como te decía... Entonces cuando viene la madre les dice a los dos...

—Che Lucho, perdoná... ¿Qué calzoncillos usás vos?

—Y, qué sé yo... Slips. Bien grandotes, en general blancos, qué sé yo... Tienen que ser grandes, eso sí, porque tengo las bolas muy grandes y...

—Me imaginaba.

—Eh???

—Eh qué? Nada... Que me imaginaba por el tipo de complexión que tenés, debés ser un tipo de bolas grandes por el tipo de físico que tenés que...

—Bueno, entonces, viene mi jermu y le dice a los dos pibes...

—Che Lucho, dicho sea de paso, la verdad que a los 47 años te mantenés de la puta madre.

—Cha grassia, Leandrito, entonces el mayor le dice que...

—¿Nunca te cogiste a un puto?

—¿Quéééé???

Leandro no podía volver atrás. Paró el auto en una esquina, lo miró fijo a Lucho y poniéndole a su amigo una mano sobre las bolas, le preguntó de nuevo:

—Si nunca te cogiste a un puto.

—Eh... sí... una vez... pero fue culpa del puto, eh???... Marianito se llamaba... me escribía guarangadas, yo me dejé llevar y... aunque era un nene la verdad... eh...

—¿Y te gustó?

—Y .. eh... eh... después las otras veces se me aparecía con el hermanito mayor, un tal Dieguito López. Yo no tuve nada que ver!!! Culpa de los pibes, loco, yo no tuve nada que ver, me provocaban... y... y... qué pasaaa... Leandro, qué hacés???

Leandro no había podido más, demasiado había crecido su deseo en los pocos minutos que había estado sentado al lado de Lucho, había agarrado el caño de Lucho y estaba empezando a tirarle la poronga, tan erecto se puso enseguida el pene de su amigo que no pudo contenerse más y se bajó el calzoncillo él también. Eso lo enardeció a Lucho. Lucho lo agarró a su amigo por el cuello, atrajo su cara violentamente hasta la de él y le metió un enloquecido beso en la boca, le comió la boca de un solo chupón, tan húmedo, rápido e intenso que Leandro se sintió enloquecer.

Al rato Leandro y Lucho, los dos con los calzoncillos bajados hasta los pies, se masturbaban nuevamente y no podían parar de chuparse las bocas el uno al otro. Se morfaban la lengua del uno con la del otro, se manoseaban, frenéticos se tiraban manotazos al culo, a las bolas, las vergas... Poco los sorprendió a los 5 minutos estar enchastrándose los dos, el uno al otro, sumidos ambos en un frenesí totalmente masculino, bien varones y machitos alzados los dos, escupiéndose semen contenido y caliente el uno al cuerpo del otro. Acabaron los dos juntos, apenas franeleándose, comiéndose las bocas y abrazándose bien fuerte y enchastrándose los calzoncillos de semen. Cualquier que hubiera pasado por ahí, cuando los dos amigos ya habían eyaculado, apenas habría sospechado, porque parecían más bien dos amigos muy masculinos en un momento fraternal bien emotivo y masculino, tan varoniles eran los dos. Si no era porque las bocas de los dos amigos se habían estado matando a besos y se habían franeleado sin parar como dos potros en celo, parecían lo que en verdad eran: dos amigos que se quieren mucho.

—Bueno, Leandrito... No le digamos a nadie. Me siento muy avergonzado y...

—Pará, pará, quedate tranqui.

—Pero no le digás a nadie, loco, porque me vas a conocer.

—¿Mejor que ahora te voy a conocer?

Recién ahí Lucho sonrió y recobró confianza: —Sos un loco, hermano, cómo te quiero. Sos mi hermano degenerado, ja jaaa...

Se rieron los dos y Lucho retomó el hilo de la conversación. Estaba preocupado por sus hijos. Y algo le había dicho hacía un rato antes a Leandro que este apenas había prestado atención, y que era que tenía que llevarlo a buscar a los dos pibes que estaban ahora en un entrenamiento de rugby.

—Cuando los veas a "mis cachorros" como yo les digo, vas a entender —seguía Lucho explicando sus conflictos de padre—. Se la pasan peleando como perro y gato todo el día. Para qué habré tenido dos varones, mi Dios! Pero cuando querés agarrar a uno y enderezarlo, zas, te salta el otro y lo defiende. Son culo y calzoncillo, Leandro, creeme. Entre ellos se matan y entre ellos se entienden. Ni la madre ni yo podemos intervenir nunca.

Leandro, pese a haber eyaculado con su amigo recién, asentía sin escucharlo casi a Lucho, no prestaba atención a sus palabras, seguía fijado pensando y calentándose cuando rememoraba los calzoncillos de Lucho, su amigo lo había calentado hasta el fondo de su alma, tenía ganas de bajarle los calzoncillos a Lucho de nuevo.

—Suerte que ahora te vas a encargar vos, hermano. A vos te van a hacer caso.

—¿Quééééé???

Lucho lo miró sorprendido:

—Leandro, ¿qué te pasa? Me acabás de decir que sí. Te pregunté "¿Te podés encargar de mis hijos que mi mujer y yo nos vamos a Europa un mes"? Y me dijiste: "Sí, Lucho, por favor, encantado".

—Me confundí, perdoname. Creí responderte eso cuando me preguntaste si te quería chupar la pija.

—Vos siempre haciendo chistes, hermano. Al final me confundís.

—Bueno, Lucho, pero entendeme. Yo no puedo hacerme cargo, no tengo instinto paternal.

—Vos me los vas a hacer bien varones. Así como están si los dejamos seguir van a hacerse putos. Vos me los vas a hacer bien machitos.

—Bueno, pero...

—Pará, pará. Estacioná acá. El campito donde practican rugby mis cachorros es a metros nomás. Te conviene estacionar acá.

—OK, Lucho. Pero escuchame....

—Miralos. Ahí están.

—Sí.

—Sí quiero. Yo me hago cargo de tus hijos. Encantado. Encantadísimo. Quedate tranqui Lucho. Yo te los hago bien machitos.

Lucho sonreía satisfecho. Y Leandro estaba al palo. Es que no podía creer lo que estaban viendo sus ojos de macho insaciable.

Eran los dos pibes más hermosos, los pendejos más machitos y cogibles que hubiera visto en toda su vida sexual.

—¿Cómo se llaman?

—Gonzalo y Sebastián.

—¿Cuál es Gonzalo?

Lucho lo señaló. Gonzalo: 18 años, piernas musculadas, bien velludas, en su short de rugby blanco totalmente embarrado y sucio se apretaba un bulto palpitante y joven, tenía una cara muy varonil, con algo de reo, parecía hosco y enojado, tenía el pelo más o menos corto de un rubio como apagado, oscuro. Un culo espectacular, bien machito, Leandro se lo imaginaba y al ver las piernas velludas de Gonzalo creía intuir que el culo debía ser apretado, de nalgas duras y grandes, con el hoyo totalmente intacto, tenía un pedazo de culo que daban ganas de desvirgarlo ahí mismo, sobre todo porque ese bocado suculento de culo no lo debía tocar nunca nadie, tan machito y varonil era Gonzalo. Por debajo del short mugriento asomaba un pedazo interesante de bóxer, de los de tela, de color medio amarillo, era un calzoncillo con motivos. Leandro se imaginó prestarle a Gonzalo un calzoncillo de los suyos, totalmente liso, y ante la sola idea su pija empezó a crepitar impacientemente.

—Sebastián es el otro, entonces... Más chico, ¿no?

Sebastián tenía una jeta de machito lindo totalmente diferente al hermano, tenía facciones bien varoniles pero era mucho más lindo de cara que su hermano. Era casi tan alto como su hermano, que le llevaba dos años. El short de Sebastián también era blanco pero no estaba tan sucio como el de Gonzalo. El mayor, Gonzalo, se parecía de cara más a su padre, Lucho. En cambio, Sebastián tenía una carita que era un caramelito bien dulce. Sin dejar de ser completamente varonil, tenía cara de nene enfunfurruñado. La combinación entre lo lindo de su cara y lo enojado de su gesto lo puso a Leandro completamente loco. Como era bien alto, las piernas iban proporcionadas a su estatura, era bien delgado, tenía muy buen lomo. A diferencia de Gonzalo que tenía un culo duro, abultado y bien de macho, el de Seba era como una manzanita: más chiquito, delicado y totalmente pulposo. Gonzalo tenía la piel más oscura, Sebastián era más blanquito y Leandro se manoteaba la verga imaginando penetrar en sus virginales nalgas para dejarle el ano totalmente embarrado y sucio de guasca. No. No, no, no. Leandro decidió que si se cogía alguna vez a Sebastián, la guasca se la iba a tirar en la jeta, primero se lo iba a culear y los últimos trancos se los iba a dar por la boca, le iba a hacer pasar la lengüita a Sebastián por todo su pene, que ya iba a estar sucio de tanto darle por el culo al nene, para que en los estertores le escupiera todo el semen por la cara y le ensuciara de guasca de macho esa carita de nene enojado que se quiere hacer el malo.

Con total inocencia y alivio, Lucho sonreía satisfecho. Ahora iba a poder viajar tranquilo a Europa con su mujer y desestresarse totalmente. Confiaba plenamente en su amigo Leandro. Era como su hermano. Más ahora que habían... bueno, que habían hecho eso. Leandro iba a ser un excelente sustituto de padre para sus cachorros, los iba a enderezar y hacer bien machitos. Y, sobre todo, como le estaba pidiendo ahora mismo a su amigo Leandro, no iba a dejarlos descuidar sus entrenamientos para el equipo de rugby. El rugby era una pasión para sus masculinos hijos, para sus preciados cachorros.

Y Leandro pensaba que ni en pedo iban a descuidar el tema rugby. Es que ahora mismo los estaba viendo. "El rugby es una pasión para mis machitos", le estaba diciendo Lucho. Los hermanos eran, por lejos, los pendejos más bravos, cogibles, zarpados, lindos y fuertes de todo el equipo. Eran unos pendejos hermosos, unos sementales en potencia seguramente, con esos cuerpos y esos bultos y esos culos. Y esos shorts. Por Dios. Esos shorts. Blancos, sucios, embarrados, enchastrados, que marcaban bien fuerte y abultados esos tremendos pedazos de genitales, esos culos totalmente cogibles y vírgenes. Con el culito delicado pero masculino de Sebastián. Con el culo apretado y fuerte del potro de Gonzalo. Con la carita de nene malo de Sebastián, que imaginaba totalmente escupida de su guasca de macho corruptor. Con las bolas suculentas y cargadas de guasca joven de Gonzalo, que Leandro quería chupar y comerse ahora mismo.

—Comen de todo, pero como bestias. No paran de comer.

—Es la edad. Se están desarrollando...

—Se toman tres litros de leche cada uno por día.

Al solo escuchar la palabra LECHE, Leandro tuvo un cimbronazo que la pija casi le salta. Se lo imaginaba a Gonzalo eructando con un sachet de leche en la mano, chupándole la punta. Y en su sueño despierto, Leandro lo agarraba por atrás, le bajaba el short y... y lo entraba a culear, a bombear, a darle más y más duro por el culo a ese pibe machito...

Se lo imaginaba a Seba limpiándose con la lengüita los labios totalmente mojados por la leche. Y provocándolo a Leandro para que le diera de mamar por la verga. Tenía una erección que si no cogía ahí mismo...

—Lucho, vamos a coger. Ya. Ya. Yaaa... Dale, me dejaste con las ganas.

—Leandro, ¿qué te pasa? Un poco está bien, somos hermanos. Más ya sería de putos. Además vamos, que los pibes ya terminaron y tenemos que ir a buscarlos al vestuario.

Leandro creía estar enloqueciendo. Si seguía así iba a reventarle el calzoncillo. Si seguía así sus bolas y su pene no iban a poder más e iba a terminar eyaculando adentro del calzoncillo que ya le estaba apretando demasiado. Estaba como loco de solo pensar qué hacer con esos dos pendejos bellísimos, fabulosos... ¿se los iba a coger?, ¿iba a poder aguantarse? Y, sobre todo, puesto que no eran para nada putos los pibes estos, ¿se iban a dejar culear los dos hermanitos? ¿O iba a tener que violárselos nomás? ¿Y qué iba a decir su hermano, Lucho, su amigo del alma, el padre?

Lucho seguía: —Yo medio como que ya les dije que ellos se quedaban en tu casa. Estaban contentos los nenes, aunque parezcan malos son buenitos. Un poco rebeldes pero si los manejás... Sólo falta confirmarles. Vamos, se deben estar duchando...

Leandro pensó en la idea de ir a buscarlos al vestuario junto con el padre de los chicos, con su amigo y hermano del alma Lucho, y sintió de pronto que el cráneo se le partía. No podía dejar de fantasear. Imágenes terriblemente bellas, la de los pendejos, jóvenes sementales en celo y al palo y de culos fabulosos, duchándose los dos juntitos, intercambiándose besos, manoseándose el uno al otro los fibrosos y abultados culos, entrechocándose las vergas mientras el agua de las duchas les empapaba los cuerpos... bajándose los shorts, intercambiándoselos entre ellos, después desnudándose, después agarrando sus bolsos para vestirse y tomar cada uno sus calzoncillos y ponérselos... totalmente desnudos... los culos al aire... bajándose los shorts... hincándose para buscar los calzoncillos adentro de los bolsos... manoseándose los culos los dos hermanos mientras cada uno busca su calzoncillo... a lo mejor los hermanitos se confundían y sin darse cuenta se ponía uno el calzoncillo del otro... a lo mejor se reían y lo dejaban pasar, como compartiendo el secreto... a lo mejor... a lo mejor no, se enojaban y entraban a disputarse un calzoncillo, enojados uno le sacaba por la fuerza el calzoncillo al otro y le decía no boludo es el mío... y lo desnudaba... y el culo quedaba al aire de nuevo, fibroso, intacto, virginal, varonil, joven...

Leandro no podía más. Sin que Lucho percibiera nada extraño, no pudo contenerse y eyaculó sin tocarse dentro de su calzoncillo. Ahora las bolas humedecidas por el semen le jodían dentro del calzoncillo. Quería sacárselo. Arrancarse el calzoncillo.

—No, Lucho, mirá. Mejor no. Vos andá solo que sos el padre y deciles. Deciles que vengan mañana a la noche a lo del tío Leandro. Y ya se quedan en casa nomás.

—¿Y tu mujer qué va a decir?

Puta madre, mierda, la vaca, pensó Leandro. Se le ocurrió rápido:

—No va a decir nada porque ella también va a viajar. Esta noche mismo. Es más, voy a sacarle los pasajes ahora mismo y le doy un buen regalo en efectivo. Va a estar encantada.

Lucho lo miró preocupado:

—Che Leandro, ¿no estarás haciendo mucho cambio de planes vos, no?

—Para nada. Para nada. Todos contentos. ¿Vos no querés tener hijos machitos?

—Y sí, por supuesto.

—Bueno, yo me encargo de eso. Vos viajá tranquilo.

—¿Y yo?

Leandro lo miró sin entender. Lucho lo miraba profundo, súbitamente entristecido. Se animó a preguntarle a Leandro:

—¿Los vas a querer más que a mí?

Leandro no sabía qué contestar. No sabía qué pensar. No le salían las palabras.

—¿Cómo, Lucho? No entiendo la pregunta.

—Sí, entendés. Y tengo una peor:... Ellos, ¿van a quererte a vos más que a mí que soy el padre?

Leandro estaba enloqueciendo, se sentía mal. Carajo carajo mierdaaaa, no sabía qué mierda decir. Qué carajo estaba queriéndole decir Lucho. Por qué mierda no habla claro. Leandro sentía que un bicho le estaba taladrando el cerebro, estaba perforándole el cráneo.

Lucho pareció entender. Entendió que su amigo no entendía y que tenía que explicarle mejor el pacto. Se acercó a Leandro sin ninguna parsimonia, ahí, al aire libre, a metros del campito de rugby donde habían entrenado sus hermosos cachorros, le metió la mano dentro del calzoncillo a Leandro y le dio un hermoso, pausado, espeso, profundo beso en la boca.

—Me gustás, Leandro. Me gustás. Siempre me gustaste.

—Bueno, Lucho, pero...

Lucho entró a hablarle en boca, en secreto, abrazándolo y hablándole al oído:

—Gonzalo es activo. Se curte al hermano desde hace dos años. Casi no lo masturba, solo lo pone al palo manoseándole el culo y se la hace chupar a Seba. A los segundos Sebastián está poniéndose en cuatro para recibir la garcha de su hermano. Gonzalo jamás fue penetrado. Arreglame eso. Sebastián jamás se garchó a nadie, parece gozar solo por el culo. Eso como padre a mí no me gusta. Arreglame eso también, Leandro, por favor arreglameló. Cogetelo. A los dos cogetelos. Y que aprendan a cogerse entre ellos, bien machitos, mandalos intercambiar posiciones todo el tiempo.

Ahora fue Leandro quien preguntó:

—¿Y yo? ¿Yo qué? ¿No puedo hacer otra cosa más que mirarlos?

—Esperame. Yo estoy enamorado de vos, hermano. Me gustás, macho, qué voy a hacer. Vos andá preparándome a los pibes. Cuando vuelva yo y vos me los tengas bien entrenados, los compartimos. Los dos... Pero solo con una condición...

Leandro estaba demasiado turbado, demasiado caliente, demasiado loco, demasiado al palo, demasiado feliz, demasiado enamorado.

—¿Cuál es la condición?

—Usalos. Preparamelos. Pero no los quieras mas que a mí. Porque yo a vos te amo. Y te deseo mucho, hermano...

Leandro apenas pudo pensar y respondió, seguro:

—Entiendo. No los voy a querer más que a vos. Me estás dando el fruto de tu guasca, hermano, me estás dando tus cachorros. Yo te los cuido y te los preparo a los pibes. Y vos cuidate.

Leandro terminó de bajarse del todo el calzoncillo para que Lucho tuviera más espacio para tirarle la goma y acariciarle las bolas. Y le bajó el calzoncillo a su hermano del alma, a su hermano Lucho, para tirarle la goma a él también y acariciarle sus inmensas, grandotas, peludas bolas.

—Yo también te quiero, Lucho. Confiá en mí, te voy a respetar. Voy a valorar mucho el hermosísimo regalo que me estás haciendo.

—Es un préstamo.

—Préstamo, ok.

Y para sellar ese hermoso pacto de varones, hermanos varoniles abrazadísimos, se dieron un pausado, inmenso beso, tan profundo que la noche que estaba llegando en ese momento tuvo que hacer un hondo silencio para guardarles ese pacto secreto.

Marianito

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