El día que Paola cumplía 18 años se presentó mi última novela
en la Feria del Libro del Palacio de Minería. Mientras Carlos Fuentes, Elenita
Ponmiatowska y Carlos Monsiváis manían los tópicos de costumbre, mi mirada
vagaba en el nutrido auditorio, deteniéndose en las chicas de bonita cara, hasta
que descubrí a una, de ojos pícaro, sonrisa sardónica, cuerpo esbelto y elegante
atuendo casual, en la séptima u octava fila. A ella dirigí mis palabras cuando
llegó mi turno.
-No necesariamente, como nos han hecho creer dije en algún momento, mirándola a
lo ojos- el sexo en otros tiempos fue mas reprimido que en los días que corren.
Así como hubo épocas en las que no se tenía la adoración sin sentido que el
siglo XX rindió a la juventud, también hubo tiempos en la historia del hombre en
que la sexualidad se vivía con la mayor libertad posible, a veces, debajo de un
barniz de moralina, a veces, libre y abiertamente.
-Permítanme leer un párrafo del libro que ahora nos convoca interrumpió
Monsiváis.
-Me levantó como a una pluma leyó Monsi- y me depositó al borde de la cama. Yo
sentía las piernas y el abdomen duros como piedras, sentía que no podría
moverlos, que ya no eran míos y creí que iba a orinarme, que tendría que ir al
cuarto excusado pero no podría hacerlo. Entonces él separó mis piernas y su
lengua se posó en mis secretos orificios, en mis sucias cavidades privadas... en
las dos, y en esa protuberancia cuya existencia yo conocía, aunque había
tratado, inútilmente, de olvidar.
-Si las soldaderas de la Revolución mexicana hubieran escrito sus experiencias
continué-, conoceríamos de primera mano esta sorprendente sexualidad.
Vino luego la consabida firma de libros, esa tortura que los autores debemos
soportar de tanto en tanto, mientras yo pensaba en las largas piernas de Paola.
La chica de negros ojos quedó hasta el final y, al pasarme su libro, me sonrió y
dijo:
-Hace años que busco un ejemplar de la primera edición de "El traficante de
esposas", ¿sabe usted, maestro, donde puedo conseguirlo?
-En casa le dije-, si me acepta usted un café.
Dos horas después mi verga se abría paso entre su vagina. Dos horas después
exploraba esa nueva ciudad, sentía sus brazos en torno a mi espalda y sus
piernas rodeando mi cintura. Me mordía con fuerza las tetillas haciéndome
gritar, buscando la coincidencia de cada grito con un golpe despiadado de mi
pelvis contra la suya, hundiendo mi verga hasta el fondo de su cálido interior,
hasta alcanzar la agonía del orgasmo.
Era una chica deliciosa, quizá menor de treinta años, piel dulce y firme y
hábiles movimientos de cadera: cuando la penetré por detrás, quince minutos
después, su grupa se movía con cadencia largamente aprendida, devorando a mi
sexo, consintiéndolo, haciéndolo suyo.
Y luego empezó a vestirse. Deslizó sus interminables piernas en la funda de los
pantalones, se ajustó el brasiere, mientras la veía, desnudo en la cama.
-¿Te invito a comer? pregunté, cuando su elegante blusa ocupó la posición
original.
-No dijo-, Se me hace tarde para recoger a lo niños en la escuela.
Así que tenía niños.
-¿Regresarás?
-Algún día.
Me dio un último, largo beso, pletórico de humedades y promesas, acarició mi
sexo con su mano, de bien cuidadas uñas, y partió hacia el sol del mediodía.
Escondido tras las ventanas con mi cámara de paparazzi, gasté un rollo entero en
el vano intento de aprehender su andar de venada, el gesto de su mano quitando
el terco mechón que caía sobre su frente, las placas de la flamante camioneta en
que nos habíamos trasladado del Centro Histórico a la Condesa.
Salió de mi vida Emilia así me pidió que le firmara los libros-. Con cierta
melancolía, con el instinto del cazador saciado o de la presa que ha cumplido su
sino en la cadena alimenticia, me cubrí con el albornoz de estar en casa, pedí
por teléfono que me llevaran unas empanadas argentinas, descorché un cabernet
del Valle Central de Chile y me dispuse a enfrentar mi nueva novela encendiendo
la computadora.
Tres horas después había escrito medio párrafo y me mataban el tedio y la
añoranza de los redondos pechos de Emilia. Saqué mis binoculares, el pequeño
telescopio y mi cámara para iniciar el ritual de meses: el espionaje de una
deliciosa nínfula que vivía del otro lado del parque, detrás de un ventanal
situado a 120 metros del mío. No podría creer que mi niña, mi lejano objeto del
deseo, se convirtiera ese mismo día en ciudadana con todas las de la ley. En
cancha reglamentaria, como se dice vulgarmente. La había espiado por años,
vigilando su desarrollo, porque encontraba un placer morbosos en ver cómo
florecía, cómo se abría esa capullo hasta convertirse en la ingenua y delicada
princesa que ahora buscaba con mis cristales.
La descubrí hace seis años, a pocos meses de mudarme a mi nido,
veinte metros por encima del Parque México, con una preciosa vista al Bosque y
Castillo de Chapultepec, las colinas de Tacubaya, Las Lomas y la sierra de Las
Cruces.
Tenía, como dije, dos meses viviendo en mi nido
cuando cumplí uno de mis ocultos y fervientes deseos: dos putas de catálogo, de
largas piernas, carnes firmes y recientísimo certificado sanitario (y también
exigieron el mío), con las piernas ligeramente abiertas, empinadas sobre el
balcón de mi nido,
mirando hacia el poniente, con la orden de permanecer inmóviles y presentando a
mi vista y a mi verga sus respectivos culos en popa. Yo, como colibrí, iba de
una a otra con la verga mas dura que la política exterior de George W.C. Bush.
Sus vaginas habían quedado a la altura exacta de mi verga y yo las penetraba
lentamente. Mientras entraba hasta el fondo de una, acariciaba las nalgas de la
otra. Deslizaba lentamente mi verga, sintiendo la textura, la humedad de su
vagina y luego, con igual parsimonia, me deslizaba hacia fuera, tres o cuatro
veces para luego sacarla y encular a la otra.
Disfruté así las dos vaginas, estudie las diferencias de texturas, capacidades,
viscosidad, explorando durante largos minutos hasta que vacié mi carga dentro de
la puta de mas anchas caderas. Le saqué la verga con cuidado para recoger las
últimas sensaciones y fui por un trago largo de whisky con soda. Las miré
inmóviles, acodadas en el balcón, bañadas por el sol, bellas e incitantes; con
sus labios vaginales hinchados, carnosos, sin un solo vello. Tuve que pedirles
que me chuparan la verga, que pusieran otra vez mi miembro en pie de guerra.
No necesitaron poner en práctica sus artes mas sutiles para lograr su cometido:
me bastó ver y sentir dos lenguas jugueteando con mi verga para ponerme a punto
y, sin esperar mas, acometí a la que no habúía recibido mi leche en la anterior
descarga, una rubia espigada y sugerente. La tendí de espaldas sobre la cama y
la cabalgué sin consideraciones mientras su morena compañera me acariciaba
suavemente la espalda.
Pagué generosamente sus servicios, me di una larga ducha y bajé al parque y fue
entonces, con la mente llena de buen sexo, con la imaginación satisfecha y los
instintos a flor de piel, que descubrí a Paola: era una adolescente espigada, de
cara angelical y líneas prometedoras. se movía con el andar grácil y delicado de
una gacela y sus bellos ojos castaños no huyeron de los míos cuando notaron mi
mirada.
La vi alejarse, mostrando sus delgadas pantorrillas bajo la falda escocesa del
colegio y envidié profundamente al varón que andando el tiempo la gozaría.
Observé con cuidado su suave andar, el meneo natural de sus caderas, la
cabellera castaña que ondeaba al viento y maldije al varón que, andando el
tiempo la gozaría. Desde ese día, una o dos veces por mes me cruzaba con ella en
el parque. Una o dos veces al mes me sostenía la mirada y me sonreía
discretamente.
Un año después de nuestro primer encuentro adquirí mis artilugios de espionaje.
Pensaba escribir una novela de género negro y me tiré a vigilar discretamente la
vida de mis congéneres, pero pronto olvidé la novela y me dediqué a espiar a las
mujeres guapas que quedaban dentro de mi rango de acción.
Tres o cuatro mañanas consecutivas espié a la madre de Paola, que solía pasearse
por su apartamento con las tetas al aire, unas tetas grandes y apetitosas aunque
algo caídas. Mirándola una mañana, vi entrar a su casa a la bellísima
adolescente a la que veía con hambre cuando me cruzaba con ella en las veredas
del parque.
Si encontraba a tiempo la mano adecuada, al llegar a los treinta la chica sería
una diosa. Si no se descuidaba, si nadie la echaba a perder, sería de una
belleza devastadora y una sensualidad irresistible. Y yo sería esa mano, si la
chiquilla me esperaba, si nadie me ganaba la partida. Empecé, pues a espiarla.
Se llamaba Paola: lo sabía por los llamado de su madre, una matrona histérica y
amargada a juzgar por su forma de vestir, por esos gritos, por su impaciente
andar de ama de casa. Con todo, me la cogí (a la puta madre, me refiero): una de
esas mañanas de ocio, en las que libro en mano dejaba pasar las horas sentado en
una banca del parque, me abordó con sendos ejemplares de las tres novelas que
llevaba publicadas.
-¿Me dedicaría usted sus novelas?
Terminamos cogiendo como conejos en su departamento (no quería llevarla al mío).
No tenía mal polvo y me exprimió con buena técnica los huevos. Sus carnes no
eran tan firmes y una llantita cubría su barriga, pero se entregaba con ansia.
La tercera vez que nos vimos, mientras me cabalgaba con hambre y estile, pensé
que su hija podría sacar su gusto por el sexo y su buen hacer, pero que si
seguía sus pasos, si se casaba bien casada, si estudiaba en su buen colegio, se
convertiría en la muchacha típica y liego, en la matrona típica que era su
madre. Decidí no volverme a coger a su madre y esperarla a ella.
Dejé, pues, crecer a Paola, espiando su desarrollo mientras yo vivía mi vida.
Tres meses antes de su décimo octavo aniversario descubrí que tenía novio.
Vigilé con temor sus escarceos primaverales con el mocoso cubierto de acné, que
la besaba con torpeza, aunque pronto entendí el límite que le había puesto: se
dejaba besar, si esos podían llamarse besos; le permitía acariciarla por encima
la ropa; llegó a masturbarlo las escasas veces que su madre se ausentaba
dejándolos solos y el mozalbete sacaba a la luz su vergajo para derramarse en
dos, tres minutos todo lo mas; pero jamás llegó a quitarse una sola prenda de
ropa.
Y era yo el afortunado espía de sus frustraciones. Cuando el novio se despedía
con uno de sus torpes besos, Paola se encerraba en su habitación esa habitación
que yo espiaba, desde 120 metros al poniente y seis metros arriba, situación que
me daba un ángulo privilegiadísimo-, se quitaba el pantalón si lo llevaba y,
sobre unas pantis todavía infantiles la ropa interior la compraba bajo la
estricta supervisión de su madre, ni duda cabe- se tocaba el sexo con furor.
Viéndola, fotografiándola en esa actividad, me masturbé con frecuencia.
Terminé odiando las visitas de Regina, mi amante de planta en los meses previos
a la tan ansiada ciudadanía de Paola. Cuando Regina llegaba, entre seis y siete
de la noche, me obligaba a guardar precipitadamente mis instrumentos de óptica y
a perderme el cotidiano ritual de la desnudez de Paola: la nínfula se despojaba
lánguidamente de sus prenda hasta quedar en pantis y camiseta; me permitía ver
con calma el perfecto círculo de su ombligo, la delicada línea de sus piernas,
la promesa cumplida de sus pechos y, alguna vez, inmortalizada gracias a Kodak,
la abundante pelambre de su pubis.
Regina era bella y sabia en las artes amatorias, pero nuestra relación estaba en
el otoño de su segundo año y sus manías me fatigaban. Mas de una vez, en el
periodo que narro, le fue imposible, con toda su sapiencia, insuflar a mi sexo
el vigor necesario para cumplir con las labores que le son propias. Mas de una
vez sentí crecer su frustración mientras yo soñaba con Paola.
No es que me estuviera volviendo impotente, como Regina llegó a creer, sino que
vivía un regresión a la adolescencia: cuando mi amante empeñaba manos, boca,
pechos, caricias sabias y palabras guarras en el vano intento de la resurrección
de la carne, yo llevaba, a lo largo del día, tres, cuatro, cinco masturbaciones
en honor de Paola.
A veces, Regina lograba el milagro y la penetraba con furia, cerrando los ojos,
imaginando que era Paola quien me recibía. Los firmes muslos de Regina, su plano
abdomen, la rotunda perfección de sus nalgas me permitían, con lo ojos cerrados,
suplantar a una por la otra y vaciar en las entrañas de las dos los últimos
restos de la savia de la vida.
Sin embargo, Regina seguía quedándose porque al amanecer, reparadas las fuerzas
por el sueño de tronco que me invadía, la cogía como Marx manda, como es de
rigor cuando alguien te despierta mamándote la verga, máxime si la lengua que lo
hace conoce punto por punto tus rincones sensibles y tus preferencias. La cogía
entonces como antes, en la sala, en el comedor, en la bañera. Gozaba su cuerpo
de calípige, su sexo acogedor, el estrecho orificio de su ojete, su bien cuidada
piel, su decantada sabiduría de buen vino.
Se iba a media mañana despidiéndose con un largo beso. Solía decir:
-Dios sabe a quien te estás cogiendo, cabrón, pero terminarás hecho una
piltrafa.
Le daba un beso y no le contestaba. Esos días podía escribir con el espíritu en
paz. Incluso, podía privarme del espionaje de Paola, pero las vistas de Regina
se espaciaban y si al principio eran tres o cuatro por semana, terminaron por
convertirse en dos, una incluso.
Y entonces, aun contra mi débil voluntad, volvía al espionaje. Miraba a Paola
ponerse crema en su cuerpo, acariciar con sus manos de largos dedos cada porción
de su cuerpo, desde los delicados tobillos hasta la frente, pasando por los
mulos generosos y los blancos pechos, permitiéndome a veces algún atisbo del
velludo triángulo de su sexo.
Miraba los besos que su novio me robaba, las precarias caricia, la torpeza de
ambos. Espiaba sus pasos, la seguía dentro de la privacidad de su casa, robaba
su intimidad tocándome la verga despacito, hasta que explotaba en blanca
erupción, solo para volver a empezar.
Así llegó su décimo octavo cumpleaños. Sabía que ese era el día porque
exactamente un año atrás conté las velas de su pastel tanta definición tienen
mis aparatos ópticos-. Pasé la mañana, como ya conté, con Emilia, cuyas
fotografías ocupan el número 76 entre mis trofeos de cacería y, tras dar cuenta
del almuerzo, preparé mis artilugios de espionaje.
Vi a sus amigas llegar con los regalos y al imbécil de su novio meter su mano
dentro de su falda, acariciando subrepticiamente mientras la madre encendía las
velitas del pastel (18 conté, sin duda ninguna).
Así pues, había llegado el momento esperado: no hay justicia divina ni humana
que permita que una chica tan bella prolongara los insatisfactorias y
frustrantes juegos a que dedicaba lo mejor de sus tardes (tampoco la hay en mis
cada vez mas frecuentes masturbaciones). No se que será peor: que un día ceda y
llena de culpa se entregue a las inexpertas manos de su novio, que la desvirgará
con torpeza, o que permanezca así durante meses y meses. Y eso, suponiendo que
el par de chamaco idiotas no se embaracen.
Y sería terrible, porque la niña es linda y lista. Demasiado para el patancete
de su novio. La chica lee: cuando no está con sus estúpidas amigas, o paseando
con el baboso de su novio, lee en su habitación, luego de masturbarse
furiosamente. Le gusta leer tendida en su cama al sol o sentada en una banca del
parque y no se figura creo- que, por encima de las copas de los árboles la
espío todos los días.
Pero, ¿cómo abordarla? La fama me ha malacostumbrado: son ellas quienes me
abordan. Como una dama, yo flirteo de manera discreta pero evidente y, como
caballeros a la vieja usanza. son ellas las que avanzan. Incluso mis alumnos. Me
he acostumbrado a que una bella joven, cada semestre, evoluciona de alumna a
amante ahora que mis libros me han permitido regresar a esa misma facultad donde
quince, doce años atrás me enamoré perdidamente y sin esperanza, una a una, de
las más espirituales chicas de mi tiempo.
Me puse una fecha límite y que sea lo que Marx quiera-, me dije. Mientras tanto
la seguí espiando y eso permitió que fuera ella la que, sin saberlo quizá es
que Dios existe- me abrió la puerta: un jueves supe, sin dudas, que el libro que
estaba leyendo era mío, mi penúltima novela, "La guerrillera", con la que obtuve
el premio Alfaguara. Las escenas de sexo en mis páginas son tan cálidas como
convincentes y me hubiera gustado verla tocarse al llegar a ellas, pero la que
llegó fue Regina.
Esa noche, sintiendo a Paola al alcance de mi mano, me cogí a Regina como en
otras épocas. La penetré sin contemplaciones arrancándole el acostumbrado racimo
de orgasmos. la gocé como un bellaco, usándola sin mas, pensando en Paola,
pensando que era la boca de Paola la que rodeaba mi glande, el dedo de Paola el
que se introducía en mi ano, las caderas de Paola las que se movían al ritmo de
mis embates, los ojos de Paola los que me miraban.