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Amigas Especiales (07)

en Grandes Relatos

AMIGAS ESPECIALES

(Por Carla Bauer)

E-mail:

carlab83@yahoo.com.ar

Capítulo VII.

Ya había anochecido cuando Belén y yo llegamos a casa. Como ya era mi hábito reciente, introduje la llave en la cerradura, abrí la puerta, metí medio cuerpo dentro del apartamento para encender la luz del recibidor y, volviendo a mi posición original, permití que mi niña entrara.

-Adelante, princesa –dije, alargando mi brazo derecho.

Ella no me respondió... me di cuenta de que su emoción se lo impedía. Sin embargo, con paso tímido, entró; sus ojos se le iluminaban más con cada centímetro que avanzaba y no cesaba de mirar para atrás, de vez en cuando, mirándome, con la boca abierta por su asombro. Yo la seguí de cerca y, cuando ambas estuvimos adentro, cerré la puerta tras de mí.

-No es un palacio, pero... –bromeé, intentando romper el hielo, pero intuí que, tarde o temprano, mi invitada explotaría en un llanto de agradecimiento; no era que yo sintiera que me lo merecía, pero creí que sería una reacción natural en una pequeña tan esapecial como ella.

-Pues, para mí, lo es –contestó, simplemente, rompiendo mis esquemas de lógica... aunque sólo momentáneamente, ya que, transcurridos unos segundos, se dio vuelta y abrazándome muy fuerte del cuello, comenzó a llorar espasmódicamente-: ¡ay, Carla! No... no sé cómo ha... habré de a... agradecerte esto...

-Siendo feliz, mi amor... siendo feliz... –repetí, desde lo más profundo de mi ser, devolviéndole el abrazo y besándole la mollera.

Luego, nos miramos a los ojos... yo me quedé con un "te amo" atravesado en la garganta (no sé porqué no se lo dije) y ella también se quedó como con ganas de decirme algo. En lugar de eso, le rodeé la cintura con mi brazo y, acercando su costado al mío, ella se agachó brevemente, tomó su pequeño bolso azul del piso y comenzamos a movernos. Pensé en llevarla a conocer toda la casa en ese momento, pero supuse que mi niña querría dejar el equipaje y conocer su dormitorio, a dos puertas del mío. A decir verdad, yo tenía mucha curiosidad por saber cómo había quedado esa pieza... ¿habría alguna sorpresa para nuestra dulce huésped? Pero, al encender la luz, no había nada especial: sólo la cama –tan grande como la de Elka y la mía- cubierta con una colcha blanca, con motivos floreados. Luego, veríamos que estaba lista para usar.

-Bueno, Belén: éste es tu cuarto –sonreí, conforme con el trabajo de mi novia... o con el de la mujer que trabajaba en casa; de todos modos, Elka había dado la orden, si no había sido ella misma quien había hecho la cama.

-Ay, Carla –suspiró, ilusionada, luego de dejar el bolsito y, después de un pequeño salto, sentarse al borde de su lecho-... ¡estoy soñando! ¡Esto no puede estar sucediendo!

-Bueno, princesa: te digo que no estás soñando y que está sucediendo –dije, sentándome a su lado; acariciándole el cabello que caía por su espalda, añadí-: se acabó tu mala suerte... aquí podrás vivir segura y nadie te obligará a hacer nada que no quieras hacer...

-¿Y a no hacer cosas que sí quiero hacer? –interrogó, desconcertándome por un instante. Leyendo la confusión en mis ojos, reformuló su pregunta-. ¿Tampoco me obligarán a no hacer cosas que sí quiero hacer?

-Supongo que no... pero todo dependerá...

-¿De qué?

-Bueno –dudé un momento-... dependerá de si lo que querés hacer es bueno o malo para los demás y, fundamentalmente, para vos. Por ejemplo... si querés cortarte el cabello, nadie podrá obligarte a no hacerlo.

-Busca otro ejemplo, amor, porque eso no sucederá nunca –enfatizó, comprendiendo que lo mío no había sido más que una chanza-. Veamos si puedo darte yo un ejemplo...

Diciendo esto, me miró a los ojos, me rodeó tiernamente el cuello y, acercándome a ella, me besó en la boca, abriendo la suya y "obligándome" a responderle el beso. Su lengua, pequeña pero experta –me resultó obvio que no era, ni remotamente, la primera vez que lo hacía-, jugueteó con la mía y no tardé nada en reaccionar a sus mimos bucales. Tan bello, nartural y dulce fue que me abstraje del mundo y, aunque recuerdo que fue muy largo, no puedo precisar su duración... tal vez, un minuto... quizá, cinco (y no exagero). Cuando finalmente nos separamos, suspiramos casi al unísono y, con ojos pícaros y voz mimosa, me preguntó:

-¿Verdad que no me obligarían a no hacer esto? ¡Porque esto es algo que sí me gusta hacer! Contigo, claro... –añadió, adorablemente compradora.

-Yo nunca te obligaría a hacer o no hacer esto que, además, fue delicioso; y estoy segura de que Elka tampoco lo haría. Pero ¿puedo preguntarte quién te enseñó a besar así?

-Pues, podría decirte que en las pelis, porque también es verdad –confesó, con una carita de "yo no fui" que me la habría comido-... pero he tenido una maestra maravillosa: una niña de quince años, hija del encargado de un edificio, que me permitía bañarme en su apartamento, sin que nadie lo supiera, a cambio de algunos favores...

-Y uno de esos favores era que te dejaras besar por ella –razoné, disimulando mi bronca-... ¿y era un beso por cada vez que te bañabas?

-Al principio, sí... sólo uno. Luego, fueron más besos y otros favores –respondió, restándole importancia al tema-. Pero no te cabrees: me ha enseñado algo hermoso y que puedo compartir con la persona que más amo... .

-¡Gracias, hermosa! –sonreí, esperando que no malinterpretara mi mueca de alegría como una suerte de burla-. Me pone muy feliz oír eso... pero ¿qué diría Chaquete si te oyera?

-Pues, joder... no lo sé –susurró, pensativa, para luego llevar el volumen de su voz al nivel normal-... pero es diferente: a Chaquete le quiero muchísimo... le cuento mis cosas y él me cuenta las suyas. Pero nunca le besaría como te he besado a ti. ¿Te cuento algo? Unos días después de conocerle, me invitó a vivir en su casa; me dijo que estaría más cómoda y segura... y ¿sabes qué? Le respondí que no. Sabía que su familia era buena (en esos tiempos, su Papá y su Mamá aún vivían juntos y nadie le trataba mal), pero no lo sé... en cambio, contigo me hizo ilusión enseguida.

-Y a mí me encanta que hayas aceptado con tanto entusiasmo –le dije, pero había cosas para hacer, por lo que resolví cambiar de tema-. Bueno, princesa: ¿te gustaría bañarte? Juro que no tendrás que pagarme con ningún favor especial.

-Vale, lo sé... pero no me importaría darte una "propina", amor –sonrió, con ojos pícaros.

-Ya me la diste, Belén –respondí, en obvia referencia al beso-. Además, ya tendrás muchas oportunidades de darme "propinas"... y podés creerme que las aceptaré gustosa. Pero ahora...

-Sí, lo sé... a la ducha, ¿verdad?

-No es una orden, pero creo que te sentirás mejor después... además, quiero ver qué hay en la cocina para comer... –dije, preparándome para levantarme.

-Vale... entonces, indícame dónde está el baño: no quiero que me pongas a cocinar –bromeó; se levantó y se agachó para abrir su pequeño equipaje, de donde sacó una braga de niña, un camisón semitransparente (ambas prendas de color blanco) y un par de pantuflas celestes.

Aproveché la situación para darle una cariñosa nalgadita. Desde su postura, me miró, girando la cabeza hacia atrás, con una mueca traviesa. Haciéndose la ofendida, se levantó y se drigió hacia la puerta, donde se detuvo y, mirándome otra vez, me guiñó un ojo y me tiró un besito con el dedo índice de la manera más sensual que había visto en una niña de su edad. Casi corrí detrás de ella, pero, de haberlo hecho, habría precipitado demasiado las cosas, sin saber aún si mi dulce Belén estaba lista para esas cosas... hablando claro, deseaba hacerle el amor.

Después de unos quince minutos, yo estaba en la cocina, preparando la cena, cuando ella entró "siguiendo la luz", como ella misma me dijo, ante mi distraída pregunta sobre cómo me había hallado. Venía secándose su larga cabellera ondulada y un cepillo entre los dientes, que no tardó en dejar en un rincón de la mesa del comedor de diario.

-¿Cenaremos aquí? –me preguntó.

-Sí, mi amor: todas nuestras comidas son aquí... excepto (según me dijo Elka) cuando hay invitados especiales o somos muchas personas para comer aquí. En esas ocasiones, usamos la mesa del comedor grande.

-Ah, vale... ¿y dónde me sentaré yo? –quiso saber, con la voz más dulce.

-Bueno... donde quieras –respondí, naturalmente complaciente con mi niña-... o sea, Elka, como dueña de casa que es, se sienta a la cabecera... ella dice que no le importa: que yo tengo tanto derecho como ella de ocupar ese lugar; pero a mí me gusta respetarlo.

-Ajá... ¿y tú?

-Yo me siento ahí –señalé, con un tenedor en la mano-, a su derecha.

-Entonces, yo podría sentarme aquí, a tu derecha y frente a Elka –especuló y, en cuanto asentí, dejó la toalla sobre la silla que ella ocuparía que, por causalidad (para mí, las casualidades no existen), era la más cercana a nuestra pequeña huésped. La noté dubitativa y, enseguida, ladeando su carita, me lanzó una pregunta-. Oye, Mamicarla: ¿me ayudas a cepillarme el cabello?

-De mil amores, Belén –dije, sorprendida por el nuevo mote que acababa de oír de sus labios, fascinándome; con gesto de feliz asombro, volví a dirigirme a ella-... pero, ¿qué es eso de Mamicarla? ¡Me encanta que me llames así! –aclaré a tiempo.

-¿De verdad? –interrogó, algo avergonzada-. ¿No te fastidia?

-¡Por supuesto que no, mi princesa! Al contrario: me halaga y me honra. Es más: si querés, siempre podés llamarme así; aunque, desde luego, no me voy a ofender si, a veces, me llamás de alguna otra manera.

-¿"Mi amor", por ejempo? –sugirió, con un tonito que casi me derritió y asentí-. Vale, te diré Mamicarla; pero tú llámame Belita, como lo hace Chaquete, porfi... ¿sí?

Naturalmente, mi respuesta fue afirmativa y la sellé con un breve beso en la boca. Luego, dejando que la comida se cociera en el horno, me puse a sus espaldas y comencé a cepillarle su sedoso cabello. Ella había logrado desenmarañarlo en las puntas y podría haberlo hecho sola echando todo su pelo hacia delante, como lo haría en muchas oportunidades en casa; pero ese día, sin lugar a dudas, era muy especial: ella necesitaba muchos mimos y yo deseaba proporcionárselos.

Desanudaba su castaña cabellera, cuando me dijo algo que me dejó boquiabierta.

-Tú has tenido hijos... a que sí.

Se me hizo un nudo en la garganta... ya casi había logrado "olvidar" aquel episodio que ahora regresaba, de la mano de esta chiquilina cuya intuición me anonadó. Podría haberle mentido, pero no deseaba hacerlo: ciertamente, no se lo merecía. Hice de tripas corazón y, tragando saliva, me dispuse a responderle.

-Sí, mi princesa; es decir, mi hija nació muerta –dije, y una lágrima solitaria rodó por mi mejilla izquierda, pero la sequé antes de que llegara al final de mi rostro. Brevemente, Belén giró la cabeza para mirarme; entendí que estaría buscando una explicación que, en fracciones de segundo, ya había resuelto darle-. A los catorce años, tenía un novio de veintidós... o sea, yo creía que era mi novio, que me amaba, pero sólo me usó para su propio placer... tarde me di cuenta de esto, pero bueno... quedé embarazada. La reacción de Sebastián, mi novio, fue solucionarlo con un aborto. Me negué, a pesar de que mi situación no podía ser peor... imaginate: mis padres, por supuesto, no sabían que yo ya no era virgen y tampoco sabían que salía con Sebastián. Suponían, sí, que tenía un "noviecito", como ellos decían. Pero confesarles mi embarazo habría sido un desastre familiar...

-¡Coños... claro, hombre! –exclamó, dándome la posibilidad de tomar aire y coraje para continuar relatando mis recuerdos con coherencia.

-Entonces, me comuniqué con mi tío Charlie quien, en aquella época, recién se había radicado en Miami. Me dijo que lo tomara con calma, que él me ayudaría. Me preguntó de cuántos meses estaba; le dije que creía que de dos... un poco menos. Diciéndome que eso nos daría tiempo, me explicó que, en principio, llamaría a mis padres para invitarme a pasar unas semanas con él, como regalo de cumpleaños. ¡Pero faltaba casi un mes para esa fecha! Y pensé que, de todas maneras, no me dejarían viajar hasta las vacaciones de invierno... el receso escolar, que sería en julio; y en ese momento, estábamos a fines de mayo... ¡se me notaría la panza! Otra vez, logró tranquilizarme: me explicó que armaría un plan para que pudiera viajar antes de julio y para que pudiera quedarme "accidentalmente" los meses necesarios para solucionar lo del embarazo, sin necesidad de llegar al extremo que había propuesto Sebastián. No sé qué les dijo a mis viejos ni cómo los convenció, pero el 21 de junio llegué al aeropuerto de Miami, dos días después de mi cumple número quince y la primera vez que volaba sola...

-¡Joder, Carla...! ¡Qué nervios, ¿verdad?!

-Sí, estaba nerviosa... pero sólo por mi embarazo: sabía que mi tío me apoyaría y, por otra parte, siempre me han gustado los aviones. Además –agregué, continuando la explicación-, a esa edad, me sentí súper importante, volando sola. Tal como me prometió, Charlie estaba esperándome en el aeropuerto y me llevó a su casa. Luego, una vez que tenía que regresar a la Argentina (debía continuar con mi año escolar), él se encargó de hablar con mis padres para decirles que había surgido la posibilidad de hacer un curso de inglés avanzado, ya que yo ya sabía inglés... siempre lo hablábamos en casa, y que, cuando yo volviera a mi país, rendiría todas las materias libres... él se encargaría de conseguirme una buena profesora particular. Todo esto era cierto: ya lo había hablado conmigo... me había dicho que ésta era la única manera de pagar por el error de no haberme cuidado al tener sexo con Sebastián y, más que nada, por haber creído en él, que era tanto más grande que yo. Mi tío, pese a que (como sabés) fue mi primer hombre, siempre me cuidó y se cuidó para no dejarme embarazada. Obvio que trataba de evitar líos familiares con mis padres y abuelos que se habrían enfurecido si me hubiese "hecho un hijo"; pero también quería evitarme disgustos a mí, teniendo un hijo no buscado, y más siendo tan chica. Además, también me aconsejaba con respecto a cómo cuidarme cuando follaba con otros. Resumiendo: las cosas no fueron nada fáciles, aun con su ayuda.

-Uffffff... ¡ya veo que no! Pero apuesto que tomaste el curso de inglés, lo aprobaste y también te fue bien con las materias; a que sí...

-Sí, al final, todo salió bien... bueno, casi todo –afirmé, volviendo a evocar mi funesto alumbramiento; logré reponerme parcialmente y continué-. Pero todo eso me sirvió de lección.

Pocas horas más tarde, ya con Elka en casa, las tres cenamos, conversando y riendo con las ocurrencias de mi novia y de Belita. Por lo general, suelo contribuir con algo gracioso, pero esa noche, sinceramente, no estaba con ánimos. Lo que sí me reconfortó fue comprobar que mis dos amadas españolitas se llevaban a las mil maravillas.

Aquella primera noche con Belén en casa, todas dormimos en nuestros respectivos dormitorios. La única que lamentó esta situación, aunque supo disimularlo, fue Elka; nuestra huésped también, pero por distintos motivos: ella deseaba –nos lo dijo- que mi novia y yo siguiésemos nuestra vida habitual. En otras palabras, no quería sentirse un estorbo. Fue entonces cuando le explicamos que, si bien hacíamos vida de pareja, no siempre dormíamos juntas.

El tiempo transcurrió y yo comencé mis estudios universitarios en Madrid; me dijeron que, a fin de no "atorarme" con libros, podría rendir las equivalencias en diciembre y en julio o agosto. Me pareció razonable.

Otra cuestión fue persuadir a nuestra niña que dejara la calle y que siguiera estudiando. Argumentó que no quería dejar de ver a Chaquete y que, además, no le gustaba el colegio y que no necesitaba estudiar para aprender cosas nuevas. Le explicamos que no tenía porqué dejar de ver a nadie... que podría invitar a su hermano por mutuo acuerdo a visitarla en nuestro apartamento y que ella, a su vez, podría ir, de vez en cuando, a verlo, ya fuera en su "puesto de trabajo" o en su casa. Asimismo, le hicimos ver que la mayoría de los niños odiaban el colegio; de hecho, me incluí en esa larga lista, no para compararme con nadie ni para intentar convencerla, sino porque era verdad. Y, por otro lado, Elka la hizo razonar acerca de la importancia de los estudios en su futuro. Sinceramente, no sé cómo lo logró; pero, dado que éramos Mamielka y Mamicarla, a regañadientes, aceptó nuestro consejo, con la secreta esperanza –creo- de que pudiera probarnos, el día de mañana, que estábamos equivocadas.

A mediados de noviembre, se me cumplieron dos sueños muy deseados: el primero vino de la mano de Luis, nuestro asistente mujeriego, con quien, al hacerle entender que no me interesaba como hombre (novio, amante, pareja fugaz.. nada de nada), me unía una muy sincera amistad.

-Oye, Carlita... que tengo algo para ofrecerte. Sé lo mucho que deseas esto, por lo que estoy seguro que, por primera vez en tu vida, no podrás rehusarte –dijo, con una más que evidente doble intención que me causó gracia.

-A ver, querido amigo –sonreí, con sorna-... ¿qué es eso que, según vos, no podré rehusar?

-No puedo mostrártelo aquí –continuó, con el doble sentido y, a la vez, creando un halo de misterio alrededor de su oferta-... tendrás que venir conmigo. Te propongo que salgamos a almorzar juntos y, luego me acompañas y te lo muestro.

-¿Sólo vas a mostrármelo? –pregunté, siguiéndole el juego e intentando no demostrar toda mi curiosidad que, a esas alturas, me consumía.

-Ésa es la idea. Luego, si te apetece y crees que merece la pena, podrías probarlo. Pero, conociéndote, seguramente, lo querrás para ti.

Esa última frase, realmente, me desconcertó; no quise seguir preguntando: parecía no estar dispuesto a darme más información. Por otra parte, yo ya sabía cuál era el "modus operandi" masculino (y el de algunas mujeres también): "¿Querés saber? De acuerdo... ¿qué estás dispuesta a darme a cambio?", lo cual, en lenguaje sencillo y directo, sería algo así como: "Si me dejás cogerte, te lo digo". Si hubiese sido Julia quien me ofrecía aquello tan misterioso, seguramente mi insistencia de querer saber habría sido insoportable, a fin de lograr esa sugerencia de "canje"; pero siendo Luis, no gracias: prefería esperar.

Pese al abundante trabajo, la mañana se me hizo eterna. Finalmente, salimos a comer juntos. Hablamos sobre temas intrascendentes pero se dio el gusto –ésa fue mi sensación- de almorzar conmigo sin que hubiera que hablar de negocios.

Unos minutos después de salir del restaurante, dirigió su Kangoo hacia una calle muy angosta, donde estacionó detrás de un Clio azul.

-Y bien, amiga mía: aquí estamos... ¿te agrada? –me preguntó, como si tuviera que saber de qué hablaba.

-Sí, claro –dije, mirando a mi alrededor, mientras ambos descendíamos del coche-... la calle es muy pintoresca.

-¡Si serás torpe, mujer...! –reprochó, agradablemente y con una sonrisa-. Que no es la calle lo que quiero que veas, sino el auto; ¿te agrada?

-Ay, Luis.. ¡qué pregunta! Desde luego que me agrada –respondí, auténticamente desconcertada, mientras ambos salíamos del Kangoo. Luego, comencé a atar cabos, pero no podía ser... ¿o sí?-... no me digas que... que ésta es la oferta de la cual...

Mi amigo comenzó a asentir, dejándome con la frase inconclusa y con la boca abierta. Enseguida, me abalancé hacia el vehículo, como queriendo abrazarlo, cosa que, naturalmente, no logré: mi mano derecha quedó tocando la ventanilla trasera y la izquierda apenas tocaba el parabrisas. Aun así, pude observar el interior. Era hermoso... el auto más bello del mundo. Después de algunos momentos de mirarlo embobada, me di vuelta y abracé a Luis, plantándole un beso enorme en la mejilla.

-¡¡¡Gracias... muchísimas gracias!!! –exclamé, eufórica-. Pero ¿de dónde lo sacaste, amor?

-¡Caramba! De haber sabido que con sólo conseguirte un coche, me dirías "amor", te lo habría buscado mucho antes –bromeó a medias... creo; pudo haber estado hablando muy en serio. De ser así, lo disimuló muy bien-. Pero, vale: este Clio, modelo 99, pertenece a mi tía quien, por su edad, debe dejar de conducir. Y, a propósito: ¿tienes ya tu carné de conducir?

-Sí: ya lo tenía en Argentina, donde, a veces, usaba el auto de Papá. Pero aquí lo saqué el mes pasado, para poder usar el Porsche de Elka. Lo uso poco, no porque ella no me lo preste... al contrario, sino porque temo que pase algo y me sentiría espantosamente responsable de arruinar el "niño mimado" de mi compañera. Pero, a todo esto... ¿cuánto debo pagar para que esta joyita sea mía? –pregunté, volviendo a la realidad actual.

Me dio una cifra (que no viene al caso mencionar aquí); en un rápido cálculo mental, deduje que, si me daban facilidades de pago, podría comprarlo en unas doce cuotas, por lo que no quise regatear: estaba demasiado entusiasmada con aquel Clio azul. Al llegar a casa, Elka me dijo que pagaría el cincuenta por ciento de mi adorado autito. Sabía que de nada valdría discutir ese asunto con ella, de modo que me limité a agradecérselo de una manera muy especial esa noche con unas espectaculares mamadas mutuas, que incluyeron mis axilas semidepiladas.

Unos días después, habiendo salido temprano del trabajo, me di el gustazo de pasar a buscar a Belén por el colegio, en el auto, ¡desde luego! Enfatizo esto porque ya, en otras oportunidades, había ido a buscarla (por puro placer) a pie. La vi, toqué la bocina y, pese a venir distraída, conversando con una compañera, me ubicó y, despidiéndose de la niña, corrió a mi encuentro. Abrió la puerta delantera, tiró su mochila al asiento trasero y, tras un rápido pero afectuoso pico (beso en los labios), lanzó un alegre "¡Hola Mamicarla!", se acomodó a mi lado y se ajustó el cinturón de seguridad.

Después del tema "obligado" acerca de cómo le había ido –muy bien, desde luego-, se hizo un silencio bastante prolongado. Por el rabillo del ojo, observé que estaba inquieta, como si quisiera decirme algo, sin animarse. Estaba por preguntarle qué sucedía, cuando posó su mano izquierda sobre mi derecha que agarraba el volante.

-Mamicarla... ¡te amo! –exclamó, con cierto temor que creí injustificado y al cual no di la debida importancia.

-Y yo a vos –respondí, con aire despreocupado; enseguida, la miré a los ojos y agregué-: como si no lo supieras, princesa...

-Sí, lo sé –continuó, con el mismo tono de voz, bajando su manito a mi muslo desnudo, unos centímetros más abajo del borde de mi minifalda-. Pero yo te deseo... como Mamielka y tú os deseáis; ¿me comprendes?

-Claro que te comprendo... porque a mí me pasa exactamente lo mismo con vos –respondí, adivinando la ubicación de su barbilla que acaricié con ternura, mientras mis ojos estaban fijos en el tránsito e intuí la duda dibujada en su rostro-... lo que sucede, Belita, es que quería que, si este momento llegaba (y, afortunadamente, llegó) que vos fueras quien tomara la iniciativa, porque no deseaba que te sintieras forzada a nada. Pero aquel primer día en casa, después de ese beso espectacular que nos dimos, casi te pedí que hiciéramos el amor.

Ante tal confesión mía, Belén comenzó a frotar mi muslo, desde la rodilla hasta mi minifalda, ida y vuelta, con creciente sensualidad. Era poquísimo lo que podíamos hacer en tales circunstancias: ambas con nuestros respectivos cinturones de seguridad abrochados y yo, para colmo, conduciendo en el tránsito madrileño. Sin embargo, mi hermosa niña se atrevió a más, metiendo su mano debajo de mi falda, hasta tocar mi cadera y dirigiéndola a mi entrepierna. Muy a mi pesar, tuve que pedirle que se detuviera hasta que llegásemos al apartamento. Le expliqué que, una vez ahí, ninguna de las dos nos quedaríamos con las ganas de hacer lo que más quisiéramos.

En efecto: llegamos a casa y, no bien cruzamos el umbral y cerramos la puerta, nos dirigimos a nuestras respectivas habitaciones para dejar los bártulos de cada una. Quizá por ser menos cuidadosa que mi nena, terminé antes y llegué a su habitación, donde ella, de espaldas a la entrada, cerraba el armario. Llegué hasta ella, la giré tomándola suavemente de los hombros, poniéndonos frente a frente y, mirándonos a los ojos –sin que mediara palabra-, nos besamos casi con desesperación, como presagiando lo que sucedería instantes después. Nuestras lenguas, tomando vida propia, se enrdaron entre sí y exploraron nuestras bocas, con renovada alegría y vigoroso placer. Sus manos, tan pequeñas como hábiles, paseaban por mis costados y espalda, como buscando un buen lugar para comenzar a quitarme la remera de algodón que no les permitía un contacto directo con mi piel; su objetivo se logró a medias, cuando se introdujeron debajo de mi prenda, sin despojarme de ella. Sin embargo, tuvieron la suerte (que ambas compartimos) de acariciar los laterales de mis deseosas tetas... ¡Diossss! Esos mimos preliminares me volvían loca, cosa que se reflejó en mis manos que, hambrientas y golosas, habían arrancado la blusa blanca de colegiala de debajo de su falda, apenas encima de las rodillas, y rozaban con gozo supremo, aquella cintura breve y angelical... caliente e incitante. Interrumpimos nuestro infinito beso para desvestirnos; por mi parte, habría dado cualquier cosa por contar con cuatro brazos para desnudar a mi nena, mientras yo misma me quitaba la ropa. Ante esa natural imposibilidad, me dediqué a despojarme de lo poco que llevaba puesto –apenas la falda y remera ya mencionadas y un par de sandalias... nada más-, observando cómo Belén, sin prisa y sin pausa, iba despidiéndose de corbata, zapatos, calcetines, blusa y, naturalmente, la faldita. Su calzón blanco era lo único que seguía vistiéndola... pensé que podría haberse arrepentido, pero su sonrisa traviesa, acompañada por un no menos pícaro "Pues... ¿qué esperas? ¿No te apetece mi ‘cosita’?", me hizo, agacharme frente a ella, bajarle sus ya mojadas bragas y, sin pérdida de tiempo, lamer, por primera vez, esa cuquita de niña, mientras sus pies pisaban fuera de la prenda, abandonándola sobre la moqueta. Belita ya respiraba agitada, entrecortada... ¡y aquello recién comenzaba! Su conchita sabía a miel, pero seguía cerrada, pese a que tenía los muslos separados. Me levanté y sus ojos me miraron asombrados.

-¡Qué guapa eres! –alcanzó a exclamar, antes de relamerse, viendo mis tetas y descendiendo hacia mi cuca-... ¡qué delicia tu coño! ¿Siempre te lo depilas?

-Siempre –respondí, entrecortada por la excitación; y abriéndomela con los dedos de ambas manos, continué-: probala... cométela... es toda tuya.

Me recosté sobre su cama, con olor a niña, y con las piernas bien separadas, volví a ofrecérsela, con un gesto, mientras el clítoris comenzaba a crecer más y más, por mi calentura y el roce de mi índice. Casi inmediatamente, mis dedos fueron reemplazados por los de mi niña, quien no tardó nada en proporcionarme una de las mamadas más espectaculares que recordaba. Empecé a gemir, gozando como loca cada instante, como si fuera mi primera vez... y, en cierta forma, lo era; esa lengüita traviesa sobre mi botoncito era un viaje al paraíso, que parecía no tener retorno. Además, sus besos largos, apasionados y sonoros sobre mis labios vaginales me tenían en el mejor de los mundos... apenas si podía pedirle –como si hiciera falta- que no se detuviese, entre infinidad de grititos y suspiros de placer, mientras yo misma me masajeaba las tetas y pellizcaba mis pezones. Al cabo de unos minutos, dejó de comerme pero, sin solución de continuidad, ubicó uno de sus dedos donde había tenido la lengua, girándolo un par de veces en cada dirección, hasta que resolvió seguir en sólo una. ¡Ayyyyyyyy, qué delicia! La adolescente que le había enseñado todo respecto del sexo lésbico, ciertamente sabía lo que hacía.

La otra mano de Belén subió hasta mis tetas, haciéndome gozar lo indecible. El sólo hecho de sentir su pequeñez volando al ras de mi piel me hizo perder todo vestigio de inhibición (por tratarse de una niña de once años... ¡de once años!) y comencé a gritar como loca.

-Me vengo... ¡Belitaaaa... me vengoooooooooo! –estallé, mientras ella, habiendo jugado con mi clítoris, acomodaba nuevamente su boca en mi entrepierna para beber mis jugos, sin dejar escapar nada.

Cuando acabé, ella aún lameteaba mi cuca y se relamía, como si hubiese tragado la delicia más grande que jamás había probado. Iba a preguntarle si, en realidad, le había gustado tanto, cuando, tras un ruidoso chasquido de su lengua, se irguió ante mí, rozando, sin pensarlo, su propia conchita, entreabriéndola.

-¡Ay, Mamicarla...! ¡Eres tan sabrosa! –exclamó, extasiada, con la mirada perdida en la parte superior de mi cuerpo-. Me fascina tu sabor. Además, ¡qué cantidad, mujer! ¿Siempre lanzas tanto?

-Por lo general, sí –le dije, extendiéndole mis brazos, con la intención de abrazarla y de, por fin, hacerla mía-... claro que, cuanto más me excito, más jugos largo; y te prometo que hoy volverás a beberlos...

-Síiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii –gritó, entusiasmada, interrumpiéndome sin querer.

-Pero antes, es mi turno de probar tu sabor y hacerte gozar... querés, ¿verdad? –le pregunté, viéndola algo dubitativa.

-¡Ay claroooo! No sabes cuánto me apetece –respondió, entusiasmada-... pero me esperas sólo un minuto que voy al servicio y regreso: quiero que me hagas mujer.

-Vení, preciosa –volví a decirle reiterándole el gesto con mis brazos abiertos-. Sé que sólo es una manera de decir, pero no quiero hacerte mujer... te deseo así, niña, dulce como sos. Lo que puedo prometerte es que trataré de de hacerte gozar como nunca antes y que te voy a enseñar cosas que, por falta de experiencia, no sabés. Pero te amo... te deseo así, con tu conchita sin vellos aún y tus tetitas que todavía no crecen... ¿entendés lo que quiero decirte? –interrogué, y ella asintió-. Vale... ahora, en cuanto a ir al servicio...

-¿Quieres que te orine en la boca? –me preguntó, como si fuera algo familiar para ella-. ¿Te la beberás como yo bebí tus jugos?

-Sí –dije, asombrada-... ¿ya lo has hecho?

-No, pero sé que hay personas que lo hacen y les agrada... les resulta excitante –recalcó, con un brillo especial en los ojos-; y si a ti te apetece hacerlo conmigo, pues enséñame, porfaaaa...

-Vení, muñeca –susurré, con la voz entrecortada por mi propia calentura y la voluntad de Belén por complacerme-. Colocá tu cosita aquí, en mi boca, como para chuparte... así, muy bien... ahora, relajate y meá cuando puedas.

Los primeros segundos, la noté tensa; resolví hacer más placentera la espera –y, acaso, abreviarla-, subiendo ambas manos por sus caderas hacia su cintura y hasta su pecho plano como el de un varoncito; acaricié sus tiernas tetitas y, al llegar a sus pequeños pezones, presioné, pellizcándolos suavemente. Mi niña emitió un dulce gemido, a la vez que, por primera vez, sentí su deliciosa orina, en tímidos chorritos sobre mi lengua. Después, fue convirtiéndose en un abundante flujo de lluvia dorada que me llenaba la boca, deleitándome con ese sabor tan particular a néctar de ángel. Cuando acabó, me dediqué a lamer su cuquita, con la excusa válida, pero innecesaria, de dejársela limpita. De ahí a besar sus labios mayores y juguetear con su botoncito de placer, fue un solo paso. Belén casi lloraba de gozo y probé sus jugos; tal vez, haya sido por la mezcla con su exquisito meo, pero me resultó el manjar más rico que jamás había probado.

-Ay, mami –gimió, con la voz en un hilo-... penétrame, porfaaaa... ¡ya no puedo más y lo deseo! Hazme tuyaaaaa...

Actuando casi por instinto, accedí a su pedido. La acosté boca arriba e introduje un dedo en su suculenta, cálida y tierna conchita; podría haberla desvirgado en ese momento, pero temí lastimarla; y, por otra parte, no faltaría oportunidad. Sin embargo, preparé el "camino" hacia esa instancia, a fin de que, cuando eso ocurriera, no se sintiera violada o más dolorida de lo que sería estrictamente necesario. Comencé a acostumbrar su hoyito a una buena dilatación; primero –como ya dije- con un dedo, luego con dos... y hasta soportó tres dedos míos dentro de su anegada cuevita infantil, con un cada vez más rápido "mete y saca", sin romper su intacto himen.

-¡¡¡Me corrooooooooooo!!! –gritó, luego de una respiración cada vez más acelerada y suspiros que iban convirtiéndose, de a poco, en alaridos.

-Correte para mí, preciosa... correte en mi boca –le dije para animarla, sin que perdiera la concentración y sólo enfocara su cuerpo y mente en eso-... te deseo, mi nena y quiero beber todos tus juguitos... dámelos, mi niña... da...

Afortunadamente, no me permitió terminar mi pedido: antes, se vino espectacularmente, llenándome la boca con líquido que saboreé y tragué como lo que era: un dulce néctar que jamás me cansaría de beber. Pero la sesión no terminó allí; ambas estábamos demasiado calientes para detenernos y, para mejor, mi cabeza se había transformado en una interminable generadora de ideas para que las dos –una tan sedienta de sexo lésbico como la otra- continuásemos gozando. Por lo pronto, nos besamos y, abrazadas, descansamos sin dormirnos... sólo nos miramos a los ojos, acariciándonos.

 

CONTINUARÁ...

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