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La puta enamorada

en Hetero: General

El  General entró sin aviso a la habitación de Dolores, a quien encontró vestida con una ligera bata de estar en casa, cepillándose el pelo, preparándose para la agotadora jornada de la tarde. La muchacha, tímida y discreta fuera de su profesión, era una de las más cotizadas del burdel que La Bandida había instalado en Torreón. Además, como Dolores era hija del difunto capitán Urbano García, era protegida de la lenona.

El General conoció a Dolores días después de su debut en aquel burdel en que lo trataban con consideración especialísima, en el que algunas noches, no todas, no la mayoría, pero algunas, dependiendo de la cantidad de alcohol trasegado, reclinaba la cabeza sobre los brazos y lloraba en silencio. Casi siempre, alguna muchacha libre lo ayudaba a levantarse y lo llevaba a su habitación, donde el general dormía a pierna suelta hasta la mañana siguiente, cuando cogía dulcemente con la prostituta en turno.

A veces creía que esa era la única otra cosa por la que valía la pena vivir: el sexo. El cuerpo de una hembra debajo del suyo, la cintura desnuda de una mujer entre sus manos, unas caderas opulentas oprimiéndolo, unos pechos ofreciéndose a su boca. Ni siquiera el amor, que ya no se sentía con fuerza para tanto; sólo el sexo. En el invierno de 1924, mientras en el país ardía la guerra una vez más y a él lo seguían de cerca agentes de la Reservada, una o dos veces por semana amanecía entre los brazos de alguna de las muchachas del burdel, hasta que conoció a Dolores, Lolita, y las mañanas en sus brazos fueron cuatro, o cinco, o seis. El sexo, el placer y el olvido totales, más eficaces que la borrachera, aquello que le permitía ocupar su día en fantasías y desvaríos de pechos, piernas y otras partes del cuerpo femenino. Tanto daba que fueran bonitas o feas, pues bien sabía que había feas que cogían mejor, mucho mejor, que las más bellas y mejor formadas, de mejor cepa, de cuantas hembras había tenido. Lo importante era perderse en ellas, tenerlas.

Aquel medio día el General miraba acicalarse a Dolores, frente al espejo. Otra vez, una más, recordó la noche en que la conoció, apenas vestida, apenas pintada. Rechazó el sotol ofrecido por la Bandida y cortejó a la muchacha, quien tenía turno con uno de los directivos de la fábrica de dinamita, a quien plantó por el General. Durmieron juntos, se amaron por primera vez, primera de muchas y única que el General pagó, porque unas horas de Dolores equivalían a lo que gastaba una semana en comida.

Recordando aquella noche, el General abrazó a la muchacha desde atrás, apoyando su erección entre sus anchas caderas y acariciando los pechos sobre la ropa. El General besó el cuello de Dolores y ella sintió que se derretía y sabía bien por dónde estaba derritiéndose. Por vigésima vez se sorprendió de que lo que en el burdel era obligado, algunas veces divertido, fuese con El General la entrada al cielo. Cerró los ojos y apoyó las manos en el tocador para sentir los labios de su amante y el trato suave de sus manos sobre la piel desnuda, bajo la bata. Casi sin darse cuenta, sin separar las manos de El General de su cuerpo, cedió a la suave presión del hombre, que la conducía al lecho. Siempre llevada como en un sueño, casi sin darse cuenta, Dolores se vio acostada en el colchón del suelo. El General tocaba, besaba y mordía. Desabrochó la bata, buscó la boca y los labios con los suyos, se hundió entre los morenos pechos. Acarició el sexo de la muchacha como le habían enseñado a hacerlo las compañeras de oficio de “Ondina”, y cuando ella anunció su placer con un gemido, se detuvo a mirarla.

Con la bata enrollada en la cintura, las redondas nalgas que fascinaban a la clientela más selecta, el sexo empapado, las fuertes piernas que terminaban en sus suaves pantuflas, la lánguida mirada posterior al orgasmo, Dolores era aún más bella y deseable, y el General, mirándola con hambre, se preguntó, como casi todos los días, a quién habría perdonado durante la Revolución, a quién habría salvado, a quién le habría hecho tanto bien como para que ahora él la mereciera, para que ahora ella lo amara.

Mientras el General la seguía mirando, Dolores se despojó de la bata y lo hizo sentarse en el sillón, al lado de la cama. Le quitó las altas botas de montar y el pantalón caqui, reglamentario de la caballería villista, que el general seguía usando. Siguió con la camisa y la ropa interior. Desnudos los dos, se sentó a horcajadas sobre él, guiándolo con sus manos de largos dedos, descendiendo suavemente, haciéndolo suyo. Clavándolo al respaldo del sillón, Dolores se movía arriba y abajo, con lentitud, y al llegar arriba hacía un suave movimiento circular.  El General perdió la noción del tiempo y el espacio, dedicado a sentirla, a morder sus rosados pezones, a lamerla, a acariciarla. Ella mandaba, ella subía y bajaba, se movía a su antojo hasta que el general estalló en sus entrañas, entre sus gemidos.

El General, sin embargo, no la amaba. No todos los días. No siempre. El General, sin embargo, la amaba, cuando la tenía, cuando la hacía suya, cuando la añoraba.

 

El General echó la cabeza hacia atrás exhalando un largo suspiro, mientras su miembro flácido salía del cuerpo de la muchacha, pero Dolores no se movió. Besando los labios y el cuello del vencido guerrero, introduciendo su lengua en la oreja del General, acariciando su pecho, su espalda, le provocó una nueva erección. El General la levantó en vilo tomándola por los muslos, y la recostó sobre la cama, penetrándola de un golpe. Dolores movía su cadera debajo de él, con giros de bailarina, con un ritmo que llevó a l General a quedarse casi quieto, apoyado en sus codos y rodillas, dejando que ella siguiera mandando. Durante un instante, recordó que ni la afamada puta francesa que durante dos semanas pagó en la capital, once años antes, gastándose buena parte de lo obtenido en la toma de Zacatecas, le había dado tal placer, que ninguna se movía como Dolores pero, sobre todo, que ninguna lo amó como lo amaba ella salvo, quizá, Domitila, en otra vida apenas recordada. Entonces retomó la iniciativa, aplastándola con su peso, penetrándola hasta el fondo, y tomándola de las anchas caderas, la hizo girar para que volviera a cabalgarlo.

Unos minutos después, acostados uno al lado de la otra, se acariciaron sin prisa largo rato, hasta que Dolores se levantó y le ofreció a su hombre una toalla húmeda y un gran vaso de agua fresca. El General se vistió.

-Me voy- anunció.

-Me di cuenta -dijo ella. -¿Cuándo vuelves?

Y el autor anota:

Si me escriben, puedo enviarles la historia completa J

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