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La condesa (07: Derecho de pernada)

en Grandes Series

La condesita 7.

Derecho de pernada.

Nota del traductor: el de pernada era un "derecho" que daba cuenta de una transformación importante. En la antigüedad –Grecia, Roma, ya sabéis- el esclavo era propiedad entera del amo. Este tenía derecho sobre su vida y muerte y, naturalmente, sobre su sexo. En la edad media, los señores no tenían derecho de vida y muerte sobre los antiguos esclavos, convertidos en siervos -y los siervos enriquecidos que podían convertirse en villanos-, ni tampoco podía usar a su antojo de sus siervas o siervos. Tenía, en cambio, el derecho de pernada o primera noche.

Publico esto por que me han impulsado a hacerlo, porque esta historia ha gustado. Dejaré de hacerlo cuando deje de gustar.

Y sin más, continuemos la traducción.

 

Un domingo después de misa, a la hora que mi madre la condesa daba audiencia a sus vasallos y a los villanos. Enrique mi hermano y yo estábamos sentados a su izquierda y a su derecha, mientras el administrador y las dos doncellas permanecían de pie tras el solio condal.

Entre peticiones y homenajes estaba yo soberanamente aburrida, envidiando mis primos y mi hermana que andarían correteando por ahí (en el buen sentido: las dos niñas eran aún muy pequeñas para ser incorporadas a los comercios carnales que hacían del castillo una feria), cuando apareció un joven villano del que luego supe que tenía un regular pasar y algunas tierras y privilegios. Tras él venía todo un séquito. Y es que se trataba de un permiso de casamiento que mi madre otorgó sin mayor trámite, ofreciendo el consabido madrinazgo.

Pero cuando la novia fue presentada vi cómo brillaban los ojos de Enrique y puse atención en su figura. Era una núbil doncella en flor (tendría dos o tres años más que yo), de toscas pero lúbricas facciones, una larga cabellera castaña cuidadosamente trenzada caía sobre su espalda, resaltando la belleza de sus ojos bajos.

Traía un vestido de corte que dejaba al descubierto su bien formado cuello y sus redondos hombros morenos, resaltando además un par de prietas, gordas y visiblemente suaves tetas, que asomaban indiscretamente por el escote. Bajo esas tetas, seguramente oprimida por un corsé, su cintura no parecía más gruesa que la mía, con la salvedad que tras cerrarse rompía en una generosas caderas.

En fin, que la boda quedó fijada para el domingo siguiente. Pasó la semana (durante la cual seguí follando como he contado en el capítulo anterior) y llegó el día. Mi madre y Godofredo acompañaron a los novios y, pasado un tiempo breve vi a mi hermano Enrique, vestido de caza, echarse encima un amplio sobretodo pardo y encapucharse, aprestándose a salir. Lo interpelé irónicamente y él me siguió el tono.

-A donde vas con tanta prisa, hermanito.

-A donde no te importa, querida hermanita.

-Pues sí que me importa, porque sospecho ¡oh amado mío!, que buscas otra mujer, como si no te bastaran tu amante Isabella y tu dulce Enriqueta.

-Quisiera recordarte, amada mía, que no he obstaculizado tus noches pasadas lejos de mi, seguramente en brazos del ignoto efebo que gozó tus primicias. Y hoy voy a hacer valer, ante el sutil Godofredo, que el será lugarteniente pero yo tengo más derechos que él.

-Pues llévame contigo, que yo seré el argumento que lo hará ceder.

Enrique tenía mucha prisa y pocas ganas de discutir, de modo que dos minutos después cabalgábamos cubiertos con nuestras amplias capas y encapuchados, rumbo al pueblo de los nóveles esposos. Creo haberos dicho que yo era buena amazona y que incluso tenía rudimentos de esgrima: de algo debían servirme tantos hermanos, así que iba al paso de mi hermano, que parecía volar. Al llegar al pueblo desmontó y amarró la bestia a un árbol, lejos del camino. Lo imité y entramos a pie. Había investigado, porque llegamos a una casa de burguesa apariencia cuya puerta abrió sin mayor problema, y nos instalamos en sendas sillas, en la oscuridad.

-Ahora esperemos- dijo.

No esperamos mucho: pronto entraron los tórtolos escoltados por los dos padres y mi primo Godofredo, testigos y actores de lo que se suponía estaba al llegar. Al encender las velas, nos vieron. Godofredo echó mano a la espada, pero antes de poder sacarla Enrique se descubrió y reclamó su privilegio. Iban a trenzarse en una agria discusión cuando los jalé, tomando a uno de cada mano, aun rincón. Seguía encapuchada y con mi elevada estatura (similar a la de Godofredo) podía pasar por un varón. Les dije que no discutieran, que echaran a los padres y a Godofredo: "Ya que haz gozado mis primicias, señor y primo mío, debes cederle estas e mi joven hermano, ¿no crees que es de justicia?", y Godofredo se avino.

-Será mi señor Enrique quien haga valer nuestro derecho –declaró en voz alta-. Y corroboraremos la debida virginidad yo, el señor marido y éste caballero –señalándome.

Los viejos, mal de su grado, marcharon por donde habían venido y Enrique, ni tardo ni perezoso, tomó con sus fuertes brazos a la recién casada y subió con ella las estrechas escaleras rumbo a la alcoba nupcial. Godofredo y el mancebo lo siguieron y yo me quedé atrás. me desvestí rápidamente haciendo un montoncito con mi ropa, y me cubrí sólo con la capota. No me perdí nada, porque al llegar arriba, mi hermano bregaba con los lazos del corsé.

Pronto estaba desnuda, acostada boca arriba. Se estiró hacia atrás mostrando la dureza de su estómago y sus jóvenes tetas y un sexo oloroso y peludo. Mi hermano se desvistió y la cubrió. Dirigió su miembro a la estrecha y virginal entrada, y a golpes de su poderosa cadera fue penetrando poco a poco. Cada golpe suyo arrancaba un gemido de la chica y cada gemido de ella era correspondido por un resoplido de mi hermanito.

Así, a golpes, enterró su largo miembro hasta el fondo y una vez ahí empezó el viejo mete saca. Al principio era evidente que le era difícil entrar y salir, y que su miembro estaría desollándose lo mismo que la cueva de la chica, pero pronto los gemidos de la chica dejaron de reflejar el mismo dolor, apagándose poco a poco, mientras se veía cómo resbalaba con suavidad creciente el largo y blanco estoque de Enrique. Yo empecé a ponerme mala y bajo la capota mis dedos buscaron mi clítoris.

Sea lo que fuera, no llevaba cinco minutos Enrique cabalgando con tal furia a la chica, que se derramó abundantemente. Después de usarla con esa violencia, mi hermano se levantó y con la sábana se limpió el semen y la sangre que bañaban su miembro semierecto. Ella, la chica, tenía los ojos malos y el marido avanzó un paso, pero antes de que él hablara lo hizo Godofredo:

-Eres una bestia, primito, así no se hacen las cosas, ahora ¿qué va a pensar esta mujer del sexo?, ¿qué de la familia de sus señores? Voy a tener que enseñarle – y empezó a desatarse los herretes del jubón.

-Un momento, mi señor lugarteniente –interrumpió el marido-. Ya habéis usado de vuestro derecho y tendréis que iros. Si alguien tiene que enseñar a mi mujer soy yo, dicho sea con el respeto que vuestra excelencia me merece.

Debo reconocer que apenas entonces lo observé, porque se veía varonil y decidido enfrentando a sus señores, cosa que hasta ese día no había visto que sucediera en nuestras tierras. Aunque era un poco grueso y de facciones vulgares, su mirada reflejaba fuerza y resolución, la fuerza de un villano enriquecido, un hombre de cerca de 30 años que había desposado a una joven y gentil doncella que, por ser sólo un villano, veía cómo otros gozaban del dulce manjar que él quería parea sí.

Y entonces tomé una decisión necesaria, porque de mi sexo escurrían líquidos y tenía un ansia incontrolable. Me puse frente a él y me eché la capucha hacia atrás. Clavé en los suyos mis verdes ojos, que ya sabía yo que podían ser irresistibles, le dijo "déjala que goce: con mi primo será distinto y yo seré tu recompensa".

Nunca esperé su reacción: sin decir más se abalanzó sobre mí. Me tiró en el suelo, al lado de la cama en que yacía su esposa y sacó de dentro del jubón una pija gorda, muy gorda, más dura que su mirada. Afortunadamente yo estaba muy mojada, porque lo hizo con saña, como si quisiera cobrarse en mi cueva, en mi cuerpo, siglos de humillaciones.

Yo era la recipendaria de su furia, de su resentimiento. Yo sentía sus golpes y sus mordiscos: sentía que me iba. Pronto mis piernas y mis brazos dejaron de tener vida y en mi cueva y mi clítoris se concentraba todo mi ser. Cuando empezamos a escuchar los gemidos de la chica arriba de nosotros, fuera de nuestra vista, el villano arremetió con más fuerza, con mayor furia su cabe, hasta hacerme estallar con un largo lamento que no se de donde, de qué parte de mi ser salió.

Como antes Enrique con su esposa, el villano se vació en mi y se incorporó sin una sola mirada. Godofredo aún no había terminado su juego y yo seguí en el suelo, echada sobre mi espalda, hasta que aquello acabó. Sólo entonces me incorporé y caminé hacia la puerta. Alcancé a oír a Godofredo advertir:

-Bien, don Fulano (textual: no mencionó nombre sino el despectivo calificativo), si me entero que lo que aquí ha pasado se difunde, trasciende estas paredes, volveré a cortaros las orejas.

-Y yo os cortaré otra cosa -. Culminó Enrique. Dieron la vuelta, me alcanzaron y ya a caballo, camino al castillo, me dijeron que eso no debía volver a ocurrir. Yo acepté sus dichos, porque no quería discutir sino seguir disfrutando la sensación de abandono, el milagro de aquel orgasmo brutal.

sandokan973@yahoo.com.mx

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