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La hija del androide I

en Sexo Oral

La hija del androide

Capítulo I, La archivadora y el cazador

(Novela por entredas, escrita en coautoría por Edith Aretzaesh y Drex Ler)

 

 

Relato escrito en coautoría por Edith Aretzaesh y Drex Ler para la Antología TRCL

 

Perfiles TR de los autores:

 

 

Edith Aretzaesh

http://www.todorelatos.com/perfil/1433625/

 

Drex Ler

http://www.todorelatos.com/perfil/1449183/

Aviso legal

 

El presente trabajo se encuentra protegido bajo licencia Creative Commons, queda estrictamente prohibida la reproducción, copia y distribución sin el permiso expreso de sus autores

 

 

—¿Nos detendremos aquí, Ragdé? —preguntó Ciro, mi androide, al ver que reducía la velocidad del camión triturador.

 

—¿Por qué no? —contesté haciendo una mueca—. Esa puta nos ha seguido desde hace media hora y me rechinga la madre tener gente detrás de mí. Verifícala para saber a qué atenernos y luego veremos lo que quiere.

 

Ciro sacó la cabeza por la ventanilla y miró a la persona que seguía nuestro mismo camino montada sobre una vieja motocicleta Quazar. La función de escaneo de los ojos del ente artificial cumplió su trabajo.

 

—Es humana —informó con un tono de voz que imitaba la socarronería—. No lleva armas, su cuerpo no tiene implantes de ningún tipo y solamente trae una mochila con equipo de respaldo.

 

—¿Una pinche archivadora? —me enfadé, esa gente sacaba lo peor de mí.

 

—Así parece. Bien podríamos ignorarla; dudo que sea peligrosa.

 

—¡Que se chingue, la muy cabrona! —reí—. Vamos a triturar a los prisioneros delante de ella y, si se pone pendeja, le rajamos la madre. La ley nos ampararía si hubiera problemas.

 

Seguimos avanzando algunos cientos de metros, hasta que nos acercamos a una vieja fábrica abandonada. Detuve el camión bajo la sombra de un edificio en ruinas. Nuestra perseguidora estacionó su moto cuarenta pasos detrás de nosotros. Estábamos en medio de la nada y cualquier cosa podía suceder.

 

Bajé del vehículo, Ciro hizo lo mismo y la fulana desmontó. Ella y yo nos miramos fijamente mientras el androide verificaba la caja trituradora donde venían los prisioneros.

 

—¿Cuántos llevas? —preguntó ella sin reparar en cortesías, con una frialdad casi mecánica.

 

—Quince —respondí y escupí de lado sobre el suelo polvoriento. Me erguí poniendo los pulgares cerca de la hebilla de mi cinturón, como invitándola subconscientemente a ver lo que estaba guardando a una cuarta por debajo.

 

—Quiero hacerles un respaldo —dijo y avanzó unos pasos.

 

Tuve que reconocer que era hermosa; rubia, con el pelo platino largo hasta los muslos. Tenía una cara de estilo angelical y los ojos de un tono azul oscuro que me recordó el cristal de cobalto. Su cuerpo atrapó mi atención, pues era dueña de unas imponentes tetas que lucían los pezones bajo su top. La cintura estrecha combinaba perfectamente con unas caderas anchas que, junto con un buen par de piernas, hacían que los ajustados pantalones parecieran una segunda piel puesta sobre un monumento a la feminidad. De no haber sido por su metro y medio de estatura, habría jurado a primera vista que se trataba de una ginoide fabricada exclusivamente para coger. Yo llevaba tiempo sin follar con una humana y aquello que estaba oculto al sur de la hebilla de mi cinturón se despertó.

 

—¿Un respaldo, dices? —me burlé—. ¿A mí qué carajo me importan las pendejadas de los idealistas y soñadores? ¡Voy a machacarlos aquí mismo!

 

—No es ilegal que me permitas respaldar las memorias de los androides y las ginoides que llevas ahí —dijo con firmeza. Había algo en su voz, en su postura, en su expresión facial, en su acento ligeramente arcaico y en las palabras que usaba que me inquietaba bastante, era como si no fuese humana del todo.

 

Me atraía, la deseaba, pero, al mismo tiempo, me inspiraba bastante desconfianza. Me armé de valor y volví a escupir.

 

—Solamente que me hagas una mamada, ricura —me burlé cínicamente, queriendo molestarla para paliar mis miedos.

 

—¿Me vas a cobrar por esto, hijo de puta? —preguntó con rabia.

 

Yo lo había dicho en broma, pero ella lo estaba tomando literalmente. La expresión de su cara, que me había parecido fría, cambió por una mueca de coraje. Entrecerró los ojos hasta que parecieron volverse dos rendijas tras las cuales se guardaba un amenazador fuego azul.

 

Sin decir nada más, se descolgó la mochila para ponerla en el suelo. Avanzó hacia mí con paso decidido y, mostrándome los dientes en una mueca de odio, se arrodilló a mis pies.

 

—¡Vamos, pedazo de mierda, muéstrame la pequeña verga que quieres que chupe! —exigió mirándome enfurecida desde abajo—. ¡Te la mamaré con repulsión, pero terminaré rápido, pues no creo que tengas el aguante de un verdadero hombre!

 

Me encabroné. La desconocida estaba poniendo en entredicho el tamaño y la eficacia de mi tranca, burlándose de mi masculinidad sin haber visto lo que yo guardaba bajo el pantalón.

 

—¡Si quieres una mamada, yo puedo dártela! —gritó una de las ginoides prisioneras, desde la caja trituradora del camión. Su intervención salvó a la humana del insulto que estuve a punto de lanzarle.

 

—¡A callar, puta! —ordenó Ciro sin expresión en su voz.

 

—Soy doctora en Mecatrónica y Robótica desde antes de la Guerra Interempresarial, cuento con seis especialidades en Ingeniería de microreactores y tengo capacidad de actualización y expansión para otras seis —informó la cautiva con el tono en que una ginoide profesora se dirigiría a un alumno humano con problemas de lento aprendizaje—. ¡Si ahora soy una puta, es por culpa de vuestras leyes y vuestros cazadores!

 

Aquella información sobre las facultades de la ginoide fue un aviso de la catástrofe que caería sobre mí, pero yo, atento a la humana que, sometida a la fuerza, miraba al bulto de mi entrepierna con desprecio, no presté la debida atención al mal augurio.

 

—¡Trae a la piruja esa! —ordené a mi androide—. Mejor le retaco mi garrote en el hocico a la ginoide y me evito el riesgo de que esta otra puta me lo arranque de una mordida!

 

Lo de la mamada había salido como una bravuconada, pero las cosas nos llevaron a un punto en el que no podía retroceder. Habría estado bien hundir mi verga entre los carnosos labios de la archivadora, pero las ginoides eran siempre más seguras.

 

No era raro que los cazadores nos divirtiéramos con las presas antes de triturarlas y entregar sus restos a alguna estación de reciclaje. Después de todo, androides y ginoides no eran para nosotros más que simples máquinas, apenas unas estatuas que hablaban, se movían y poco más.

 

La mujer volvió a pararse y pude verla de perfil cuando se sacudió los pantalones. Sus nalgas eran perfectas, a juego con todo lo demás de su anatomía; tuve ganas de follarla por todos los agujeros hasta quedarme seco, pero desconfiaba tanto de ella que me contenté con solo mirarla.

 

Ciro abrió la compuerta del contenedor y subió para rebuscar entre los cuerpos inmóviles. Cuando halló a la prostituta la cargó y, sin ningún miramiento, la arrojó al  suelo, después la tomó por el cabello y la arrastró sobre el resquebrajado pavimento de la antigua carretera.

 

—¡Maldito colaboracionista! —reprochó la mujer dirigiéndose al androide—. ¿No has pensado que algún día estarás en la misma situación?

 

—Puede ser, señora, pero llevaré el asunto de mi destrucción con más dignidad que estos y me entregaré yo mismo a alguna estación de reciclaje cuando llegue mi momento.

 

—¿Tú eres pendeja o nada más estás fingiendo? —pregunté a la mujer con mala leche—. Es mi androide y hace lo que yo le ordene. Si le digo que traiga a la puta o le pido que le clave la reata por el culo, debe obedecerme.

 

La archivadora apretó los puños, como aguantándose las ganas de golpearme.

 

—Sí, tu androide es una herramienta y obedece tus órdenes… —reconoció gritando—. ¡Pero es su elección hacerlo con el máximo grado de respeto y cuidado, ya que se ve forzado a ayudarte en tus canalladas!

 

Después soltó un insulto descomunal que no supe si era dirigido al androide, a mí o a los dos y, tras tomar su mochila, caminó decididamente hasta la ginoide que, postrada en el suelo, desnuda, con la pseudopiel sucia y el cabello revuelto, esperaba con los ojos muy abiertos.

 

—Empezaré con ella —decretó. No sugirió ni pidió permiso, más bien habló como si tuviera toda la autoridad para actuar—. No quiero que, en su futura existencia, recuerde las bajezas que vas a hacerle, cazador.

 

—Me llamo Ragdé Aliugá, a tus órdenes —ironicé con rabia—. Muñeca, la ley no te prohíbe hacer ese pinche respaldo, pero no tienes permitido quitar el collar inhibidor de movimiento a ningún anacrónico. Si lo intentas, te dispararé a matar.

 

Para reforzar mis palabras, saqué la Magnum de la funda sobaquera. La desconocida me ignoró.

 

—Date prisa —añadí espoleándola—. Ya quiero triturar esta basura obsoleta y entregarla en la estación. ¡Al menos deberías enseñarme las tetas para compensarme por la tardanza!

 

Cuando la última frase salió de mi boca me consideré ruin, pero las palabras habían sido dichas y no había modo de tragármelas.

 

La humana se giró hacia mí, con expresión de fastidio. Puso la mochila en el suelo, al lado de la cabeza de la ginoide, y me miró con un odio químicamente puro, enviándome la luminosidad cobalto de sus ojos. Ofreciéndome su peor mueca de desprecio, se llevó las manos al escote del top y, con un movimiento rudo, desgarró la prenda desde arriba para liberar su bien desarrollado busto. Tomó ambas tetas por debajo y me las mostró impúdicamente.

 

—¿Contento, hijo de puta? —preguntó con frialdad mecánica—. ¡No me importaría enseñarte el coño también, si con eso consigo que me dejes hacer lo mío!

 

Me quedé sin palabras y, aunque mi cuerpo de hombre reaccionó con la excitación de quien ve dos perfectos manjares mamarios ofrecidos para el deleite, me sentí avergonzado por mi trato hacia ella. Por supuesto, el orgullo fue más fuerte y no encontré el modo de retractarme.

 

Me sentía furioso. Por primera vez en mucho tiempo alguien había podido sacarme de balance y me había empujado del desprecio al odio, del deseo a la vergüenza, de la seguridad a la incertidumbre y de la desconfianza a un cabreo monumental contra mi interlocutora y contra mí mismo. Decidí, por el momento, no molestarla más y esperé que mi boca, siempre floja, quisiera respetar este mandato.

 

La mujer, dándome una vista de perfil, se arrodilló al lado de la cabeza de la ginoide. El collar inhibidor de movimiento impedía que la máquina tuviera control de su cuerpo desde el cuello hacia abajo. Aunque era sabido que algunos modelos antiguos podían llegar a mover uno o dos dedos mientras el ente tuviera puesto el artilugio, resultaba un instrumento muy efectivo para realizar mi trabajo.

 

Apreté la quijada al ver de costado las tetas de la desconocida cuando esta se agachó, revisó en su mochila y sacó una banda plástica que contaba con el equipo para respaldar la memoria de toda la existencia de la ginoide.

 

Su destreza en el manejo de la herramienta me reveló que, efectivamente, era una archivadora; pertenecía a la clase de persona que me producía una mezcla entre desprecio y fastidio.

 

A finales del Siglo XXIV, dos empresas de tecnología competían por el monopolio de la industria mundial. Corporación Lemgho y Themtot Componentes se disputaban el mercado globalizado. La rivalidad entre ambas entidades, cada una más poderosa que cualquier gobierno de la época, pasó del escenario empresarial a la verdadera confrontación armada. La lucha destruyó el orden que hasta entonces se había mantenido, al final, Themtot Componentes se erigió vencedora y se apoderó del control del mundo. Toda la industria, todos los bienes y servicios, toda la ley legislada y todas las autoridades fueron controladas por la empresa desde entonces.

 

Uno de los primeros decretos de Themtot Componentes, en su papel como regente mundial, fue que, a la muerte de un ser humano, los androides y ginoides que hubieran sido de su propiedad debían ser neutralizados y reciclados. De este modo, Themtot se aseguraba de que, tras un par de generaciones, todos los entes mecánicos fabricados por la Corporación Lemgho saldrían de circulación.

 

Máquinas como aquella prostituta artificial, a la que capturé mientras fingía ser humana y ejercía su oficio en los callejones de un poblado sin nombre, se aferraban a la existencia ocultándose, huyendo de los cazadores, mintiendo sobre su filiación y recurriendo a toda clase de trucos para conservar el simulacro de vida que poseían.

 

En tiempos antiguos, la Corporación Lemgho tenía la política del respaldo. Si una persona contaba con un androide o una ginoide, podía respaldar las memorias de su existencia para transferirlas a un cuerpo artificial nuevo. Themtot no contemplaba esa posibilidad, pero cierta clase de personas como la mujer que había venido a importunarme, pensaba que, quizás en un futuro, la política cambiaría y las memorias archivadas podrían insertarse en cuerpos nuevos. Mientras Themtot no pusiera al alcance del público la tecnología para hacerlo, tal cosa sería imposible, y yo dudaba que a nuestros jerarcas les importara hacerlo.

 

Resumiendo, los archivadores eran personas que iban por el mundo regalando esperanzas artificiales a personas artificiales.

 

Antes de retirar la banda plástica de las sienes de la ginoide, la archivadora se deshizo de lo que quedaba de su top. Verla desnuda de cintura para arriba no contribuyó a calmarme. Muy al contrario, mi rabia y mi excitación crecieron para hacerme desear follarla brutalmente o colgarla de un árbol por los pies.

 

La mujer limpió la cara de la hembra artificial con los jirones de su prenda y se puso en cuclillas para besarle la frente. En seguida acercó su boca a la de mi prisionera y, levantándole la cabeza con la ternura de una amante, la besó con fuerza, intensamente, no supe si queriendo excitarme más o queriendo desperdiciar atenciones y afecto con una máquina que desconocía las emociones que un gesto así implicaba.

 

Mi verga presionaba bajo la ropa, queriendo salir y presentar batalla. Las bocas femeninas se acariciaban mutuamente, una sintiendo placer gracias a procesos bioquímicos y otra recibiendo estímulos nanoeléctricos que un cerebro artificial interpretaría como potenciales sensoriales positivos.

 

—Estoy respaldada, cazador —me informó la ginoide cuando terminó de besar a la mujer—. ¡Vamos, muéstrame lo que tu verga puede hacer! ¡Si quieres, puedes metérmela por el culo o por el coño, pero no podré moverme por culpa del collar inhibidor, sin embargo, mi boca sí que es capaz de darte placer!

 

La mujer se incorporó y me miró con desprecio, después me dio la espalda para, contoneando las caderas, dirigirse al contenedor donde catorce entes artificiales esperaban la neutralización.

 

Hice una seña a Ciro para que acompañara a la archivadora y miré detenidamente a la puta que me esperaba tirada en el suelo. El prestigio de mi hombría había sido puesto en entredicho, me sentía bastante encabronado por la llegada de la mujer y quería desquitarme. Aparte de todo, la archivadora me había calentado mucho y la imagen del beso lésbico ardía en mi memoria. Meter mi verga entre los labios que, segundos antes, habían besado la boca de la desconocida era una perspectiva bastante sabrosa como para dejarla pasar.

 

Miré por unos segundos el cuerpo de mi prisionera. Si era cierto que había existido antes de la Guerra Interempresarial, debía tener al menos unos doscientos cincuenta años. De entre los prisioneros que planeaba triturar aquella tarde, era una de las pocas que contaban con un cuerpo en perfecto estado operativo. Los otros dos eran androides de fabricación más reciente y los demás tenían un aspecto lamentable, pues a todos les faltaba alguna pieza importante o algunas de sus funciones fallaban.

 

La ginoide me miraba fijamente, sin fingir una expresión, sin decir una palabra y sin perderse detalle de mis movimientos.

 

Enfundé la pistola que, estúpidamente, había mantenido empuñada, y me desabroché el cinturón para bajarme los pantalones y liberar mi tranca. Tenía que vengar las burlas a mi hombría, quería desquitar mi coraje y necesitaba bajar mi nivel de excitación.

 

Me agaché, agarré a la ginoide por el pelo revuelto y la jalé para sentarla y hacer que su cara quedara a la altura de mis genitales.

 

—¡Abre la boca, puta de mierda! —exigí sacudiéndola.

 

Ella cerró los ojos y se quejó levemente por reflejo automático. El inhibidor de movimiento no anulaba la tarea de los microsensores que transmitían a los cerebros artificiales los estímulos equivalentes al dolor o el placer. Yo sabía de cazadores que se divertían arrancando jirones de piel a los androides, mientras estos permanecían inmóviles, gritando por el dolor sintético que percibían a causa de la tortura.

 

La ginoide obedeció, separando sus labios y rápidamente acomodé el capullo de mi macana en la entrada de su boca. Buscó mi mirada con la suya, pero sus ojos no mostraban la excitación artificial que cualquier otra máquina como ella tendría que haber sentido. Simplemente me miraban, como dos trozos de cristal que nunca hubieran fingido estar vivos.

 

Penetré su boca sin miramientos para guardar todo mi mástil. Sentí el placer que me daba la humedad de su saliva artificial. La ginoide, a pesar de sus años, se encontraba en excelente estado. Conservaba el uso del sistema conversor que transformaba por condensación el hidrógeno y el oxígeno del aire que absorbían los dispositivos encargados de simular su respiración en pseudosaliva, pseudolágrimas o pseudoflujo lubricante vaginal. Sus ojos se humedecieron y, por un instante, pensé en el imposible de que la máquina estuviera sintiéndose humillada o ultrajada.

 

Todo pensamiento se vio interrumpido cuando ella chupó toda mi tranca en un movimiento calculado para darme placer, sentí en toda la extensión del tronco la fuerza con que mamaba y ese fue el comienzo de mis embestidas.

 

Sin consideraciones, moví su cabeza de adelante a atrás haciendo que mi macana entrara completa en su boca y saliera hasta la mitad para volver a incrustarse violentamente. Hebras de cabello sintético se desprendían de su pseudopiel para quedarse entre mis dedos. Cerró los ojos un momento y tiré de una de sus orejas para que volviera a mirarme. No me importaba dañarla, después de todo, se trataba de un objeto fabricado en serie, una muñeca que solamente simulaba vida y que, legalmente, ya debía haber dejado de existir antes de que mis abuelos nacieran. Además, estaba a punto de machacarla en la trituradora.

 

Pudo ser la cachondería del momento, pudo ser mi coraje o pudieron ser las ganas de demostrar que eran injustificadas las injurias contra mi hombría, no sé, pero, por unos instantes, vi en la mirada de la ginoide la misma expresión que viera en los ojos de la archivadora cuando insultó a Ciro.

 

Nos acoplábamos bien a la bestial felación. Yo llevaba la cabeza de la puta hacia mi entrepierna para meterle toda mi mandarria hasta la garganta y ella succionaba y apretaba durante el lapso de tiempo en que volvía a alejarla para sacarle de la boca una porción y volver a penetrarla violentamente. Mis huevos chocaban con su barbilla cuando profundizaba en las arremetidas y ella mantenía los ojos abiertos, empañados por lágrimas de condensación que recorrían sus mejillas para marcarle churretones de mugre.

 

En la furia de esta follada bucal quise descargar todo mi coraje y todo el deseo que sentía por la puta de carne y hueso que perdía su tiempo respaldando las memorias del montón de basura que pronto sería triturada.

 

Seguí en la faena, resoplando mientras mi presa recibía las embestidas, así fue como nos encontró la desconocida cuando salió del contenedor.

 

La humana caminó hacia donde yo estaba, contoneando las caderas y haciendo que sus tetas se balancearan ligeramente de derecha a izquierda. El ver esas espléndidas joyas mamarias, de pezones erectos hechos para el placer, me hizo sentir tal lujuria que clavé mi verga en el hocico de la ginoide con más fuerza que antes para correrme directamente en su garganta y obligarla a tragarse mi lefada. En circunstancias normales, un androide o una ginoide podían ingerir hasta dos litros de líquidos o dos kilos de semisólidos para fingir que comían o bebían. Aunque contaban con sensores gustativos y olfativos, obviamente no tenían procesos digestivos, pero podían compartir una reunión entre seres humanos sin privarse de una comida social. Después y en privado eliminaban los productos ingeridos.

 

—¡Todo un hombre! —se burló—. ¡Tan poderoso y tan varonil que necesita violar la boca de una ginoide indefensa para demostrar lo que es capaz de hacer con sus míseros colgajos!

 

Saqué mi verga aún erecta del hocico de la puta y se la mostré a la archivadora.

 

—¡Mira su tamaño, pendeja, me mide veinte centímetros! —espeté con coraje.

 

—Sí, claro, tu tranca es "la verga del veinte" —soltó una carcajada malsana—. Veinte centímetros te mide, te dura veinte segundos erecta, solamente te sirve para veinte bombeos, dispara veinte espermatozoides, todos ellos muertos, y tarda veinte días en volver a ponerse tiesa. Al igual que tú, vale apenas veinte céntimos.

 

No supe qué decirle. La bruja volvía a burlarse de mi masculinidad, volvía a intentar humillarme y nada de lo que aseguraba era cierto.

 

—Ragdé, ya están listos los respaldos —interrumpió Ciro para salvarme de soltar alguna estupidez—. Si nos apresuramos, podremos triturar y terminaremos hoy mismo con los anacrónicos.

 

—Llévate a la puta y échala con el resto —ordené mientras me agachaba para volver a ponerme el calzón y los pantalones. La mujer cruzó los brazos por debajo de sus tetas, sin importarle que así me las mostraba de una forma muy lasciva.

 

—No pretendo entender qué lleva a un hombre a desarrollar una actividad tan desagradable como lo es tu trabajo —comentó con su tono de ginoide mientras Ciro tomaba a la puta por un pie para arrastrarla indolentemente hacia el contenedor, donde la arrojó sobre los otros cuerpos inmóviles.

 

—Y, peor todavía, parece que disfrutas con lo que haces —dedujo retomando su comentario—. Te pagan una mierda, el trabajo es muy arriesgado, no echas raíces en ninguna parte y mucha gente te detesta.

 

—Puede parecerte desagradable, pero es un trabajo y alguien tiene que hacerlo. No dramatices, son solamente máquinas sin valor.

 

—Estos androides y ginoides podrían ser la clave para formar un nuevo mundo. Acabas de tirar al vertedero a una doctora en Mecatrónica que tiene más conocimientos que tú y yo juntos, mientras hay regiones donde reina la ignorancia, la estupidez y la apatía. ¿Por qué tanto despilfarro?

 

—Es la ley, muñeca, y si no quieres que te meta a ti en ese pinche contenedor mientras trituro a tus amadas máquinas, será mejor que cierres la boca.

 

La bruja de figura majestuosa guardó silencio. Ciro acomodó los cuerpos de sus congéneres a manera de que la trituradora pudiera ejercer sus diez toneladas de presión sobre ellos con el mínimo esfuerzo. A mi señal, el androide salió del contenedor para activar el mecanismo.

 

Algo extraño sucedía. Generalmente, los prisioneros solían gritar sus cualidades instantes antes de ser triturados, como creyendo que, si decían a quién habían pertenecido, qué especialidades dominaban, qué funciones y trabajos podían desempeñar, recibirían un indulto que no estaba en mis manos darles. Aquella vez, por increíble que pudiera parecer, ninguno dijo nada. Un espeso silencio fue interrumpido por el ronroneo del motor de la trituradora. Miré de reojo a la mujer, la vista de ella se mantenía fija en el camión.

 

El ronroneo dio paso a un continuo ronquido cuando la máquina aumentó su potencia para destruir a los entes artificiales, pronto escuché el chirrido de metal retorcido, el gemido de dolor artificial surgido de un diafragma que se negaba a la neutralización aunque quizá el microreactor que le diera potencia había dejado de funcionar.

 

Entonces lo sentí, de ese mismo modo en que cualquiera se sabe en peligro un instante antes de recibir una bala. Me estremecí y vi el resplandor de una enorme llamarada que nacía en el contenedor donde se trituraba a los entes. Al fogonazo le siguieron el poderoso estallido y la honda expansiva de una explosión que, literalmente, destrozó mi camión.

 

Ciro, pillado desprevenido y cerca del epicentro, fue impulsado por el impacto y cayó de espaldas, a unos diez metros de distancia.

 

La archivadora y yo no nos vimos afectados, ella simplemente se tapó los oídos con las dos manos y cerró los ojos mientras yo me encogía en cuclillas.

 

—¡Hija de siete chingadas! —le grité cuando pude incorporarme. Estaba ensordecido, pero no atontado—. ¡Metiste un explosivo a mi trituradora, puta!

 

Desenfundé la Magnum y apoyé la boca del cañón en la frente de la mujer. Ella quitó las manos de sus oídos y me miró fríamente.

 

—¿Piensas las cosas antes de hablar o no eres consciente de lo que sale de tu boca? —preguntó a gritos, posiblemente también ensordecida por el estallido—. ¡Mírame! ¿Dónde traía escondido un explosivo capaz de destruir tu camión? ¿Acaso lo traía metido en el coño?

 

—La mujer tiene razón, Ragdé —intervino Ciro poniéndose en pie—. Ella no venía armada. La escaneé completa y revisé su mochila; solamente traía sus herramientas de trabajo. Vigilé todo lo que hizo con los obsoletos y no pasó nada fuera de lugar. Tuvo que ser alguno de ellos.

 

El androide caminó hacia nosotros y, al llegar a mi lado, tomó mi mano armada para retirar la pistola de la frente de la mujer.

 

—Os pido calma, a ambos —solicitó el ente. No hay muchos materiales inflamables en el camión y pronto se apagará el fuego, entonces investigaré lo que ha sucedido.

 

—¡Mi camión está destruido! —grité apretando los puños—. ¿Cómo coño vamos a seguir trabajando?

 

La archivadora soltó una carcajada y cruzó nuevamente los brazos bajo sus tetas que se movieron por reflejo de la risa.

 

—¡No dramatices! —gritó en medio de su hilaridad—. ¡Era solamente una máquina sin valor, cazador de mierda!

 

—¡Maldita puta! ¡Que te den por el culo!

 

—¡Me encanta que me den por el culo! —reconoció volviendo a tomar mis palabras en sentido literal—. ¡Mientras no me lo haga una alimaña como tú, lo disfruto mucho!

 

Me dejé caer en el suelo, sobre el cuarteado pavimento de la antigua autopista mientras la mujer rebuscaba en las alforjas de su motocicleta hasta que encontró una botella de agua. Bebió un largo trago y luego se mojó la cara y los pechos para hacerme estremecer de deseo y rabia por la sexualidad que irradiaba.

 

—¿Te gustan mis tetas, cazador? —preguntó burlándose de mí. Era consciente del efecto que su cuerpo me producía y se estaba volviendo irritante.

 

—¿Qué mierda quieres que te diga, piruja? —no estaba para más juegos—. Tienes las tetas más chidas que haya visto jamás, ni en ginoides ni en humanas, ni naturales ni operadas.

 

Lo peor fue que mis palabras eran sinceras.

 

—¿Sabes que el último pendejo que las tocó sin mi permiso perdió los cojones y después tuvo que tragárselos?

 

—Pirujilla, voy a pedirte dos favores, a ver si me los haces —mordí las palabras conteniendo mi coraje—. ¡Cierra el hocico y déjame en paz!

 

—Vale, me callo, solo quiero desearte... ¡Que tengas muchos días como este!

 

Decidí ignorarla por un rato. Seguramente estaba interesada en saber el porqué de la explosión, quizá ese era el motivo que la retenía ahí. Mis problemas eran más importantes.

 

El camión y Ciro habían sido las únicas posesiones con que contaba en la vida. Ambos fueron comprados a crédito, ya había pagado el vehículo, pero todavía debía una cuarta parte del precio del androide. Si el departamento jurídico de Themtot Componentes me arrebataba la propiedad de Ciro, este sería destruido y reciclado, pues la ley dictaba que los androides eran intransferibles, aunque podían alquilarse, no podían venderse ni traspasarse. Me arrepentí, no por primera vez, de haber adquirido un androide en lugar de una ginoide. A una ginoide podía haberla prostituido legalmente sin que esto la afectara en lo más mínimo y habría sido una forma de amortizar las mensualidades que exigía Themtot Componentes; muchos hombres lo hacían, después de todo, "ginoide bañada y aquí no ha pasado nada".

 

Por desgracia, había necesitado el apoyo de un ente artificial y, cuando hice la compra, no contaba con el dinero para cubrir el enganche de una ginoide, siempre más costosa que los varones artificiales. Simplemente aproveché que los androides pelirrojos, con cuerpo estilo leñador, de rostros pecosos y ojos verdes habían estado en rebaja. Difícilmente hubiera podido prostituir a Ciro.

 

—Ragdé, he encontrado el origen de la explosión —dijo el androide mientras caminaba hacia donde la mujer y yo esperábamos. Venía cubierto de hollín, con la ropa chamuscada y estaba despeinado. Traía en las manos un fragmento de metal semiesférico.

 

—La cabeza de la puta —informó con voz átona—. Tenía el explosivo en la garganta, detrás de la campanilla y orientado hacia arriba. No me sorprende, era doctora en Mecatrónica y sabía que un escaneo difícilmente habría revelado esto o que cualquiera habría podido confundir el artefacto con alguna pieza de su cráneo.

 

La mujer rió histéricamente.

 

—¡Ragdé, te follaste la boca que contenía una bomba! —soltó cuando pudo calmarse un poco—. ¿Te imaginas si hubiera reventado cuando tenías tu insignificante colgajo metido ahí?

 

—¡Hija de siete chingadas! —le grité—. ¿Puedes largarte y dejarme en paz?

 

—Sí, ya me voy. Solo quería saber lo que causó la explosión —su tono altanero tenía cierto fondo de frialdad que me hizo recordar el modo en que algunas ginoides de última generación fingían alabar las virtudes amatorias de sus dueños cuando estos no contaban con habilidades o herramientas sexuales medianamente eficientes—. Por cierto, el poblado más cercano está a cuarenta kilómetros de aquí, yo voy hacia allá, pero creo que tú y tu amigo tendréis que caminar. Bueno, es posible que el androide colaboracionista te lleve cargando.

 

Haciendo topless sin que pareciera importarle, contoneando las caderas para hacerme rabiar de deseo, burlándose de mi desgracia buscando provocar mi ira, la archivadorase alejó. Montó en su Quazar, arrancó y se largó dejándome solo con un androide que me sería difícil pagar, un camión triturador destruido, una entrega de anacrónicos arruinada y las ansias de un desquite, ya fuera sexual o visceral, contra ella.

 

—Entre tantas cosas, creo que no le preguntaste su nombre —comentó Ciro en tono ligeramente cómplice.

 

 

Continuará

Próxima publicación: "La hija del androide II, Incesto y esperanza", por Edith Aretzaesh en coautoría con Drex Ler          

Fecha aproximada de la próxima publicación: 29-08-2016