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Volver a Ítaca (lección de filosofía)

en Confesiones

1. FILOSOFÍA ESPECULATIVA.

 

¿De cuantas formas puede uno ver unos pechos de mujer?, ¿cuántas sensaciones distintas puedo eso inspirar?

 

Pueden ser parte de un espectáculo como cualquier otro: podemos decir “vamos al table” en lugar de proponer “vamos esta noche a la planta de luz a escuchar las últimas de Germán Dehesa”, o “en el teatro helénico ponen hoy El Atentado, dirigido por Don Fulanón”, o el cine, quizá “Los doce de Ocean” o, ¿por qué no?, “Naranja Mecánica” por segunda o tercera vez, en mi tele nueva. En el lugar al que voy, las tetas suelen ser firmes, bien puestas, finas, pues, y uno las ve mientras bebe un martini y juguetea mentalmente con la bailarina en turno.

 

Puedes verlos como parte de un impulso de pasión, desnudando a la chica en un arranque para gozar con ella un sexo sin amor y sin futuro, más o menos salvaje, más o menos fugaz. Un free-fresh-flash, pues, de los que (casi) siempre se agradecen.

 

Pueden ser parte de una relación contractual: tu pondrás esto y aquello, aportarás lo de más allá, firmarás unos papeles para que conste (y en caso extremo prometerás que sí, ante el “siñor cura”) y accederás a ellos lunes, miércoles y viernes a las diez de la noche.

 

Puedes pagar por ver, como en el poker, incluso pagar por estrujar, por morder, por torturar, que todo se compra y se vende. Ese es otro tipo de relación contractual, dicho sea de paso.

 

O te paseas por alguna playa de los estados de Guerrero y Oaxaca para verlos al sol, humillados o desafiantes, blancos o morenos, acordes o no con la cara (¡ah!, ¿es que también viste la cara?) de quién los porta.

 

Alguna vez, dicen (no me ha pasado), puedes verlos sin más, como en el cine. Alguna día llegará (Marx me proteja) en que podrás tocarlos y nada sentir, como tocar cualquier cosa.

 

Pero también puedes verlos al cabo de un largo camino, puedes tocarlos y olerlos en un momento esperado durante años, trabajado a fondo, soñado cotidianamente. Y entonces unos pechos de mujer, unos simples y llanos pechos de mujer, alcanzan una categoría distinta, rebasan la física para entrar de lleno en el terreno de la metafísica.

 

Pueden ser Ítaca, la Ítaca cantada por Cavafis:

 

 

2. POÉTICA

 

Cuando salgas de viaje para Ítaca,

desea que el camino sea largo,

y lleno de aventuras y de conocimientos.

A los lestrigones y a los cíclopes,

al irascible Poseidón no temas,

pues nunca encuentros tales tendrás en tu camino,

si tu pensamiento se mantiene alto, si una exquisita

emoción te toca cuerpo y alma.

A los lestrigones y a los cíclopes,

al fiero Poseidón no econtrarás,

a no ser que los lleves ya en tu alma,

a no ser que tu alma los ponga en pie ante ti.

Desea que el camino sea largo.

Que sean muchas las mañanas estivales

en que -¡y con qué alegre placer!-

entres en puertos que ves por vez primera.

Detente en los mercados fenicios

para adquirir sus bellas mercancías,

madreperlas y nácares, ébanos y ámbares,

y voluptuosos perfumes de todas las clases,

todos los voluptuosos perfumes que te puedas comprar.

Y vete a muchas ciudades de Egipto

y aprende, aprende de los sabios.

Mantén siempre a Ítaca en tu mente.

Llegar allí es tu destino.

Pero no tengas la menor prisa en tu viaje.

Es mejor que dure muchos años,

y que viejo al fin arribes a la isla,

rico por todas las ganancias de tu viaje,

sin esperar que Ítaca te va a ofrecer riquezas.

Ítaca te ha dado un viaje hermoso.

Sin ella no te habrías puesto en marcha.

Pero no tiene ya más que ofrecerte.

Aunque la encuentres pobre, Ítaca de ti no se ha burlado.

Convertido en tan sabio, y con tanta experiencia,

ya habrás comprendido el significado de las Ítacas.

 

 

3. METAFÍSICA.

 

Por fin había firmado los papeles de divorcio y una ambigua sensación de tristeza y libertad me invadía. Salí a la calle “como un explorador” (aquí convendría poner la canción entera del Sabina ese, pero supongo que la conocéis) y me puse al día hasta recordar “que a veces gana el que pierde a una mujer”.

 

Dicen (pero Alá es más sabio) que no hay soltero más desaforado que el divorciado novel. Puede ser que un día escriba algún relato al respecto, pero por hoy baste decir que al fin del camino di el segundo paso del divorciado: recuperar a los amigos, a las amigas sobre todo, abandonados o descuidados por culpa de las obligaciones conyugales. Así que le hablé a esta, cené con aquella y follé con la de más allá, lindas y queridas chicas todas.

 

Sólo me faltaba... “Penélope” (pues que de Ítaca hablamos). Escribí su nombre en un buscador. Las quince letras de su nombre. Asuntos privados, demasiado largos de contar, la habían separado de mi durante ocho años. Ocho años, maldita sea, puta madre, qué pendejo es uno. Ocho años.

 

Ocho años en los que no pasó día sin pensar en ella, ocho años, día por día, añorándola, deseándola, amándola, odiándola. Ocho años de que me fui, de que hice caso a otras voces y me hice a la mar (salí de Ítaca, porque un viejo juramento me obligaba), encontrando otras mujeres, otras tormentas, hundiéndome en otros coños, perdiéndome en otros brazos, hasta que atraqué un día y amarré la barca al puerto (me casé, pues), como si un lobo de mar pudiera quedarse en tierra, como si no hubiera leído a Machado (“Érase de un marinero/que hizo un jardín junto al mar/y se metió a jardinero./ Estaba el jardín en flor/y el marinero se fue/por esos mares de Dios”).

 

El buscador me dio una cuenta de correo, pero esperé todavía una semana antes de escribirle. Un diablillo (¿o un angelito?) susurraba a mi oído que no le escribiera, que no reincidiera, que “esa mujer” me traía mala suerte (como le recuerda Sam a Rick en “Casablanca”), pero su bien preparado discurso se fue a las heces fecales cuando, en un descuido suyo, oprimí la tecla “enter”.

 

Al llegar al curro el día siguiente tenía su respuesta en mi ordenador. Pocos días después comimos y pareció que no habían pasado años, y no porque a sus 32 estuviese más guapa que a los 24, sino porque hablamos con la naturalidad de otros tiempos, cuando tenía claro que era el amor de mi vida, que no había otra, que nada como estar junto a ella, aunque su situación, las habladurías de los otros, la puta suerte, nos hicieran ser sólo mejoresamigoscomohermanos (¡argggghhh!)

 

Comimos. Creo que os tengo hasta el gorro con mis digresiones gastronómicas, así que baste decir que la carne era superior, las verduras frescas y bien aliñadas y la ocasión ameritaba un buen vino de Mendoza. Al caer la noche, luego de varias horas, cuando fumaba cuidadosamente un largo y figurado partagás-presidente, con un wisqui para acompañar su cerveza, ella me dijo que tenía muchas cosas que decirme, “pero no hoy, y no tan sobria”.

 

La semana que entra, me dijo, y nos despedimos. Pero una hora después marqué su número (ocho años después lo seguía guardando mi memoria) y exigí “mañana”. Y ese “mañana”, llegué a su casa a las once. En mi macuto llevaba queso, pan y vino: marqués de Riscal para mí y el Chianti que ocho años atrás ella prefería. Sabía que estaría sola por largas horas y esperaba ese “no tan sobria”.

 

Y el momento llegó. Mick Jagger cantaba su canción (la de “Penélope”) cuando ella me dijo que me amaba. Que entonces me amó como yo a ella... y empezó a contarme lo que quería contar, eso de lo que no debo, no puedo hablar.

 

Cuando la segunda lágrima salió de esos ojos en los que me ahogaba como si no hubiesen pasado ocho años, como si hubieran pasado ocho años, mi diestra voló a su cara. No nos habíamos tocado salvo para el abrazo del saludo. Mis dedos enjugaron su mejilla...

 

 

4. FILOSOFÍA DE LA HISTORIA

 

Hace unos pocos meses escribí un relato que ahora, en pro de la cabal comprensión de esta historia, debería transcribir, pero no pienso hacerlo. Conté ahí que la amé y que me probó que el amor existe, que no todo puede ser enmarcado en los parámetros de la razón.

 

Conté que años después de despedirnos la vi a diez metros de mi, en la fila de un vuelo de Mexicana de Aviación Rumbo a Chetumal y, mientras avanzaba la fila, recordaba la vieja historia, nuestra historia de amor casi consumado, interrumpido de tajo en mala hora.

 

Algunos leyeron ese relato aquí, o lo han leído, pues lo repuse, pero no podrtán leer sus comentarios originales. Conté ahí, mal contado, cómo la amé y como un día, sólo un día, en la oscuridad, fue mía... o casi. Mía como yo fui suyo siempre, desde el primer día, porque ella hizo real aquella canción de mi tocayo Milanés: “Recuerdo el día exacto en que te conocí”.

 

Vale. El cuento era una añoranza, y nuestra bella Pau puso:

 

“Sandokán... ¿que paso en el viaje hacia Chetumal?

”Sírveme otro trago, que no quiero que la impaciencia me mate...

”Uff, a ver... me ha gustado la forma como nos lo has contado,

y hay pequeños detalles, comparaciones... que me han gustado mucho, cada vez mejores tus historias...

”Pero reivindico una segunda parte, el final de esta historia...

”Ese encuentro casual en los asientos del avión...

”Besososos”.

 

Y yo le contesté:

 

“Mil gracias, Pauline... pero tengo un problema, un grave problema:

”No me la he encontrado en parte alguna, ni fuimos a Chetumal... de hecho, hace años que no la veo...

”¿Cómo podría escribir el reencuentro, si no hay tal?

”Creo que es demasiado para mi fantasía...

”Duele. Mucho. Todavía.”

 

Luego subí un relato a “generales” del lado oscuro. Una carta, una llamada de auxilio, un grito que exige el reencuentro. Estuvo ahí tres días y lo borré, aunque algunos contestaron...

 

Y, Güera querida, creo que sí, Edd dejó abierta la ventana y las polillas salieron por el balcón. Sí, Odiseo, el tono es extremadamente subjetivo. Sí, Anita preciosa, hay un alma desnuda y un sueño por realizar. En fin, Andreíta, verás que la melancolía no es ajena a mí, aunque a veces escriba relatos más o menos artificiales sobre capitanes de pelo en pecho y doncellas de dorada piel.

 

 

5. FENOMENOLOGÍA.

 

Mis dedos enjugaron su mejilla y ella los retuvo. De ahí a sus labios el trecho es corto, pero pasaron varios minutos, largos, antes de que mi mano bajara esos pocos centímetros. Podría hablarles, hermanos, de sus ojos y su boca, pero me prometí que sólo mentaría sus pechos.

 

El reloj de pared marcaba las dos: llevaba ahí tres horas. Cuando empezamos a besarnos, cuando recuperé su sabor a tabaco y a miel había pasado una hora más, y otra, se los juro, hubo de transcurrir para que se sentara en mi regazo.

 

Al besar mis dedos pronunció el nombre con el que me llamaba, una especie de diminutivo, una corrupción anglosajona del nombre con el que me bautizaron, dos sílabas que veté hace ocho años, que desterré, dos sílabas cuya pronunciación, referida a mí, prohibí a mis amigos viejos y nuevos, dos sílabas solo suyas. Pronunció esas sílabas a las que antepuso el posesivo “mi”. Y si soy “su” (esas dos sílabas). Siempre lo fui, lo sigo siendo.

 

Bailamos. La recosté en el sofá y la besé, recuperé sus labios y su lengua. Volví a tocar, luego de ocho años, su breve cintura, sus suaves caderas, sus pechos, la cálida cara interna de sus muslos. Ocho años antes había la había besado y acariciado y ahora mis manos y mi boca recuperaban el terreno perdido. Me sentía como debió sentirse un partisano del Partido Comunista Francés desfilando por las calles de París en la primavera de 1945.

 

Aquella vez no “consumamos” el acto (remito al viejo relato): “únicamente” pude acariciarla, tocarla, besarla bajo las sábanas, una noche oscura. Y luego de dos semanas de locura se acabó todo... o así lo creímos ambos durante ocho años.

 

Ahora recuperaba, reconquistaba. Pero también probaba, gozaba, dejaba al minutero caminar con su habitual parsimonia mientras la mujer de mi vida estaba otra vez en mis brazos. Pero ella, chicos, no quería ir más lejos. Sí trataba de subir la mano más allá de la frontera de sus bragas, ella se movía de tal modo que la mano regresaba al muslo. Cuando intentaba subir su blusa para descubrir sus pechos, una de sus manos interrumpía sus caricias para volver la ropa a su sitio.

 

Sus pequeñas manos, de finos dedos, redescubrían mi cara y mi pecho, buscaban mis brazos, tocaban, recuperaban también: siempre fui suyo, ¡pero pasaron tantos años...!

 

Por fin, dos horas después de que enjugara su segunda lágrima, me senté en una silla y ella, levantando su larga falda, descansó a horcajadas sobre mí. Mi verga pedía guerra una hora ha, pero mi corazón marcaba la pauta y le exigía paciencia. Por supuesto que ella notó mi erección, como antes había notado mi excitación, pero seguía resistiéndose. Tuve que pedirle explícitamente que se quitara la blusa: tomándola con ambas manos le rogué: “quiero verte”, y ella me dejó hacer, tras unos instantes de vacilación.

 

Entonces sus pequeños pechos saltaron, quedando a la altura de mi cara. La luz entraba plena por la ventana y se reflejaba en ellos, y los vi, los vi, los vi.

 

Son pequeños y redondos como manzanas, de piel aterciopelada como melocotones, de color y textura sin parangones botánicos posibles, coronados por pequeños y erectos pezones rosados. Me harían falta la expresividad y el uso del idioma de la bella Pau en ese sublime "Pechos ajenos" que tan bien conozco y que nuevamente ha subido al foro,

para describirlos como hace falta, pero a falta de su pluma tendré que aporrear por mi mismo el teclado. Por que a fin de cuentas no se trata de hablar de tamaños, texturas, colores, olores y sabores, sino de sensaciones, y mi pluma es harto hirsuta para reproducir las que entonces me embargaban. Puedo decirles, no obstante, que me hundí en sus pechos, que los probé, que acaricié cada milímetro de su clara piel, que admiré su forma y la elegante línea de su nacimiento, muy a tono con el plano abdomen.

 

Debo decirles, porque no puedo olvidarlo, que traté de contar sus pecas, que traté, sin lograrlo, de probar, de sentir cada una de esas pequeñas “imperfecciones” de la pigmentación de su piel. Sus pecas. Una a una, a ocho centímetros de mis anteojos lennonistas (o trostskistas, que no leninistas), al alcance de mi lengua, de mis dedos.

 

Debo decirles que por una tarde larga me sentí en paz con Dios y con el mundo.

 

Y finalmente cedió. Rato hacía que mi camisa había ido a acompañar en el suelo a su blusa, llevaba tiempo frotando su sexo contra el mío con muelles movimientos de cadera, cuando abandoné la meditación zen en torno a sus pecas y bajé en busca de su sexo. Sentados como estábamos hurgué en él, acaricié esos labios, sentí su humedad. Con un rápido movimiento de caderas hice bajar mis pantalones y, como no quería que se moviera un centímetro, terminé de enrollar su falda, hice a un lado sus bragas y, con su invaluable ayuda, coloqué la dura cabeza de mi amigo predilecto en la estrecha entrada de su húmedo orificio.

 

Pero antes de seguir necesito fijar para siempre, en mi traicionera memoria, la imagen de sus pechos, de esos pechos que durante tantos siglos esperaron por mi, de esos pechos, bellos y anhelados, que acaricié con extremo cuidado, de las pecas, de cada una de las pecas que los cubrían...

 

 

6. TEOLOGÍA.

 

Se puede alcanzar el cielo. En el medioevo se proponían varios caminos, tan cansados y complejos que en el siglo XVI Calvino y sus intragables secuaces propusieron que nada de lo que uno hiciera tenía sentido, pues de antemano era salvo o estaba condenado.

 

Pero nada tan ajeno a mi idea del mundo que los choros puritoanos y calvineros, así que mi camino al cielo es terrenal. Pasa por un buen vino y un buen bife, un cordero de asador, unos chiles en nogada; un tabaco bien torcido (en La Habana, necesariamente) fumado mientras se bebe a lentos sorbos un viejo Armagnac; un relato de Pauline (pongo por caso); un buen libro; los Pumas campeones (¡bicampeones!) o la selección nacional llegando a semifinales en el mundial de Alemania (y yo viéndolo en vivo y en directo en el Allianz Arena de Munich); una larga caminata por una ciudad desconocida pero, principalmente, un sexo de mujer.... porque los demás son caminos largos y escabrosos.

 

Y, debo decirlo... no cualquier sexo de mujer. No siempre se llega a la gloria, no siempre es ese el camino al cielo. El sexo de una mujer amada, de una mujer deseada con fervor extremo... lo que puede suceder durante un par de horas, un par de horas de deseo feroz, tan feroz que permitan esgrimir las mejores armas, recordar las estocadas más certeras, ejecutar hábilmente aquella aprendida de don Jaime Astarloa o uno de los siete métodos de desarme del caballero de Pardaillan, conde de Margency... o aquella estocada favorita de mi amigo queridísimo, el teniente Artagnan, que sólo fue parada una vez, por el sutil hierro de mi no menos amado amigo el conde de la Fére.

 

No cualquier sexo de mujer, pero sí este. Era como dejar de ser virgen otra vez, como aprender de nuevo desde el momento en que la cabeza (la sinhueso, diríamos acá) encontró la entrada del estrecho orificio.

 

Una de sus manos guiaba mi miembro mientras yo la guiaba a ella completa con mis manos agarrando firmemente su cintura. Su tacto, sus dedos en mi verga eran un sutil adelanto de lo que venía.

 

Algún día trataré de calcular cuanto mide la superficie de mi verga, para saber cuantos filamentos nerviosos de delicada terminación corresponden a cada milímetro cuadrado. Cada una de esas terminales recibía su caricia conforme la verga se deslizaba suavemente dentro de ella.

 

Hundí la cara entre sus pechos, sus blancos, pecosos pechos, mientras ella me cabalgaba. En un principio intenté guiarla pero pronto la dejé a su aire, subiendo y bajando hasta hacerme ver estrellas, hasta llevarme al cielo.

 

Su boca buscó la mía cuando empezó a acelerar sus movimientos hasta que explotó en breves gemidos, mordiéndome el labio inferior hasta hacerme daño. La detuve unos segundos, esperando que pasaran los últimos espasmos de su orgasmo. La levanté entonces, atrayendo con fuerza sus caderas contra las mías para que mi hijo predilecto no perdiera su recién descubierta morada, y alzándola en vilo la llevé a la alfombra donde, tras desabrochar su falda, reinicié el viejo mete saca, suavemente primero, buscando que mi pubis trabará íntimo contacto con su clítoris tanto como mi verga lo hacía con las firmes y viscosas paredes de su vagina.

 

Entraba despacio, hasta el fondo, y salía hasta el inicio de mi inexistente prepucio, sintiendo cada embate como la primera entrada, como la toma de posesión de tierra nueva. Cuando ella empezó a gemir yo olvidé la prudencia inicial, dejé de pensar y sólo atendí mi placer, me concentré en esos pocos centímetros cuadrados de piel que en ese momento me hacían uno con ella, que me ataban a ella, que cambiaban la historia.

 

A punto de llenarla, cuando el vacío que precede a la gloria apareció, ella anunció su orgasmo con una especie de balido largo y alto, que precedió a nuestro abrazo, a la siguiente fusión de nuestras lágrimas, a la certeza de que por un azar inexplicable, teníamos una segunda oportunidad.

 

 

7. DIALÉCTICA.

 

¿Y ahora qué, eh?, como dice Alex de Large cada vez que es necesario (en el libro, no en la magnífica adaptación fílmica ni su versión pambolera encabezada por el jefe Cruyff).

 

Si les contara lo que está pasando, sabios y queridos amigos de la red (sabios, dicho en serio, sabios que conocéis el amor y el cuerpo) os pediría consejo. Pero he decidido no pedir consejo nunca más, no obrar de otra forma que no sea la que mi corazón indique.

De todos modos, para pedir consejo tendría que contarles y hay cosas que no puedo contarles, ni aun camuflado en el anonimato que la red presta: los caballeros no tenemos memoria. Los caballeros no hablamos nunca de ciertas cosas.

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