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Amigas Especiales (05)

en Grandes Relatos

AMIGAS ESPECIALES

(Por Carla Bauer)

E-mail:

carlab83@yahoo.com.ar

Capítulo V.

En realidad, no sé qué habría sucedido si mi muy amada Elka no hubiese sido como, efectivamente, es. A lo que me refiero es si mi novia no hubiese tenido mis mismas inclinaciones sexuales (incluyendo nuestro gusto por las nenitas). Por supuesto, no éramos exactamente iguales: ver los pies descalzos de una niña –aunque no estuviese desnuda-, me excitaba casi tanto como a mi compañera observar, oler y lamer axilas algo velludas de mujer, lo cual a mí no me atraía para nada. Desde luego, dejaba que ella me hiciera cualquier cosa en mis sobacos, para complacerla, pero era rara la vez que yo se lo hacía a ella... y en esas ocasiones, era por insinuación o pedido suyo. Otra cosa en la que discrepábamos, aunque sólo parcialmente, era en nuestro gusto por la zoofilia; digo "parcialmente" porque, desde aquel encuentro sexual con Toy, lo he repetido varias veces, pero no con la frecuencia de mi rubia compañera. Es más: si yo viviera sola y tuviera un perro, creo que no lo "usaría" para esos menesteres. Pero más allá de estas diferencias sin mayor importancia, mi españolita y yo nos hemos concentrado más en nuestros gustos similares. Este tema viene a cuento para subrayar mi enorme suerte. Si ella no hubiese sido más que una mujer con una tremenda imaginación que sólo fantaseaba con relaciones pedófilas, lésbicas y/o incestuosas, yo no me habría sentido ni la mitad de cómoda de lo que, de hecho, me siento. No habrían existido nuestras fantásticas cogidas, por ejemplo; además, me habría visto "moralmente forzada" a ocultarle mis aventuras que, por otra parte, deberían haber sido fuera de la casa... o, al menos, cuando ella no estuviera. En fin: agradezco a mi suerte por haberme puesto a Elka –tal como es- en mi camino.

No obstante lo dicho más arriba, hubieron cogidas monumentales que, por diversas razones, no se llevaban a cabo en casa. Y lo mejor de ello es que mi novia no me hacía una escena de celos al enterarse: la nuestra era y sigue siendo una relación libre... no diría "sin ataduras", porque nuestro amor nos mantiene unidas y tanto ella como yo sentimos que, a pesar de las aventuras que ambas mantengamos fuera de la pareja, nunca gozamos como cuando estamos juntas.

Una de esas cogidas se dio a los diez días de mi arribo a Madrid, en una jornada que por más de una razón, fue muy especial.

El martes 17, aparecí en la agencia de publicidad –mi trabajo, desde luego- a las siete y cuarenta y cinco de la mañana, quince minutos antes de lo pactado el día anterior. Me habían dicho que en esa ocasión, tendríamos sesiones con gente nueva y con menores, lo cual era garantía –según Pablo, mi jefe- de "un trabajo largo y pesado". Resolví, pues, llegar antes para organizar todo, a fin de que, si hubiera retrasos, nadie pudiera responsabilizarme por ellos. Consideré que ésta era una buena medida para mantener alta mi reputación y, por lo tanto, conservar mi empleo que, además de necesitarlo, me gustaba, independientemente de las modelos y "modelitos" (niñas y jovencitas) que me permitía conocer.

De acuerdo con lo previsto, a las ocho llegó una de las "nuevas", una bella rubia de rasgados ojos verdes, de mi edad (según pude espiar en la ficha que tenía Pablo), pero que aparentaba, por lo menos, dos años menos. Su rostro era el de una dulce y pícara adolescente, recién salida del cascarón, pero con unas ganas increíbles de adquirir experiencia... y no sólo como modelo.

Habiendo pasado por los vestidores, llevaba una bata blanca; al quitársela, reveló un cuerpo hermoso de medidas discretas, apenas cubierto con una bikini estampada con motivos de un atardecer isleño, en azul, verde y negro y un tatuaje en la parte externa de su muslo derecho, que representaba un cangrejo; supuse que podría haber sido del signo de Cáncer. Mentiría si dijera que no era bonita y atractiva (especialmente por su aspecto de lolita), pero había algo en ella que no terminaba de convencerme. Y, por otra parte, nunca me gustaron los tatuajes. En resumidas cuentas, no era mi tipo.

Sin embargo, contrariamente a mis gustos, Luis –nuestro asistente fotográfico- no podía quitarle los ojos de encima, lo cual no me sorprendió, dado que era la clase de hombre que veía una chica un poco ligera de ropas y, en su opinión, era la mujer más guapa que hubiese visto jamás.

Sin más, comencé la sesión fotográfica. Admito que, por ser una principiante, lo hacía muy bien. Claro: el hecho de que fuera una prueba (no una sesión definitiva para una publicidad), la ayudaba a estar más relajada y, por lo tanto, lograba poses y caras más naturales. Confieso que, en un momento dado, me puso nerviosa y hasta me la habría comido (sí, dije comido... con "m" de "¡Mamita!"... no con "g" de "gatita"). Cristina –tal era su nombre- se había puesto de medio perfil, de espaldas a la cámara, mirándola, sobre su hombro derecho, con una sonrisa casi infantil y muy pícara a la vez, mientras desataba la tira trasera del top de su bikini. Personalmente, rogué que su "audacia" no pasara de ahí; por supuesto, bajo otras circunstancias, mi pedido habría sido absolutamente lo opuesto.

Terminó de quitarse esa pequeña prenda superior y, cubriéndose las tetas con las manos, giró hacia mí, con carita de falsa preocupación y una "malicia" encantadora en los labios, como si dijera: "Si quieres vérmelas, ven... destápamelas tú". Creo que Luis estaba por aceptar la insinuada invitación, cuando Pablo detuvo la sesión.

-Suficiente, Cristina. ¡Has estado de maravillas, preciosa! –enfatizó mi jefe; luego, dirigiéndose al asistente, dijo-: ¡Pronto, alcánzale la bata!

Con cara de "ésta es la mía", Luis tomó la prenda requerida y, prácticamente, se abalanzó encima de la joven, aminorando su ímpetu justo a tiempo, para que sus movimientos parecieran los de un caballero, en lugar del desesperado que estaba hecho. Sí, ya sé: cualquiera diría, a juzgar por mis palabras, que yo estaba muerta de envidia hacia nuestro asistente... quizás, en esos momentos, me habría agradado estar en su lugar, pero no tanto como para mentir (o exagerar) sobre lo que me resultaba evidente en la actitud –normal, por otra parte- de mi compañero de trabajo.

Ya con la bata cubriéndola y anudada por delante, la joven se acercó al jefe y, en un gesto de excesiva confianza para una extraña, lo besó en ambas mejillas... es decir, "a la española". Sin embargo, las palabras que siguieron me hicieron ver mi error.

-Gracias, Pablo... tú sabes que mi madre y yo te debemos mucho; pero no es por ello que he accedido a esta sesión fotográfica... ni por ello ni por el hecho de ser tu ahijada –añadió. "Ajá", pensé "con que es la ahijada..."-. Simplemente, me di cuenta de que nada perdería aceptando tu recomendación. Y he de decir que me he sentido muy cómoda y supercuidada.

-Vale, mi reina –dijo él, con una cariñosa sonrisa de oreja a oreja; sólo le faltaba el babero-... pero no tienes nada que agradecer. Por otra parte, si te has sentido tan cómoda, deberías agradecérselo también a Carla, nuestra fotógrafa... una auténtica "adquisición", importada de Argentina.

Al decir esto último, él sonrió y yo me ruboricé: era la primera vez que alababa mi trabajo delante de terceros. Agaché mi cabeza y lancé un "¡Gracias!", en algo más que un suspiro. Hice un esfuerzo interno para reponerme de mi vergüenza –aunque muchos lo duden, soy extremadamente vergonzosa... al principio, claro- y, con mi rostro habitual, me acerqué a Cristina para saludarla con un cordial apretón de manos. Ella aceptó mi diestra pero agregó el beso en ambas mejillas, a lo cual no me opuse; piensen lo que quieran, pero sólo le seguí la corriente para no ser descortés; después de todo, amén de su belleza y simpatía, era la ahijada de mi jefe. Eso, en mi país, era un detalle para tener en cuenta.

-¿Cómo estás? –dije, tras nuestro saludo físico, regalándole mi mejor sonrisa para, luego, continuar con mi presentación-. Soy Carla Bauer... mucho gusto.

-¡El gusto es mío, Carla! –exclamó, impresionada (según sabría luego) por mi formalidad y "buena educación", palabras textuales-. Soy Cristina Ocampo, pero puedes llamarme Cris. A propósito: ¡excelente trabajo, linda! Bien se ve que eres buena en lo que haces y, además, ayuda el hecho de que eres mujer y no uno de esos hombres babosos que ven una mujer en un bikini y ya pierden la noción de... pues de todo.

Diciendo esto, me sonrió, me echó una mirada cómplice, guiñándome un ojo con lo cual me dio a entender que estaba hablando de Pablo, pese a que no noté ningún comportamiento fuera de lugar durante la sesión; pero, claro: podría haber estado disimulando...

-¡No...! –rió, por fin, con lo cual confirmó la primera parte de mi sospecha-. Que mi padrino es un ángel... ¿verdad, Pablín? Oye... ¿dónde has dejado las alas y tu halo?

-¡Hala, hala, mujer! Mejor, ve a cambiarte que tenemos una mañana ocupada –respondió, bromeando a medias, pero sin dejar de demostrar su simpatía por la bella y joven rubia.

Si Cristina hubiese conocido mis inclinaciones sexuales, tal vez, no habría estado tan tranquila conmigo como fotógrafa. Digo "tal vez" porque bien podría haber sido les o bi y haber estado probando mis reacciones. Pero no fue así. No todas las chicas bonitas son lesbianas o bisexuales... sin embargo, algunas entran por curiosidad; unas se arrepienten y otras, para nuestra suerte, siguen.

La mañana continuó. Me dirigí al cuarto de revelado y, dejando el rollo utilizado ahí, cargué uno nuevo y regresé al estudio. A la entrada, me encontré con una pareja de modelos veteranos (varón y mujer) de unos veinticinco años; ambos eran atractivos, pero no me llamaban la atención. Además, cuando trabajo, intento concentrarme en mis tareas... por supuesto, no siempre es fácil pero, hasta ahora –con algunos momentos de distracción-, lo he logrado. Y, en la situación descripta, me fue muy sencillo. La sesión duró unas dos horas: Pablo se había puesto más exigente de lo que habitualmente era: nada más natural, ya que se trataba de una suerte de ensayo para una publicidad que llevaríamos a cabo esa misma tarde, al aire libre, en uno de los suburbios madrileños. En realidad, no sabía si yo sería la fotógrafa de esa sesión, dado que era una labor de suma importancia –el cliente era un fábrica multinacional de ropa íntima- y mi experiencia nula en "exteriores" terminaba, en mi opinión, con las posibilidades de ser la elegida. De modo que, cuando, terminada la sesión, mi jefe me informó que debería quedarme tomando fotos en el estudio, como de costumbre, no me sentí ofendida ni discriminada. Además, sería mi primera vez sin él para darme instrucciones referidas a ángulos, encuadres, luz, etc.; en otras palabras, todo lo relacionado con las fotografías de esa tarde, estaría bajo mis órdenes, lo cual me llenó de responsabilidad, orgullo y unas ganas locas de contarles a mis padres acerca de la confianza que, en tan poco tiempo, se había ganado su hija.

Claro que, en realidad, la sesión que me tocaba presidir, comenzaría enseguida, un poco antes del mediodía; con la cabeza llena de ideas de índole puramente laboral, no me había percatado de que aquella tarde que prometía ser larga y tediosa estaría protagonizada por Julia y Sonia, aquellas dos niñas de doce años que, vestidas de colegialas, habían cogido con Luis en mi primer día de trabajo. Desde luego, no pretendía echármeles encima durante nuestras horas de trabajo; pero, por lo menos, podría deleitar mis ojos con semejantes muñequitas.

Terminaba el revelado de las fotos de Cristina, cuando oí la dulce vocecita de una de las preadolescentes a quienes esperaba; por las pocas palabras que pude realmente escuchar del diálogo, advertí que llegaba con su madre. Apresurándome y dejando el rollo de la segunda sesión (la que acababa de terminar) a cargo del mismísimo Luis que, embelesado, revisaba las imágenes de las mujeres (especialmente, las de Cris), y salí del cuarto oscuro al pasillo para encontrarme con las recién llegadas.

-¡Hola, Carla! –me saludó Julia, sorprendiéndome con su efusividad y sus besos, a los que correspondí cariñosamente, sin permitir que mis deseos por ella se notaran... y mucho menos, frente a su acompañante, a quien, inmediatamente, se dirigió-. ¿Ves, Mami? Ésta la fotógrafa nueva de quien te conté...

-Espero que hayas dicho cosas bonitas de mí –respondí, mirándolas a ambas alternativamente y, por supuesto, bromeando... segura de que no me habían descubierto espiándolas aquel lunes memorable.

-¡Ay! No tienes idea de cuánto has impresionado a mi hija y a su amiga Sonia... no han parado de elogiar tu labor y de comentar cuán cómodas se han sentido contigo detrás de la cámara –señaló, logrando ruborizarme y, naturalmente, inflar mi ego, por contradictorio que parezca.

-Bueno, ¡muchísimas gracias, preciosa, por la buena propaganda! –exclamé, rodeando su hombro derecho y pegándola suavemente contra mi costado... ¡mmmmmm...! ¡Qué hermosa sensación!

-Pues elogiar es fácil, si dices la verdad, como suele decir mi padre –contestó la bella niña, mirándome a los ojos y regalándome su sonrisa; luego, su brazo izquierdo rodeó mi cintura y me sentí en las nubes.

La mujer nos miró tiernamente, como si ambas fuéramos sus hijas (o algo así) y, preparándose, nos dijo:

-Bien... os dejo... debo ir al trabajo y ya estoy llegando tarde –explicó, mirando su reloj-. Tú, Julita, pórtate bien. Y a ti, Carla, sólo puedo desearte que tengas mucha paciencia. Ya sabes que, cuando se junta con Sonia, son dinamita... y si no lo sabías, te lo advierto, linda.

Diciendo esto, acarició la mejilla de la niña, palmeó el dorso de mi mano derecha, aún sobre el hombro de su hija y se perdió por el pasillo que conducía a la salida. Enseguida, la dulce lolita y yo comenzamos a caminar rumbo al estudio. En el trayecto, pregunté por Sonia.

-No lo sé... cuando salí del colegio, me dijo que ya vendría para aquí, con su mamá; pero la última vez que le vi fuera de la clase, estaba con María –dijo, uniendo sus dedos índices en forma paralela, indicando que... ¿salían juntas? Así parecía; sin embargo, sólo asentí, sin comentario alguno al respecto.

-De todas maneras, podemos comenzar con tu parte de la sesión –sugerí; ella me prestaba toda su atención-... digo, para ir ganando tiempo. Luego, cuando Sonia venga, podremos hacer su parte y la de ambas... ¿te parece?

-Sí, vale... tú eres quien manda –me respondió, de muy buena gana.

-Yo no mando a nadie, Dulzura –dije, espontáneamente... "Tal vez, no debí haber sido tan cariñosa con mis palabras", pensé en una fracción de segundo; pero ya era tarde. Me repuse y continué-: simplemente, doy ideas que podés aceptar o rechazar.

-¿Siempre eres así en todo? –me preguntó, con un dejo de asombro-. Quiero decir, ¿nunca obligas a nadie a hacer nada?

-Trato de no hacerlo. ¿Sabés lo que pasa, Julia? No me gusta hacer a los demás lo que no quiero que me hagan a mí.

-¡Ojalá mi hermana mayor fuera como tú! –suspiró, y su tono intimista me fascinó.

-¿Es muy mala? –interrogué, sin intentar sembrar cizaña-. ¡No puedo creerlo! ¿Quién se atrevería a ser malvada con una chica tan tierna como vos?

-Pues Ximena, mi hermana –contestó, con determinación... casi enojada.

-¿Ximena, con "X"? –pregunté, como por instinto.

-Sí... ¿por qué?

-Porque ése es mi segundo nombre... ¡en serio! –insistí, ante su mirada incrédula-. Puedo mostrarte mi documento...

-No... vale: te creo –dijo, ya frente a la puerta del estudio, donde se ubicó frente a mí-. Ahora debo ir a cambiarme. No puedo hacer la publicidad con el uniforme de mi colegio... sin permiso, claro.

-Sí, lo sé. ¿Podés sola? Me refiero a si tenés la llave del vestuario –aclaré, medio acomplejada por mi pregunta, que fue como insinuarle que era demasiado niña para vestirse sola.

-Sí, gracias... cualquier cosa que precise, te llamo. ¿Tú estarás por aquí?

-Sí, claro. Aunque, a decir verdad, me dieron ganas de ir al baño –secreteé con mi bellísima interlocutora.

-Ah, perfecto –senaló, muy conforme-: estaremos muy cerca... podría llamarte con un susurro, si quisiera. Oye, ¿me ayudarás con mis coletas?

Me pareció percibir cierta picardía sensual en sus palabras... ¿sería mi imaginación? Por las dudas y luego de responder que sí, que la ayudaría con gusto, resolví decirle que se adelantase, que yo estaría por aquella sección en un momento: si lo que yo intuía era cierto en todos los aspectos, pasaría unos minutos de maravilla. Por ello, revisé cada una de las habitaciones minuciosamente, con la tranquilidad que me daba trabajar allí. Inspeccioné el cuarto de revelado, donde había un olor inconfundible a semen, por lo cual sospeché que Luis había acabado con una de esas pajas de antología, o (en el mejor de los casos... para él, desde luego) Cristina lo había mamado. Descarté una cogida porque no olía jugos vaginales, para los cuales –aunque estuvieran mezclados con leche masculina- mi olfato estaba muy bien entrenado. Recordé, además, que, durante mi conversación con la morenita de doce años, había oído que cerraban la puerta de dicho cuarto y que, luego, ambas lo vimos pasar rumbo a los baños, apurado y sin, siquiera, saludar a quien era, en mi opinión, una de sus pequeñas asiduas amantes. Sin dudas, habían cogido por lo menos una vez: cuando yo los vi.

También, abrí la puerta del estudio, a tiempo para ver a Pablo recoger unos papeles y salir rumbo al sitio donde se llevaría a cabo la sesión de exteriores. Me saludó brevemente y salió por el pasillo. "Uno menos", pensé. Dirigiéndome hacia los baños y vestuarios, me crucé con Luis quien, con gran premura, me anunció que saldría una media hora. Seguramente, se trataría de una "escapada" –como decimos en Argentina- sin permiso. Pero, si ése fuera el caso, el castigado sería él; de todos modos, sus planes me venían como anillo al dedo.

Al llegar, vi una puerta semiabierta, detrás de la cual se encontraba Julia, medio desnuda, cambiándose. Moría de ganas de verla más detalladamente y, en lo posible, tocarla... acariciar esa tierna y suave piel de preadolescente, pero mi vejiga pudo más. Me bajé los pantalones y, sin bragas (no llevaba), me senté sobre la taza. Pronto, el líquido ambarino comenzó a fluir de mis entrañas y lamenté no tener a Elka allí para beber, si no todo, una buena parte de mi orina... como creo haber dicho antes, ése era uno de los gustos que compartíamos y que quedó patentado en sus relatos... al menos, en uno de ellos. Terminé, me sequé e iba a levantarme, cuando entró mi Julita, desnuda. Me quedé helada... ¡no podía creerlo! Obviamente, notó mi estupor y, acercándoseme en silencio, pasó su pie derecho sobre mi pantalón que yacía, arrugado en el piso, alrededor de mis tobillos, y montó mi pierna derecha como una exquisita y experta amazona, posando su tierna y apetecible cuquita sobre mi muslo. Ese solo roce me llevó al quinto cielo (desde ese momento, sé que existe) y con manos temblorosas, me atreví a tocar su tersa piel, comenzando por sus caderas, subiendo –casi sin detenerme- por su cintura y el costado de sus pequeñas y sensuales tetitas... ¡ay, qué ganas tenía de chupárselas en ese instante! Sin embargo, tal vez por el brillo en sus ojos verdes, intuí... o supe que ya habría tiempo para ese deleite, lujurioso e inocente a la vez. Superando el dulce escollo de sus brazos, mis anhelantes y desesperadas manos se posaron sobre la increíble suavidad de sus hombros, retomando mi derrotero ascendente, hacia su cuello y luego, su cabeza, deteniéndose a la altura de sus mejillas, donde mis pulgares, tomando vida propia, acariciaron sus pómulos. Aún sin poder creerlo, nuestros rostros se acercaron inexplicablemente, uniendo nuestros labios en el beso más dulce que jamás imaginé. Su boca, tan pequeña como audaz, tomó la iniciativa de abrirse e introducir su deliciosa, serpenteante lengua dentro de mí. Sin pensar en nada más –en momentos así, resulta imposible-, le devolví el beso y mi lengua imitó la suya. Al separarnos, noté que sus deditos jugueteaban con los botones de mi blusa, desprendiéndolos uno a uno, hasta dejar mi prenda completamente abierta y mis senos a su entera disposición. No tardó nada en terminar de desvestirme y, luego, se prendió de mi pezón derecho para después intentar tragarse toda mi teta. Sentía sus dientes y labios rozando esa sensible región de mi anatomía, pero no me dolía... al contrario: era un placer inédito, y más aún, cuando su lengua acarició mi pezón, ya durísimo. Mientras tanto, mi dedo índice (uno de ellos) había descendido a su cuquita y, travieso, jugaba a introducirse en aquel cálido y suave orificio, empapándose de néctar preadolescente que, enseguida, me llevé a la boca, probándolo... me relamí.

-¿Te agrada? –preguntó, sin romper esa magia que se había instalado entre ambas

-Sí, claro –susurré, embelesada, hecha una tonta absoluta-... todo en vos me gusta, mi amor.

Diciendo esto, me acerqué a sus tetitas para besarlas y chuparlas. Para mí, era un privilegio: las últimas que había saboreado en una chica de esa edad, había sido a mis catorce años, gracias a mi tío, quien compartió su pequeña amante conmigo, mientras él nos cogía.

Pero, regresando a aquella primera vez con mi dulce y tierna Julia, ¡cómo deseaba a esa deliciosa españolita! Además, no sólo me resultaba evidente que sus experiencias lésbicas databan de tiempo atrás –por lo menos, un año y medio, arriesgué mentalmente-, sino que también estaba habituada a que éstas fueran actos delicados, desprovistos de cualquier clase de violencia... esto se adivinaba por la tranquilidad en sus movimientos y la suavidad de sus besos, lamidas y caricias. Sus pezones también estaban duros, erectos; con toda mi delicadeza, los mordisqueé y ella suspiró un gemido de placer, junto con un "Másssss..." que casi me llevó a acabar en ese instante. Su voz era dulce, inocente y excitante.

-Ay, Carlita... dame más –rogó, a causa de su brama, sin necesidad-... me tienes a mil, mi amor... muérdeme el otro, porfa...

Por supuesto, obedecí. Ambas estábamos al borde del orgasmo; por mi muslo derecho, ya corría un tibio aluvión de líquido blancuzco, proveniente de la increíble conchita totalmente depilada de Julia. Ella comenzó a hacer movimientos de vaivén con sus caderas, de atrás hacia delante, buscando pajearse con mi pierna, lo cual estaba logrando. Su respiración se hacía entrecortada, y se me ocurrió juntar sus tetitas con mis halagadas manos, una de cada lado, como si estuviera ayudándola a hacer una cubana a algún varón inexistente, para mi fortuna. En todo caso, la "cubana" se la hacía a mi lengua y a mi más que dichoso rostro. De esta manera, me era mucho más fácil y rápido llegar de una a otra teta... sólo un leve movimiento de un lado al otro, como un péndulo de placer, para saciar mis ansias de comérmela entera... luego, fue ella misma quien sostuvo sus globitos en esa posición y tuve las manos libres para pellizcarle los pezones, deleitándome con el sabor de sus senitos casi infantiles. De pronto, cerró los ojos con fuerza, arrugó su adorable naricita y, con un autocontrol envidiable para no gritar, se corrió, salpicándome el vientre, hasta más arriba del ombligo. Yo también me vine, pero dentro del inodoro, lo cual Julita lamentó grandemente.

-Uuuuyyyy, Carlita –resopló, con cara de niña que había perdido su más preciada muñeca-... sabes lo que hubiese dado por beber tu flujo, ¿verdad?

-Lo sé... lo mismo que yo por beber el tuyo, dulzura –respondí y, en ese momento, su mirada, reflejada en mis ojos, se tornó pícara; sus dedos se dirigieron a mi vientre y recogieron un poco de sus propios jugos, que llevó a mis labios y yo, golosa, chupé, empapándole los dedos con saliva.

-Gracias, mi Amor –sonrió como una inocente "diablilla", llevando su mano, otra vez, al mismo sitio, para recolectar más de su exquisito néctar que mezcló con mi baba. Lo lamió lujuriosamente-... hummmmm... ¡qué delicia, Carla, cariño! Pero aun así, me debes tu flujo, ¿eh?

-Vale, belleza –contesté, intuyendo que el momento de encontrarnos en una cama, deleitándonos mutuamente con nuestros cuerpos, no estaría muy lejano-. La próxima vez, voy a darte el doble de lo que te di hoy... el doble o más.

-Y yo a ti, guapetona... ¡es una promesa! –enfatizó, con todas las ganas de que el momento fuera ya. Por supuesto, sabíamos que ese deseo era una quimera.

Para sellar el pacto, nos dimos un morreo como yo jamás había imaginado con una jovencita de esa edad. Luego y muy a nuestro pesar, nos vimos obligadas a levantarnos y, peor aún, a vestirnos. Sin embargo, ambas sabíamos que habíamos tenido muchísima suerte al no ser descubiertas ni molestadas, y que no debíamos abusar de ella.

Arreglé mi ropa, salí del baño y, sin alejarme mucho de esa sección, hice una breve inspección ocular y auditiva, a fin de ver si Julia y yo estábamos verdaderamente solas. Para cuando me acerqué otra vez a la puerta del vestuario, observé que mi amantísima niña ya estaba vestida –incluyendo zapatos y medias- con el uniforme escolar con el cual debería fotografiarla. Se prendía los últimos botones de la blusa para luego acomodarla debajo de la cintura de su adorable falda. Como último detalle, enganchó la corbata en el cuello de la blanca prenda superior. En ese momento, nadie habría sospechado lo que acababa de suceder entre esa dulce e inocente colegiala y yo. Tomó su chaqueta azul, sosteniéndolo sobre su brazo izquierdo, y ya salía del pequeño cubículo, cuando me vio.

-Hola, maja... ¿vienes por más? –me preguntó, con un dejo de malicia en su tierna sonrisa.

-No –respondí, comprendiendo su broma y haciéndoselo ver-... vengo para ayudarte con tus coletas, si es que no has cambiado de parecer.

Sin más, me acerqué a la repisa, debajo del gran espejo que abarcaba toda la pared. De allí, tomé un cepillo y dos bandas elásticas blancas. En menos de cinco minutos, la tenía lista para la sesión. Ese peinado la hacía parecer más chica y, por lo tanto, más apetecible... pero, ¿más apetecible de lo que ya era? Luego de pensarlo un par de segundos, mientras la observaba embobada, resolví que tal supuesto era imposible. Luego de un breve beso francés, despidiéndonos de nuestro momento de precaria intimidad, yo salí primero, dirigiéndome al estudio. Entré, preparé la cámara (tarea que no me llevó más de un minuto y medio) y, tanto como para disimular, salí a la puerta y, desde allí, llamé a Julia con tono de impaciencia. Ella llegó, con paso veloz y pesado, como si estuviese enfadada ante mi "actitud contrariada". No bien entró y cerré la puerta, la besé en ambas mejillas, pero no pasé de ahí... aunque moría por tenerla otra vez, sabiendo que el sentimiento era mutuo.

Nos pusimos a trabajar seriamente, tomándole las fotos para la continuidad de aquella publicidad gráfica para la cual estábamos contratados. Pero ella, aprovechando nuestra soledad y habiendo "olvidado" sus bragas y sostén en el bolso que había quedado en el vestuario, se divertía mostrándome su culito y su conchita en segundos en los cuales levantaba su falda, moviéndose con sensual picardía; además, me mostraba sus deliciosas tetitas, aplanando la blusa contra su cuerpo y, en maniobras más audaces, desabrochándose la prenda y ofreciéndome una de ellas en su tierna mano infantil. En tres o cuatro oportunidades, no pude resistirme y, arriesgando mi puesto, me acerqué a ella para meterle un dedo en alguno de sus orificios o chuparle ese exquisito pezón. Mi nena gemía, fascinada.

Afortunadamente, cuando alguien llegó, estábamos terminando la sesión fotográfica... aunque quien entró fue Sonia, que pidió disculpas por la tardanza. Conociendo sus gustos, dudé de que nos hubiese denunciado (o que me hubiese denunciado). Sin embargo, no podía descartar un ataque de celos, al verme "jugando" con su amiga íntima... pocas veces he utilizado este término con tanta exactitud.

-¿Dónde has estado? –preguntó Julita, frunciendo el entrecejo-. Estábamos preocupadas por ti... aunque, pensándolo mejor, imagino adónde y con quién has estado. Fue en casa de María, ¿verdad?

-Ay, amiga... ¡no me dirás que estás celosa! –exclamó la recién llegada, ante lo cual mi adorada morochita se encogió de hombros. Tomando consiencia de que tenían un testigo que, en su opinión, podría meterlas en líos (yo, desde luego), añadió-: ¡ay, Julia...! Yo podré tener cientos de amigas, pero bien sabes que tú eres mi amiga especial.

Juraría que, después de esta "confesión/recordatorio", Sonia le guiñó un ojo, para reafirmar lo que acababa de decir.

La sesión con ambas jovencitas terminó alrededor de las cuatro y media de la tarde. Cuando salimos al pasillo, encontramos a la madre de la pelirroja esperándolas. Despedirme de ellas –especialmente de Julia- no me resultó sencillo: era obvio que me tenía cautivada.

Sin más para hacer, me retiré del edificio. Antes de poner rumbo a casa, quise ver si podía comprar unas sandalias y terminé en una zapatería, cerca del "sexshop" donde había estado el sábado con Elka. Salí con lo que buscaba y, sin proponérmelo (lo juro), me encontré con aquella niña, cuyo cabello me había llamado tanto la atención. En esa oportunidad, ambas estábamos solas y ella estaba desocupada, sentada sobre la parte sobresaliente de una vidriera. Pasé frente a ella, saludándola con la mano izquierda en movimiento a la altura de mi muslo.

-¡Hola guapa! –dijo, mirándome a los ojos. Yo, encantada con esa respuesta, quedé más emocionada aún al escuchar lo que añadió-. ¿Tu amiga rubia no te acompaña hoy?

-No, muñeca: hoy estoy sola –confesé, con una sonrisa de oreja a oreja, mientras ella palmoteaba la continuación de su improvisada banqueta de losa, en señal de que deseaba que me sentara a su lado. Habiendo aceptado su invitación, continué-... Tu nombre es Belén, ¿verdad?

-Sí... pero, ¿cómo lo sabes?

-El otro día, escuché cuando un chico te llamaba y vos le respondías.

-Ay, claro... habrá sido Chaquete... ¡un chaval excelente! –recalcó, con una mueca triste-. Es como mi hermano.

-¿Y por qué ese cambio de humor? –pregunté, sin falsedades: realmente, no entendía-. ¿No dijiste que es como tu hermano?

-Pues por eso mismo: Chaquete es como mi hermano y desde el sábado que no le veo... ni sé nada de él. Tengo miedo que su padre se haya chivado con él y le haya dado de azotes –dijo, con los ojos a punto de lagrimear.

-No te preocupes, preciosa –intenté consolar, rodeándole los hombros con mis brazos-. Ya regresará y todo estará bien.

Sentí que la niña estaba tensa contra mi pecho, como si no quisiera que nadie más adviertiese su momentánea debilidad... por ello, quizá, no me sorprendió su pedido.

-Oye, guapa –me dijo, fijando sus ojos verde oliva en los míos, logrando, a duras penas, guardar las apariencias... sin llorar-, ¿me invitas un emparedado?

-Con café... ¿o preferís té? –reaccioné, amagando a ponerme de pie, a fin de que ambas lo hiciéramos al mismo tiempo-. Vamos, te invito.

-Lo mismo da –respondió, sincera, al levantarse, dándose leves nalgadas para quitarse el polvo del vestido... un vestido azul con rayas rojas que, creo, nunca olvidaré.

Cruzamos la calle, tomadas de la mano, como protegiéndonos mutuamente. Ya a la mesa de un bar, ordenamos un sándwich cada una con sendas tazas de té. Afortunadamente para Belén, éramos las únicas personas en el local, por lo que pudo llorar a gusto. Besé su cabeza y, luego, comencé un discreto "interrogatorio", gracias al cual averigüé que, originaria de Pontevedra –al noroeste de España-, era huérfana desde los tres años y que una tía la había criado, pero que ella también había fallecido hacía año y medio. Las autoridades la internaron en un colegio de monjas, donde un maestro abusaba de las niñas de su preferencia; advertida que ella sería una de las siguientes (algo que ella ya sospechaba), huyó para terminar refugiándose en la multitud que Madrid le brindaba. Allí y sin más remedio, se convirtió en una niña de la calle, pese a lo cual no había perdido su "coquetería", por así llamar su gusto por vestir con la mayor elegancia posible, así como mantener su bella y abundante cabellera limpia y prolija. No obstante, me dio a entender que, sin perder su virginidad, había tenido que hacer ciertos "favores" a quienes la habían ayudado a lo largo de su viaje y en la capital española. Obviamente, ella también averiguó datos sobre mí, como por ejemplo, mi nombre, edad, estado civil, ocupación, con quién vivía, etc., etc. Y, desde luego, lo que más fácil le resultó deducir fue mi nacionalidad, por mi manera de hablar y el acento, ambos oriundos de la Argentina y del Uruguay. Me confesó que tenía varios "clientes" de esas nacionalidades y que había llegado a poder distinguir entre unos y otros.

-No te asustes, Carla –me dijo, entre tímidas sonrisas-... cuando hablo de mis clientes, quiero decir aquellas personas a quienes abro las puertas de los autos o les cargo las maletas.

-Sí, lo sé, mi princesa –respondí, con la seriedad que esta parte del diálogo impuso.

Pero, pese a creer a rajatabla en su virginidad, había algo en ella que me decía que, en temas de sexo, era bastante más avispada que la generalidad de las niñas de su edad (ya me había dicho que tenía once años); y había algo más... algo en su actitud, en su forma de mirarme... "algo" que, en ese momento, no pude descifrar, o que no me animé a adivinar. Cierto era que su vida no había sido sencilla ni demasiado agradable; pero eso que yo advertía en ella, era otra cosa: no era, sencillamente, un lógico "crecer de golpe" por vivir en la calle, lo cual también percibí. Su simpatía por mí me sorprendió y halagó. No es que descartase mi innata facilidad para relacionarme con la gente, pero que una chica de once años me abriera su corazón y me contase todo como ella lo había hecho, a minutos de conocernos, desbordó todas mis experiencias pasadas y expectativas. Le prometí que volveríamos a vernos... que regresaría a conversar con ella, algo que deseaba desde lo más profundo de mi ser.

Sentí algo muy extraño, bello y triste cuando, habiendo pagado nuestros sándwiches y tazas de té, me despedí de Belén, con tres besos: uno en cada mejilla y el último mío, se lo di en la punta de la nariz. Su aliento en mi barbilla, al separar nuestros rostros, no contribuyó a aclararme nada.

Camino a casa, recordé sus palabras ante mi partida: "¡Cuídate, guapa!" y llegué a la conclusión de que esa niña ocuparía un lugar muy especial en mi vida.

 

 

CONTINUARÁ...

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