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Una Capúa Provinciana (2)

en Grandes Series

Una Capúa provinciana 2

 

Sin responder a la proposición de Engracia, le ordené que se fuera y salió, descalza y discreta, por donde había llegado. Me recosté en el sillón y dejé que mi mente y mi cuerpo recordaran, mientras el tabaco se consumía. Sin abrir la puerta, avisé con un grito a mis subordinados que ahí dormiría.

Soñé con ella, soñé una confusión de piernas y pechos, soñé su sexo arropando mi verga, que estaba firme como una roca. Seguía como atontado, alucinado por el placer recibido, por su figura, por los movimientos de su cadera, que aún creía sentir.

Entre esos sueños sentí una tibia humedad en torno a mi miembro. Creí primero que era parte del sueño hasta sentirla demasiado real, porque lo era. Abrí los ojos para ver la rubia cabellera de Engracia a la altura de mi pubis.

Nunca antes me la habían mamado y al principio me alarmé al sentir cómo sus pequeños dientes se encajaban ligeramente en la mitad del tronco de mi rígido miembro, pero la acción de sus labios, apenas besándome la cabecita, me hicieron saber que seguiría recorriendo caminos ignotos.

Cuando tomé su alborotada cabellera levantó la mirada, clavando en mis ojos sus dos verdes fanales, para regresar de inmediato a donde estaba. Ahora su lengua, áspera y fuerte, iba de la base a la cabeza de la verga, acariciando, para luego meterse un buen pedazo de mi teniente coronel en la boca. Lo que vino entonces fue asombroso: su boca succionaba, sus labios bajaban y subían, su lengua jugaba, todo al mismo tiempo. Yo sentía un río de fuego recorrer mis venas y concentrarse en mi verga, sentía que estaba descubriendo el mundo, sentía que nada de lo hasta ahí vivido había valido la pena.

Lamenté una vez más, pero ahora por razones distintas a las que me llevaban cotidianamente a lamentarlo, aquel acto incalificable en Durango, lamenté a la puta francesa y a mi soldadera, lamenté haber empezado antes. Sentí que era una tontería querer cambiar el mundo, refundarlo sobre nuevas bases, construir una sociedad justa, un país fuerte: si existía Engracia, si sabía hacer eso, el orden del mundo era cabal. Pensé que no volvería a enorgullecerme de las tres balas que hirieron mi cuerpo en Chihuahua, en octubre del año 13.

Mi cuerpo entero empezó a temblar anunciando la avenida del fluido de la vida y Engracia aceleró sus movimientos y la fuerza de la succión, yo gemí cuando alcancé el paraíso, perdí brevemente el contacto con la realidad y cuando abrí los ojos, vi sus labios manchados con mi semen.

Lancé un largo suspiro y dije:

-Necesito un baño.

-Ya lo creo. Lo tengo preparado.

Y me condujo, en su divina desnudez, por el frío y oscuro pasadizo por el que la noche anterior había entrado, hasta sus aposentos, que le habíamos permitido conservar la víspera, cuando tomé posesión de la casona para mi y mis oficiales.

Una linda criadita indígena, semivestida o semidesnuda, tenía lista la bañera, en la que me sumergí con fruición, y mientras la criada me echaba agua caliente y perfumada con una jarra, Engracia me enjabonaba. Cada vez que la criadita se inclinaba me mostraba su busto generoso hasta que me fue imposible resistir la tentación y extendí mi mano, que acarició la suave fruta redonda, acarició y expropió, sin que la expresión de la fámula mutara en lo más mínimo.

Hundida en el agua caliente, mi verga recuperaba poco a poco su rigidez. Cuando se hizo perceptible, Engracia me dijo:

-Pablito, relájate que hoy te esperan bocados dignos de un cardenal y no esta pinche india. Además es muy puta: ayer se cogió a tres o cuatro de tus oficiales y no creo que quieras los restos de tus inferiores.

-No son mis inferiores sino mis compañeros, mis hermanos de armas, y no debes referirte así a esta señorita –le dije, ofendido en lo que quedaba de mi espíritu revolucionario-. No en mi presencia.

-No te preocupes por ella, que sólo habla otomí, mi rey, además de que me es perrunamente leal...

-Déjalo de ese tamaño –la interrumpí.

Estaban listos espuma y navaja y me afeité, mientras ellas me secaban engominé las guías del bigote. Me peiné y me enfundé en mi uniforme. Abotonando mi guerrera le dije:

-¿Bocados de cardenal?, ¿después de lo de ayer?, eso tendré que verlo.

-Lo verás. Tu solo te darás cuenta –dijo.

Regresé a la biblioteca por donde había venido, mientras ella se vestía. El sol estaba alto y mis oficiales estarían preocupados por mi largo encierro. Enfundé la smith and wesson con cacha de nácar, regalo de mi general Villa y, antes de abrir, revisé rápidamente el decreto de expropiación de los bienes del clero que dejé inconcluso la víspera y el guión para redactar otro decreto sobre la jornada laboral de 48 horas. Noté irritado que alguien, es decir Engracia, había revisado esos papeles durante mi sueño, aunque no le di la importancia debida.

Mi compadre, el mayor Celedonio Jiménez, me abordó notoriamente intranquilo cuando por fin abrí la puerta:

-Compadre, me había preocupado su tardanza. Los cuervos, mochos y ratas de sacristía, los familiares del cacique y los otros viejos ricos que ayer aprehendimos y hasta el mismísimo secretario del obispo y tres o cuatro curas más han estado incordiando desde ayer. Ahora mismo lo están esperando.

-Que esperen sentados –dije. –¿Qué hay para desayunar?

-La señora de la casa ordenó que se preparara un pozole de cabeza para los oficiales, que nos esperan hambrientos, compadre.

Era claro que la maldita conocía mis gustos, porque cinco minutos después estaba a la mesa, aspirando el aroma del pozole antes de dar cuenta del maíz en flor y de la cabeza de cerdo que forman el alma y la sustancia del espeso caldo, con sus tostadas, su crema, sus rabanitos, su cebollita picada, su orégano y su limón marcialmente formados en el centro de la mesa, junto a tres o cuatro jarras de esa fresca cerveza casera que había dado fama a la mesa de los Tarragona en todo el estado de Plan de Abajo.

Me acompañaban a la mesa el mayor Jiménez (mi compadre Celedonio), el capitán Ignacio Espino, jefe del único escuadrón con que me había quedado; tres tenientes y tres jóvenes subtenientes, además de mi secretario Enrique. Hablamos de mujeres y traiciones y fuimos consumiendo las botellas, mientras impartía instrucciones a mi compadre y al capitán. Alargaba la comida aposta, para obligar al gordo attaché del obispo y a los demás cuervos a esperar de pie.

Mientras mi compadre, a la cabeza de cincuenta jinetes, marchaba a ocupar las haciendas confiscadas por mi decreto de la víspera, recibí a la representación del clero: dos venerables párrocos ya ancianos; el padre Juan, mi mentor en el seminario; y el padre Carlos, el joven y brillante attaché del obispo, rollizo, de rojas barbas y costumbres licenciosas. Detrás de ellos, con sumisa y recatada apariencia, más falsa que las promesas revolucionarias de nuestros enemigos, los carranclanes, entró Engracia: ¡quien así la viera no imaginaría jamás que apenas una hora antes devoraba golosamente mi leche!

El padre Carlos llevó la voz cantante. Estaba enterado de mis intenciones de expropiar la hacienda Salsipuedes y obtener un préstamo forzoso del clero, y con meliflua voz ofreció que, a cambio de mi promesa de no hacerlo, gestionaría otros beneficios, entre ellos el secreto de un entierro de oro y municiones en tierras de los Tarragona y, añadió con intencionado tono:

-Doña Engracia, aquí presente nos ha contado su afición por el arte sacro. En el convento de las hermanas clarisas hay una serie dedicada a Salomé –a Salomé, qué insinuación tan poco sutil- que la venerable madre abadesa podría mostrarle.

No está de más decir que la venerable abadesa pasaba por ser una de las mujeres más bellas y más putas del Plan de Abajo. Contesté al cura que meditaría mi respuesta y los eché de mi presencia cuando iniciaban sus descaradas genuflexiones. Engracia salió con ellos: la traidora les había llevado el chisme de mis planes, la puta.

Esa fue mi segunda cesión del día: si ya había decidido respetar el patrimonio de "doña Engracia", al preferir comprobar si eran reales ciertas historias que sobre la venerable abadesa circulaban, me alejaba de plano de la línea de conducta que me tracé cuando recibí el nombramiento de comandante civil y militar de la plaza.

Inmediatamente después de la marcha de los curas, entraron los cuatro varones y las dos mujeres que don Ramón había procreado con su primera esposa, acompañada la mayor de las mozas de su marido. Los cinco señores oscilaban entre los 23 y los 36 años, cinco cuervos de levita, el mayor de los cuales había sido alcalde durante el espúreo gobierno de Huerta, lo cual era suficiente para mandarlo fusilar, dicho sea de paso.

Pero no es cuestión de hablar de los cuervos sino de las mozas, que me impresionaron nada más entrar, pues aunque eran de mi generación (tenían 26 y 20 años, supe luego), nunca las había visto, pues su celoso padre las había tenido apartadas del mundo en un internado de monjas en Cuévano, la capital del estado... con resultados contraproducentes, aunque don Ramón nunca lo supo.

La mayor, Martha Tarragona, tenía una hermosa cabellera de color castaño claro y unos expresivos ojos verdes. El sobrio vestido de medio luto apenas disimulaba la turgencia de sus senos, la generosidad de sus caderas, la brevedad de su cintura. Su delgado tobillo y el inicio de la pantorrilla, que asomaban debajo de las enaguas anunciaban un cuerpo decantado por generaciones de buena crianza.

De la menor, Alejandra Tarragona, se contaban algunas historias apenas susurradas: se decía que no obstante la rigidez del internado en Cuévano, "había arrastrado su apellido por el fango", sus ojos negros y sus cejas formaban un conjunto bellísimo con una aristocrática nariz y una piel de color marfil que contrastaba con el sonrosado cutis de su hermana. Su figura, menos voluptuosa, era más alta y elegante y su expresiva mirada oscilaba entre la insolencia y el desdén.

Yo las admiraba mientras el antiguo alcalde peroraba algo sobre el debido respeto a la vida y la propiedad y traía a cuento la Constitución. Tanto las miraba que logré despertar cierto interés en los ojazos azabache de la una y la clara mirada de la otra.

Y es que está mal que yo lo diga, pero no tenía mala planta: con mi uniforme reglamentario de coronel de las caballerías villistas, abotonada la guerrera hasta el cuello, recién afeitado, con los bigotes en punta y la mirada fiera (dicen), sin más adornos que mi pistola de cacha de nácar al cinto y las tres estrellas doradas de mi rango en los hombros y en el elegante sombrero tejano que descansaba en el sofá. Era yo joven (en menos de dos meses he envejecido veinte años), de mediana estatura ("amigo de los amigos") y la campaña me había embarnecido, de modo que la guerrera y las botas de montar resaltaban las viriles líneas de mi torso y mis piernas. Todo eso lo asumí no cuando Engracia me sedujo, horas antes, sino cuando noté la intención de las miradas de Martha y Alejandra.

En ese momento recordé al vuelo la frase final de Engracia, la noche anterior. Más que la cerveza del desayuno, fueron los ojos de las mozas los que se me subieron a la cabeza, por lo que interrumpí la perorata del abogado y llamé:

-¡Capitán!

-A sus órdenes, mi coronel –dijo muy formal Ignacio, entrando al aposento.

-Ponga a estos cuervos a buen recaudo, con los otros de su calaña.

-A la orden –y diciendo y haciendo, hizo que seis soldados arrearan con la recua y quedé a solas con las hermanas Tarragona.

-Señora, señorita –me dirigí muy ceremonioso a una y a otra. –En sus manos están las vidas de su padre y sus hermanos.

Ahora sí, la lenta mutación que desde la víspera se operaba en mí, se había consumado: iba a hacer exactamente lo que Engracia quería que hiciera, la bruja iba a manejarme como a un títere: sin saberlo, con esa tercera decisión acababa de convertirme en un contrarrevolucionario.

Martha sonrió, con una mezcla de picardía y desprecio, y dijo:

-¿En nuestras manos, señor coronel?, ¿y de qué manera?

-En sus manos, señora, y en otras partes de su cuerpo. Y a juzgar por su sonrisa, usted sabe muy bien de qué manera.

-Creo que se a qué se refiere, coronel. ¿No le parece indigno de su rango y posición?

-Me parecería indigno de su belleza no trastocar mis principios, no olvidarme de quien he sido, para alcanzarla, para hacerla mía –le dije.

-¿No es a la señora de la casa –intervino Alejandra- a quien corresponde rogar por la vida de su marido, mi señor padre?

Una nueva idea germinó en mi. Dejé que trabajara en silencio mientras sostenía las duras miradas de las mozas y cuando la hube terminado, grité:

-¡Capitán!

Entró Ignacio otra vez.

-Haga venir a Enrique y a la señora de la casa y pase usted con ellos.

Llegaron los tres, ella vestida como una señora, tan guapa, tan joven como sus hijastras; ellos, dos jóvenes norteños, atractivos en su uniforme caqui... puede ser que la idea fuese mejor de lo que en un principio supuse. Las miradas de odio que intercambiaron las tres mujeres podían cortarse, tenían consistencia física, carajo. Ordené:

-Cójansela.

Enrique me miró asombrado e Ignacio inició una débil protesta:

-Pero, mi coronel, no creo...

-Aceptado. Di mal la orden –y volviéndome a Engracia, ordené-: ¡cógetelos!

Podría ocupar tres páginas, seis incluso, solo para describir cómo se desnudó Engracia, lentamente, ante los cinco pares de ojos que la seguían con deseo, con ira, con sorpresa y cómo, ya desnuda, se colgó del cuello de Ignacio, le dio un largo beso y luego bajó sus manos para desabotonar su guerrera.

Solo ella se había movido hasta ese momento, pero había que remediarlo. A las dos mozas y quien esto escribe nos separaba un largo escritorio de la hetaira y mis oficiales, de modo que insensiblemente habíamos terminado por apoyarnos en él. Yo estaba en medio de las dos hermanas y tuve un momento de duda que resolví con rapidez.

Me acerqué a Martha, que respiraba agitadamente, me coloqué detrás de ella y fui deshilando la complicada trama de su vestido, sin que ella dijera nada: sólo aumentaba el ritmo de su respiración. Cuando por fin pude deslizar su vestido al suelo, ya Engracia había desnudado a mis dos subalternos y cabalgaba a Ignacio mientras chupaba la verga de Enrique, cuyos gemidos –los de ambos-, sumados a la escena, tenían mi verga, aunque usted no lo crea, a punto de turrón.

No podía espera más, de modo que sacando un afilado abrecartas del cajón, corté corpiño y corsé, bragas y sobrebragas, medias y ligueros, para apreciar su espléndida desnudez. La muy puta no se había movido, salvo para quitar sus manos del escritorio y permitir que el vestido se deslizara hasta el suelo. Ahora, completamente desnuda, seguía recargada como al principio, suspirando.

Mientras me desvestía más que aprisa, admiré sus redondas nalgas, carnosas y firmes, el rosado color de su piel, la firmeza de sus piernas. Su cabellera castaña, cayendo sobre su espalda desnuda, daba un toque de color. El casi imperceptible movimiento de sus caderas tenía una fuerza de atracción mayor que Júpiter, de modo que desnudito por fin, me acerqué otra vez por detrás, abrí sus piernas ligeramente y la obligué a inclinar, solo un poco, su cuerpo. Acto seguido la penetré.

Mi verga entró de golpe, llevándome, otra vez, a la gloria. Sus lentos vaivenes se aceleraron un poco y, sintiendo que mi vida entera se concentraba en la piel de la verga, eché una ojeada al panorama.

Alejandra se había sentado en el sofá de tal modo que podía vernos a mi y a su hermana mayor al mismo tiempo que a su madrastra y mis oficiales; se había levantado la falda mostrando sus esbeltas piernas y tenía la mano dentro de sus bragas. Los otros habían mudado postura: Ignacio seguía tendido boca abajo pero era Enrique quien penetraba la soberbia grupa de la puta, que se elevaba hacia el cielo, mientras su boca trabajaba para reanimar la verga de Ignacio.

Apresé la cintura de Martha y aumenté la intensidad y el ritmo del mete saca. Cuando empezó a gemir Engracia levantó la vista, se sacó de la boca la verga de Ignacio y exclamó:

-¿Vez, niña, como eres igual de puta que yo?

-¡Más que tú, mamita, más que tú! -respondió.- ¡Mírame, mírame!

Yo, a quien miraba, era a Alejandra: sus doradas piernas, su agitado seno, su negra melena en desorden, la turbia mirada que prometía tanta gloria futura... en un futuro muy cercano. Estaré loco, pero al derramarme dentro de Martha, pensaba en Alejandra, que gemía con los ojos entreabiertos.

Unos fuertes toques en la puerta me hicieron volver a la realidad.

-¿Quién chingáos? –grité con la estentórea voz que reservo para los combates.

-¡Yo chingáos! –contestó una que voz que reconocí-. ¡Tu compadre Juan, con un mensaje urgente del Cuartel General!

-Ah, chingá- dije en voz más baja-. ¡Ya abrimos, espera!

Mi compadre Juan era el coronel Juan B. Vargas, de la escolta de "Dorados" del general en jefe, esos oficiales de órdenes, ese cuerpo de élite cuya leyenda no se apagará nunca. Los cinco que estábamos desnudos nos vestimos apresuradamente (Alejandra sólo tuvo que bajarse la falda), escondimos la deshecha ropa interior de Martha en un cajón y, acalorados y sudorosos, en medio de un olor que hizo a mi compadre fruncir el ceño, abrí la puerta.

-Señoras –ordené-. Hagan el favor de prender el carbón, porque al señor coronel le gusta la carne asada. También mejoren los frijoles bayos con su tocinito y su chori...

-No compadre, no tengo tiempo para comer, te entrego la orden y me retacho a Irapuato.

-Bueno, dácala p´acá.

-Ahistá, y nostamos viendo pronto, ya verás.

-Salud, y abrazos para los amigos. ¿Nadie ha muerto?

-Sí, compadre: el general Martiniano Servín falleció ayer en Monterrey, a resultas del pelotazo que le dieron en la batalla de Ramos Arizpe- me contestó.

-Mándale un telegrama de pésame, de mi parte, a mi comadre Juanita y a los hijos del compadre Martiniano, en especial a Pablito, mi ahijado.

-Así lo haré tan luego llegue a Irapuato, compadre.

-Pues nos estamos viendo, y cuídate de las balas.

-Que se cuiden ellas, compadre... usted cuídese de las mujeres –dijo, mirando con mala intención a las dos bellísimas hembras que estaban tras de mi; dos, pues Alejandra permanecía dentro del despacho.

El coronel Vargas montó de un brinco a su soberbio alazán tostado y, con los cinco oficiales de "Dorados" que lo escoltaban, volvió grupas. Yo regresé al escritorio, utilicé el abrecartas por segunda vez en el día, para un menester más propio pero menos grato, y ordené:

-Señoras, igual vayan preparando la comida. La señorita esperará conmigo. Señores, hagan el favor de acompañarlas.

Salieron los cuatro, quedando Alejandra en el sofá, mientras leía la carta, firmada por el general Manuel Madinabeitia, mi compadre, jefe del Estado Mayor General de la División. Era una orden perentoria para reclutar 300 mozos en la región, armarlos en la medida de lo posible, enseñarles los rudimentos del arte militar y conducirlos cuanto antes a Irapuato, donde serían convenientemente armados: en aquel nudo ferroviario se concentraban las fuerzas leales, pues el perfumado Álvaro Obregón avanzaba hacia Querétaro al frente de un poderoso ejército y los matarifes de Diéguez y Murguía acababan de derrotar a mi general Fierro en Guadalajara, recuperando la plaza.


La orden era perentoria. No sería muy difícil reclutar los 300 mozos de marras, pero alimentarlos y vestirlos ya no era empresa fácil... pero antes de contarlo necesito refrescar el gañote y si sigo con el tequila no tendré buena presencia, no, mañana ante el pelotón de fusilamiento.

 

 

Huímos en masa, sin que ninguno de los jefes de la línea pudiésemos hacer nada para evitar la catástrofe. La derrota parecía segura y los jinetes carranclanes segaban decenas de vidas con sus sables, sin que nadie volteara para hacerles frente. Sólo los que estábamos más cerca de la carga enemiga pudimos presenciar el milagro: mi general Villa, al frente de dos o trescientos "dorados" (esa vistosa y eficaz escolta de oficiales a ña que alguna vez pertenecí, equiparable a los Granaderos de la Guardia de Napoleón el Grande), cargó de flanco contra la despreocupada caballería enemiga, obligándola a volver grupas, cruzar el río de mala manera y reagruparse en la serranía aledaña.

Mientras los centauros de la escolta de "dorados" perseguían al enemigo, Villa juntó a los que huíamos de manera verdaderamente fantástica: montado en su legendaria yegua "Siete Leguas", gritaba con modulaciones que iban de la cariñosa persuasión al grito de mando, del tono paternal al denuesto:

-¡Fórmense mis hijitos!, ¡fórmense, muchachitos, porque los van a matar!, ¡fórmense, amigos, fórmense que si corren así nos matan a todos!, ¡¡fórmense, hijos de la chingada!!

Y así, pistola en mano, haciendo caracolear a su yegua entre los aterrorizados soldados, logró parar la fuga, salvando a la División del Norte del desastre. Los soldados que minutos atrás huían aterrorizados, regresaban riendo a las posiciones que habían desamparado, recogiedo de paso, entre chanzas e insultos, las armas, carrilleras y pertenencias abandonadas en la precipitada fuga:

-¡Óyeme, hijo de tal, ese sarape es mío, auténtico de Saltillo!

-¿Quién jijos de la chingada se clavó la mitigüeson (por Smith and Weson, los revolver .44 que preferíamos sobre cualquier otra arma corta) que traigo desde Torreón?

-¡Esa es mi carabina, Bartolo, no te hagas pendejo: tu traías un viejo 30-30!

Dos días después nos retiramos en orden a Estación Guaje, pues las municiones se habían agotado sin que hubiésemos podido desalojar los bravos indios yaquis de sus trincheras: por primera vez la División del Norte retrocedía. En Salamanca me mandó llamar mi general Villa, que conferenciaba con los generales Pedro Bracamontes y Calixto Contreras.

-Tu estabas entre los que corrían, ¿verdad muchachito?

-Si mi general –acepté contrito.

-¿Te mandé llamar para eso? –me dijo, mirándome con esos ojos que podían infundir un pavor más grande que el que sentí ese malhadado día frente a Celaya.

-Cuando eché a correr, mi general, la línea me llevaba cincuenta metros de ventaja y no había nada que hacer.

-Ta bueno, ta bueno, -me interrumpió-. Mañana llegan Fierrito y Séañez con sus tropas y vamos a atacar Celaya otra vez, pero nos están faltando trigo y forrajes, ¿cuanto puedes requisar en Pedrones?

-Algo queda.

-Pues estás saliendo ya mismo con un tren que ya tengo preparado, y mañana a más tardar quiero la carga en la estación de Irapuato.

Así regresé a Pedrones, para mi mal.

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