CAPÍTULO I
Esto sucedió en 1980 cuando, por encargo de mi general Torrijos, debía conducir
una camioneta que llevaba escondidos (embuzonados) una muy buena cantidad de
billetes verdes de baja denominación, para los gastos corrientes de una
guerrilla remontada en las montañas de un país de cuyo nombre sí quiero
acordarme, pero no voy a mentar. Y la garantía del traslado era la personalidad
del General, así que él proveería, sin meter las manos: pa´los riesgos ahí
estaba yo, su charro.
¿Por qué yo?, por mi cara de pendejo, como otras veces. Porque puedo ser un
especialista a la hora de hacerme el imbécil. Porque soy un valemadre: total,
"si me matan a balazos/ que me maten, que al cabo y qué", me había enseñado mi
abuelo, antiguo dorado de Pancho Villa.
¿Por qué yo?, por mi método infalible, por mi experiencia, por mi simpatía que,
al decir de algunos envidiosos, puede resultar insoportable; por mi honradez
acrisolada que alguna vez me trajo problemas con la policía (si, ya se, estoy
parafraseando a mi general Lupe Arroyo) y por dos cosas más que no pienso
nombrar pero me abultan en el pantalón. Del método y la experiencia sí voy a
hablar, digo, si son capaces de captar el significado del próximo y hermético
párrafo.
Luego de dos expediciones a Guatemala y de que el tano Ventimiglia Rocabrunna me
enviara con unos fusilitos kalashnikov a la Argentina, ya había cosechado mi
prestigio en los círculos indicados: el "chavito" que pone cara de imbécil, que
parece que todo le vale madre, que anda de turista ligando morras (¡viva
Sinaloa, mi compa!) y las sube a la troca en la que trae el alijo, mientras pone
a todo volumen la última de los Tigres del Norte y anda aullando por ahí que
como Sinaloa no hay dos, que en el norte viva Villa y en el sur viva Zapata.
Pero esta vez era más grave porque esa cantidad de varo (guita, pasta, money,
marmaja, lana, parné) en billetes limpios de polvo y paja, todavía olorosos a
jabón, era más de lo que había trasladado otras veces, e implicaba rutas
misteriosas y alambicadas, así que el General, al que apenas saludé, me adjudicó
un coadjutor, alguien encargado de vigilar mis métodos y garantizar que el varo
llegara a buen destino. Un ayudante de Torrijos (el Chuchú Martínez) se puso en
contacto conmigo. Le dije:
-Mire usté: si ando yo por las carreteras de (aquí el nombre del país en
cuestión) con una troca llenita de dólares, con un cabrón malencaráo, voy a
levantar sospechas desde el primer retén: ¿onde se han visto un charro
sinaloense y un panameño malora en una troca, en esas pinches carreteras?, ¿qué
chingáos se les perdió? Toda la experiencia genética del contrabando sinaloense
va a valer verga, así que lo veo difícil... Pero si ando yo con una morra de
buen ver no hay fijón: los soldaditos ven una nalga antes que otra cosa, y como
cualquiera de ellos es capaz de vender a su madre por una buena nalga, siempre
que de veras sea una buena nalga, pueden entender que uno haga cualquier locura
por la nalga de marras.
-Tonces -seguí-, ustedes han de tener alguna morra de buen ver, de muy buen ver,
debidamente entrenada y debidamente leal y, también, debidamente poco vista. Y
si no están de acuerdo, ya me estoy devolviendo a Sinaloa.
Total, mis compas, que luego de traducirle al Chuchú el anterior discurso (tengo
mis lecturitas, y no nada más las cinco tesis militares del presidente Mao), el
tal me dijo que marchara yo sin problemas, que me posicionara con el cargamento
y la troca en tal lugar y tal otro, en tal día y tal otro, y que ahí me
abordaría una morra, que me daría las instrucciones siguientes luego de
identificarse.
Cuadramos la identificación de modo que no hubiera confusión posible, pero que
tampoco fuera una mamada de película de espías y al día siguiente salí a donde
había que salir.
Toca ahora hablar un poco más de mí, compas, aunque sea brevemente. Cuando
aquello pasó yo tenía 24 años y casi diez de militancia. Mi cara de imbécil era
una máscara perfectamente adaptable a mi despiste y natural timidez, porque si
bien fui un militante precoz, física y emocionalmente maduré tarde.
En Sudamérica no me creían mexicano, con mi 1.78 de estatura y mi piel tirando a
blanca, pero en México, entre eso y mi acento, inmediatamente me daban por
norteño. En mi tierra me decían el flaco, y así me siguen diciendo, pero los 65
kilos de peso los tengo bien educaditos y rinden lo que hay que rendir, y a la
hora de los chingadazos no soy hueso fácil de roer. Pero lo que quería decir es
que mi aparente desparpajo escondía una timidez enorme, que se potenciaba tan
pronto aparecía una mujer digna de su género.
Así que lo dicho al ayudante era un poco faroleando. Pero sólo un poco, porque
yo estaba convencido de que la tipa que iban a mandarme, sería una tía buena
equis, mi compañera para hacer el trabajo, que en su parte álgida era cosa de
dos o tres días, y chao, si te he visto ni me acuerdo. Pero entonces, apareció
Isabel.
Estaba yo cuajado al sol, en el banco de la plaza del puerto fronterizo donde,
al medio día, debía abordarme la enviada del general, cuando vi cruzar la calle
a un monumento de mujer. Me enderecé inmediatamente y recé dentro de mí con todo
el fervor que pude hallar "Marx: que sea ella, que ella sea la enviada del
general".
Eso pedí, pero conforme fue acercándose, mi cobardía me hizo pedir lo contrario.
Se movía como debió moverse Juno cuando le ofreció a Paris el gobierno de toda
Asia a cambio de su voto. Lean bien lo que digo: como debió moverse Juno, no
Venus. De entrada le calculé cinco años más de los que yo contaba (luego me
confesaría sus 33 cumplidos), y la sensualidad unida a la decisión y energía de
su suave andar me dieron miedo, miedo pánico.
Más adelante la vi bien, la aprendí de memoria, pero, de momento, hay que hablar
de la primera impresión. Unas piernas firmes y muy, muy bien torneadas,
enfundadas en unos jeans azul pálido sostenían, movían (en realidad, permitían
el suave deslizamiento) de un cuerpo de mujer como sólo existe en sueños, en la
pantalla grande (y muy rara vez, de lejos y sin olor ni vibración) o en ciertas
fotos que llegan a través de la red (y uno no puede dejar de evocar o soñar "tu
breve cintura, debajo de mí").
Pero lo más sorprendente, lo que turbaba, lo que realmente daba miedo, era la
mirada: unos soberbios ojos de tigresa bajo el trazo, firme y enérgico de las
cejas. Y unas manos de largos y expresivos dedos. Caminaba hacia mí, y yo sentía
morirme.
Se plantó frente a mí, y desde la altura olímpica y desdeñosa de su mirada, de
la impactante belleza que había detenido el movimiento de la plaza, dijo las
palabras convenidas, porque yo tenía bien a la vista el libro y el sombrero
indicados.
CAPÍTULO II.
Nos inventamos una pantalla, un romance que nos haría viajar por varios países
de Sudamérica, una historia sencilla que ningún policía pondría en duda. Pero
desde la primera mirada de Isa, sentí que iba a ser mucho más difícil de lo
planeado: no me veía a su lado fingiéndome su amante.
Intenté hablar con ella, pero contestaba muy secamente mis preguntas, y cuando
pasamos la garita fronteriza, sin mayores problemas, no me atreví siquiera a
abrazarla. Diez minutos después de conocerla, rodábamos por la carretera de
aquel país ensangrentado por la guerra civil que la guita que llevábamos iba a
alimentar, y seguíamos sin cruzar más que monosílabos.
Hay medias horas y medias horas, y la que siguió fue de las largas. El
discretísimo perfume que emanaba, la firmeza de sus piernas, el enérgico perfil
de su rostro, que yo ojeaba al paso, desde mi posición detrás del volante de la
troca, me envolvían como la neblina que empezaba a cerrarse sobre la carretera.
Durante esa media hora la comparé mentalmente con las compañeritas que había
conocido en otros momentos, en otras latitudes: algunas eran guapas, pero hacían
todo lo posible por ocultarlo, por combatir directamente la visión de la mujer
como "objeto sexual", y se escondían detrás de anteojos enormes, de amplias y no
muy pulcras faldas, botas de obrero o de soldado y un descuido personal
artificioso y artificial. Eran más revolucionarias, creían, entre menos "objeto
sexual" fueran, sin darse cuenta que hacían lo posible por ser menos mujeres.
Con el denuesto, el reproche, el insulto siempre a flor de labios.
En cambio, esta mujer, que tan claramente había marcado sus distancias, era una
real hembra y, pronto me daría cuenta, había hecho cosas que requerían mucho más
valor y que implicaban mucha mayor responsabilidad, que todas las machorras que
había yo tratado, con la posible excepción de una o dos locas que terminaron con
puestos de responsabilidad en la Liga Comunista 23 de Septiembre, digo, si es
que cabe la palabra "responsabilidad" aplicada a semejante gente.
No podía saber qué le dijeron de mí, pero parecía que me habían pintado como un
eficaz pero despreciable mercenario, que probablemente querría cobrarse en
especie los servicios a la causa, además de algún jugoso estipendio en metálico.
Mi exigencia de compañía femenina, "de una buena nalga", parecía ir por ahí, y
la princesa sentada a mi lado expresaba su desdén sin palabras, con su sola
actitud.
Entonces decidí apear el dialecto sinaloense y la fanfarronería de los días
anteriores. Decidí que quería ser amigo de esa mujer, aunque no la hiciera mía,
aunque no volviera a verla. Su presencia, su actitud, su serenidad eran muestra
de un carácter que quería conocer, que quería ganarme. Decidí, pues, y perdonen
ustedes la reiteración, mostrarle al otro Pablo, al tímido joven estudiante de
filosofía, sensible ante la belleza, ante su belleza.
Pero decidirlo y llevarlo a la práctica eran dos cosas distintas. ¿Cómo podría
soportar las cinco horas de carretera que nos esperaban antes de la pausa de la
comida?, ¿cómo seguir así?, ¿de qué hablarle? La solución llegaría
intuitivamente, porque de pronto, harto del silencio cada vez más opresivo,
quise mi música.
Saqué una cinta de mi mochila. La cinta ceremonial del inicio de mis viajes, que
por aquellos años acababa de llegar a México y que ahora sigue siendo la música
que pongo cada vez que me hago a la mar, aunque ahora en versión digital: Wish
you were here, de Pink Floyd. Le pregunté:
-¿Te gusta Pink Floyd? -Sabiendo que si se parecía un poco a mis camaradas
rechazaría esa "música burguesa", pero de momento no me interesó su posible
reacción: yo necesitaba al Floyd. Además, era tan distinta de aquellas compas
que, en un descuido, la solución estaba ahí mismo. Y así fue.
-Claro que sí -dijo.
Y volteó a mirarme con sus soberbio ojos verdes, de reflejos tornasolados, pero
ahora eran, sólo con eso, otros ojos, más temibles que los anteriores: supe que
había pasado la primera barrera y, efectivamente, empezamos a hablar de Bolívar
y San Martín, de Pancho Villa y Emiliano Zapata, de los guerrilleros a los que
llevábamos el dinero líquido que necesitaban...
Paramos a comer cualquier cosa (odio comer "cualquier cosa", pero la jornada era
larga) y seguimos la marcha, entre sierras y montañas, yo al volante de la troca
y ella a mi lado, todavía lejana pero ya amigable. Rendimos la jornada a las
siete y media de la noche, en un hotel en que debíamos vernos con "Amadeo",
nuestro enlace con los guerrilleros.
El hotel constaba de hileras de cabañas bien acondicionadas, con alberca y
demás, y tras registrarnos, envié a la bellísima Isa a la habitación, y yo pasé
al bar, donde ya me esperaba Amadeo. Pedimos unas chelas bien frívolas (osease,
unas cervatanas bien helodias), cuadramos la actividad del día siguiente, el
verdaderamente peligroso, y le pedí paz, porque mi cuerpo pedía lo mismo.
Pero al llegar a la habitación el cansancio dio paso a una oleada de devoción
casi religiosa: Isa lucía un traje de baño blanco, de una sola pieza, y había
soltado su larga y salvaje melena. Sus largas piernas tenían un cuidadoso color
dorado, lo mismo que sus brazos, bien torneados, cubiertos por una sedosa capa
de pelusilla rubia que incitaba al tacto, que llamaba a mi mano.
Y el cabello, que hasta entonces llevaba recogida en una gruesa trenza, aparecía
ahora en todo su esplendor, enmarcando unas espaciosa frente, unas cejas
perfectas y la cegadora mirada de sus ojos. Dirán ustedes, compas, que el
entusiasmo es tardío, pero hasta entonces la miraba de frente y con pausa... y
en traje de baño.
Por primera vez me habló cariñosamente:
-Chavito, estarás cansado, como yo. ¿Quieres venir al vapor?
Le pedí que me esperara, no tardaría nada, y rápidamente me desvestí en el
cuarto de baño, cubriéndome con los chorts de los Pumas de la Universidad,
equipo de mis amores, y a los dos minutos emprendimos la marcha hacia el final
del pasillo, cubiertos ambos con grandes toallas.
En el vapor se recostó frente a mí. Yo la admiraba con los ojos entrecerrados.
Me concentré en la suave curva de sus caderas, en la adivinable carnosidad de
sus muslos y en la línea de sus ingles, que terminaba en el misterio oculto por
la breve y alba prenda que vestía. Observé con cuidado la generosa línea de su
frente, la perfección de sus cejas y el velado resplandor de sus verdes ojos.
Pasé revista a su breve cintura y a sus pequeños y firmes pechos, oprimidos por
la blanca malla. A la perceptible dureza de su estómago y a las elegantes líneas
de su cuello.
Hay medias horas y medias horas, les dije antes, y esa fue de las largas... y de
las que ponen a prueba la voluntad, porque yo percibía, en sus ojos
entrecerrados, en su mutismo, en la actitud corporal, que aquí su charro aún
seguía a prueba, y me concentré en evitar que se formara una descarada tienda de
campaña debajo del chort, lográndolo a medias, a lo que contribuyeron, supongo,
la temperatura del vapor y el cansancio de la larga jornada.
Lo evité a medias, pero el bulto creció y se hizo notable, y creo que ella le
echó una ojeada como al descuido en el momento en que se levantó, anunciando
nuestra partida. Nos duchamos y pedimos una cena sencilla pero sustanciosa que
consumimos en la mesita de la habitación y, finalmente, entré al baño a lavarme
el hocico y echar la última meada del día. Cuando salí, Isa estaba en pijama y
había puesto una barrera de almohadas entre su lado de la cama y el mío: una
barrera real, concreta, infranqueable... de momento.
Le di las buenas noches y la soñé. Nos soñé en una paradisiaca playa del Caribe,
una playa imaginada y nunca vista, en la que caminábamos de la mano. Ese fue
todo el sueño, o todo lo que recordaba al levantarme al día siguiente, listo
para una jornada de mucha tensión.
CAPÍTULO III.
A las ocho de la mañana en punto salimos del hotel. Según lo acordado, Amadeo
nos esperaba a la salida, en un auto compacto, acompañado de un compa que se
presentó como Carlos. Poco después entraríamos a la zona de guerra, donde
empezaban los retenes militares, y Amadeo y Carlos debían prtecedernos en el
auto compacto, para dar el pitazo si caíamos en garras de la tira, porque
aquellos tiras eran magos: solían desaparecer lo que tocaban y sólo una rápida
movilización de la clientela política de los guerrilleros, de sectores de la
opinión pública y de Amnistía Internacional, basada en datos certeros, podía
detener semejantes hazañas.
Teníamos siete u ocho horas por delante, antes de parar en un merendero de tal y
cual nombre, unos kilómetros antes de tal y cual ciudad, donde los ocupantes de
ambos coches comeríamos juntos y Amadeo me daría las últimas instrucciones, así
que puse al Floyd en el tocacintas y emprendimos el camino. Amadeo manejaba como
energúmeno y yo hacía esfuerzos por seguirlo. La charla no fluía: Isa y yo
cambiamos un par de frases y ya, mientras veíamos algunas huellas de la guerra y
pasábamos de tanto en tanto ante un retén.
Yo notaba la tensión de Isa y pensé que, contra lo que había supuesto en un
principio, vista la evidente fuerza de carácter y la arrolladora energía que
transmitía, era una mujer sin experiencia en esas andanzas, así que traté de
aligerar el ambiente dándole el carácter que yo solía darle a semejantes tareas,
pero pronto comprendí que era por demás. Luego supe que de inexperta nada: lo
que pasaba es que así asumía las tareas de responsabilidad, con una
concentración feroz, con la tensión del tigre que revelaban sus largos y
elásticos músculos y sus soberbios ojos.
Pasamos un retén más donde los tiras, para miedo mutuo, recorrieron la cabina de
la troca (creo, compas, que no les había dicho que la troca traía una cabinita,
que entre otras cosas tenía un colchón y una hielera llena de cerveza mexicana).
Yo había pedido a Isa que dejara ropa en desorden, con una panti y/o un
brasierre bien visibles, para distraer la atención de los señores tiras, que es
un truco que siempre funciona, sobre todo si el modelo, un modelo como Isa, está
presente.
Con una tranquilidad que en realidad no sentía enseñé la cabina a los tiras, les
ofrecí dos chelas (victorias, por supuesto) que los muy jijos aceptaron, y logré
que bajaran. Isa, cuyo expresión ya conocía bien, estaba pálida, a un lado de la
camioneta. Yo supuse que sería de miedo y por eso y por fingir ante los tiras
que revisaban con cierto cuidado el chasis, la abracé. La abracé por primera
vez. Como al descuido, como si fuera un gesto natural y repetido pasé mi brazo
por su espalda, tomé su hombro con la mano y la atraje hacia mi.
Ese fue nuestro primer contacto. sentí la tensión de su brazo y su hombro,
adiviné la fuerza concentrada que sostenía su espalda y entendí que no era miedo
lo que la hacía palidecer (miedo del vulgar, quiero decir, porque el que no
tenga miedo en una situación como esa es un imbecil, un pendejo indigno de ser
tomado en cuenta), y que no necesitaba mi consuelo, pero también noté como se
relajaba, como, al contacto de mi brazo, disminuía la tensión.
Los tiras terminaron su inspección y nos dejaron marchar. Tras la siguiente
curva había parado Amadeo, que en cuanto nos vio arrancó su auto. Dos retenes
más adelante fue Amadeo quien tuvo que parar y nosotros seguimos sin problemas,
llegando antes que él al restaurante acordado.
Comimos mientras Amadeo me daba las últimas instrucciones: nos internaríamos en
la sierra y unos 150 km adelante giraría a la derecha sin previo aviso, entrando
en una brecha aparentemente abandonada. Así lo hicimos. No hubo problema alguno
aunque por experiencia se que el momento más peligroso es el de la entrega.
Entreguamos tranquilamente la guita a media docena de guerrilleros bien armados
mandados por un gordo bigotón.
El gordo palmeó a Amadeo, tratándolo de hermano, nos abrazó a mi y al tal
Carlos, le extendió ceremoniosamente la mano a Isa, y esperó a que
emprendiéramos el regreso. En el descenso al valle conocí la otra cara de Isa,
la que ya adivinaba en las cortadas pláticas del día. Apenas estuvimos en la
carretera apoyó su cabeza en mi hombro y dijo:
-Mis respetos, chavito. Me diste seguridad y vi que sabías lo que hacías, y que
lo haces con convicción.
Eso fue muy importante, pero yo era lo suficientemente ingenuo para no darme
cuenta. Tendrían que pasar tres años y dos mujeres por mi vida (al cabo de los
cuales volví a Isa, gracias sean dadas a Marx), para que yo fuera perfectamente
consciente de que las mujeres, las verdaderas mujeres, necesitan sentirse
protegidas, necesitan que uno sea protector, varón. Las telarañas feministas no
me dejaban entender algo tan elemental. Y yo, con todas mis "hazañas" en los
servicios logísticos de los guerrilleros, no era aún un varón, era todavía un
"chavito", e Isa lo supo tan bien que así me decía.
Fue muy importante, pues, pero no lo supe. Afortunadamente, ella notó que no lo
sabía, que aún me faltaba mucho por aprender. Entonces, ella pasó sin transición
a platicarme de su infancia, de su vida en el equipo de seguridad de Torrijos.
Estaba, por fin, hablándome de ella. Hablaba y me veía, y yo tomaba las curvas
sin preocuparme por la ventaja que pudiese sacarme Amadeo: como fuese, tendría
que esperarnos. Ya había cerrado la noche y sólo veía la silueta de su perfil, y
aspiraba el tibio y húmedo aire de las montañas, impregnado también del sutil
olor de Isa, que ya no era el de la tensión y la adrenalina, sino del tranquilo
relax que les sigue.
Ya en la entrada al valle encontramos, claramente visible, el auto de Amadeo,
frente a un parador que resulto de buen nivel. Decidí gastar parte de mis
escasos fondos personales y pedí un churrasco y una botella de tinto, de la que
dimos rápida cuenta, así que Isa pidió la segunda y Amadeo la tercera. Hablamos
de todo y de nada y nos despedimos felices. Amadeo nos pidió que lo esperáramos
un par de días en un hotel al que nos conduciría, en la ciudad del centro del
valle, porque aún faltaban unos detallitos.
En el hotel, Isa y yo pasamos directamente a la habitación que se nos asignó, en
un cuarto piso. Ella me pidió que la dejara ocupar el baño primero y yo me
acosté a escuchar el chorro de la regadera cayendo sobre su cuerpo. Imaginaba su
cuerpo desnudo, empapado, con el agua tibia corriendo por su espalda, entre sus
pechos, cayendo después. Era demasiado: me asomé al balcón y vi las luces y
sombras de una plaza rodeada de elegantes arcadas, casi desierta a esa hora de
la noche.
Estaba acodado en el barandal del balcón, desando a Isa, cuando ella me llamó:
cubierta por una de las dos grandes batas de baño del hotel, y con una toalla
enredada en la cabeza, me dijo:
-Ya puedes pasar a bañarte. Entra, para que pueda cambiarme.
La obedecí. Me di un largo baño caliente. Me acaricié el pene y lo lavé con
cuidado, logrando una semierección deliciosa que decidí abandonar, y salí de la
ducha una vez que el asunto hubo recobrado su estado de reposo.
Isa estaba sentada en "su" lado de la cama, vestía una playera y no la sudadera
de la noche anterior, y tenía las piernas estiradas cubiertas por la manta. Veía
distraidamente un telediario mientras cepillaba su larga cabellera y al verme
salir del baño me sonrió.
Si, mis compas, les juro que me sonrió, con toda la cara, con el alma,
iluminándose e iluminándome. Ella sonrió y yo me derretí. Me paré al lado de la
cama. Esta vez no había almohadas entre "su" lado y "mi" lado, y contuve un
largo suspiro. No había almohadas, pero sí una frontera invisible, todavía.
Me semiacosté de mi lado. Era tarde y la jornada había sido pesada. Terminó de
cepillarse el pelo, que alcanzó dimensiones inimaginables, y salió de las
sábanas. Bajo la camiseta traía las largas y doradas piernas desnudas, invocando
a la celeste Venus... al estirarse para apagar la televisión (estábamos en la
era anterior al control remoto) mostró lo que para mí, ya convertido en su
adorador, fue el premio del día: unas mínimas bragas blancas que permitán
atisbar el nacimiento de sus firmes y blancas nalgas..
Se hizo la oscuridad. Me dio las buenas noches y se tendió de su lado. Estaba
tan cerca que notaba sus movimientos, escuchaba su pausada respiración y podía,
incluso, descubrir su tenue olor escondido debajo de los aromas del jabón y del
champú. Hay medias horas y medias horas, y esa fue de las incomprensibles: ¿qué
dirían mis amigos, mis paisanos, si supieran que ahí estaba yo, acostado en la
misma cama que la mujer mas bella y sensual con la que se había topado, y no
hacía otra cosa que mirar al techo y tratar de poner la mente en blanco?
La mente en blanco, porque no había necesidad de fantasear. Porque era tan
inusitada, tan erótica la situación, que bastaba con estar ahí, tendido boca
arriba, sintiéndola a mi lado, tan cerca y tan lejos, separada de mi por diez
centímetros, abismales de momento.
Sentía todo mi cuerpo, la entrada y la salida del aire de mis pulmones, el
escozor de la excitación en el bajo vientre, el cansancio en las pantorrillas,
la tensión en los omóplatos. Era consciente de mí como pocas veces, quizá
ninguna, salvo, acaso, aquella vez que, agazapado y empuñando un kalashnikov,
pensé que tendría que enfrentar ahora sí al enemigo pudiendo morir o, lo que me
parecía más, mucho más grave, matar (afortunadamente, los "malos" pasaron de
largo).
Media hora. Pues, al cabo de la cual mis neuronas empezaron a trabajar por su
cuenta, las malditas. La respiración de Isa era absolutamente sosegada, como la
de una mujer que duerme sin peso en la conciencia, que sueña con algo mejor, y
mis neuronas empezaron a proponerme que la besara.
"Bésala -me decía a mi mismo-, bésala: ¿qué puede pasar? El trabajo ya terminó.
No está obligada a seguir contigo: si se enfada, puede largarse dejándote a ti
sólo la tarea de esperar a Amadeo. Bésala mi cabrón, nada pierdes y puedes en
cambio ganarlo todo".
"Pero duerme", le dije a mi otro yo.
"Despiértala suavemente y bésala, cabrón, ¿o qué, pendejo, nos vamos a ir en
blanco?, ¿y el orgullo sinaloense donde queda?", me contestó.
"Mira vato, estará bueno que te sosiegues y dejes de estar chingando. En todo
caso, el que se irá en blanco seré yo, mi cabrón, y en este momento, Isa me
importa muchísimo más que Sinaloa, pero no como tu quieres, pendejo", reviré y
decidí finiquitar la conversación, porque el diálogo esquizofrénico podía
prolongarse y arruinarme definitivamente la noche, y me dije que mañana sería
otro día y entonces veríamos.
Mi otro yo alcanzó a decirme "¡Viólala!", pero esta vez ni siquiera discutí con
él. Hice a un lado su propuesta y fui hundiéndome en el sueño, en la nada. Volví
a soñarla.
CAPÍTULO IV
Abrí los ojos, regresando trabajosamente del sueño a la realidad. El sol se
había levantado y había una dolorosa ausencia en la cama. Tenía hambre de ver a
Isa, de despertar a su lado, de que lo primero que vieran mis ojos fuera su
estampa, pero no estaba ahí.
En lo que Isa salía del baño, donde evidentemente estaba, tuve tiempo para
pensar un poco, con la cabeza despejada, luego de pedir al servicio de
habitaciones el indispensable café. Decidí entonces que tras la esquizofrenia de
la víspera había llegado el momento de las grandes decisiones. Dos días habían
bastado para que yo me enamorara perdidamente de Isa. Dos días habían sobrado
para que bebiera sus aires. La quería tanto que dolía, y no podía dejar las
cosas así.
Pero a los 24 años yo era un niño todavía. Tenía una cultura libresca
excepcional, había vivido muchas cosas pero me consideraba incapaz de enamorar a
una mujer. Aunque al incapaz siempre le añadía un "de momento".
Tenía que enamorarla. No podía regresar a Culiacán sin haberla besado, sin
haberla poseído. Me dije a mi mismo que podía intentar, ya seriamente, lo
fantaseado la noche anterior: besarla y ya, y ver qué pasaba, pero mi miedo y mi
instinto se conjuntaban para decirme que con una mujer como Isa no era esa la
ruta.
Finalmente, decidí seguir siendo yo, mostrar lo mejor de mi que mostrar pudiera,
atenderla con la misma cortesía mostrada hasta entonces, pero hacerle saber cómo
me gustaba, con la pura mirada, con las solas atenciones. Y me juré que cuando
llegara nuestra última noche juntos, si no había pasado nada, le propondría
directamente que me hiciera el amor, ¿cómo?, ya vería, pero me juré que lo
haría. Y por lo pronto, había que disfrutar ese día. Aunque de momento tenía un
problema: ¿cómo ocultar la dolorosa erección que la noche me había dejado?,
¿cómo entrar al baño sin que la notara?
Ella salió del baño igual que el día anterior, envuelta en una amplia bata de
baño y con una toalla arrollada en la cabeza. Al verme ya sentado en la cama me
dirigió una cálida sonrisa. Yo le sonreí también, le di los buenos días y,
caminando de lado, cubriéndome con la ropa que pensaba ponerme ese día, entré al
baño.
Me desnudé y abrí la llave del agua. Antes de meterme bajo la ducha oriné
largamente, y mientras meaba vi en el tocador los aditamentos de belleza de Isa
y sobre el toallero la camiseta y las breves bragas con las que mi bella
acompañante había dormido y, antes de pensarlo, hice algo de lo que nunca me
hubiera creído capaz: sin cerrar la llave del agua, para que siguiera corriendo,
tomé las bragas de Isa, apenas un triángulo de algodón, finamente bordado, por
delante, y una delgadas tiras que unían la mínima pieza con la otra delgada tira
de atrás.
No resistí la tentación de olerlos. Los había tenido puestos toda la noche y
guardaban el suave y limpio aroma de su sexo. El tacto del delicado algodón y el
olor de la íntima prenda me causaron otra erección, pero esta de un tipo
distinto, así que me unté las manos con su crema corporal, que también era parte
de su olor, me masturbé con calma sentado en el inodoro, acariciando mi miembro
con la crema de Isa, hasta que, a punto de correrme, entré a la ducha y terminé
bajo el agua.
Salí del baño un poco azorado por la inocente falta de respeto que había
cometido. Isa estaba vestida, con sus estrechos jeans, un body negro que
delineaba maravillosamente su figura y traía su larga cabellera recogida en una
gruesa trenza. Me dijo que ya que teníamos el día libre (Amadeo nos hablaría en
la mañana siguiente), podíamos conocer la ciudad en que estábamos, que según su
fama, era una de las más bellas de América del Sur. Ya desayunaríamos, agregó,
en algún lugar elegido al azar.
Habíamos dormido hasta tarde y el sol ya estaba alto. Caminamos uno al lado del
otro bajo las frescas arcadas de la plaza a que daba el hotel y por las calles
bordeadas por señoriales casonas. En aquella ciudad la vida discurría lenta y
grata y parecía imposible que en las montañas que la cerraban por tres de los
cuatro vientos, ardiera una violenta guerra civil.
Desayunamos tarde, gozosamente, sin prisas, platicando de Panamá y de Sinaloa.
Nuestros ojos se cruzaban y yo percibía el interés que iba despertando en ella.
Ahora pienso seguramente se preguntaba por mi falta de audacia, por mi enorme
timidez.
Regresamos al hotel, a tendernos al sol frente a la alberca. Ella salió del
guardarropas con su trenza y un biquini color lila, mejor aún, más vistoso que
el traje de baño blanco del primer día. Se tendió al sol, con lentes oscuros y
una novela. Yo nadé unos quince minutos, sin dejar de ver sus largas piernas
extendidas al sol a cada oportunidad.
Salí de la alberca, me sequé y fui por dos cervezas antes de tenderme a su lado.
No interrumpí su lectura sólo le ofrecí la cerveza, la observé con admiración
religiosa y di vueltas como león enjaulado, hasta que ella dejó de leer y se
tiró al agua.
Ahora sí podía sentarme a admirarla. Nadaba con una elegancia exquisita, con la
suavidad, la flexibilidad con que hacía todo. Se deslizaba entre dos aguas, como
si no hiciera nada, y sus largos músculos trabajaban con sincronía perfecta.
"Lo tuyo es ya de fundar una secta, cabrón", me dijo el pequeño sinaloense que
todos llevamos dentro, y tuve que reconocer que tenía razón.
Más tarde nos adentramos en los vericuetos de la cocina regional que, como en
muchos rincones de América Latina, era lujuriosa e inesperada. Yo regué los
sagrados alimentos con un par de cervezas y no fueron más porque ella no añadió
ninguna a la de la mañana. Pero sus ojos, mirándome, embriagaban más que las
cervezas que no tomé.
Volvimos a caminar por las calles de la ciudad y más tarde, para matar el día,
entramos al cine: daban un churro, pero qué importa la peli. Lo importante es
que ahí estaba yo, en una sala de cine, a miles de kilómetros de Navolato,
sentado junto a una reina inverosímil... y sin tomarle la mano siquiera. Sin
atreverme a abrazarla. Lo importante es que indudablemente ambos estábamos en
una situación peculiar y harto poco común, que la convivencia dictada estaba
convirtiéndose en cariño.
Y entendí, lo entendí al caminar del cine al hotel, ya entrada la noche: ella
también estaba sola, ella también empezaba a quererme, aunque en panamá tuviera
mil amigos y fuera muy querida, aunque tuviera marido... algo dije, y en mala
hora se me ha olvidado, porque ella recargó su cabeza en mi hombro y me dijo
"¡querido Chavito!"
Y ¿saben qué? No hice nada. No reaccioné. Me quedé helado, con la mente en
blanco, y a los cinco minutos, cuando ella caminaba a mi lado como si tal cosa,
platicando de lo que fuera, supe que ahí sí, ahí debí besarla... y que ya era
tarde.
Quizá no lo fuera. Si hoy me pasara algo así, y me diera cuenta tardíamente del
error, procuraría enmendarlo de inmediato. Pero entonces no me sentía capaz de
hacerlo. No sabía que estaba moralmente obligado a hacerlo.
Y esa noche, en el hotel, luego de leer lo que cada quién leía, sólo pude darle
las buenas noches y, como la víspera, respirar su aira y sentirla, tan cercana,
tan lejana como la noche pasada, y como la noche pasada, me esforcé porque el
sueño me ganara y me prometí a mi mismo: "mañana".
CAPÍTULO V
El cuarto día con Isa empezó temprano. Desperté al alba y tras hacer mis
abluciones matinales regresé a la habitación, sentándome en una silla, junto a
la ventana, con un libro en la mano. Pero no leía, no: la veía dormir.
Recordé el tango que cantaba, como nadie, Libertad Lamarque: "A media Luz". Así
veía a Isa. No me atrevía a descorrer las cortinas ni a encender la bombilla. En
la penumbra, la veía cubierta a medias por la sabana y su blusita, tendida boca
arriba. Una de sus piernas estaba descubierta hasta el nacimiento de la ingle.
Sus músculos en reposo, como los de un felino al acecho, brillaban en la
penumbra y se distinguían precisos bajo la tersura de la piel. El brazo y el
cuello diseñados por una sabia selección genética de cientos o quizá miles de
años, revelaban la perfección que puede alcanzar el cuerpo humano. El fino
perfil apenas visto, casi adivinado, en la parte más oscura de la habitación.
No podía verla solamente así. La cobardía y el deseo me estaban matando.
Entonces ella suspiró y se movió hacia un lado, hacia el extremo de la cama, el
extremo de la ventana en que yo estaba sentado. Con el movimiento salió casi
totalmente de bajo la sábana quedando semiacostada sobre su costado izquierdo.
Su camiseta se había subido a medio estómago y ahora podía verle la pierna
completa, y una nalga redonda, grande, que brillaba en la penumbra, lo mismo que
su ombligo perfecto, señalando el punto central de un estómago insólito.
Llevaría observándola unos tres o cuatro minutos en su nueva posición cuando
volvió a moverse, quedando boca arriba otra vez.
Mi excitación estaba volviéndose insoportable y yo seguía en la misma situación
de la víspera. Volvió a hablarme mi pequeño sinaloense: "viólala: no pasará
nada". Esta vez podía convencerme, así que me paré decidido a hacerme
inmediatamente una paja que me permitiera abordarla esa misma tarde como el
caballero que quería ser, que soy.
Pero por fortuna le eché una última ojeada. La vi bella cual ninguna, las
piernas ligeramente separadas, la tanguita cubriendo apenas lo indispensable, la
grácil cintura, la boca entreabierta, los dientes blancos, el pelo tapándole la
frente y el ojo derecho... era la cosa más deliciosa que hubiese visto nunca. En
vez de ir al baño me senté cuidadosamente a su lado, y con la mano izquierda le
hice el pelo a un lado, acariciando apenas su mejilla.
Eso bastó para que abriera los ojos. Mis ojos se hundieron en los suyos y sentí
que me ahogaba, que moría. Pensaba qué tontería decirle ("Amadeo está por
llamar" o algo así), cuando ella puso su mano sobre mi muslo. Su mano suave
sobre mi piel desnuda, porque yo seguía en chorts y playera.
Entonces enloquecí. Con voz ronca, que no reconocí como mía, musité "Isa, te
amo". Sin decir nada ella me rodeó el cuello y me atrajo hasta ponerme a su
lado. Me dio un beso técnicamente perfecto, que erizó mi piel y estuvo a punto
de hacerme explotar. Me besó y yo empecé a acariciar su cintura, rozándola
apenas con las yemas de los dedos, que comunicaban a todo mi cuerpo una
corriente energética muy particular. A ella también le gustaba, sin duda, porque
sentí como se le ponía chinita la piel y como sus músculos se tensaban. Separé
mis labios de los suyos y me preparaba a quitarle su playera cuando ella dijo
"espérame, chavito querido, espérame aquí acostadito, sin moverte".
Se deslizó hacia el baño y entrecerró la puerta, a través de la cual escuché el
violento chorro de su orina, e inmediatamente después los sonidos de la
cepillada de dientes. Yo me acosté boca arriba, con una almohada bajo la cabeza
y la vista fija en la puerta del baño.
Salió sin más prenda que sus braguitas. Se había quitado la blusa y su mirada
daba miedo: era tan fuerte que atraía mis ojos, desviándolos de sus blancos
senos, pequeños, como deben ser, y con unos pezones rosados que yo ya había
soñado. Caminaba lentamente hacia mí. Demasiado lentamente. Llegó hasta la
cabecera, y yo la veía de arriba abajo mientras ella hurgaba en su bolsa.
Intenté tocarla pero ella dijo:
-Estate quieto, por favor... o mejor, quítate la ropa... rápido.
La obedecí sin réplica, mientras la admiraba, y quedé a fin de cuentas extendido
cuan largo soy, con la verga dolorosamente enhiesta, la boca seca, el corazón
expectante y temeroso y la mirada suplicándole piedad. Isa sacó de su bolsa un
paquete de condones y otro de pañuelos y los puso a un lado de mi cuerpo.
Se quitó sus braguitas apareciendo ante mí, en la media luz del cuarto, una
espesa pelambrera rubia castaña que cubría el abultado monte de venus, el
pequeño clítoris y los rosados labios, que observé con atención profunda.
Entonces ella se sentó a horcajadas sobre mí y con sus finos dedos tocó mi
miembro, acariciándolo, apropiándoselo, reconociéndolo. Entonces yo acaricié sus
frías y rotundas nalgas con la yema de mis dedos, y descubrí y colonicé la
deliciosa raya que las dividía, y sentí que eran mías, que siempre lo serían.
No se aún cómo acomodó mi miembro a lo largo de sus labios mayores y empezó a
moverse, acariciando con su lubricada piel la sensible cara externa de mi hijo
dilecto, pero sí se que tuve que decirle que no podía más, y me derramé entre
estertores sobre mi estómago y mi ombligo.
Isa no hizo escarnio. Sin decir palabra, sentándose sobre mis muslos, me limpió
con los pañuelos preparados, y me besó. Me besó, me besó como sabe besar ella y
como ustedes, oh incautos, nunca han sido besados. Luego bajó por mi pecho,
besándome el cuello, la piel, los brazos, mientras yo la tocaba, seguía con la
punta de mis dedos el sensual contorno de su espalda, de su estrecha cintura, de
sus nalgas, y sentía en mi piel la suavidad de la suya y la humedad de su lengua
y, de pronto, en mi pito la dulzura de su mano.
Comprobó en su mano fría aún la resurrección de la carne. Me puso el condón con
cuidado, como si me masturbara, y luego volvió a asir firmemente el miembro
deslizándolo en su coño húmedo y acogedor. Lo fue metiendo poco a poco mientras
yo la veía con los ojos muy abiertos y acariciaba el inicio de sus caderas. Poco
a poco hasta sentarse en mi, hasta tenerlo totalmente dentro, y comenzar a
moverse despacito, muy despacito, haciéndome ver estrellas.
Ella me estaba dando placer, se movía como había que moverse para que todo fuera
más lento y placentero, para que no me viniera ya. No se preocupó en ningún
momento por su propio orgasmo pues, como luego diría, bastante tenía con lo que
ya había, con lo que habría, y finalmente eyaculé en su interior (digo, en el
interior del preservativo). Me dio un beso más largo y más húmedo que los
anteriores, se tendió a mi lado y me acarició con amor y sin prisa.
Yo había actuado como si estuviera perdiendo mi virginidad, Había sentido que
entregaba mi inocencia y así era: en verdad había hecho por primera vez el amor
y ella me había guiado todo el tiempo. Pero soy buen aprendiz y al cabo de unos
momentos me incorporé sobre mi codo, me quité el condón con cuidado, y empecé a
acariciarla ahora yo, pellizcando con delicadeza sus pezones, arrastrando mi
lengua por la hermosa línea que divide sus senos, y mordiéndola suavemente entre
el cuello y los hombros: ahora me tocaba a mí.
-Ahora me toca a mi, Isa querida, amada mía, mi princesa-, le dije, sabiendo que
la conjugación del amor y la belleza, de su piel y su mirada, me darían la
sabiduría y la fuerza que pudiesen faltarme.
Mi mano izquierda buscó su sexo, que seguía abultado y húmedo. Con el pulgar
acaricié la entrada del estrecho orificio de venus y con los dedos índice y
medio acariciaba su clítoris, le daba masajitos circulares, lo pellizcaba con
delicadeza. El brazo y codo derecho daban soporte a las maniobras de mi mano
izquierda y de mi boca, que chupaba y mordía alternativamente sus labios y su
pezón derecho. Luego la mano giró, y el pulgar se dedicó al clítoris mientras el
índice y el medio jugaban con la entrada de su vagina y se introducían un poco
para volver a salir.
No se cuánto tiempo disfruté así de su cuerpo, probablemente pocos minutos. La
respiración de Isa se aceleraba poco a poco hasta que me pidió:
-No pares papi, pero siéntate sobre mí.
Yo la obedecí y seguí jugando con su sexo. Mi boca se separó de su pezón, pero
mi mano derecha tomó su lugar, mientras ella me enfundaba febrilmente un segundo
condón.
-Penétrame- ordenó, tan pronto terminó lo que estaba haciendo.
Me deslicé dentro de ella, entrando al paraíso por la suave y estrecha puerta de
su vientre y partí en busca del grial... y permítanme ustedes la soberbia: lo
encontré. Nos convertimos en una sola alma, un solo cuerpo y descubrí que el
amor carnal es el mayor regalo de Dios para los hombres. Porque estando dentro
de ella, en ella, amigos míos, me volví creyente.
Habíamos perdido por completo la noción del tiempo y el espacio. Nos
acariciábamos, satisfechos y rendidos cuando sonó el timbre del teléfono:
también se me había olvidado por qué estaba ahí y la existencia de Amadeo.
Efectivamente era él. Nos citó para una hora después en el mismo merendero
distante pocos kilómetros de aquella ciudad, en el que habíamos parado apenas
dos días atrás. Dos días compas, dos días, Santo Malverde de mis pecados... sólo
dos días. Inconcebible. Pero no había tiempo para la meditación trascendental ni
de ninguna otra especie, así que colgué el teléfono, di un largo suspiro y le
dije a quien ya era la dueña de mi vida:
-Nos vamos, amor mío.
Capítulo VI.
Teníamos prisa pero pudimos ducharnos juntos. Pude ver el milagro del agua
corriendo por su piel y volver a acariciarla. Pero no teníamos tiempo: mientras
ella terminaba su arreglo personal yo corrí a liquidar la cuenta del hotel.
Salimos sin echar una mirada al lugar en que nos habíamos hecho uno y diez
minutos después, durante los cuales sólo nos sonreímos el uno al otro, estábamos
frente a Amadeo.
-Compas nos dijo-, los responsables de la operación quieren felicitarlos por mi
conducto, porque todo salió muy bien. Y ahora, dicho eso, tienen una última
tarea: por razones que no son del caso hay que sacar la camioneta del país.
-Barajeamela más despacio, valedor le dije-: ¿por qué urge sacar la pinche
troca?, ¿por donde?, ¿llegaremos?, ¿tu y cuantos más?
-Hay que sacarla por razones que no te importan ya saben, la dichosa
"compartimentación", que tan bien les viene a tíos como Amadeo cuando la
necesitan-, y ahorita mismo nos vamos, nosotros tres, con rumbo opuesto al que
traíamos. Es decir, saldrás tu: nosotros veremos que pases sin tropiezos la
garita fronteriza, y regresaremos en autobús hasta la capital, desde donde Isa
regresará en avión a Panamá.
Sentí que el mundo me caía encima: apenas había gozado a Isa, ni siquiera
habíamos podido hablar, y ya no estaríamos a solas. Yo la amaba y Amadeo se
entrometía... Cinco días habían bastado para ponerme a sus pies, y ahora todo
terminaba. No podía permitirlo.
Traté de argumentar. Le dije que si la pinche troca estaba quemada, como
parecía, no podía arriesgar a un gallo jugado como yo por los diez mil
pinchurrientos dólares que le podrían dar por ella Pero nada: la formación
original del Amadeo era maoísta y los maoístas son más duros de mollera que los
vascos, y no lo movía de ahí. Desesperado le dije que si íbamos los tres la
leyenda inventada se iba a la mierda, pero ni así lo saqué de sus trece. Isa,
mientras tanto, sólo lo veía fijamente, sin decir palabra. Luego supe que estaba
triste, muy triste: tampoco había pensado en una despedida así.
Así pues, pagamos la cuenta y partimos, los tres sentados en la cabina de la
troca. Fue un día largo, largo y muy poco memorable, a pesar de las majestuosas
montañas nevadas que pasado el medio día aparecieron frente a nosotros haciendo
de la que transitábamos una carretera de locura. Llegamos ya entrada la noche a
la ciudad fronteriza que era nuestro destino y nos registramos en el hotel, en
el que Amadeo pidió una habitación doble de la que tomamos posesión
inmediatamente. Él y yo dormiríamos en una cama, Isa en la otra.
Propuse que saliéramos a buscar algo de cenar y sucedió lo inesperado: Amadeo
dijo que saliéramos sin él. Quizá estaba muy cansado, quizá notó la evidente
tensión del camino, que no pudo disipar ni con sus sabrosas anécdotas
guerrilleras.
Aquella ciudad estaba en un alto valle andino y soplaba un vientecillo que metía
el frío en los huesos. Ni Isa ni yo llevábamos ropa adecuada para ese clima,
pero el calor de nuestros corazones lo contrarrestaba ventajosamente. Caminamos
en silencio los doscientos metros que nos separaban de la plaza principal y al
llegar, a la luz de una farola, nos fundimos en un largo beso.
Era tarde y la plaza estaba desierta. Solo en una de las esquinas se veía luz y
ruido. Ocultos por la sombra de los grandes árboles. Tenía hambre de ella y la
acariciaba con fuerza, con prisa, abrazándola fuerte, fuerte hasta hacerle daño,
mientras ella correspondía con igual frenesí.
Pero no era seguro estar ahí, y nos movimos hacia el rincón luminoso de la
plaza, acodándonos en la barra de un bar semivacío. Yo no tenía hambre y, por lo
visto, ella tampoco. Pedimos una cerveza y un agua mineral y cuando la chica que
atendía se retiró del extremo de la barra en que estábamos, le dije que la
amaba. Que podía dejar todo por ella, que Panamá era una ciudad encantadora,
pero ella me paró.
-Calla, chavito, calla ya. Yo estoy casada y tengo responsabilidades que no te
he contado aún. Tengo una misión que cumplir al lado de mi general, y no puedo
tirarlo todo por la borda... he aprendido a quererte, chavito, y me llevaste a
un punto al que no hubiera creído llegar. No voy a decir que no hubiera querido,
porque lo quise, porque tu me hiciste desearte, y eso ya es mucho, chavito,
porque no lo había hecho antes. Pero más no puedo. Más no quiero. No ahora...
Yo quería llorar, pero en lugar de hacerlo (los hombres no lloran, me dijeron
desde plebito en Navolato, y me lo dijeron tanto y tan bien que me ha costado
mucho desaprender semejante estupidez) cerré su boca con mis labios. No quería
seguir oyéndola.
Olía a sudor, al cansancio y el sol del largo viaje. Su piel sabía a sal y a
frío. Nos besábamos, nos tocábamos como dos adolescentes en aquella esquina de
la barra del bar. Ella pidió que nos fuéramos y pagué mi cerveza y su agua
mineral, y caminamos, abrazaditos los dos hasta el hotel, sin hablar, como a la
ida.
En el vestíbulo del hotel la paré y le dije que no quería terminar así. Que no
quería regresar así a la habitación en que roncaba Amadeo. Entonces ella, sin
decirme nada, fue al mostrador y pidió otra habitación, pagándola ahí mismo, de
su bolsa.
¿Cómo enfrentar a una bella mujer, a la que amas, cuando sabes que es la última
noche? Nos desnudamos en silencio y nos abrazamos, desnudos, al pie de la cama.
Yo acariciaba su espalda, el inicio de sus nalgas, su cintura, como si el mundo
fuera a acabarse con la siguiente salida del sol. Ella me apresaba en sus brazos
y me besaba con igual sed.
Nos amamos dulcemente, no con la prisa de la víspera, sino con pausa. Nos
hicimos uno en la sabiduría de nuestros cuerpos. Nos hicimos uno con la tierra y
el cielo, en la gélida habitación de aquel cuarto de hotel. Nos amamos como dos
enamorados, hasta saciarnos. Ella se fue quedando dormida en mis brazos y la
cubrí con la manta de lana virgen. Le escribí un recado.
"Isa, amada mía: nada me gustaría más que volver a amanecer en tus brazos como
hoy. Quisiera amanecer en tus brazos mañana y el resto de mis días, pero como no
es posible me voy con el Amadeo, para que no sepa nada, para preservar nuestro
secreto. Te amo. Te amaré siempre, aunque esté lejos, aunque no te vea.
"P.d.: Mañana, al despertar, le diré que estabas muy cansada y decidiste rentar
una habitación para ti. Te amo, otra vez, siempre".
Salí discretamente de la habitación y entré a la otra, en la que Amadeo roncaba.
Me tendí en la cama de al lado, la que estaba originalmente reservada a Isa, y
me dormí por unos segundos, interrumpidos por el violento timbre del teléfono.
Escuché aún entre sueños la voz de Amadeo: "¿Dónde está Isa?". Le conté el
cuento y hablamos a "su" habitación para despertarla. media hora después
avanzábamos los tres rumbo a la garita fronteriza, a la vista de la cual ellos
bajaron de la troca.
Le di a Amadeo un abrazo fraternal "nos vemos en Sinaloa, valedor", le dije, y
me fundí con la esbelta Isa, que en mis brazos se volvió frágil por vez primera.
La abracé con fuerza, hasta hacerle daño. No podíamos besarnos pero sí susurró,
con la voz quebrada, "chavito querido". Yo ni siquiera podía decirle algo
similar: tenía la garganta completamente cerrada, taponada por una honda
tristeza que subía desde mi pecho. Una tristeza que aún ahora, cuando la evoco,
me cierra la garganta y me inunda de lágrimas los ojos.
Me separé de ellos y crucé sin problemas al país vecino.
Hay medias horas y medias horas, mis valedores, y esa fue de las difícilmente
olvidables. Los hombres no lloran, me habían insistido hasta el cansancio mi
padre y mis tíos en el remoto Navolato, padre y tíos galleros, mujeriegos,
buenos jinetes y mejores tiradores de pistola... yo había rechazado ser como
ellos. Me había negado a repetirlos y ahora lloraba como... como una niña,
dirían ellos.
Las lágrimas me lavaron el espíritu y empuñé firmemente el volante. Frente a mi
se alzaban los majestuosos picos nevados, y un verde bosque me rodeaba. No había
querido repetir a mis padres ni a mis abuelos, pero era, soy sinaloense, y no
venía al caso oír que cuando era joven brillaba como el sol ("shine on you crazy
diamond", pone después) pero que ahora mis ojos eran como dos agujeros negros en
el cielo... así que saqué otra cinta y esperé las notas iniciales del acordeón y
el bajo sexto de mi tierra, y la voz aguardentosa que cantaba a otros
transgresores de la frontera: "Dicen que venían del sur/en un carro
colorado/traían cien kilos de coca/iban con rumbo a Chicago..."