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Dos crímenes

en Amor filial

(Adaptación mas o menos libre de "Dos crímenes", de Jorge Ibargüengoitia –editorial Joaquín Mortiz. Las partes buenas son del magnífico escritor guanajuatense, las malas, mis enlaces y apretadas síntesis).

 

A nadie le importa en donde nací, ni quienes fueron mis padres, ni cuantos años estudié. Me dicen el negro, nací en un rancho perdido, mi padre fue agrarista y la única de mi familia que llegó a ser rica empezó siendo puta. Estoy jodido.

Me salvé de milagro de caer en garras de la Federal de Seguridad, que me seguía de cerca, pues habían desmantelado la célula en que militábamos yo y la Chamuca, mi compañera. Escapamos sin un centavo y ella se fue a Zacatecas mientras yo escapaba a Muérdago, estado de Plan de Abajo, donde vivía mi tío político, don Ramón Tarragona, rico comerciante que sacó del burdel a mi difunta tía Leonor y luego se casó con ella. Pensaba sacarle dinero al viejo avaro para esconderme después con la Chamuca en lo que pasaba la tempestad, pero no era tarea fácil y, sin saber como, terminé hospedado en la casona del tío, en la que vivían su sobrina Amalia con su marido Jim y su hija Lucero.

Mi tío Ramón me asignó el cuarto de visitas y, al llegar a él vi a una linda chica tender la cama. Se sobresaltó al verme, pero se repuso pronto:

-Tu eres Marcos –dijo.

-Tu eres Lucero.

-Tu me enseñaste a jugar baraja.

-Eras una niña flaca que lloraba de aburrimiento en el pasillo.

-No te hubiera reconocido –dijo.

-Yo a ti tampoco.

-Eras muy guapo.

-Eras horrible.

-¿Cuándo fue eso? –preguntó.

-Hará unos diez años.

-Y ahora, ¿te parezco horrible?

La miré. No tenía brasier y sus pechos, pequeños y firmes, se notaban sugerentes bajo la blusa. Era esbelta, alta, fuerte y delicada a la vez, producto del mestizaje y la buena crianza.

-No.

A la hora de comer y durante el resto de la tarde, Lucero coqueteó descaradamente conmigo, mientras sus tíos, los hermanos de Amalia, trataban de averiguar qué estaba yo haciendo en Muérdago. El día fue largo, cansado y terminó con una noche de insomnio en el cuarto de huéspedes, pensando en la Chamuca, escondida en casa de una tía de Zacatecas.

El día siguiente empezó mejor: al salir del baño descubrí a Lucero hurgando entre mis ropas. Vestía una bata de algodón muy recatada y me miró turbada.

-Vine a darte un beso –en realidad, descubrí después, había ido a esculcar mi cartera.

se acercó a mi y me dio el beso técnicamente más perfecto que me han dado en la vida. Traté de abrir su bata. Tenía un cuerpo firme, cálido, agradable al tacto, pero se defendió con energía, separándose con un empujón y diciéndome:

-Nada mas eso.

En el espejo vi un hombre muy moreno con el torso desnudo, la boca abierta y unos pantalones deformados por el bulto de la erección.

Pasé el día haciendo mandados para el tío, inventando un negocio para que me soltara siquiera diez mil pesos con los que pudiera esconderme con la Chamuca, pues sabía que los perros de la Federal de Seguridad no tardarían en averiguar que pasé mi infancia en el Plan de Abajo. De hecho, los diarios informaban que se había desmantelado una peligrosa red "terrorista" y que solo se habían escapado dos "criminales": "el Negro" y "la Chamaca" (sic).

A media tarde Lucero quiso enseñarme su cuarto de dibujo. Caminamos hacia la huerta. Cuando Lucero se inclinó para abrir la puerta que separaba el patio de la huerta metí los brazos por debajo de los suyos, puse las manos sobre su vientre y la apreté contra mi. El calor empezó a subírseme a la cabeza y la besé en la nuca. Ella no hizo nada por separarse y se rió fuerte pero, con las manos, que tenía libres, dejó pasar al feroz mastín que cuidaba la huerta, al que no vi hasta que me mordió. Solté a Lucero y le di una patada al perro, que iba a atacarme otra vez, pero Lucero dijo, sin dejar de reír:

-Quieto, Veneno.

Seguimos los tres en paz, como si no hubieran pasado ni el apretón, ni el beso, ni el mordisco ni el puntapié. Mientras yo veía los dibujos de Lucero ella me miraba a mi.

-Me gustas –dijo.

Quise acercarme a ella, pero el Veneno me enseñó los dientes.

Esa noche, después de cenar y de tomarme unos mezcales con mi tío, acostado en la cama, desnudo, miraba el techo sin poder dormir. ¿Por qué me dijo "me gustas"?, ¿por qué dejó entrar al perro?, ¿por qué me besó en la mañana, tenía ganas de hacerlo o solo fue la forma de esconder que me esculcaba?, ¿por qué...?, ¿por qué...? Era una mujer llena de contradicciones.

Sin poder dormir, miraba la pirámide que en las sábanas formaba mi erección. ¿Qué diría la Chamuca si me viera así por culpa de una burguesita sin ideología? Para borrar la imagen reprobatoria de la Chamuca evoqué el beso que me dio Lucero y el que yo le di. La borré, pero alenté el insomnio.

No se como me atreví finalmente a salir al pasillo encuerado y con tamaña erección. Afortunadamente no me vio ni el canario, cuya jaula estaba cubierta con una toalla. Entré silenciosamente al cuarto de Lucero y esperé junto a la puerta a que mis ojos se acostumbraran a la penumbra. Dormía boca abajo, despatararda bajo las sábanas. Me deslicé a su lado y despertó al sentir mi mano .

-No te asustes- dije muy quedo–, soy yo, Marcos.

Era el momento más peligroso, pero no me rechazó y empecé a tocarla. Descubrí que dormía en camiseta y pantaleta. Sin cambiar de posición, sin hablar, sin mirarme, me dejó hacer. Le acaricié y oprimí los pechos. Puse mi verga erecta entre sus nalgas, besé su cuello y sus hombros y, finalmente, cuando el ritmo de su respiración había cambiado notablemente metí una mano debajo de la pantaleta y le acaricié los labios vaginales. Con la otra mano empecé a bajarle la pantaleta pero entonces ella cerró las piernas.

No volvió a separarlas. Recorrí su cuerpo a besos desde la nuca hasta la planta de los pies, le di la espalda, busqué sus labios, incluso me hinqué y traté de abrirlas a la fuerza. Los dos hicimos lo que pudimos y ella ganó. Cuando terminó la lucha las sábanas y almohadas estaban en el suelo y ambos jadeábamos. Caminé furioso hacia la puerta y al abrirla la oí hablar por primera vez:

-Buenas noches –dijo.

Estuve a punto de dar un portazo, pero cerré con cuidado. Fui a mear y comprendí que no podría dormirme. Sin planearlo, cuando menos lo pensé, estaba dentro del cuarto de Amalia que, ya lo sabía yo, no compartía con su marido. Me escuchó entrar y prendió la luz. Tenía un camisón escotado que dejaba ver el nacimiento de sus tetas enormes. Habló mucho, pero en voz baja:

-¿Qué pasa?... ¿qué tienes?... ¿qué quieres?... ¡ay, Virgen Santísima!... ¡mira nada más como te has puesto!... ¿estás loco?... ¡piensa en mi reputación!... ¡ay, qué maravilla!

Después, tan pronto hundí mi verga en ella, afortunadamente se calló.

Regresé a mi cuarto en la madrugada y hasta que me despertaron las campanas de misa de ocho no pensé que probablemente Lucero, cuyo cuarto era contiguo al de Amalia, podía habernos oído, pero al verla en el pasillo, después de bañarme, me miró de una manera que borró mis preocupaciones: era evidente que no tenía rencor por lo ocurrido en su cuarto ni idea de lo que había pasado en el de su madre.

Ese día tuve que ir a Cuévano, la capital del estado, por negocios de mi tío. Al regresar estaban los sobrinos de mi tío, jodiendo otra vez. Lucero volvió a besarme, volvió a reírse, volvió a caer la noche.

Dormía en mi cuarto cuando sentí algo que me hizo despertar: unas manos que no eran las mías me acariciaban la verga. Alguien empezó a meterme la lengua por la oreja. Alguien se montó en mi. Iba a decir "Lucero, mi amor", cuando comprendí que la que estaba encima era muy pesada:

-Amalia, mi amor –dije.

El beso húmedo que ella me dio me hizo comprender que había acertado.

Al día siguiente volví a Cuévano y hablé por teléfono con la Chamuca, harta de mi tardanza. Le aseguré que estaba a punto de sacarle el dinero a mi tío y que pasaría a Zacatecas por ella. Esa noche, cuando me duchaba, Amalia entró, se arrodilló ante mi y me mamó la verga. Alguien intentó entrar al baño pero Amalia había puesto el seguro. Mientras la lengua de mi prima recorría cuidadosamente toda mi verga, pensé: "Debo estar enloqueciendo, porque esta mujer me encanta".

Al día siguiente, en el comedor, Lucero, bellísima en sus bluejeans y sin brasier, me dijo:

-Anoche intenté entrar a tu baño, pero no pude.

La llevé al cuarto de dibujo jalándola del brazo. Los cien metros de jardín y las dos puertas fueron suficientes para que, a pesar de la mamada que me dio la víspera su puta madre, llegara yo temblando y con una dolorosa erección.

En el centro de la habitación me dejó que le quitara los jeans, los huaraches, las pantaletas y la playera. Admiré su cuerpo esbelto, tan distinto del robusto y fláccido de su madre. La senté sobre el restirador, coloqué sus tobillos en mis hombros y dirigí mi ansiosa verga a su vagina. La metí poco a poco, sintiendo que llegaba a la gloria, sin saber que en el preciso instante en que mi verga entraba en el cálido receptáculo, la Chamuca, harta de esperarme, llegaba a la terminal de Muérdago procedente de Zacatecas.

La cara de Lucero, mientras le metía y le sacaba la verga era un poema. todo fue tan perfecto que ni siquiera me importó que con el orgasmo mugiera como una vaca y cerrara las piernas con tal fuerza que casi me ahorca.

Cuando regresamos ala casona, la Chamuca estaba ahí, platicando con mi tío, que admiraba descaradamente sus bien torneadas piernas y con una Amalia que miraba furiosa el camino por el que yo llegaba. Nunca un corredor se me hizo tan largo.

Al vernos llegar, Amalia se levantó y camino hacia mi mientras Lucero, pálida, se acercaba a la Chamuca.

-Tu no tienes corazón –murmuró Amalia al pasar junto a mi.

Más tarde, en un momento en que me quedé solo con Lucero, le pregunté:

-¿Estás enojada?

-No –me dijo-. Estoy triste.

En la noche traté de hacerle el amor a la Chamuca pero estuve impotente. Al día siguiente, con el dinero de mi tío, nos fuimos a esconder a una remota playa de Colima.

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