miprimita.com

La guerrillera

en Hetero: Primera vez


CAPÍTULO I

Esto sucedió en 1980 cuando, por encargo de mi general Torrijos, debía conducir una camioneta que llevaba escondidos (embuzonados) una muy buena cantidad de billetes verdes de baja denominación, para los gastos corrientes de una guerrilla remontada en las montañas de un país de cuyo nombre sí quiero acordarme, pero no voy a mentar. Y la garantía del traslado era la personalidad del General, así que él proveería, sin meter las manos: pa´los riesgos ahí estaba yo, su charro.

¿Por qué yo?, por mi cara de pendejo, como otras veces. Porque puedo ser un especialista a la hora de hacerme el imbécil. Porque soy un valemadre: total, "si me matan a balazos/ que me maten, que al cabo y qué", me había enseñado mi abuelo, antiguo dorado de Pancho Villa.

¿Por qué yo?, por mi método infalible, por mi experiencia, por mi simpatía que, al decir de algunos envidiosos, puede resultar insoportable; por mi honradez acrisolada que alguna vez me trajo problemas con la policía (si, ya se, estoy parafraseando a mi general Lupe Arroyo) y por dos cosas más que no pienso nombrar pero me abultan en el pantalón. Del método y la experiencia sí voy a hablar, digo, si son capaces de captar el significado del próximo y hermético párrafo.

Luego de dos expediciones a Guatemala y de que el tano Ventimiglia Rocabrunna me enviara con unos fusilitos kalashnikov a la Argentina, ya había cosechado mi prestigio en los círculos indicados: el "chavito" que pone cara de imbécil, que parece que todo le vale madre, que anda de turista ligando morras (¡viva Sinaloa, mi compa!) y las sube a la troca en la que trae el alijo, mientras pone a todo volumen la última de los Tigres del Norte y anda aullando por ahí que como Sinaloa no hay dos, que en el norte viva Villa y en el sur viva Zapata.

Pero esta vez era más grave porque esa cantidad de varo (guita, pasta, money, marmaja, lana, parné) en billetes limpios de polvo y paja, todavía olorosos a jabón, era más de lo que había trasladado otras veces, e implicaba rutas misteriosas y alambicadas, así que el General, al que apenas saludé, me adjudicó un coadjutor, alguien encargado de vigilar mis métodos y garantizar que el varo llegara a buen destino. Un ayudante de Torrijos (el Chuchú Martínez) se puso en contacto conmigo. Le dije:

-Mire usté: si ando yo por las carreteras de (aquí el nombre del país en cuestión) con una troca llenita de dólares, con un cabrón malencaráo, voy a levantar sospechas desde el primer retén: ¿onde se han visto un charro sinaloense y un panameño malora en una troca, en esas pinches carreteras?, ¿qué chingáos se les perdió? Toda la experiencia genética del contrabando sinaloense va a valer verga, así que lo veo difícil... Pero si ando yo con una morra de buen ver no hay fijón: los soldaditos ven una nalga antes que otra cosa, y como cualquiera de ellos es capaz de vender a su madre por una buena nalga, siempre que de veras sea una buena nalga, pueden entender que uno haga cualquier locura por la nalga de marras.

-Tonces -seguí-, ustedes han de tener alguna morra de buen ver, de muy buen ver, debidamente entrenada y debidamente leal y, también, debidamente poco vista. Y si no están de acuerdo, ya me estoy devolviendo a Sinaloa.

Total, mis compas, que luego de traducirle al Chuchú el anterior discurso (tengo mis lecturitas, y no nada más las cinco tesis militares del presidente Mao), el tal me dijo que marchara yo sin problemas, que me posicionara con el cargamento y la troca en tal lugar y tal otro, en tal día y tal otro, y que ahí me abordaría una morra, que me daría las instrucciones siguientes luego de identificarse.

Cuadramos la identificación de modo que no hubiera confusión posible, pero que tampoco fuera una mamada de película de espías y al día siguiente salí a donde había que salir.

Toca ahora hablar un poco más de mí, compas, aunque sea brevemente. Cuando aquello pasó yo tenía 24 años y casi diez de militancia. Mi cara de imbécil era una máscara perfectamente adaptable a mi despiste y natural timidez, porque si bien fui un militante precoz, física y emocionalmente maduré tarde.

En Sudamérica no me creían mexicano, con mi 1.78 de estatura y mi piel tirando a blanca, pero en México, entre eso y mi acento, inmediatamente me daban por norteño. En mi tierra me decían el flaco, y así me siguen diciendo, pero los 65 kilos de peso los tengo bien educaditos y rinden lo que hay que rendir, y a la hora de los chingadazos no soy hueso fácil de roer. Pero lo que quería decir es que mi aparente desparpajo escondía una timidez enorme, que se potenciaba tan pronto aparecía una mujer digna de su género.

Así que lo dicho al ayudante era un poco faroleando. Pero sólo un poco, porque yo estaba convencido de que la tipa que iban a mandarme, sería una tía buena equis, mi compañera para hacer el trabajo, que en su parte álgida era cosa de dos o tres días, y chao, si te he visto ni me acuerdo. Pero entonces, apareció Isabel.

Estaba yo cuajado al sol, en el banco de la plaza del puerto fronterizo donde, al medio día, debía abordarme la enviada del general, cuando vi cruzar la calle a un monumento de mujer. Me enderecé inmediatamente y recé dentro de mí con todo el fervor que pude hallar "Marx: que sea ella, que ella sea la enviada del general".

Eso pedí, pero conforme fue acercándose, mi cobardía me hizo pedir lo contrario. Se movía como debió moverse Juno cuando le ofreció a Paris el gobierno de toda Asia a cambio de su voto. Lean bien lo que digo: como debió moverse Juno, no Venus. De entrada le calculé cinco años más de los que yo contaba (luego me confesaría sus 33 cumplidos), y la sensualidad unida a la decisión y energía de su suave andar me dieron miedo, miedo pánico.

Más adelante la vi bien, la aprendí de memoria, pero, de momento, hay que hablar de la primera impresión. Unas piernas firmes y muy, muy bien torneadas, enfundadas en unos jeans azul pálido sostenían, movían (en realidad, permitían el suave deslizamiento) de un cuerpo de mujer como sólo existe en sueños, en la pantalla grande (y muy rara vez, de lejos y sin olor ni vibración) o en ciertas fotos que llegan a través de la red (y uno no puede dejar de evocar o soñar "tu breve cintura, debajo de mí").

Pero lo más sorprendente, lo que turbaba, lo que realmente daba miedo, era la mirada: unos soberbios ojos de tigresa bajo el trazo, firme y enérgico de las cejas. Y unas manos de largos y expresivos dedos. Caminaba hacia mí, y yo sentía morirme.

Se plantó frente a mí, y desde la altura olímpica y desdeñosa de su mirada, de la impactante belleza que había detenido el movimiento de la plaza, dijo las palabras convenidas, porque yo tenía bien a la vista el libro y el sombrero indicados.


CAPÍTULO II.

Nos inventamos una pantalla, un romance que nos haría viajar por varios países de Sudamérica, una historia sencilla que ningún policía pondría en duda. Pero desde la primera mirada de Isa, sentí que iba a ser mucho más difícil de lo planeado: no me veía a su lado fingiéndome su amante.

Intenté hablar con ella, pero contestaba muy secamente mis preguntas, y cuando pasamos la garita fronteriza, sin mayores problemas, no me atreví siquiera a abrazarla. Diez minutos después de conocerla, rodábamos por la carretera de aquel país ensangrentado por la guerra civil que la guita que llevábamos iba a alimentar, y seguíamos sin cruzar más que monosílabos.

Hay medias horas y medias horas, y la que siguió fue de las largas. El discretísimo perfume que emanaba, la firmeza de sus piernas, el enérgico perfil de su rostro, que yo ojeaba al paso, desde mi posición detrás del volante de la troca, me envolvían como la neblina que empezaba a cerrarse sobre la carretera.

Durante esa media hora la comparé mentalmente con las compañeritas que había conocido en otros momentos, en otras latitudes: algunas eran guapas, pero hacían todo lo posible por ocultarlo, por combatir directamente la visión de la mujer como "objeto sexual", y se escondían detrás de anteojos enormes, de amplias y no muy pulcras faldas, botas de obrero o de soldado y un descuido personal artificioso y artificial. Eran más revolucionarias, creían, entre menos "objeto sexual" fueran, sin darse cuenta que hacían lo posible por ser menos mujeres. Con el denuesto, el reproche, el insulto siempre a flor de labios.

En cambio, esta mujer, que tan claramente había marcado sus distancias, era una real hembra y, pronto me daría cuenta, había hecho cosas que requerían mucho más valor y que implicaban mucha mayor responsabilidad, que todas las machorras que había yo tratado, con la posible excepción de una o dos locas que terminaron con puestos de responsabilidad en la Liga Comunista 23 de Septiembre, digo, si es que cabe la palabra "responsabilidad" aplicada a semejante gente.

No podía saber qué le dijeron de mí, pero parecía que me habían pintado como un eficaz pero despreciable mercenario, que probablemente querría cobrarse en especie los servicios a la causa, además de algún jugoso estipendio en metálico. Mi exigencia de compañía femenina, "de una buena nalga", parecía ir por ahí, y la princesa sentada a mi lado expresaba su desdén sin palabras, con su sola actitud.

Entonces decidí apear el dialecto sinaloense y la fanfarronería de los días anteriores. Decidí que quería ser amigo de esa mujer, aunque no la hiciera mía, aunque no volviera a verla. Su presencia, su actitud, su serenidad eran muestra de un carácter que quería conocer, que quería ganarme. Decidí, pues, y perdonen ustedes la reiteración, mostrarle al otro Pablo, al tímido joven estudiante de filosofía, sensible ante la belleza, ante su belleza.

Pero decidirlo y llevarlo a la práctica eran dos cosas distintas. ¿Cómo podría soportar las cinco horas de carretera que nos esperaban antes de la pausa de la comida?, ¿cómo seguir así?, ¿de qué hablarle? La solución llegaría intuitivamente, porque de pronto, harto del silencio cada vez más opresivo, quise mi música.

Saqué una cinta de mi mochila. La cinta ceremonial del inicio de mis viajes, que por aquellos años acababa de llegar a México y que ahora sigue siendo la música que pongo cada vez que me hago a la mar, aunque ahora en versión digital: Wish you were here, de Pink Floyd. Le pregunté:

-¿Te gusta Pink Floyd? -Sabiendo que si se parecía un poco a mis camaradas rechazaría esa "música burguesa", pero de momento no me interesó su posible reacción: yo necesitaba al Floyd. Además, era tan distinta de aquellas compas que, en un descuido, la solución estaba ahí mismo. Y así fue.

-Claro que sí -dijo.

Y volteó a mirarme con sus soberbio ojos verdes, de reflejos tornasolados, pero ahora eran, sólo con eso, otros ojos, más temibles que los anteriores: supe que había pasado la primera barrera y, efectivamente, empezamos a hablar de Bolívar y San Martín, de Pancho Villa y Emiliano Zapata, de los guerrilleros a los que llevábamos el dinero líquido que necesitaban...

Paramos a comer cualquier cosa (odio comer "cualquier cosa", pero la jornada era larga) y seguimos la marcha, entre sierras y montañas, yo al volante de la troca y ella a mi lado, todavía lejana pero ya amigable. Rendimos la jornada a las siete y media de la noche, en un hotel en que debíamos vernos con "Amadeo", nuestro enlace con los guerrilleros.

El hotel constaba de hileras de cabañas bien acondicionadas, con alberca y demás, y tras registrarnos, envié a la bellísima Isa a la habitación, y yo pasé al bar, donde ya me esperaba Amadeo. Pedimos unas chelas bien frívolas (osease, unas cervatanas bien helodias), cuadramos la actividad del día siguiente, el verdaderamente peligroso, y le pedí paz, porque mi cuerpo pedía lo mismo.

Pero al llegar a la habitación el cansancio dio paso a una oleada de devoción casi religiosa: Isa lucía un traje de baño blanco, de una sola pieza, y había soltado su larga y salvaje melena. Sus largas piernas tenían un cuidadoso color dorado, lo mismo que sus brazos, bien torneados, cubiertos por una sedosa capa de pelusilla rubia que incitaba al tacto, que llamaba a mi mano.

Y el cabello, que hasta entonces llevaba recogida en una gruesa trenza, aparecía ahora en todo su esplendor, enmarcando unas espaciosa frente, unas cejas perfectas y la cegadora mirada de sus ojos. Dirán ustedes, compas, que el entusiasmo es tardío, pero hasta entonces la miraba de frente y con pausa... y en traje de baño.

Por primera vez me habló cariñosamente:

-Chavito, estarás cansado, como yo. ¿Quieres venir al vapor?

Le pedí que me esperara, no tardaría nada, y rápidamente me desvestí en el cuarto de baño, cubriéndome con los chorts de los Pumas de la Universidad, equipo de mis amores, y a los dos minutos emprendimos la marcha hacia el final del pasillo, cubiertos ambos con grandes toallas.

En el vapor se recostó frente a mí. Yo la admiraba con los ojos entrecerrados. Me concentré en la suave curva de sus caderas, en la adivinable carnosidad de sus muslos y en la línea de sus ingles, que terminaba en el misterio oculto por la breve y alba prenda que vestía. Observé con cuidado la generosa línea de su frente, la perfección de sus cejas y el velado resplandor de sus verdes ojos. Pasé revista a su breve cintura y a sus pequeños y firmes pechos, oprimidos por la blanca malla. A la perceptible dureza de su estómago y a las elegantes líneas de su cuello.

Hay medias horas y medias horas, les dije antes, y esa fue de las largas... y de las que ponen a prueba la voluntad, porque yo percibía, en sus ojos entrecerrados, en su mutismo, en la actitud corporal, que aquí su charro aún seguía a prueba, y me concentré en evitar que se formara una descarada tienda de campaña debajo del chort, lográndolo a medias, a lo que contribuyeron, supongo, la temperatura del vapor y el cansancio de la larga jornada.

Lo evité a medias, pero el bulto creció y se hizo notable, y creo que ella le echó una ojeada como al descuido en el momento en que se levantó, anunciando nuestra partida. Nos duchamos y pedimos una cena sencilla pero sustanciosa que consumimos en la mesita de la habitación y, finalmente, entré al baño a lavarme el hocico y echar la última meada del día. Cuando salí, Isa estaba en pijama y había puesto una barrera de almohadas entre su lado de la cama y el mío: una barrera real, concreta, infranqueable... de momento.

Le di las buenas noches y la soñé. Nos soñé en una paradisiaca playa del Caribe, una playa imaginada y nunca vista, en la que caminábamos de la mano. Ese fue todo el sueño, o todo lo que recordaba al levantarme al día siguiente, listo para una jornada de mucha tensión.


CAPÍTULO III.

A las ocho de la mañana en punto salimos del hotel. Según lo acordado, Amadeo nos esperaba a la salida, en un auto compacto, acompañado de un compa que se presentó como Carlos. Poco después entraríamos a la zona de guerra, donde empezaban los retenes militares, y Amadeo y Carlos debían prtecedernos en el auto compacto, para dar el pitazo si caíamos en garras de la tira, porque aquellos tiras eran magos: solían desaparecer lo que tocaban y sólo una rápida movilización de la clientela política de los guerrilleros, de sectores de la opinión pública y de Amnistía Internacional, basada en datos certeros, podía detener semejantes hazañas.

Teníamos siete u ocho horas por delante, antes de parar en un merendero de tal y cual nombre, unos kilómetros antes de tal y cual ciudad, donde los ocupantes de ambos coches comeríamos juntos y Amadeo me daría las últimas instrucciones, así que puse al Floyd en el tocacintas y emprendimos el camino. Amadeo manejaba como energúmeno y yo hacía esfuerzos por seguirlo. La charla no fluía: Isa y yo cambiamos un par de frases y ya, mientras veíamos algunas huellas de la guerra y pasábamos de tanto en tanto ante un retén.

Yo notaba la tensión de Isa y pensé que, contra lo que había supuesto en un principio, vista la evidente fuerza de carácter y la arrolladora energía que transmitía, era una mujer sin experiencia en esas andanzas, así que traté de aligerar el ambiente dándole el carácter que yo solía darle a semejantes tareas, pero pronto comprendí que era por demás. Luego supe que de inexperta nada: lo que pasaba es que así asumía las tareas de responsabilidad, con una concentración feroz, con la tensión del tigre que revelaban sus largos y elásticos músculos y sus soberbios ojos.

Pasamos un retén más donde los tiras, para miedo mutuo, recorrieron la cabina de la troca (creo, compas, que no les había dicho que la troca traía una cabinita, que entre otras cosas tenía un colchón y una hielera llena de cerveza mexicana). Yo había pedido a Isa que dejara ropa en desorden, con una panti y/o un brasierre bien visibles, para distraer la atención de los señores tiras, que es un truco que siempre funciona, sobre todo si el modelo, un modelo como Isa, está presente.

Con una tranquilidad que en realidad no sentía enseñé la cabina a los tiras, les ofrecí dos chelas (victorias, por supuesto) que los muy jijos aceptaron, y logré que bajaran. Isa, cuyo expresión ya conocía bien, estaba pálida, a un lado de la camioneta. Yo supuse que sería de miedo y por eso y por fingir ante los tiras que revisaban con cierto cuidado el chasis, la abracé. La abracé por primera vez. Como al descuido, como si fuera un gesto natural y repetido pasé mi brazo por su espalda, tomé su hombro con la mano y la atraje hacia mi.

Ese fue nuestro primer contacto. sentí la tensión de su brazo y su hombro, adiviné la fuerza concentrada que sostenía su espalda y entendí que no era miedo lo que la hacía palidecer (miedo del vulgar, quiero decir, porque el que no tenga miedo en una situación como esa es un imbecil, un pendejo indigno de ser tomado en cuenta), y que no necesitaba mi consuelo, pero también noté como se relajaba, como, al contacto de mi brazo, disminuía la tensión.

Los tiras terminaron su inspección y nos dejaron marchar. Tras la siguiente curva había parado Amadeo, que en cuanto nos vio arrancó su auto. Dos retenes más adelante fue Amadeo quien tuvo que parar y nosotros seguimos sin problemas, llegando antes que él al restaurante acordado.

Comimos mientras Amadeo me daba las últimas instrucciones: nos internaríamos en la sierra y unos 150 km adelante giraría a la derecha sin previo aviso, entrando en una brecha aparentemente abandonada. Así lo hicimos. No hubo problema alguno aunque por experiencia se que el momento más peligroso es el de la entrega. Entreguamos tranquilamente la guita a media docena de guerrilleros bien armados mandados por un gordo bigotón.

El gordo palmeó a Amadeo, tratándolo de hermano, nos abrazó a mi y al tal Carlos, le extendió ceremoniosamente la mano a Isa, y esperó a que emprendiéramos el regreso. En el descenso al valle conocí la otra cara de Isa, la que ya adivinaba en las cortadas pláticas del día. Apenas estuvimos en la carretera apoyó su cabeza en mi hombro y dijo:

-Mis respetos, chavito. Me diste seguridad y vi que sabías lo que hacías, y que lo haces con convicción.

Eso fue muy importante, pero yo era lo suficientemente ingenuo para no darme cuenta. Tendrían que pasar tres años y dos mujeres por mi vida (al cabo de los cuales volví a Isa, gracias sean dadas a Marx), para que yo fuera perfectamente consciente de que las mujeres, las verdaderas mujeres, necesitan sentirse protegidas, necesitan que uno sea protector, varón. Las telarañas feministas no me dejaban entender algo tan elemental. Y yo, con todas mis "hazañas" en los servicios logísticos de los guerrilleros, no era aún un varón, era todavía un "chavito", e Isa lo supo tan bien que así me decía.

Fue muy importante, pues, pero no lo supe. Afortunadamente, ella notó que no lo sabía, que aún me faltaba mucho por aprender. Entonces, ella pasó sin transición a platicarme de su infancia, de su vida en el equipo de seguridad de Torrijos.

Estaba, por fin, hablándome de ella. Hablaba y me veía, y yo tomaba las curvas sin preocuparme por la ventaja que pudiese sacarme Amadeo: como fuese, tendría que esperarnos. Ya había cerrado la noche y sólo veía la silueta de su perfil, y aspiraba el tibio y húmedo aire de las montañas, impregnado también del sutil olor de Isa, que ya no era el de la tensión y la adrenalina, sino del tranquilo relax que les sigue.

Ya en la entrada al valle encontramos, claramente visible, el auto de Amadeo, frente a un parador que resulto de buen nivel. Decidí gastar parte de mis escasos fondos personales y pedí un churrasco y una botella de tinto, de la que dimos rápida cuenta, así que Isa pidió la segunda y Amadeo la tercera. Hablamos de todo y de nada y nos despedimos felices. Amadeo nos pidió que lo esperáramos un par de días en un hotel al que nos conduciría, en la ciudad del centro del valle, porque aún faltaban unos detallitos.

En el hotel, Isa y yo pasamos directamente a la habitación que se nos asignó, en un cuarto piso. Ella me pidió que la dejara ocupar el baño primero y yo me acosté a escuchar el chorro de la regadera cayendo sobre su cuerpo. Imaginaba su cuerpo desnudo, empapado, con el agua tibia corriendo por su espalda, entre sus pechos, cayendo después. Era demasiado: me asomé al balcón y vi las luces y sombras de una plaza rodeada de elegantes arcadas, casi desierta a esa hora de la noche.

Estaba acodado en el barandal del balcón, desando a Isa, cuando ella me llamó: cubierta por una de las dos grandes batas de baño del hotel, y con una toalla enredada en la cabeza, me dijo:

-Ya puedes pasar a bañarte. Entra, para que pueda cambiarme.

La obedecí. Me di un largo baño caliente. Me acaricié el pene y lo lavé con cuidado, logrando una semierección deliciosa que decidí abandonar, y salí de la ducha una vez que el asunto hubo recobrado su estado de reposo.

Isa estaba sentada en "su" lado de la cama, vestía una playera y no la sudadera de la noche anterior, y tenía las piernas estiradas cubiertas por la manta. Veía distraidamente un telediario mientras cepillaba su larga cabellera y al verme salir del baño me sonrió.

Si, mis compas, les juro que me sonrió, con toda la cara, con el alma, iluminándose e iluminándome. Ella sonrió y yo me derretí. Me paré al lado de la cama. Esta vez no había almohadas entre "su" lado y "mi" lado, y contuve un largo suspiro. No había almohadas, pero sí una frontera invisible, todavía.

Me semiacosté de mi lado. Era tarde y la jornada había sido pesada. Terminó de cepillarse el pelo, que alcanzó dimensiones inimaginables, y salió de las sábanas. Bajo la camiseta traía las largas y doradas piernas desnudas, invocando a la celeste Venus... al estirarse para apagar la televisión (estábamos en la era anterior al control remoto) mostró lo que para mí, ya convertido en su adorador, fue el premio del día: unas mínimas bragas blancas que permitán atisbar el nacimiento de sus firmes y blancas nalgas..

Se hizo la oscuridad. Me dio las buenas noches y se tendió de su lado. Estaba tan cerca que notaba sus movimientos, escuchaba su pausada respiración y podía, incluso, descubrir su tenue olor escondido debajo de los aromas del jabón y del champú. Hay medias horas y medias horas, y esa fue de las incomprensibles: ¿qué dirían mis amigos, mis paisanos, si supieran que ahí estaba yo, acostado en la misma cama que la mujer mas bella y sensual con la que se había topado, y no hacía otra cosa que mirar al techo y tratar de poner la mente en blanco?

La mente en blanco, porque no había necesidad de fantasear. Porque era tan inusitada, tan erótica la situación, que bastaba con estar ahí, tendido boca arriba, sintiéndola a mi lado, tan cerca y tan lejos, separada de mi por diez centímetros, abismales de momento.

Sentía todo mi cuerpo, la entrada y la salida del aire de mis pulmones, el escozor de la excitación en el bajo vientre, el cansancio en las pantorrillas, la tensión en los omóplatos. Era consciente de mí como pocas veces, quizá ninguna, salvo, acaso, aquella vez que, agazapado y empuñando un kalashnikov, pensé que tendría que enfrentar ahora sí al enemigo pudiendo morir o, lo que me parecía más, mucho más grave, matar (afortunadamente, los "malos" pasaron de largo).

Media hora. Pues, al cabo de la cual mis neuronas empezaron a trabajar por su cuenta, las malditas. La respiración de Isa era absolutamente sosegada, como la de una mujer que duerme sin peso en la conciencia, que sueña con algo mejor, y mis neuronas empezaron a proponerme que la besara.

"Bésala -me decía a mi mismo-, bésala: ¿qué puede pasar? El trabajo ya terminó. No está obligada a seguir contigo: si se enfada, puede largarse dejándote a ti sólo la tarea de esperar a Amadeo. Bésala mi cabrón, nada pierdes y puedes en cambio ganarlo todo".

"Pero duerme", le dije a mi otro yo.

"Despiértala suavemente y bésala, cabrón, ¿o qué, pendejo, nos vamos a ir en blanco?, ¿y el orgullo sinaloense donde queda?", me contestó.

"Mira vato, estará bueno que te sosiegues y dejes de estar chingando. En todo caso, el que se irá en blanco seré yo, mi cabrón, y en este momento, Isa me importa muchísimo más que Sinaloa, pero no como tu quieres, pendejo", reviré y decidí finiquitar la conversación, porque el diálogo esquizofrénico podía prolongarse y arruinarme definitivamente la noche, y me dije que mañana sería otro día y entonces veríamos.

Mi otro yo alcanzó a decirme "¡Viólala!", pero esta vez ni siquiera discutí con él. Hice a un lado su propuesta y fui hundiéndome en el sueño, en la nada. Volví a soñarla.


CAPÍTULO IV

Abrí los ojos, regresando trabajosamente del sueño a la realidad. El sol se había levantado y había una dolorosa ausencia en la cama. Tenía hambre de ver a Isa, de despertar a su lado, de que lo primero que vieran mis ojos fuera su estampa, pero no estaba ahí.

En lo que Isa salía del baño, donde evidentemente estaba, tuve tiempo para pensar un poco, con la cabeza despejada, luego de pedir al servicio de habitaciones el indispensable café. Decidí entonces que tras la esquizofrenia de la víspera había llegado el momento de las grandes decisiones. Dos días habían bastado para que yo me enamorara perdidamente de Isa. Dos días habían sobrado para que bebiera sus aires. La quería tanto que dolía, y no podía dejar las cosas así.

Pero a los 24 años yo era un niño todavía. Tenía una cultura libresca excepcional, había vivido muchas cosas pero me consideraba incapaz de enamorar a una mujer. Aunque al incapaz siempre le añadía un "de momento".

Tenía que enamorarla. No podía regresar a Culiacán sin haberla besado, sin haberla poseído. Me dije a mi mismo que podía intentar, ya seriamente, lo fantaseado la noche anterior: besarla y ya, y ver qué pasaba, pero mi miedo y mi instinto se conjuntaban para decirme que con una mujer como Isa no era esa la ruta.

Finalmente, decidí seguir siendo yo, mostrar lo mejor de mi que mostrar pudiera, atenderla con la misma cortesía mostrada hasta entonces, pero hacerle saber cómo me gustaba, con la pura mirada, con las solas atenciones. Y me juré que cuando llegara nuestra última noche juntos, si no había pasado nada, le propondría directamente que me hiciera el amor, ¿cómo?, ya vería, pero me juré que lo haría. Y por lo pronto, había que disfrutar ese día. Aunque de momento tenía un problema: ¿cómo ocultar la dolorosa erección que la noche me había dejado?, ¿cómo entrar al baño sin que la notara?

Ella salió del baño igual que el día anterior, envuelta en una amplia bata de baño y con una toalla arrollada en la cabeza. Al verme ya sentado en la cama me dirigió una cálida sonrisa. Yo le sonreí también, le di los buenos días y, caminando de lado, cubriéndome con la ropa que pensaba ponerme ese día, entré al baño.

Me desnudé y abrí la llave del agua. Antes de meterme bajo la ducha oriné largamente, y mientras meaba vi en el tocador los aditamentos de belleza de Isa y sobre el toallero la camiseta y las breves bragas con las que mi bella acompañante había dormido y, antes de pensarlo, hice algo de lo que nunca me hubiera creído capaz: sin cerrar la llave del agua, para que siguiera corriendo, tomé las bragas de Isa, apenas un triángulo de algodón, finamente bordado, por delante, y una delgadas tiras que unían la mínima pieza con la otra delgada tira de atrás.

No resistí la tentación de olerlos. Los había tenido puestos toda la noche y guardaban el suave y limpio aroma de su sexo. El tacto del delicado algodón y el olor de la íntima prenda me causaron otra erección, pero esta de un tipo distinto, así que me unté las manos con su crema corporal, que también era parte de su olor, me masturbé con calma sentado en el inodoro, acariciando mi miembro con la crema de Isa, hasta que, a punto de correrme, entré a la ducha y terminé bajo el agua.

Salí del baño un poco azorado por la inocente falta de respeto que había cometido. Isa estaba vestida, con sus estrechos jeans, un body negro que delineaba maravillosamente su figura y traía su larga cabellera recogida en una gruesa trenza. Me dijo que ya que teníamos el día libre (Amadeo nos hablaría en la mañana siguiente), podíamos conocer la ciudad en que estábamos, que según su fama, era una de las más bellas de América del Sur. Ya desayunaríamos, agregó, en algún lugar elegido al azar.

Habíamos dormido hasta tarde y el sol ya estaba alto. Caminamos uno al lado del otro bajo las frescas arcadas de la plaza a que daba el hotel y por las calles bordeadas por señoriales casonas. En aquella ciudad la vida discurría lenta y grata y parecía imposible que en las montañas que la cerraban por tres de los cuatro vientos, ardiera una violenta guerra civil.

Desayunamos tarde, gozosamente, sin prisas, platicando de Panamá y de Sinaloa. Nuestros ojos se cruzaban y yo percibía el interés que iba despertando en ella. Ahora pienso seguramente se preguntaba por mi falta de audacia, por mi enorme timidez.

Regresamos al hotel, a tendernos al sol frente a la alberca. Ella salió del guardarropas con su trenza y un biquini color lila, mejor aún, más vistoso que el traje de baño blanco del primer día. Se tendió al sol, con lentes oscuros y una novela. Yo nadé unos quince minutos, sin dejar de ver sus largas piernas extendidas al sol a cada oportunidad.

Salí de la alberca, me sequé y fui por dos cervezas antes de tenderme a su lado. No interrumpí su lectura sólo le ofrecí la cerveza, la observé con admiración religiosa y di vueltas como león enjaulado, hasta que ella dejó de leer y se tiró al agua.

Ahora sí podía sentarme a admirarla. Nadaba con una elegancia exquisita, con la suavidad, la flexibilidad con que hacía todo. Se deslizaba entre dos aguas, como si no hiciera nada, y sus largos músculos trabajaban con sincronía perfecta.

"Lo tuyo es ya de fundar una secta, cabrón", me dijo el pequeño sinaloense que todos llevamos dentro, y tuve que reconocer que tenía razón.

Más tarde nos adentramos en los vericuetos de la cocina regional que, como en muchos rincones de América Latina, era lujuriosa e inesperada. Yo regué los sagrados alimentos con un par de cervezas y no fueron más porque ella no añadió ninguna a la de la mañana. Pero sus ojos, mirándome, embriagaban más que las cervezas que no tomé.

Volvimos a caminar por las calles de la ciudad y más tarde, para matar el día, entramos al cine: daban un churro, pero qué importa la peli. Lo importante es que ahí estaba yo, en una sala de cine, a miles de kilómetros de Navolato, sentado junto a una reina inverosímil... y sin tomarle la mano siquiera. Sin atreverme a abrazarla. Lo importante es que indudablemente ambos estábamos en una situación peculiar y harto poco común, que la convivencia dictada estaba convirtiéndose en cariño.

Y entendí, lo entendí al caminar del cine al hotel, ya entrada la noche: ella también estaba sola, ella también empezaba a quererme, aunque en panamá tuviera mil amigos y fuera muy querida, aunque tuviera marido... algo dije, y en mala hora se me ha olvidado, porque ella recargó su cabeza en mi hombro y me dijo "¡querido Chavito!"

Y ¿saben qué? No hice nada. No reaccioné. Me quedé helado, con la mente en blanco, y a los cinco minutos, cuando ella caminaba a mi lado como si tal cosa, platicando de lo que fuera, supe que ahí sí, ahí debí besarla... y que ya era tarde.

Quizá no lo fuera. Si hoy me pasara algo así, y me diera cuenta tardíamente del error, procuraría enmendarlo de inmediato. Pero entonces no me sentía capaz de hacerlo. No sabía que estaba moralmente obligado a hacerlo.

Y esa noche, en el hotel, luego de leer lo que cada quién leía, sólo pude darle las buenas noches y, como la víspera, respirar su aira y sentirla, tan cercana, tan lejana como la noche pasada, y como la noche pasada, me esforcé porque el sueño me ganara y me prometí a mi mismo: "mañana".


CAPÍTULO V

El cuarto día con Isa empezó temprano. Desperté al alba y tras hacer mis abluciones matinales regresé a la habitación, sentándome en una silla, junto a la ventana, con un libro en la mano. Pero no leía, no: la veía dormir.

Recordé el tango que cantaba, como nadie, Libertad Lamarque: "A media Luz". Así veía a Isa. No me atrevía a descorrer las cortinas ni a encender la bombilla. En la penumbra, la veía cubierta a medias por la sabana y su blusita, tendida boca arriba. Una de sus piernas estaba descubierta hasta el nacimiento de la ingle.

Sus músculos en reposo, como los de un felino al acecho, brillaban en la penumbra y se distinguían precisos bajo la tersura de la piel. El brazo y el cuello diseñados por una sabia selección genética de cientos o quizá miles de años, revelaban la perfección que puede alcanzar el cuerpo humano. El fino perfil apenas visto, casi adivinado, en la parte más oscura de la habitación.

No podía verla solamente así. La cobardía y el deseo me estaban matando. Entonces ella suspiró y se movió hacia un lado, hacia el extremo de la cama, el extremo de la ventana en que yo estaba sentado. Con el movimiento salió casi totalmente de bajo la sábana quedando semiacostada sobre su costado izquierdo.

Su camiseta se había subido a medio estómago y ahora podía verle la pierna completa, y una nalga redonda, grande, que brillaba en la penumbra, lo mismo que su ombligo perfecto, señalando el punto central de un estómago insólito. Llevaría observándola unos tres o cuatro minutos en su nueva posición cuando volvió a moverse, quedando boca arriba otra vez.

Mi excitación estaba volviéndose insoportable y yo seguía en la misma situación de la víspera. Volvió a hablarme mi pequeño sinaloense: "viólala: no pasará nada". Esta vez podía convencerme, así que me paré decidido a hacerme inmediatamente una paja que me permitiera abordarla esa misma tarde como el caballero que quería ser, que soy.

Pero por fortuna le eché una última ojeada. La vi bella cual ninguna, las piernas ligeramente separadas, la tanguita cubriendo apenas lo indispensable, la grácil cintura, la boca entreabierta, los dientes blancos, el pelo tapándole la frente y el ojo derecho... era la cosa más deliciosa que hubiese visto nunca. En vez de ir al baño me senté cuidadosamente a su lado, y con la mano izquierda le hice el pelo a un lado, acariciando apenas su mejilla.

Eso bastó para que abriera los ojos. Mis ojos se hundieron en los suyos y sentí que me ahogaba, que moría. Pensaba qué tontería decirle ("Amadeo está por llamar" o algo así), cuando ella puso su mano sobre mi muslo. Su mano suave sobre mi piel desnuda, porque yo seguía en chorts y playera.

Entonces enloquecí. Con voz ronca, que no reconocí como mía, musité "Isa, te amo". Sin decir nada ella me rodeó el cuello y me atrajo hasta ponerme a su lado. Me dio un beso técnicamente perfecto, que erizó mi piel y estuvo a punto de hacerme explotar. Me besó y yo empecé a acariciar su cintura, rozándola apenas con las yemas de los dedos, que comunicaban a todo mi cuerpo una corriente energética muy particular. A ella también le gustaba, sin duda, porque sentí como se le ponía chinita la piel y como sus músculos se tensaban. Separé mis labios de los suyos y me preparaba a quitarle su playera cuando ella dijo "espérame, chavito querido, espérame aquí acostadito, sin moverte".

Se deslizó hacia el baño y entrecerró la puerta, a través de la cual escuché el violento chorro de su orina, e inmediatamente después los sonidos de la cepillada de dientes. Yo me acosté boca arriba, con una almohada bajo la cabeza y la vista fija en la puerta del baño.

Salió sin más prenda que sus braguitas. Se había quitado la blusa y su mirada daba miedo: era tan fuerte que atraía mis ojos, desviándolos de sus blancos senos, pequeños, como deben ser, y con unos pezones rosados que yo ya había soñado. Caminaba lentamente hacia mí. Demasiado lentamente. Llegó hasta la cabecera, y yo la veía de arriba abajo mientras ella hurgaba en su bolsa. Intenté tocarla pero ella dijo:

-Estate quieto, por favor... o mejor, quítate la ropa... rápido.

La obedecí sin réplica, mientras la admiraba, y quedé a fin de cuentas extendido cuan largo soy, con la verga dolorosamente enhiesta, la boca seca, el corazón expectante y temeroso y la mirada suplicándole piedad. Isa sacó de su bolsa un paquete de condones y otro de pañuelos y los puso a un lado de mi cuerpo.

Se quitó sus braguitas apareciendo ante mí, en la media luz del cuarto, una espesa pelambrera rubia castaña que cubría el abultado monte de venus, el pequeño clítoris y los rosados labios, que observé con atención profunda. Entonces ella se sentó a horcajadas sobre mí y con sus finos dedos tocó mi miembro, acariciándolo, apropiándoselo, reconociéndolo. Entonces yo acaricié sus frías y rotundas nalgas con la yema de mis dedos, y descubrí y colonicé la deliciosa raya que las dividía, y sentí que eran mías, que siempre lo serían.

No se aún cómo acomodó mi miembro a lo largo de sus labios mayores y empezó a moverse, acariciando con su lubricada piel la sensible cara externa de mi hijo dilecto, pero sí se que tuve que decirle que no podía más, y me derramé entre estertores sobre mi estómago y mi ombligo.

Isa no hizo escarnio. Sin decir palabra, sentándose sobre mis muslos, me limpió con los pañuelos preparados, y me besó. Me besó, me besó como sabe besar ella y como ustedes, oh incautos, nunca han sido besados. Luego bajó por mi pecho, besándome el cuello, la piel, los brazos, mientras yo la tocaba, seguía con la punta de mis dedos el sensual contorno de su espalda, de su estrecha cintura, de sus nalgas, y sentía en mi piel la suavidad de la suya y la humedad de su lengua y, de pronto, en mi pito la dulzura de su mano.

Comprobó en su mano fría aún la resurrección de la carne. Me puso el condón con cuidado, como si me masturbara, y luego volvió a asir firmemente el miembro deslizándolo en su coño húmedo y acogedor. Lo fue metiendo poco a poco mientras yo la veía con los ojos muy abiertos y acariciaba el inicio de sus caderas. Poco a poco hasta sentarse en mi, hasta tenerlo totalmente dentro, y comenzar a moverse despacito, muy despacito, haciéndome ver estrellas.

Ella me estaba dando placer, se movía como había que moverse para que todo fuera más lento y placentero, para que no me viniera ya. No se preocupó en ningún momento por su propio orgasmo pues, como luego diría, bastante tenía con lo que ya había, con lo que habría, y finalmente eyaculé en su interior (digo, en el interior del preservativo). Me dio un beso más largo y más húmedo que los anteriores, se tendió a mi lado y me acarició con amor y sin prisa.

Yo había actuado como si estuviera perdiendo mi virginidad, Había sentido que entregaba mi inocencia y así era: en verdad había hecho por primera vez el amor y ella me había guiado todo el tiempo. Pero soy buen aprendiz y al cabo de unos momentos me incorporé sobre mi codo, me quité el condón con cuidado, y empecé a acariciarla ahora yo, pellizcando con delicadeza sus pezones, arrastrando mi lengua por la hermosa línea que divide sus senos, y mordiéndola suavemente entre el cuello y los hombros: ahora me tocaba a mí.

-Ahora me toca a mi, Isa querida, amada mía, mi princesa-, le dije, sabiendo que la conjugación del amor y la belleza, de su piel y su mirada, me darían la sabiduría y la fuerza que pudiesen faltarme.

Mi mano izquierda buscó su sexo, que seguía abultado y húmedo. Con el pulgar acaricié la entrada del estrecho orificio de venus y con los dedos índice y medio acariciaba su clítoris, le daba masajitos circulares, lo pellizcaba con delicadeza. El brazo y codo derecho daban soporte a las maniobras de mi mano izquierda y de mi boca, que chupaba y mordía alternativamente sus labios y su pezón derecho. Luego la mano giró, y el pulgar se dedicó al clítoris mientras el índice y el medio jugaban con la entrada de su vagina y se introducían un poco para volver a salir.

No se cuánto tiempo disfruté así de su cuerpo, probablemente pocos minutos. La respiración de Isa se aceleraba poco a poco hasta que me pidió:

-No pares papi, pero siéntate sobre mí.

Yo la obedecí y seguí jugando con su sexo. Mi boca se separó de su pezón, pero mi mano derecha tomó su lugar, mientras ella me enfundaba febrilmente un segundo condón.

-Penétrame- ordenó, tan pronto terminó lo que estaba haciendo.

Me deslicé dentro de ella, entrando al paraíso por la suave y estrecha puerta de su vientre y partí en busca del grial... y permítanme ustedes la soberbia: lo encontré. Nos convertimos en una sola alma, un solo cuerpo y descubrí que el amor carnal es el mayor regalo de Dios para los hombres. Porque estando dentro de ella, en ella, amigos míos, me volví creyente.

Habíamos perdido por completo la noción del tiempo y el espacio. Nos acariciábamos, satisfechos y rendidos cuando sonó el timbre del teléfono: también se me había olvidado por qué estaba ahí y la existencia de Amadeo.

Efectivamente era él. Nos citó para una hora después en el mismo merendero distante pocos kilómetros de aquella ciudad, en el que habíamos parado apenas dos días atrás. Dos días compas, dos días, Santo Malverde de mis pecados... sólo dos días. Inconcebible. Pero no había tiempo para la meditación trascendental ni de ninguna otra especie, así que colgué el teléfono, di un largo suspiro y le dije a quien ya era la dueña de mi vida:

-Nos vamos, amor mío.



Capítulo VI.

Teníamos prisa pero pudimos ducharnos juntos. Pude ver el milagro del agua corriendo por su piel y volver a acariciarla. Pero no teníamos tiempo: mientras ella terminaba su arreglo personal yo corrí a liquidar la cuenta del hotel. Salimos sin echar una mirada al lugar en que nos habíamos hecho uno y diez minutos después, durante los cuales sólo nos sonreímos el uno al otro, estábamos frente a Amadeo.

-Compas –nos dijo-, los responsables de la operación quieren felicitarlos por mi conducto, porque todo salió muy bien. Y ahora, dicho eso, tienen una última tarea: por razones que no son del caso hay que sacar la camioneta del país.

-Barajeamela más despacio, valedor –le dije-: ¿por qué urge sacar la pinche troca?, ¿por donde?, ¿llegaremos?, ¿tu y cuantos más?

-Hay que sacarla por razones que no te importan –ya saben, la dichosa "compartimentación", que tan bien les viene a tíos como Amadeo cuando la necesitan-, y ahorita mismo nos vamos, nosotros tres, con rumbo opuesto al que traíamos. Es decir, saldrás tu: nosotros veremos que pases sin tropiezos la garita fronteriza, y regresaremos en autobús hasta la capital, desde donde Isa regresará en avión a Panamá.

Sentí que el mundo me caía encima: apenas había gozado a Isa, ni siquiera habíamos podido hablar, y ya no estaríamos a solas. Yo la amaba y Amadeo se entrometía... Cinco días habían bastado para ponerme a sus pies, y ahora todo terminaba. No podía permitirlo.

Traté de argumentar. Le dije que si la pinche troca estaba quemada, como parecía, no podía arriesgar a un gallo jugado como yo por los diez mil pinchurrientos dólares que le podrían dar por ella Pero nada: la formación original del Amadeo era maoísta y los maoístas son más duros de mollera que los vascos, y no lo movía de ahí. Desesperado le dije que si íbamos los tres la leyenda inventada se iba a la mierda, pero ni así lo saqué de sus trece. Isa, mientras tanto, sólo lo veía fijamente, sin decir palabra. Luego supe que estaba triste, muy triste: tampoco había pensado en una despedida así.

Así pues, pagamos la cuenta y partimos, los tres sentados en la cabina de la troca. Fue un día largo, largo y muy poco memorable, a pesar de las majestuosas montañas nevadas que pasado el medio día aparecieron frente a nosotros haciendo de la que transitábamos una carretera de locura. Llegamos ya entrada la noche a la ciudad fronteriza que era nuestro destino y nos registramos en el hotel, en el que Amadeo pidió una habitación doble de la que tomamos posesión inmediatamente. Él y yo dormiríamos en una cama, Isa en la otra.

Propuse que saliéramos a buscar algo de cenar y sucedió lo inesperado: Amadeo dijo que saliéramos sin él. Quizá estaba muy cansado, quizá notó la evidente tensión del camino, que no pudo disipar ni con sus sabrosas anécdotas guerrilleras.

Aquella ciudad estaba en un alto valle andino y soplaba un vientecillo que metía el frío en los huesos. Ni Isa ni yo llevábamos ropa adecuada para ese clima, pero el calor de nuestros corazones lo contrarrestaba ventajosamente. Caminamos en silencio los doscientos metros que nos separaban de la plaza principal y al llegar, a la luz de una farola, nos fundimos en un largo beso.

Era tarde y la plaza estaba desierta. Solo en una de las esquinas se veía luz y ruido. Ocultos por la sombra de los grandes árboles. Tenía hambre de ella y la acariciaba con fuerza, con prisa, abrazándola fuerte, fuerte hasta hacerle daño, mientras ella correspondía con igual frenesí.

Pero no era seguro estar ahí, y nos movimos hacia el rincón luminoso de la plaza, acodándonos en la barra de un bar semivacío. Yo no tenía hambre y, por lo visto, ella tampoco. Pedimos una cerveza y un agua mineral y cuando la chica que atendía se retiró del extremo de la barra en que estábamos, le dije que la amaba. Que podía dejar todo por ella, que Panamá era una ciudad encantadora, pero ella me paró.

-Calla, chavito, calla ya. Yo estoy casada y tengo responsabilidades que no te he contado aún. Tengo una misión que cumplir al lado de mi general, y no puedo tirarlo todo por la borda... he aprendido a quererte, chavito, y me llevaste a un punto al que no hubiera creído llegar. No voy a decir que no hubiera querido, porque lo quise, porque tu me hiciste desearte, y eso ya es mucho, chavito, porque no lo había hecho antes. Pero más no puedo. Más no quiero. No ahora...

Yo quería llorar, pero en lugar de hacerlo (los hombres no lloran, me dijeron desde plebito en Navolato, y me lo dijeron tanto y tan bien que me ha costado mucho desaprender semejante estupidez) cerré su boca con mis labios. No quería seguir oyéndola.

Olía a sudor, al cansancio y el sol del largo viaje. Su piel sabía a sal y a frío. Nos besábamos, nos tocábamos como dos adolescentes en aquella esquina de la barra del bar. Ella pidió que nos fuéramos y pagué mi cerveza y su agua mineral, y caminamos, abrazaditos los dos hasta el hotel, sin hablar, como a la ida.

En el vestíbulo del hotel la paré y le dije que no quería terminar así. Que no quería regresar así a la habitación en que roncaba Amadeo. Entonces ella, sin decirme nada, fue al mostrador y pidió otra habitación, pagándola ahí mismo, de su bolsa.

¿Cómo enfrentar a una bella mujer, a la que amas, cuando sabes que es la última noche? Nos desnudamos en silencio y nos abrazamos, desnudos, al pie de la cama. Yo acariciaba su espalda, el inicio de sus nalgas, su cintura, como si el mundo fuera a acabarse con la siguiente salida del sol. Ella me apresaba en sus brazos y me besaba con igual sed.

Nos amamos dulcemente, no con la prisa de la víspera, sino con pausa. Nos hicimos uno en la sabiduría de nuestros cuerpos. Nos hicimos uno con la tierra y el cielo, en la gélida habitación de aquel cuarto de hotel. Nos amamos como dos enamorados, hasta saciarnos. Ella se fue quedando dormida en mis brazos y la cubrí con la manta de lana virgen. Le escribí un recado.

"Isa, amada mía: nada me gustaría más que volver a amanecer en tus brazos como hoy. Quisiera amanecer en tus brazos mañana y el resto de mis días, pero como no es posible me voy con el Amadeo, para que no sepa nada, para preservar nuestro secreto. Te amo. Te amaré siempre, aunque esté lejos, aunque no te vea.

"P.d.: Mañana, al despertar, le diré que estabas muy cansada y decidiste rentar una habitación para ti. Te amo, otra vez, siempre".

Salí discretamente de la habitación y entré a la otra, en la que Amadeo roncaba. Me tendí en la cama de al lado, la que estaba originalmente reservada a Isa, y me dormí por unos segundos, interrumpidos por el violento timbre del teléfono. Escuché aún entre sueños la voz de Amadeo: "¿Dónde está Isa?". Le conté el cuento y hablamos a "su" habitación para despertarla. media hora después avanzábamos los tres rumbo a la garita fronteriza, a la vista de la cual ellos bajaron de la troca.

Le di a Amadeo un abrazo fraternal "nos vemos en Sinaloa, valedor", le dije, y me fundí con la esbelta Isa, que en mis brazos se volvió frágil por vez primera. La abracé con fuerza, hasta hacerle daño. No podíamos besarnos pero sí susurró, con la voz quebrada, "chavito querido". Yo ni siquiera podía decirle algo similar: tenía la garganta completamente cerrada, taponada por una honda tristeza que subía desde mi pecho. Una tristeza que aún ahora, cuando la evoco, me cierra la garganta y me inunda de lágrimas los ojos.

Me separé de ellos y crucé sin problemas al país vecino.

Hay medias horas y medias horas, mis valedores, y esa fue de las difícilmente olvidables. Los hombres no lloran, me habían insistido hasta el cansancio mi padre y mis tíos en el remoto Navolato, padre y tíos galleros, mujeriegos, buenos jinetes y mejores tiradores de pistola... yo había rechazado ser como ellos. Me había negado a repetirlos y ahora lloraba como... como una niña, dirían ellos.

Las lágrimas me lavaron el espíritu y empuñé firmemente el volante. Frente a mi se alzaban los majestuosos picos nevados, y un verde bosque me rodeaba. No había querido repetir a mis padres ni a mis abuelos, pero era, soy sinaloense, y no venía al caso oír que cuando era joven brillaba como el sol ("shine on you crazy diamond", pone después) pero que ahora mis ojos eran como dos agujeros negros en el cielo... así que saqué otra cinta y esperé las notas iniciales del acordeón y el bajo sexto de mi tierra, y la voz aguardentosa que cantaba a otros transgresores de la frontera: "Dicen que venían del sur/en un carro colorado/traían cien kilos de coca/iban con rumbo a Chicago..."

Mas de Mompracem

Seduciéndola y desvirgándola reloj en mano

La puta enamorada

Conchita, la amiga de mi madre

Volver a Ítaca (lección de filosofía)

La iniciación dede Alejandra

Héroes

¡Vámonos de putas!

¿Qué más vas a enseñarme?

¿Quieres?

Las enseñanzas de don Herblay

El duelo

Obsesionado por una adolescente

Bailando salsa

Hija de puta, madre de puta

Asignatura pendiente

Dos crímenes

Obsesión

El nido del águila (1)

Doce horas de sexo

Elia

Contra Relox

La Estación

Empiezo con la hija y acabo con la madre

Mamadora virginal

La sangre derramada

¿No que era gay? La bella rubia desvirga a su herm

El traficante de esposas

Orgía monumental

La bella señorita Lunes

En público de la gente

La reina del barrio

La educación sexual de Tania

Una Capúa Provinciana (2)

Una Capúa Provinciana (1)

La alumna

La red de Ariadna para ligar vírgenes (1)

La seducción del coronel

¡México, Pumas, Universidad!

El capitán y las doncellas

La más puta de la huelga

Dos más uno, tres

Telma

Aurora y sus charros

En el estadio...

Iniciando a Alita

Preparando a Alita

La condesita (09)

La condesita (10)

La condesita (08: Los alemanes)

Amalia en la piscina

El que escribe

El favor a la maestra 1 (Ari-11)

Alexa (1)

Una Lolita y un doncel

En la escuela: la voz de la maestra (Ari-10)

Ariadna (09: Como cogerse a los profes)

Ariadna (¿8?) Pervirtiendo

Espiando a Mimi (2)

Reencuentro (1: Verdadera primera vez)

Trío en el paraíso

La condesa (07: Derecho de pernada)

Orgía adolescente

Ariadna, Luis y Xavier 2

La condesa (06: Todo el repertorio)

La condesita (05: Dar y recibir)

La condesa (02: Aprendiendo)

La condesita (04: fin de la virginidad)

La condesita (03: Euge y Godofredo)

La condesa (01: Primera visión)

El virgo para su primo

Ariadna, Javier y Luis (5)

Espiando a Mimi (1)

Vacaciones de estudiantes (04 - Final)

La hija inicia, la madre acaba

Vacaciones de estudiantes (03)

Vacaciones de estudiantes (02)

Vacaciones de estudiantes (01)

Ariadna y Javier (4)

Ariadna y sus amigos (3)

Ariadna y su tío (2)

Ariadna, mi Lolita (1)

Alicia cuenta su primera vez

Con mis dos morenas (II)

Con mis dos morenas

Lupita