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Las Muñecas 14

en Grandes Relatos

XIV

La mañana del lunes dejó desde primera hora clara la diferencia de un hospital en fin de semana a un día de diario. La relativa calma del aseo de los pacientes los desayunos y las visitas dio paso a una vorágine de gente de bata y pijama desplazando carpetas, camas, sillas, carros y pacientes de un lado a otro en un caótico baile que a ojos profanos parecía carecer de sentido.

Poco después de las 8 un celador con pijama verde entró en el cuarto indicando a mi padre, aun despertándose, que se lo llevaba a hacer una ecografía, al poco de marcharse con él, dejándome a mí solo en la habitación, una enfermera entró con la bandeja del desayuno, contrariada por la ausencia me preguntó dónde estaba mi padre, y al contestarle dejó la bandeja en la mesilla y se marchó protestando por lo bajo sobre la falta de coordinación de la gente.

Treinta minutos después tuve que lanzarme sobre la bandeja intacta para evitar que se la llevasen ante la mirada asesina de la mujer que las recogía. Un rato después llego mi padre que, tras desayunar frio volvió a desaparecer en manos de otro celador que esta vez ni siquiera se molestó en indicarnos a que prueba se lo llevaba.

A media mañana aparecieron dos médicos con una pequeña corte de jóvenes acompañantes y enfermeras que entraron, descubrieron vacía la habitación y se marcharon por donde habían venido sin siquiera mediar palabra. Solo después de un buen rato recuperé a mi padre, unos minutos antes de que mi madre y mi hermano regresaran desde casa.

- Hola, ¿qué tal la noche? - Preguntó mi hermano

- Bien, durmió toda la noche de un tirón, y lleva toda la mañana de turismo.

- Vete a descansar, - me dijo – alquila una habitación en el hotel y duerme un rato. - Dijo mientras me ofrecía la Visa para pagar la habitación.

- Tranquilo Rockefeller, los pobres somos capaces de dar una cabezada en el coche, sobre todo en tu cochazo. - Contesté a mi hermano que gracias a su súper trabajo en la empresa que compartía con sus amigos disfrutaba de un excelente nivel adquisitivo.

Sonrió y me tendió la llave del coche indicándome la ubicación del mismo en el parquin y yo tras besar a mi madre salí de la habitación y del hospital en dirección a un más que merecido descanso.

Al salir a la calle el sol de verano impactó contra mis ojos obligándome a parpadear para acostumbrarme al cambio de luminosidad. Era un precioso día de verano Gallego, de esos que son muy habituales aunque los meteorólogos parezcan opinar lo contrario. Hacía calor, más de 25 grados y la cosa prometía ponerse aún peor en cuanto avanzase el día.

Estaba tan ensimismado intentando readaptarme al mundo exterior tras casi 24 horas encerrado en esas paredes que no vi acercarse a la pequeña Silvia hasta que la tenía prácticamente pegada.

Vestida de calle Silvia era, definitivamente, otra cosa. Vestía una minifalda de tela vaquera, ceñida y lisa de color amarillo que le cubría menos de la mitad de sus bronceadísimos muslos pero que luego trepaba por su talle para abotonarse por encima de su ombligo, en una cintura de avispa imposible de adivinar bajo un pijama hospitalario.  Después su piel quedaba expuesta hasta casi la altura de sus pechos, ocultos debajo de una camiseta con mangas de la forma y aspecto de cualquier camiseta normal, pero que daba la sensación de haber sido recortada en su talle a esta altura para volar sobre la piel, floja y vaporosa, mostrando, con cada movimiento, ese sutil pliegue de piel que se arremolina en el nacimiento de unos pechos casi adolescentes y claramente desnudos. La camiseta, de base blanca estaba estampada con grandes salpicaduras difuminadas y aleatorias de color amarillo rosa, verde y azul, simulando las manchas lavadas de una camiseta de pintor. Su melena ahora aparecía libre y suelta cayendo por su espalda mientras que la misma cuerda que sujetaba su pelo por la noche adornaba ahora su cuello a modo de collar. Completaba el conjunto un pequeño bolso de punto dorado, colgado de su hombro con una cuerda idéntica a la de su cuello.  Con aquel hermoso uniforme, la escasa y lisa doctora de anoche se había metamorfoseado a una hermosa y menuda mujer llena de sutiles pero marcadas curvas femeninas.

- Hola! - saludó jovial – A menudas horas salimos ambos de aquí – observó riéndose - Nuestros trabajos son muy duros.

- Ay, hola. - le devolví el saludo – Si no es por la cinta del pelo no te reconozco – le dije con tono de admiración - . ¡Menudo cambio!

Ella me miró con aquella misma tierna y sincera sonrisa en la cara mientras con su mano se apartó el pelo con calculada coquetería.

- ¿Qué tal tu padre? - Preguntó interesada.

- Bien, mi madre y mi hermano están cuidando de él, yo voy a estirarme un rato en el coche, a ver si hay suerte y nos dejan llevarlo a Coruña a la tarde.

- ¿Eres de Coruña? - preguntó casi apenada - una lástima, no voy a poder devolverte la magdalena.

Reí de buena gana ante la ocurrencia manteniéndole la mirada.

- Antes de dormir iba a comer algo rápido, si quieres aun estás a tiempo de compensarme.

- ¡Hecho! - respondió con entusiasmo – aquí al lado hay un bar que hace una tortilla espectacular.

- Antes déjame ir al coche a cambiar la camiseta, esta huele a sudor rancio y a hospital.

Caminamos juntos hacia la puerta del aparcamiento externo y luego avanzamos por el garaje buscando la plaza que me indicara mi hermano.

- ¿Y tú como sales tan tarde? - pregunté.

- Al salir de la guardia nos quedamos al pase de visita con los adjuntos. No hay descanso para los estudiantes de medicina.

- Menudo palizón, No se cómo eres capaz de rendir después de pasar la noche en vela y trabajando.

- Ya sabes, La que algo quiere…

Llegamos a la altura del coche de mi hermano, en mitad del garaje y aparcado al lado de una pared mientras por los pasillos pasaban varios coches y personas. Abrí el coche y lo rodeé para abrir el portón del maletero donde encontré mi bolsa, escogí una camiseta y me saqué la que llevaba arrojándola dentro.

Silvia, que había rodeado el coche colocándose detrás mía, en un claro manifiesto de intenciones, acarició con ambas manos mi espalda desnuda desde los hombros hasta casi la línea del pantalón para luego, pegando su cuerpo a mi espalda, pasar ambas manos hacia adelante, a la altura de mi cintura, para trepar por mi torso hasta mi pecho mientras decía.

- Caray con los de Coruña, a lo mejor me equivoqué de hospital y de ciudad.

Me giré sobre mí mismo sin deshacer el abrazo y envolviéndola con mis brazos busqué sus labios. Ella aceptó mi beso encantado, invitando con su lengua a invadir su boca, cosa que hice sin atisbo de duda. Sus manos subieron hasta rodear mi cuello lo que provocó que sus pechos quedasen prácticamente al descubierto aplastados contra mi cuerpo. Pude notar sus pezones desnudos clavándose en mi piel, duros y afilados como una piedra de sílex, y bailando ante lo inestable de la postura de su dueña, que permanecía de puntillas pera seguir pegada a mi boca.

Protegido de las miradas indiscretas por el portón vertical del maletero y la pared lateral, me giré para dar la espalda al coche y sentarme en la plataforma del maletero, arrastrando conmigo a mi acompañante. Silvia abrió las piernas para colocarse a horcajadas sobre mí, proyectando su falda hacía arriba, arremolinándose en sus caderas y dejando desnudas sus piernas y a la vista un pequeño tanga blanco que nada tenía que ver con la casta braga que le había bajado la noche anterior. Silvia se concentraba en mi boca mientras sus manos exploraban mi espalda desnuca con ansia. Las mías, instintivamente se agarraron a sus nalgas desnudas, ayudándola a mantenerse sobre mí y apretándola contra mi cuerpo hasta el punto de sentir su entrepierna presionando mi pene por debajo del pantalón.

El beso duró más de un minuto, húmedo y caliente, mientras los pechos de Silvia, contra los míos ardían de pasión, celebrando cada roce con una erección cada vez más crítica de sus pezones. La joven doctora se incorporó de un salto, separándose de mí y de mi boca para, sin molestarse en arreglar su vestimenta, agacharse en cuclillas y buscar con sus manos la bragueta de mis pantalones.

Obviamente la dejé hacer y me recliné un poco hacia atrás para permitirle acceder a ella con más facilidad. Con movimientos expertos, desabrochó mi pantalón, se apoderó de mi miembro, completamente erecto y lo liberó de su encierro, y antes de que pudiese siquiera darme cuenta, el calor de su boca rodeaba mi glande en una caricia lujuriosa y prohibida que fue profundizando hasta que tragó mi polla por completo, enterrándola en su boca y su garganta, mucho más allá de su campanilla. Se quedó así durante unos largos y maravillosos instantes para apartarse luego liberándola empapada por sus babas que colgaban como hilos de su boca hasta mi miembro. Me miró con sus preciosos ojos que me parecieron mucho más verdes que anoche y volvió a mi pene, mimándolo con su lengua y su boca, enterrándolo, acariciándolo con largos y abrasadores lametones, recorriendo los bordes de mi glande con la punta de la lengua. Era una caricia absoluta, mágica, que ganaba en intensidad cada vez que un vehículo, una voz, un sonido cualquiera al otro lado del vehículo reforzaba la posibilidad, casi la certeza, de ser descubiertos.

Silvia se incorporó y volvió a sentarse sobre mis piernas, esta vez pasando las suyas alrededor de mis caderas, abrazándome con ellas al tiempo que hacía lo propio con sus brazos. Y se entregó a un nuevo beso mientras que mi polla, empapada, enhiesta y libre se aplastaba sobre sus bragas, y trepaba por su piel desnuda encima de ellas penetrando por dentro de arremolinada falda en un roce rugoso y firme que provocaban placenteros estragos con cada movimiento.

Seguimos así enganchados, como soldados a fuego, con ligeros movimientos de adelante a atrás, en los que el tronco de mi miembro rozaba y se deslizaba por el clítoris de mi amante que gemía despacio, con una respiración pesada, casi agónica, ella disfrutando con vaivenes cada vez más amplios de su pubis, yo explorando las distintas sensaciones y texturas que rozaban mi miembro en cada movimiento, los pelos de su pubis cubierto por la fina tela de sus braguitas, el cálido surco de su entrepierna, el elástico de sus bragas, su piel desnuda por encima de ellas y la tela rugosa y firme de su falda rascando mi glande al final de cada embestida.

De repente Silvia hundió su cara en mi cuello, como escondiéndose, y en un susurro tenue, casi inaudible me dijo.

-Nos miran.

Giré la cabeza hacia atrás y pude ver un par de hombres que, conscientes de lo que sucedía se habían detenido a mirar, intentando ver algo por espacio acristalado del portón del maletero que apenas si permitía la visión de una pequeña porción de mi espalda y nuestras cabezas.

- ¿Paramos? - Pregunté preocupado por su incomodidad.

- Ni de broma - contestó con picardía - Si quieren mirar que miren.

Dicho esto enterró de nuevo su cara en mi cuello ocultándola de las miradas y siguió con su baile sobre mi miembro como si nada hubiese ocurrido, o, mejor dicho aún, con más pasión e intensidad, alagada por despertar tal atención a su alrededor. Sus esfuerzos sobre mi polla, su creciente velocidad de movimientos y el calor de su aliento sobre mi cuello fueron acelerándome el pulso y aumentando mi excitación hasta casi volverme loco

Incapaz de aguantar más, me abrí camino entre ambos cuerpos con una mano tomando mi pene mientras con la otra busqué por detrás sus bragas, debajo de su culo, apartándolas mientras la levantaba para poder penetrarla. La doctora movió hacía adelante sus caderas, exponiendo la entrada a su alfombrado sexo para luego, de un golpe seco, dejarse caer sobre mi miembro, enterrándolo en ella completamente. Su sexo ardía, febril y palpitante, presa de una agitación masiva, de un ansia tan desbordada que ya no podía detenerla ni la certeza de saber que ya más de media docena de hombres habían interrumpido sus quehaceres para intentar ver aquello que sabían estaba ocurriendo en aquel rincón oculto del aparcamiento.

Ella, mientras, galopaba mi miembro ayudada por el delator vaivén de los amortiguadores del vehículo, trataba de esconder su cara, enrojecida, de las miradas escudriñantes de nuestro público, mientras que yo, que no podía verlos, adivinaba su presencia que, lejos de avergonzarme, me excitaba todavía más, multiplicando las sensaciones de cada golpe, de cada ida y venida de tan menuda pero magnifica amazona.

Noté como llegaba su orgasmo en forma de contracciones vaginales, arañazos en mi espalda y jadeos abrasadores que salían de su boca para estrellarse sobre la piel de mu cuello donde aplastaba su cara para ocultarla. No solo yo fui consciente de su orgasmo, nuestro cada vez más nutrido público jaleaba los estertores de mi amante como si fuesen ellos los afortunados que la gozaban de un modo tan prohibido, y en ese ambiente  tan eróticamente explícito y arrebatador, mi miembro proyectó a mi cuerpo un orgasmo eléctrico, intenso, que se acompañó de una escasa invasión de mis jugos en el apretado sexo de Silvia que bien entrenada, no detuvo su trote hasta cerciorarse de que yo había disfrutado por completo del placer que me regalara.

Acabamos ambos quietos, en un abrazo apretado y profundo, mientras los mirones reían y celebraban el evento expectante por poder ver la cara de los actores. Silvia se puso de pie, de espaldas, colocó apresuradamente sus bragas y luego su falda, tomó del maletero mi camiseta y tapándose la cara con ella entró a la velocidad del rayo en el asiento trasero del vehículo escondiéndose tumbada en el asiento al resguardo de miradas indiscretas. Yo, con aire de triunfo, arreglé mis pantalones, me puse la camiseta y sin nada que ocultar en aquella ciudad extraña me senté en el asiento delantero, puse en marcha el motor y salí del aparcamiento entre sonrisas, pulgares elevados y gestos de admiración del nutrido grupo de pervertidos que habíamos concentrado.

Ya fuera del aparcamiento, sin miradas indiscretas que descubriesen a mi joven amante, detuve el coche para que ocupase el asiento del copiloto y siguiendo sus instrucciones nos dirigimos a su casa, muertos de risa, absolutamente satisfechos y sin acordarnos siquiera de aquella tortilla que jamás pude probar.

Aparcamos frente a su edificio y bajábamos del coche cuando sonó mi móvil. Era mi hermano. Me dijo que las pruebas estaban correctas y que por tanto no trasladaban a mi padre sino que le daban el alta médica y que en una hora estarían listos para ir a casa.

- Lo siento, tengo que irme, le dan ya el alta a mi padre y volvemos todos a casa en este coche.

- Los papeleos tardan – contestó ella - ¿Seguro que no quieres subir? Podemos acabar lo que empezamos.

-Me encantaría, pero prefiero no hacer esperar a mi padre después de tanto tiempo encerrado - le contesté - además, difícilmente podremos superar lo que hemos hecho, no creo que olvide este encuentro en diez vidas que viva.

Ella se acercó y me besó profusamente, luego separó su cara de la mía con aquella fascinante sonrisa suya teñida esta vez con un toque de melancolía.

-¿Y ahora qué? ¿Quieres mi teléfono? - Preguntó.

- Por supuesto, - contesté - me encantará saber de ti. Tampoco estamos tan lejos.

-Quiero que sepas que tengo novio – confesó casi avergonzada.

- Yo también, pero no le des demasiadas vueltas al asunto. Hemos tenido un momento increíble que recordaremos siempre, pero no tiene por qué cambiarnos la vida. Simplemente pasó y punto.

- Eres un cielo – dijo besándome dulcemente en las mejillas.

Nos miramos en un silencio que lo decía todo. Mantuvimos las mirada unos instantes aceptando lo que iba a pasar a continuación con melancolía. Me separé de ella y subí al coche para marcharme. No intercambiamos los teléfonos pero si un par de castas caricias furtivas a través de la ventanilla. Luego, encendí coche con su mirada clavada en mí y lo puse en marcha, alejándome para siempre de mi doctora, una de mis muñecas más breves y especiales, a la que espero que la vida le haya sonreído a lo largo del tiempo.