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El traficante de esposas

en Jovencit@s

El traficante de esposas

 

Capítulo 1.

Donde el esforzado capitán don Pablo Guadarrama

y Salazar explica la naturaleza de sus negocios.

En mi tercer viaje entre Bilbao y Veracruz, el más memorable y significativo, llevé un cargamento de preciosas doncellas vascongadas que se casaron por poder, conmigo representando a los respectivos maridos, con los enriquecidos indianos que las habían comprado.

Las seleccioné cuidadosamente: jóvenes, bellas, fuertes, doncellas, de hidalga estirpe y virtudes o cualidades garantizadas por los curas párrocos para los que llevaba las cartas credenciales de los santos obispos de México y Toledo.

Doce rústicas capaces de hacer las mejores ollas y de escanciar el vino, de atender la casa y parir hidalguitos (criollos) de cabellos rubios y ojos oscuros. Doce mozas que hablaran su espeluznante jerigonza pero capaces, también, de hacerse entender en cristiano. Doce gentilesdamas, compradas –al pan, pan- en oro contante y sonante, destinadas a los Ibarras, los Belaunzaranes, los Urdiñolas, los Ibargüengoitias, los Goycoecheas dueños de ganados, tierras y minas en la indómita y hostil tierra que sus abuelos bautizaron como Reino de la Nueva Vizcaya, donde cualquier segundón de vascongada estirpe podía convertirse en un potentado, comprar títulos de Castilla y mandar traer una doncella a su modo desde su provincia natal... o morir atravesado por flechas apaches o chichimecas.

Embarqué a las doncellas en el "Zempoala", el veloz y bien artillado buque con el que en otros tiempos había desafiado venturosamente las tempestades del Caribe y los cañones del inglés. Esperamos varias semanas en Sevilla, la tierra de mis abuelos, a que me renovaran los permisos y se reuniera la flota –semanas que ellas pasaron en el convento de las hermanas clarisas y yo embriagándome en Triana-, hasta que nos hicimos a la mar, con la bodega llena de vino de Jerez y aceite de oliva, y las doce doncellas apretujadas en cinco estrechos camarotes de popa.

Uno de los factores más complicados de mi negocio fue el reclutamiento de la tripulación. Con los hombres de mar de aquellos duros días, las excomuniones y la amenaza del fuego eterno no habrían bastado y el cargamento habría llegado a Veracruz bastante deteriorado, por decir lo menos, de modo que recluté a los veintisiete marinos de la tripulación, que los mismo servían los catorce cañones que atendían el velamen o trapeaban la sentina, entre lobos de mar o reitres veteranos, convictos y confesos de sodomía y pecado nefando. Seis de ellos, los más bravos, mi guardia de corps, eran moros conversos a los que salvé de la horca y cuya afición al sexo fuerte era pública y notoria. Un cocinero y su joven y afeminado ayudante, con el que el maestro ejercía derechos de cama y maestrazgo, completaban la dotación.

Hay que tomar en cuenta que eran mis socios: los beneficios del aceite y el vino que llevábamos, y la mitad de las ganancias de la plata que transportábamos en el tornaviaje, se la repartían entre ellos. Yo me conformaba, en la ida, con los dividendos de nuestro más preciado cargamento. Eso, sin contar que yo, realmente, iba detrás del plus.

Era, ya lo dije, mi tercer viaje transportando doncellas. Todo empezó casi por accidente, cuando don Gaspar de Ibarra, conde de San Joseph del Parral, que había heredado el apellido y las riquezas pero no el valor ni la inteligencia del gran capitán don Francisco de Ibarra, me dijo luego de las presentaciones de rigor:

-Me han dicho, señor capitán, que vuesencia es dueño y maestre del más veloz y galano de los barcos que custodian la Flota.

Era cierto: nacido en Veracruz, el mayor puerto de esta Nueva España del Mar Océano, me crié entre lobos de mar y a los once me embarqué como cadete naval. Fui preso por piratas jamaiquinos y durante un año, mientras se negociaba el rescate con mi familia, aprendí de ellos artes desconocidas para los leales súbditos de Su Católica Majestad. Gracias a eso, cuando empezó otra vez la guerra con el inglés, y nuestro ilustre monarca Carlos III arrastró detrás suyo a su timorato primo francés, armé a mi costa un ágil bergantín para hacer el corso desde Nueva Inglaterra hasta la Guayana. Cuando terminó la guerra, modestia aparte, mi nombre era aclamado en todas las Españas... y maldecido en muchos puertos dela Pérfida Albión.

-Favor que me han hecho ante vuestra excelencia –contesté, con la falsa modestia y la genuflexión debidas anta tan elevado personaje.

-Sea así, o no sea, quisiera pediros un favor que me dejará obligado de por vida.

-Obligado quedaré yo con vuestra excelencia.

-No. Os pagaré como mereceréis, y os deberé aún más. Estoy prometido con mi prima lejana, la señorita condesa de B, pero ni puedo yo descuidar mi hacienda ni ella venir doncella y soltera desde la lejana patria –respiró mirándome con sus crueles ojillos, antes de seguir, en voz más baja-. Quisiera pediros que os caséis con ella por poder y me la traigáis honesta y sin mancha hasta mis tierras.

Yo necesitaba ciertos permisos especiales para poder invertir los caudales ganados en múltiples abordajes, y el aristócrata indiano era uno de los valedores del temible y poderoso visitador José de Gálvez, de modo que acepté la extraña encomienda. Dos meses para llegar a Bilbao y desposar por poder a la heredera, pobre pero con todos los títulos y parentescos posibles e imposibles. Cuarenta días más para volver a Veracruz; otros cuatro para llegar a la ciudad de México y cuarenta y cinco para trasladarme, con fuerte escolta, al tan rico como remoto Real de Minas de San Joseph del Parral, la mayor población de la Nueva Vizcaya, doscientas leguas por el Camino Real de Tierra Adentro.

La soledad del mar, la cotidiana vista de la única mujer a bordo (la dueña que la acompañaba en calidad de criada para todo era tan espantosamente fea que no puede, en justicia, ser llamada mujer), su inocultable belleza, la naturalidad de su coqueteo, me fueron embriagando día a día, hasta que en mitad del Atlántico supe que estaba obsesionado por la rubia doncella, por su verde mirada, ingenua e inteligente a la vez, por los blancos y redondos hombros que asomaban accidentalmente entre los pliegues de su vestido, por el aroma de su cuerpo mezclado con el del mar.

Noche a noche me masturbaba pensando en ella. Mi verga, hambrienta, rígida, desolada, recibía las tristes caricias de mis manos. Noche a noche regaba en mis pañuelos la savia de la vida, desperdiciándome como un monje, como un esclavo... tanto, que llegué a pensar en violentarla, en poseerla contra su voluntad, en hacerla mía y volverme pirata, pero gracias la Virgen de los Remedios supe contenerme.

 

Capítulo 2.

Donde el capitán pasa de lo

abstracto a lo concreto.

Al llegar a La Habana, so pretexto de que el "Zempoala" necesitaba una calafeteada, dejé a la condesa en un convento por un par de días, y contraté a un hábil artesano para que construyera una puerta secreta y una disimulada mirilla entre mi camarote y el de ella, mientras yo exploraba el mercado de esclavos.

Pronto di con lo que buscaba: una mulata de ojos color avellana, larga cabellera ensortijada y gruesos labios rojos. Una grupa poderosa mostraba sus generosas redondeces tras la indiscreta túnica de algodón con que el vendedor la había ataviado y sus firmes senos –una generosa porción de los cuales asomaba indiscreta- se erguían desafiantes. Preguntando al vendedor, supe que hablaba correctamente el castellano, que era experta en artes amatorias y que, según podría yo observar, no tenía enfermedades. Pagué por ella un precio elevado pero justo y me encaminé con ella al puerto.

Me siguió con la cabeza gacha, sin pronunciar palabra, hasta mi camarote, donde la despojé de la túnica y admiré, a la luz de tres candiles, su espléndida desnudez. Acaricié su cuerpo inmóvil, salvo por el pecho, que subía y bajaba al ritmo de su respiración, cada vez más entrecortada. Me desnudé apresuradamente y regresé a su ardiente cuerpo. La escultural negra respondía a mis caricias con las suyas, palpaba mis nalgas, mi espalda, mi cuello. Mordí sus labios con fruición y mis dedos se hundieron en su húmedo coño, un dedo, dos dedos, tres dedos entraban y salían, arrancando suspiros de la negra, inundando el camarote con su olor.

Sin mayores preámbulos le di vuelta, recostándola sobre mi mesa de trabajo, las piernas en compás apoyadas en el suelo, la poderosa grupa al aire. No quería un negrito jarocho que llevara mi sangre vagando por el mundo, así que ensalivé mi verga profusamente, apoyé la hinchada cabeza en su ojete y presioné.

Ella sabía muy bien lo que hacía: su culo absorbió mi verga en dos o tres delicados movimientos de su cadera y su esfinter. Inicié una serie de violentos embates en los que ponía toda la frustración acumulada en las largas noches de alta mar, bajo el sol implacable y el azul siempre azul que rodeaban a mi condesa de verdes ojos, a la doncella inaccesible y prohibida. No fue extraño que con tanta violencia contenida, que con el placer creciente que la negra me daba, inundara sus entrañas con mi leche a los tres o cuatro minutos de haberla penetrado.

Le di unos golpecitos en las apetitosas nalgas y me recosté en el lecho. La negra, sin decir palabra, limpió me verga con su propia túnica humedecida en agua, y la engulló de un bocado. En su cálida boca, sintiendo las caricias de su lengua, oprimida contra su paladar, mi verga creció hasta llenarla. La negra recorría con su lengua todo el miembro; lo besaba, lo mordisqueaba, succionaba cuando era necesario y, tanto fue el cántaro al agua, que obtuvo su premio, que limpió cuidadosamente con la áspera lengua. Me fui quedando dormido entre sus caricias: definitivamente, había hecho una buena compra.

Zarpamos al amanecer. Prohibí a mi esclava salir del camarote y pasé la mañana entera haciéndole la corte a la condesa. Al caer la noche hice que le prepararan una tina con agua caliente y hierbas y le dije:

-Me he tomado la libertad, mi señora, de ordenar que os preparen un baño, porque mañana a mediodía llegaremos a Veracruz y probablemente nos estén esperando los enviados del conde, vuestro marido, pero aunque así no fuera, el señor gobernador nos recibirá con toda pompa, pues es mi amigo, además de cliente de mi señor el conde, vuestro marido.

Aceptó con gratitud mi previsión y se encerró en su camarote, con la bruja de su fámula, para proceder al lento ritual. A mi vez, llevé al mío tres botellas de buen vino y me encerré con la negra. Me desnudé y abrí la disimulada mirilla, observando cómo iniciaba la vieja dueña la complicada tarea de desnudar a su ama.

La blancura de su piel fue apareciendo a la vacilante luz de los candiles y a pesar de haberme saciado con mi esclava la noche anterior, la tranca se me puso dura tan pronto vi su musculosa pantorrilla. Ya había sentido el anhelante cosquilleo al ver la perfección con la que Dios nuestro señor formó los dedos de sus pies, el arco de su empeine, la delicada suavidad de sus tobillos, pero fue su pantorrilla, torneada por los ángeles, y la promesa de su pierna, lo que me puso a punto.

La dueña desataba lazos, desabotonaba, movía prendas y cada acto suyo dejaba al descubierto un redondo tesoro de blanca piel y dorados vellos. Cuando empecé a acariciarme la verga, despacito, mientras observaba los torneados hombros y los muslos generosos, sabiendo que estaba a punto de conocer sus pechos, mi esclava, que me observaba desnuda desde el lecho, se movió hacia mi con andares de gata. Por un momento dediqué la mitad de mi atención a sus felino movimientos, sin perder de vista el blanco seno que del otro lado de la pared se ofrecía a mi vista.

Al llegar junto a mi, la negra me hizo a un lado y, por unos instantes, espió lo que yo espiaba. Satisfecha con lo que vio, se hincó a mis pies y su áspera lengua recorrió mi miembro, con un sacudimiento parecido a un temblor trepidatorio.

No es posible contar lo que sigue como una secuencia histórica: mi fiel esclava me mamaba la verga con una pausa y un delicadeza dignas de la construcción de un imperio mientras yo espiaba la soñada desnudez de mi condesa. Mi mano, que asía con fuerza los crespos cabellos de la negra, marcaba el ritmo de la inolvidable felación que estaba recibiendo, y ese ritmo dependía tanto de la cercanía o alejamiento de mi erupción, como del espectáculo que, sin saberlo, me brindaba mi condesa.

La dama tenía un prominente monte de venus cubierto por una mata de rubios vellos que se adivinaban suaves y tersos. Cuando ya desnuda levantó una pierna para introducirse a la bañera, me mostró su hinchado coño, los gruesos labios y la discreta entrada del templo del placer, mientras yo fantaseaba que no era la boca de mi negra, sino el sacro orificio de mi condesa, lo que me proporcionaba el gozo que sentía.

Mi fiel esclava no se limitaba a chupar: su lengua recorría el miembro entero y sus partes adyacentes, su lengua giraba despaciosa en torno a mi prepucio y sus dientes mordisqueaban las apenas perceptibles fronteras entre el glande y el tronco. Yo sentía que me acercaba a las puertas del cielo pero aún no tenía bastante y, cada vez que la leche se anunciaba, detenía los movimientos de la negra para seguir espiando.

De pronto fue obvio que la condesa no se estaba jabonando solamente: ¡se estaba masturbando! La mano que bajaba y subía con insistencia, desde su ano hasta su monte de venus, le daba un placer que se reflejaba en su expresión, en sus verdes ojos entrecerrados, en la boca entreabierta, en los suspiros que hinchaban su sabrosa tetamenta.

Su dedo medio jugueteaba en la entrada del templo, haciendo pequeños círculos en torno a él. Yo fantaseaba que cuando mi esclava mordisqueaba la puntita de mi verga, no eran los gruesos labios de la negra, sino el rosado coño de la condesa lo que ahí estaba. La vizcaina pasó del divino orificio al hinchado clítoris y sus movimientos se hicieron más rápidos y vigorosos, hasta llegar al éxtasis anunciado con un suspiro más largo que los anteriores, tras el cual su criada, que había observado sin intervenir, la enjabonó lentamente. Mi condesa cerró sus verdes ojos, se estiró voluptuosamente y se entregó a las encallecidas manos de la criada.

Con un suspiro abandoné la grata vista, puse a mi esclava a cuatro patas y, a falta de saliva –la boca se me había secado-, bañé mi verga en aceite de oliva, ensartándosela otra vez por el culo, que absorbió voluptuosamente a mi ansioso falo. Apenas me deslizaba hacia adentro, acogido por las suaves paredes, cuando el ramalazo de ardiente leche inundó sus entrañas.

Como la víspera, me dormí en sus brazos y al amanecer me adecenté un poco antes de vestir el uniforme de gala. Mi condesa, limpia y rozagante, observaba desde el puente de mando, a mi lado, la blanca línea de la costa, la soberbia mole de la fortaleza de San Juan de Ulúa y, finalmente, el faro y las alegres casas estilo andaluz de mi ciudad natal.

En la capitanía del puerto un enviado del conde de Parral me entregó un propio de su amo, en el que me recordaba que debía conducir a su esposa hasta aquella ciudad minera del remoto y hostil septentrión. No me negué porque el mensajero también traía una razonable cantidad de pesos fuertes de plata y la noticia de que una numerosa escolta, bien montada, nos esperaba ya en Santiago de Querétaro. Hice de tripas corazón y marché hasta aquellos desiertos, durante seis infernales semanas en las que mi único consuelo era la vista y la charla con la agotada condesa y la cotidiana sodomización de mi esclava. Debo confesar también, que en mi corazón y mi cerebro, la negra esclava eclipsaba día a día a la noble rubia.

Hubo en Parral tres semanas de fiesta, borrachera universal, durante las cuales siete hidalgos neovizcaínos, siete criollos que nunca habían visto el mar, dueños de minas y ganados, me hicieron encargos similares al del conde del Parral. De regreso en Veracruz dejé a la esclava en mi casa solariega y viajé a Bilbao con escala en Sevilla, con la cala llena de hojas de tabaco.

En Bilbao hice siete veces lo que ocho meses antes había hecho con la condesa. Casé por poder, ante el señor obispo, con siete doncellas rubias y las embarqué rumbo a la Nueva España tras la rigurosa escala en Sevilla, durante la cual recambié mi tripulación, contratando a los maricas y sodomitas que hoy la conforman. Busqué en los burdeles sevillanos alguna puta que comprar o que llevarme, pero la sola vista de las corrompidas hetairas de los burdeles de Triana me produjo repugnancia y cuando llegó el permiso para hacernos a la mar, concluí horrorizado que tendría que esperar hasta La Habana otra vez, y esta quizá sería peor, porque eran siete bellas damas las que estarían a mi alrededor desde el amanecer hasta el anochecer.

 

Capítulo 3.

Donde nuestro héroe contribuye a la preservación

de una rancia estirpe vascongada.

Afortunadamente para mi bienestar espiritual y la avasalladora fuerza de mi lujuria, la tercera noche en Alta Mar una de las doncellas se deslizó en mi camarote. Advertí entre sueños su entrada y terminé de despertar cuando sentí su firme cuerpo. Mis manos palparon la delicadeza de su cintura y la amplia curva de sus caderas. Mis manos ávidas tocaron su cuerpo entero, sus caderas tan lejanas de sus hombros y, entre unas y otros, ningún ángulo, solo curvas interminables. La depresión de su espalda antes de reventar en la soberbia grupa, los pechos como suaves globos, todo en ella era firme y curvilíneo.

Mi boca, seca por el terror y el deseo, se posó en la delgada y suave capa de piel que cubría el centro de su pecho, entre los dos suaves volcanes que se ofrecían, generosos, a mis manos y mis labios. Mi lengua trazó marcas, dibujó mapas sobre su cuerpo ardiente, buscó su sexo descubriéndolo mojado y oloroso... no debo, se que no debo, me decía una vocecilla que traduje al castellano, en un susurro:

-No debemos...

La doncella se apartó. Sentí un desgarramiento profundo, sentí que una parte de mi se iba. Se cubrió con la manta de mi lecho, desde la cabeza hasta los pies, y dando luz a un candil me tendió un pedazo de papel cuidadosamente recortado:

"...el favor que os pido, señora, esposa mía, es un favor doloroso y terrible: procurad llegar encinta, procurad quedar preñada en Alta Mar, porque Dios me ha maldecido con la imposibilidad de engendrar y reproducirme, y mi estirpe no puede morir conmigo, mis riquezas no pueden pasar a la multitud de parásitos que me asedia..."

Cuando hube leído y busqué con mi mirada sus ojos, que apenas asomaban entre los pliegues de la manta, ella apagó el candil para que la oscuridad reinara otra vez y, con mayor decisión, se deslizó a mi lado, buscando el contacto. Solo entonces advertí que temblaba, que su cuerpo expresaba claramente tanto miedo como deseo denotaba su húmedo sexo.

Desatado por la reveladora carta de su "marido" (a todas siete había entregado pliegos de sus indianos), acaricié su piel en la oscuridad, dejándome mecer a su lado por el cabeceo del "Zempoala". Recorrí su piel, las curvas de ese cuerpo apenas entrevisto durante los instantes que encendió el candil. La tersura del tacto, la firmeza de las formas, la dulzura de su lengua y el olor de su sexo me hicieron pensar que el paraíso musulmán existía y que su antesala estaba en mi estrecho camarote de popa.

Su antesala, digo, porque la entrada ya sabía yo donde quedaba. La acosté boca arriba y le abrí las piernas, hundiendo entre ellas mi boca y mi nariz, para aspirar y paladear sus olores y sus flujos, que tenían un no se qué de particularmente ácido, un dejo a óxido (quizá acabara de menstruar) que me gustó, que tenía mi verga más dura que el palo mayor de mi navío, más servicial que si estuviera meneándose dentro del culo de mi adorada negra.

Sin dejar de succionar su clítoris llevé mis dedos a su sexo y, recogiendo sus propios flujos, los bajé dos centímetros para horadar su ano. La doncella gemía en voz baja mientras mis dedos y mi lengua se paseaban a placer por sus intimidades. Mi mano izquierda acariciaba delicadamente mi verga, de la base a la punta, apenas para darle calor, para mantenerla en vilo, para anunciarle lo que venía.

Me deslicé hacia arriba, tocando su cuerpo, entreteniéndome en sus grandes pechos, que mamé con fruición, lamiendo su cuello y sus hombros, explorando su oído y su boca, distrayéndola, en fin, mientras llevaba mi arma a la entrada del santuario.

Cuando la pelada y ansiosa cabeza de mi verga se recargó en su (aún) virginal entrada recordé que no hay situación más placentera que gozar a una mujer hermosa por la cavidad que Dios Nuestro Señor diseñó en ellas para nuestro gozo y el suyo. La palpitante cabeza envuelta por su cálida y estrecha mucosa me hizo lamentar los largos meses que desaproveché a mi esclava para gozarla sólo por el estrecho ano. El sutil deslizamiento hacia el centro del cuerpo de la doncella me acercaba, instante a instante, al paraíso terrenal.

Su membrana no opuso mayor resistencia, cedió casi imperceptiblemente al lento avance de mi verga. Solo un gemido suyo y un hilillo de sangre que descubrí cuando se marchó fueron el testimonio de la entrega de su flor. Yo también sentí su paso de doncella a mujer y hundí mi estoque hasta el fondo, arrancándole ya no un gemido sino un verdadero grito.

La gocé entonces sin pausa, transformando su grito inicial en gemidos de placer, mi fuego en agua, su hielo en lava ardiente. La hice mía sin contemplaciones y estallé en ella ansiando hacer florecer mi semilla.

Cuando mi verga se retrajo y me retiré de su hogareño calor, ella se puso de pie y marchó tan silenciosamente como había llegado. Veintitrés noches la hice mía, la penetré por delante y por detrás, la enseñé a cabalgarme, la regué con toda la leche que fui capaz de producir, pero nunca oí una palabra de su boca.

Mis dedos recorrieron todo su cuerpo, su lengua aprendió a succionar mi glande, la poseí con ferocidad y ternura, desperté sus sentidos y agudicé los míos, pero no la escuché, ni en los momentos de mayor locura, murmurar mi nombre entre sollozos.

A la semana de gozarla noche a noche supe que tenía que desenmascararla, que no podría vivir sin saber quién era, y me dediqué a observar con atención a mis siete "mercancías". La estatura, la anchura de las caderas, la generosidad de los pechos y la textura de los cabellos de las siete doncellas, que estudié cuidadosamente comparándolos con lo que en las noches podía percibir en la obscuridad, con lo que mis manos abarcaban, me llevó a eliminar a cuatro de la lista, quedando tres candidatas, a quienes llamaré aquí señoritas de C, de M y de R.

Las tres tenían cinturas de ninfa, opulentos pechos, generosas caderas y largos cabellos lacios que llegaban hasta la cintura. La señorita de C era dueña de un rostro redondo y fresco, de viva expresión y rasgos regulares y armoniosos, grandes ojos negros y cabellos dorados que enmarcaban la blanca piel de su rostro. Su mirada y su expresión eran vivas y despiertas, haciéndola la más bella de las siete hermosas jóvenes que mi barco llevaba.

M era morena, de cabellera castaña, de inmensos ojos velados por largas pestañas, de tibia mirada; de suave voz y andares acariciables. R era la rubia de los sueños de aquellos criollos que solo habían gozado indias y negras esclavas y, eventualmente, alguna puta cara de la ciudad de México. Los cabellos que quedaban en mi cama después de cada combate me hicieron descartar a la bellísima M.

Dediqué dos o tres días a espiar los andares, los movimientos, las miradas las dos jóvenes restantes, y decidí que la cadencia de gacela de C denotaba un evidente conocimiento del poder de sus encantos, que su verde mirada disimulada por las rizadas pestañas del color del oro nuevo era la de una leona satisfecha, mientras que la mirada de R era la de una gata hambrienta.

La espié con cuidado, la seguí con atención, observando a la luz del día el atisbo de su tobillo, el indiscreto anuncio de su hombro lleno de pecas, la forma tan sensual de fruncir el ceño cuando el sol del trópico hacía del ancho mar un espejo ardiente. La espiaba de día, la gozaba de noche acariciando sus rotundas nalgas, su esbelta cintura, hundiendo mi verga hasta el fondo del templo del placer, hasta tocarle el alma, hasta arrancarle gritos de lujuria... para volver a espiarla a la mañana siguiente.

Y sin embargo, seguí dudando hasta que un mediodía, en el castillo de popa, el más fiel de mis guardias siguió mi mirada y dijo:

-Es ella, mi señor.

-¿Qué dices, Selim?- le pregunté.

-Es ella, amo, la que noche a noche se desliza en vuestra cámara. Es ella.

¡Bellísima, amada mujer! La entregué en Zacatecas a don Iñigo Barrenechea y no le dije que conocía su secreto, nunca le conté que sabía que era ella mi doncella misteriosa, la dulce amante que se introducía a oscuras en mi cama, la que llevó a su marido me semilla, mi germen.

 

Capítulo 4.

Donde un lúbrico párroco montañés y unos piratas

berberiscos interrumpen el relato.

Aleccionado tácitamente por aquella dulce amante elegí mejor a las esposas del tercer viaje. Seis eran de Bilbao, doncellas ignorantes de las cosas del mundo, virginales e ingenuas, de misa de cinco, mantilla y gobernata, de ajados vestidos que fueron elegantes en la época de Felipe V. A las otras seis las busqué entre las jóvenes hijas de los hidalgos campesinos de la montaña, escogiendo a una de ellas con especial cuidado.

En cada uno de los seis pequeños pueblos que visité, agasajé con regalos y atenciones al párroco, hasta descubrir al más dado a toda clase de vicios, a quien embriagué y, ya en confianza, dije que había una petición especial: el más poderoso de los ricoshombres indianos que me habían enviado quería una doncella en flor, de virginidad garantizada, bella como los amores, pero experta y ardiente.

-No se si me entendéis –le dije al párroco-. Temo ser indiscreto.

-No temáis, señor capitán, que soy hombre de mundo y entiendo la singularidad de vuestro trabajo-, respondió el bribón, mientras daba el enésimo trago al mejor vino que en su miserable vida había bebido.

-Necesito una doncella sin estrenar, pero a la vez sabia en artes amatorias.

No hizo falta ser más preciso: el párroco cogió al vuelo mi idea y fue él quien, entre trago y trago de vino, entró en lúbricos detalles:

-No debería contarlo a vuexcelencia, señor capitán, máxime que traicionaré en parte el secreto de confesión, pero dado que es por el bien de la niña, lo haré.

"La señorita Ana de C., hija del barón de C., es una damita de veinte años que de un tiempo a esta parte satisface los lúbricos instintos de sus jóvenes primos, de algunos nobles de la comarca e incluso los de este pobre pecador, indigno del hábito que lleva.

"La joven, bella como los amores, rubia, divina, nació para el placer y goza con él. Siendo la única hija mujer del barón, éste la guarda para una alianza conveniente, pero desde que algún villano despechado regó la voz de sus andanzas, resultará imposible casarla por acá.

"Ahora bien, como su confesor y amante, se que es virgen: ha sido sodomizada infinidad de veces; su desnudez es conocida por quince o veinte varones; sabe usar su boca como la usarán los diablos del infierno; pero es doncella".

Cuando el párroco hizo las negociaciones de rigor y conocí a doña Ana, en vísperas de "nuestro" casamiento (en realidad, de su matrimonio con don Germán Incháustegui, por interpósita persona), me sorprendió gratamente su delicada belleza pero, sobre todo, su aire mustio y reservado: nadie hubiese sospechado la hetaira que llevaba en su alma, su vocación de puta consumada, su hambre de verga de varón... que no tendría más verga, durante cuarenta días, que la de este capitán.

Tan pronto zarpamos de Sanlucar de Barrameda, reservé a Ana y a otra doncelle elegida al azar en el mejor dispuesto de los camarotes de popa, el vecino al mío, aquel en que estaba sabiamente practicada la mirilla y portezuela a que me he referido, dispuesto a gozar con su vista a partir de esa misma noche y a planear la posesión de la bella Anita, pero las cosas no se dieron de acuerdo a mis planes.

Porque aún estaban a la vista las arenas de Marruecos, cuando tres velas aparecieron en el horizonte: mi afán por navegar solo, confiado en la velocidad del "Zempoala" y en la fuerza de mi brazo, me habían hecho caer en una trampa dispuesta por piratas berberiscos: una de las velas estaba detrás, otra delante y una más sobre la línea de la costa. Tomé el timón en mis manos y maniobré parea evitar el lazo, buscando arribar a Tenerife, pero al final del día los infieles se habían acercado y una de sus embarcaciones me cerraba la ruta de las Canarias, empujándome hacia alta mar.

Los malditos infieles conocían su trabajo y la velocidad de sus navíos me sorprendía. Con todo, supuse que, como los de su ralea, odiaban el mar abierto y tan pronto cayó la noche, ordené que se apagaran todas las luces y se hiciera completo silencio a bordo, para lanzarme a la mar aprovechando al máximo los tenues vientos del desierto, de modo que esa noche, pensada para gozar con la desnudez de las dos rubias doncellas, la pasé atento al timón, las velas y la ruta.

El amanecer nos encontró a todos (y todas) forzando la vista para encontrar las velas de los piratas descubriendo, con enojo, que casi habían adivinado mi ruta y mis maniobras y que, además, habían decidido seguirme al Atlántico, porque una de las velas aparecía delante de nosotros, cercana y amenazadora, mientras las otras dos, muy juntas, quedaban a popa, hacia la costa africana.

Decidí entonces extender el máximo número de velas y tomar el viento de popa sacándole el mayor partido posible, para convertir al "Zempoala", que navegaba mejor en mar abierto, de presa en cazador. Alcanzaría al pirata que se había colocado delante de nosotros y trataría de echarlo a pique antes de que sus compañeros pudieran llegar en su auxilio

Di las órdenes pertinentes y pusimos proa hacia el barco enemigo, cuyo capitán tardó una hora en advertir mis intenciones y tratar de evitarlas dibujando una amplia curva que lo mantuviera lejos de los cañones del "Zempoala" y lo acercara a sus compañeros, pero tres horas después se dio cuenta de que con esa maniobra solo se ponía a mi merced, por lo que varió el rumbo otra vez, delante de mi, viento en popa hacia alta mar, esperando mantener la distancia mientras sus compañeros se acercaban a mi espalda. Uno lo hizo así, siguiéndome a todo trapo, mientras el otro se ajustaba a la curva originalmente trazada por mi presa. Así navegamos todo el día, hasta la caída de la noche.

En la noche, oscura como boca de lobo, di las mismas instrucciones de la víspera sobre luces y ruidos, pero además ordené a mis hombres que arriaran todo el velamen, poniendo el Zempoala al pairo. Era una jugada arriesgada pero yo tenía confianza en ella y me salió tal como la tenía planeada: recién pasada la media noche, escuchamos el deslizamiento del buque pirata que venía detrás y las conversaciones de sus hombres a unos doscientos metros a babor.

Cuando el infiel estuvo exactamente a la altura de nuestra banda, ordené fuego, y cinco cañones lanzaron balas de hierro a la línea de flotación del enemigo, mientras los otros vomitaron metralla a la altura de sus puentes. Inmediatamente, mis marinos desplegaron las velas y avanzamos a todo trapo. Alcanzamos a lanzar una segunda descarga, con balas de hierro, sobre el enemigo y nos alcanzó su metralla, que no tuvo más efectos que herir de poca gravedad a tres de mis marinos... y a una de las doncellas.

Nunca he tenido médico a bordo, pues todos son unos charlatanes: para las operaciones quirúrgicas basta el barbero y de heridas menores, mis hombres y yo sabemos lo suficiente. Ordené, pues, que instalaran a la doncella herida, la señorita Clara de I, en el camarote en que estaba Ana, enviando a la otra doncella a otro sitio, y yo misma la revisé, bajo la atenta mirada de otras siete de las doncellas, preocupadas por la suerte de su compañera.

Clarita no tenía nada, las heridas eran escandalosas pero superficiales, así que la lavé y vendé con cuidado. La morbidez de su hombro, la tersura de su joven piel, lo bien torneado del brazo, la elegante perfección del cuello, que yo acariciaba al curar, me fueron poniendo malo. Bajo la mortecina luz de la vela sus grandes ojos azules me miraban asustados.

Mi verga reaccionaba al tacto, pero no era el mejor momento y había demasiados testigos, así que me volví hacia las doncellas y le dije a Ana:

-Señorita, quedaos al lado de vuestra compañera, atendedla y dadle agua. Apagad la vela, que la luz se filtra y delata nuestra posición. Vosotras –volviéndome a las demás- volved a vuestros camarotes. Ya habéis visto que en cubierta hay peligro.

De regreso en el puente de mando y seguro de que las luces que habían permitido revisar a Clara y a los tres marinos heridos se habían apagado ya, ordené cambiar la orientación de las velas e imprimí al timón un giro de casi 90º poniendo proa al noroeste: estaba seguro que el pirata había recibido una ración tal que, si no lo enviaba al fondo del mar, sí lo inutilizaría, pero la terquedad de los bandidos me tenía preocupado y aunque lo normal fuera que los otros cesaran su persecución, no quería arriesgarme.

A la mañana siguiente estábamos solos: muy probablemente habíamos hundido al perro infiel, alentando a los otro dos a buscar una víctima más a modo. Fijé nuestra posición, marqué a mi segundo nuestra ruta y me retiré a dormir tras dos noches en blanco.

 

Capítulo 5.

Donde el capitán ve cumplidos sus planes

más allá de toda expectativa.

Soñé con Clara, soñé que luego de acariciar sus hombros y su cuello mis manos bajaban, soñé que descubría su coño virginal y hundía en él mi venablo, como unos meses antes había hecho con mi dulce amante. Desperté hacia el medio día con una erección descomunal y sintiéndome fuerte como un león. Pasé a ver al cocinero, coloqué en una canasta algunas galletas, tres botellas de vino y una generosa porción de queso manchego (vino y queso de mi dotación particular) y llamé a la puerta del camarote donde había dejado a Ana y Clara.

Tras un diálogo lleno de vuacés, vuexcelencias, disculpas y cantaroñas semejantes, al uso del modo y calidad de las aristocráticas doncellas, las convencí de lo necesario que eran para la recuperación de la herida un buen vino y una buena comida, que compartí con ellas en la mesa mientras les contaba algunas de mis hazañas guerreras, sabrosamente aderezadas.

Los sustos de la noche pasada, el cansancio, la sangre perdida y la poca práctica marearon rápidamente a Clara, que se fue quedando dormida, recostada en la mesa, cuando apenas habíamos catado la tercera botella. Ana entonces me miró a los ojos y, sin aviso, me preguntó:

-¿Y cómo es, don Pablo, que un caballero de vuestra edad y condiciones, puede pasar tanto tiempo sin mujer, en alta mar?

-No será en este viaje –dije, tras dar un largo trago.

-No, ya lo se, que dom Severino –el fementido párroco de su pueblo- me advirtió antes de la boda lo que esperabais de mi.

No quise desmentirla, ¿para qué, si era verdad?, de modo que la atraje hacia mí y la senté en mis piernas, buscando sus labios con los míos y recorriendo con la lengua su desnudo cuello, sus mejillas, la intrincada red de su oreja, despertando suspiros en su pecho, sacudiendo a mi verga de su letargo.

Luego de un beso largo y ardiente se levantó, sacudiéndose mi abrazo, y me guió a su lecho, donde me dejó para situarse en el centro de la estrecha estancia, con la dormida Clara detrás de ella.

Se desnudó prenda a prenda, lentamente. Sus verdes ojos brillaban con un malicioso chisporroteo y sus blancos dientes asomaban bajo media sonrisa pícara y golosa. A la media luz de los candiles vi aparecer un cuerpo frágil y delicado, delgado pero con curvas suficientes y en su sitio. Miré con deseo creciente los pechos pequeños, redondos y sugestivos, el estómago plano, la deliciosa cintura que se abría en la suave curva de las caderas. Atrajo mi mirada un hilo su prominente monte de venus, cubierto por una mata espesa y abundante que daba sombra a unos carnosos labios y un clítoris de extraordinarias dimensiones, rojo e hinchado ya.

Caminó cadenciosamente hacia mi y sus finos dedos desabrocharon los herretes de mi casaca. Mis manos buscaron su cuerpo, pero Ana, sabia, bella, las regresó a su lugar, para ocuparse ella de liberar una verga que clamaba de hambre, una imaginación desbordada que la veía ya cabalgándome, para forzar el anhelo irrealizable de poseer su coño.

No accedería al ansiado tesoro, pero no lo lamentaría en exceso porque la niña era sabia y delicada: tan pronto mi cuerpo quedó al desnudo, con la verga elevándose desafiante y vigorosa, Anita la tomó en sus manos y lamió la cabeza con deleite. Largo tiempo chupó y acarició la cabeza, pasando sobre ella una lengua áspera y experta, dulce y amarga, mientras sus delgados dedos exploraban el resto de mi masculinidad. Cerré los ojos y dejé que ella hiciera, que mi tensión creciera, que se hincharan las venas de mi verga, que la cabeza se inflara como un globo.

Un siglo después, cuando luchaba por reprimir mis gemidos para no despertar a la pequeña Clara (¿o quizá fingía disimularlos, quizá solo los emitía en voz tenue buscando que la bella virgen abriera sus azules ojos y entre las brumas del alcohol observara la faena de su compañera?), Ana engulló cuanto pudo, llevando sus labios a mitad del tronco para chupar con fuerza creciente, para darle calor y hospedaje a mi verga toda.

Con un largo gemido avisé el final del asalto, pero Clara se mantuvo firme en su puesto, succionando cada uno de los lecherazos que recibió (¿habéis sentido algo así, sabéis lo que es que os succionen el aparato en el momento mismo de terminar?). Abrí entonces los ojos y casi muero de gozo y miedo: los azules ojos de Clara estaban clavados en la acción de Ana, en sus labios, en mi verga. Bajo la mesa, su mano descansaba en la entrepierna y sobre la dicha tabla, su pecho se agitaba notablemente.

Entrecerré los ojos para que la bella bilbaína no notara que la había pillado y para dejar a la puta montañesa proseguir su labor, pues era claro que sus labios, su lengua y sus dientes se habían propuesto no permitir que mi verga decreciera y entre su ajetreo y la mirada inquisidora de Clara, profunda como el azul del Caribe, turbia como antinomia de su nombre, mi miembro mantuvo su rigidez.

Cuando fue evidente que una nueva erección se había empalmado con la anterior, Clara subió a horcajadas sobre mí y con la delicadeza que ya me había mostrado, llevó la dura vara a la estrecha entrada de su orto y fue bajando, deslizándose sobre ella con lentitud desesperante, recibiendo, frente a la cada vez más turbia mirada de Clarita, ante su respiración cada vez más entrecortada, la ígnea espada de este rudo marino.

Aprehendí la breve cintura de la delgada rubia y marqué con mis manos el ritmo de sus movimientos. Era un placer tocarla por vez primera aunque ya me hubiese exprimido magistralmente, aunque ya mi verga hubiese trabado relación íntima con sus labios y su culo, aunque en ese mismo momento su orto tratara cálidamente a mi verga, aunque la mirada de Clara, ya no azul como el Caribe en día soleado, sino como ese mismo mar en días de tormenta, siguiera clavada en nuestros sexos.

Ana sabía moverse, sabía cómo descender, cómo circular, cómo moverse en torno a un buen tronco. Sus piernas, delgadas pero fuertes, de gentildama campesina, muelleaban sobre el lecho para que su pelvis trabajara haciéndome ver estrellas, ojos verdes entrecerrados, gozando; ojos azules espiando sombríos y ansiosos; vapores de vino, dos pequeños pechos que temblaban al ritmo de sus embestidas, un chorro de esperma que salió hacia la vía láctea, el cielo que se abría...

Ana se desplomó sobre mi pecho y la abracé con fuerza, hasta hacerle daño. La besé con hambre, chupé sus duros pezones y arañé sus nalgas, frías, duras y redondas. Ella murmuró:

-Que la vamos a despertar.

No le contesté: seguí tocándola, mordiéndola, tomando posesión de su cuerpo esbelto y suculento, hasta que la verga volvió a pararse. Yo, como loco ya, la acosté boca abajo y así volví a encularla, arremetiéndola con fuerza mientras ella reprimía sus gritos. Sentía en mi espalda la azul mirada de Clara y, perdida toda compostura, iba y venía dentro del estrecho culo de Ana, sin pausa, con violencia creciente, hasta vaciar en ella las últimas gotas de la savia de la vida.

Me estiré a su lado y la besé. Hurgué en su cuerpo, acaricie su dulce piel, sus piernas, sus nalgas, su cintura, sus pechos, su cara. Busqué con disimulo la azul mirada de Clara: la doncella tenía la angelical cabeza hundida entre los brazos, como si no hubiera visto nada, como si el sueño no la hubiese abandonado.

 

Capítulo 6.

Donde el capitán encuentra al fin

la horma de su zapato.

Ana cubrió su desnudez con una amplia bata y me pidió que las dejara solas. me retiré a mi camarote cubierto con una sábana y llamé a Selim, a quien le pedí que me trajera cuanto antes un barreño de agua tibia. Me instalé entonces frente a la mirilla que tanto placer me había dado en mi primer viaje y vi a Ana sacudir delicadamente a Clara con la intención de llevarla a su cama, pero la doncella bilbaína, tan pronto levantó la cabeza, clavó sus azules ojos en los de Ana y le preguntó a bocajarro:

-¿Por qué habéis hecho eso?

-¿Qué cosa? –Ana palideció, pero fingió demencia.

-Vos y el capitán .-dijo Clara-, cuando me creían dormida.

Ana respiró hondo, aún más pálida que antes, y finalmente dijo:

-Es una forma de agradecer, de compensar al capitán por las grandes molestias que se toma por nosotras. Sin hacer mal a nadie, pues seré virgen y doncella al entregarme a mi desconocido esposo, doy placer a un hombre ilustre, valiente y generoso.

-¿Seréis doncella?, ¿lo engañaréis?

-Seré, soy doncella, mi señora, mi virgo permanece intacto.

-¿Cómo es posible?, yo vi con mis propios ojos como el capitán hundía su viril venablo.

-Vaya, vaya con la doncella –exclamó Ana irónicamente-, pues si sabéis de venablos viriles y penetraciones, sois mucho menos ignorante de las cosas del mundo de lo que deberíais.

-Bueno –contestó Clara, con la cara teñida de rubor-, mi madre me instruyó un poco antes de salir de Bilbao.

-Ya... ¿y os dijo también que una buena esposa debe satisfacer en todo a su señor, debe procurarle placer y obedecerlo?

-Si -murmuró Clara, más roja todavía, si cabe-, algo así me dijo.

-Pero por lo que veo, no os instruyó lo suficiente, no correctamente.

-¿Lo creéis así? –preguntó una aturdida Clara, que de interrogadora había pasado a interrogada.

-Sí, pues que ignoráis que lo que visteis no pone en riesgo mi virginidad. Ignoráis que hay muchas formas de dar y recibir placer y que, entre mejor las conozcáis, mejor serviréis a vuestro marido y mejor servida seréis vos.

-Entonces, ¿me podéis enseñar vos? –preguntó Clara, luego de una larga pausa.

-Si guardáis el secreto y disimuláis ante vuestro marido, fingiendo que no sabéis nada y que lo vais aprendiendo poco a poco por instinto, puedo.

-Por favor... –rogó.

-Desvestíos entonces.

La herida era tan superficial que no le estorbaba para mover el brazo. Espié con ansia la paulatina caída de su ropa: era más pequeña de cuerpo pero mejor formada que Ana, igualmente blanca, igualmente rubia. Como Ana, estaba cubierta de una suave pelusilla dorada que la hacía enormemente apetitosa. Sus blancos pechos, terminados en gruesos y morados pezones, eran de una turgencia que parecía clamar por manos y boca de varón. Sus nalgas eran rotundas y perfectas; sus miembros bien torneados y de nobles proporciones. La desnudez de Ana, junto a la de Clara, parecía la de palas Atenea, diosa guerrera y audaz, junto a la de venus, diosa del amor, del placer.

Su vista provocó placenteras cosquillas en mi estómago y mi sexo, que comenzaba a levantarse, pero fueron los besos y caricias de Ana, acompañados de comentarios falsamente didácticos, notoriamente gozosos, los que llevaron a mi verga a su máximo esplendor.

Ana pasó de la cintura y los pechos de Clara a sus nalgas y su sexo. Acariciándola con maestría la llevó al lecho, donde la recostó con las piernas abiertas y flexionadas para hundir entre ellas su cabeza. Elevado sobre sus rodillas, el resplandeciente culo de Ana se mostraba generoso y accesible, incitante y procaz, mostrando abierta la flor de sus labios mayores, la delicada carne de sus labios menores y, más arriba, el ojete del culo, que tanto placer, tan recientemente, me había proporcionado. Más allá se veía su dorada melena hundida entre las piernas de Clara, y los hermosos pechos de ésta, que tenía los ojos cerrados y una radiante expresión de gozo que manifestaba con pequeños gemidos que escapaban de su boca entreabierta.

No pude más: utilicé por vez primera la puerta secreta que había hecho abrir entre mi camarote y el de ellas. Entré silenciosamente y antes de que notaran mi presencia, embebida como estaba la una en los jugos de la otra y la otra en la lengua de la una, recargué mi enhiesta verga entre las apetitosas nalgas de Ana, en la entrada de su ojete. Ella, en silencio, me aceptó en su estrecha cavidad.

Clara no abrió los ojos sino cuando mis embates se hicieron más violentos y Ana trasmitió ese movimiento a su sexo. Sus azules ojos se abrieron y no manifestaron mayor sorpresa al clavarse en los míos, y mientras yo gozaba el culo de Ana, mientras ella daba placer oral a Clara, la doncella bilbaína y yo manteníamos con la mirada un diálogo mudo.

A cada embate mío, cuando las oleadas de placer salían de mi verga para llenar mi cuerpo entero, miraba a Clara, cuya expresión iba mutando, se hacía más lánguida y ansiosa a la vez, su mirada se velaba, se volvía turbia, sus labios secos se entreabrían en una expresión ilegible: estaba descubriendo el placer y pensé que yo había nacido para verlo, para ver a una mujer tan bella y tan dispuesta escalar esa desconocida cumbre.

Sus ojos y su cara eran en ese momento el mundo todo, tanto que lo que en mi verga sentía, la breve cintura que mis manos apresaban, solo daban el contexto necesario para estar a tono, para entender y acompañar esa mirada, esa expresión. Después agradecí –agradecimos- la sabiduría de Ana, el magistral trabajo de sus labio y su lengua, que llevaron a Clara a sus primeros éxtasis, pero en ese momento, era yo quien la miraba, yo quien la gozaba, aunque fuera por interpósita persona.

A punto del éxtasis puso los ojos en blanco y luego lanzó un largo gemido, tras el cual Ana puso en el culo la atención y pericia que antes había puesto en la lengua, haciéndome alcanzar mi propio cielo unos instantes después.

Ásperos olores inundaban el estrecho camarote, destacando entre ellos los de los fluidos de Clara, bella como ninfa de las aguas, clara como ellas, que mi miraba sin decir palabra. Me acerqué a ella, le abrí las piernas y hundí mi cabeza entre ellas, llevando mi lengua no a su clítoris, sino a sus labios, para recoger con mi lengua los jugos que la empapaban, para probarlos y hacerlos míos. Su cuerpo se tensó bajo mi lengua y de sus labios escapó otro gemido que me animó a continuar, a arrancarle nuevos orgasmos, a hacer mía su piel con mis manos y mi lengua.

Mientras tanto, Ana limpió mi verga en reposo con un lienzo húmedo y luego su experta lengua buscó la resurrección de la carne. Unos minutos después era yo el que estaba acostado boca abajo, con la verga semierecta (¡otra vez!), mientras Ana, en voz baja, daba explicaciones a Clara, que succionaba mi glande con ganas de aprender. Y de pronto Ana dejó de hablar y mientras Clara seguía chupando el glande, ella aplicó su lengua a la base del tronco, para meterse luego, con extrema delicadeza, los testículos a la boca.

La visión de las dos hermosas doncellas desnudas, dedicadas a mi placer levantó totalmente mi verga. Ana, entonces, indicó a Clara que mudara posición, poniéndola a cuatro patas de tal modo que sus labios siguieran succionándome la verga y su sexo quedara a diez centímetros de mi cara, elevado sobre sus abiertas rodillas.

-Preparadla para su primer enculamiento, capitán -, murmuró Ana, que a continuación bajó, sentándose bajo la cama, en cuyo borde habían quedado mis nalgas. Su lengua regresó a mis testículos y a mi culo, multiplicando el placer que ya me daba la pequeña Clara.

No apliqué la lengua, porque quería mirar, grabarme para siempre la espesa mata rubia que bajaba de su monte de venus hasta el sexo y más allá, cubriendo el ano mismo, y el sensual hilo de dorados vellos que subía del monte de venus al ombligo. Bajo el protuberante monte arrancaban dos gruesos labios de un color oscuro que contrastaba deliciosamente con la rubia pelambrera y la blancura de sus carnosos muslos. Su clítoris, morado e hinchado aparecía claramente entre los vértices de sus labios menores y la sutil entrada de su sexo, que se mostraba descaradamente gracias a la apertura de sus muslos, brillaba bañada en los jugos que poco antes había saboreado.

Era una fuente olorosa e incitante, cuyos fluidos esparcí con mis dedos desde el clítoris hasta el ano, acariciando cuidadosamente cada parte, cada pliegue, cada palmo de accidentada piel. Llegó entonces el momento de la revelación: cuando le acariciaba la entrada de su sexo, la delicada puerta del paraíso, Clara hizo un inesperado y poderoso movimiento de cadera, engullendo mis dedos índice y medio, que entraron de lleno en su viscosa cavidad venciendo de una embestida –suya- la sutil resistencia de su virgo.

Clara dio un grito y yo, asustado, saqué los ensangrentados dedos de su sexo. Ana escupió mis testículo y alarmada preguntó:

-¿Qué ocurre?

-Nada que yo no hubiera buscado, amiga-, respondió con voz entrecortada la pequeña Clara, que dio vuelta sobre su propio eje, montándome a horcajadas, pare preguntarme -Ya no hay marcha atrás, ¿verdad capitán?

-No –contesté, mas sorprendido que asustado.

-Poseedme entonces como Dios manda –dijo, clavándome otra vez una mirada indefinible.

No estaba yo para pensar en consecuencias, sin contar que no había ya nada que hacer: la abracé con fuerza y le di vuelta, para quedar sobre ella. Puse la punta de lanza de mi verga en la entrada del delicioso camino que acababan de explorar mis dedos y, con un enérgico y ansioso empuje de la pelvis, la penetré de golpe.

Supe entonces, al hundirme en el azul profundo de sus ojos, en el negro y viscoso coño, que todo lo anterior había sido mero aprendizaje. Olvidé la presencia de la cachonda Ana, borré de mi memoria a mi condesa, a la negra esclava, a la gentildama que en Zacatecas llevaba el fruto de mi semen: no había nada en el mundo que no fueran los ojos, el sexo, el cuerpo de Clara, mi Clara.

Hay quien dice que hay almas gemelas. Yo se que hay cuerpos que embonan naturalmente, que Dios nuestro señor creó el uno para el otro. Su sexo se adaptaba a mi verga como un guante, como si en él hubieran labrado exactamente el tamaño y la forma de mi miembro, que la llenaba entera hasta hacerle ver estrellas.

Todo el ajetreo previo en el culo y la boca de Ana parecían haberme preparado convenientemente para prolongar al máximo esa dicha, para hacer mía y marcar a Clara con mi nombre, con mi hierro. cada pieza embonaba en su sitio: mis manos, entrelazados bajo su melena, mi pecho descansando en el suyo, sus piernas rodeando mi espalda, sus manos en mi cuello, su pelvis levantada permitiendo el mejor deslizamiento de mi verga.

Aquello duró un siglo, un instante. Seis veces la llevé al éxtasis y otras tantas sentí la gloria. Cuando por fin llegué al límite me negué a salir de ella, a abandonar mi hogar, mi sino, y mi fecunda simiente se derramó en su vientre. Ella, me confesó luego, también nació en ese largo instante para un mundo, una vida nueva.

No se como hice el resto del viaje: confié el rumbo a mi segundo, por única vez en la historia, y me encerré en mi habitación fingiendo alguna enfermedad. Gocé a Clara, mi Clara, noche a noche, con la complicidad de Ana, con sus aportes, con el préstamo y las enseñanzas de sus sabios labios, de su estrecho culo que utilicé un par de veces más.

Al llegar a Veracruz, al ver otra vez bajo un sol de pecado la sombría fortaleza de San Juan de Ulúa y aspirar las pútridas mismas de las marismas, tenía la certeza de que don Juan Temiño de Bañuelos, próspero minero del remoto real de Sombrerete y falso marido de mi Clara, tenía que morir a mis manos antes de poner sobre ella un dedo. Moriría a mis manos, prometí, o renunciaría a su esposa sin consumar el matrimonio.

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