Contra Relox
I.
Estudié la prepa en cierta ciudad de provincias, en una
"prestigiosa" escuela de paga llena de chavitas lindas y alocadas pero educadas
en la peor tradición conservadora.
Había llegado ahí luego de varios desastres escolares y triunfos de otra
especie. Tenía 18 años contra los 15 o 16 del grueso de mis compañeros y era
"popular" a pesar de ser casi el único que llegaba en camión y de no pertenecer
a su medio social, "popular", porque era el mejor jugador de ajedrez y el
sheriff de la zaga del equipo de futbol; también porque había leído más que
todos ellos juntos y porque me saltaba impunemente (es que el cinismo
desconcierta) las más absurdas del absurdo conjunto de reglas disciplinarias del
colegio.
Así pues, tenía yo cierto pegue entre las chiquillas aquellas, pero yo tenía mi
amante por fuera y no les paraba mucha bola, porque suponía que con ellas no
pasaría de un beso, un toqueteo, como mucho una masturbación, y yo ya no estaba
para esos trotes, sin contar que no tenía ganas de complicarme la vida con una
quinceañera.
Alejandra era una de esas chiquillas que me ponían bonitos ojos y que yo no
pelaba. Era linda y sexi. Coqueta y loquita. Morena de ojos verdes y larga
cabellera negra, delgada y de buena figura. Pero tonta, inculta, fresa... fan de
timbiriche (La porquería que entonces escuchaban). A pesar de esto yo le hubiera
hecho caso, muy probablemente, de no ser todavía tan ingenuo y de no tener la
amante que tenía.
Pero esta es la historia del viaje a Reino Aventura (así se llamaba, todavía).
La escuela organizó el viaje y los alumnos de los dos grupos de cuarto año, casi
en pleno, salimos en un camión antes de las cuatro de la madrugada, custodiados
por tres profesores.
Como los críos se despedían de papis y mamis, fui de los primeros en subir al
autobús. Me senté al lado de una ventanilla y me puso los audífonos, dispuesto a
recuperar las tres horas de sueño que me faltaban. Pero apenas empezaban los
acordes de "Shine on you crazy diamond" (en la versión original, grabada por el
Floyd en 1975) y yo cerraba los ojos cuando se sentó a mi lado la linda
Alejandra.
Pensé "¿a quién le dan pan que llore?", y empezamos a platicar. Ya en corto
parecía mucho menos tonta que cuando estaba con los demás. Hablábamos en voz
baja mientras Morfeo fue posesionándose del resto del camión. Platicábamos de
música y de política: el país vivía por entonces los últimos estertores de las
marchas contra el fraude electoral de 1988. Salinas estaba por tomar posesión
de... pero eso no importa, lo que importa es que la chica sabía de qué le
hablaba, lo que extrañó sobre manera aunque, a fin de cuentas, ella había
acompañado a sus padres en la campaña del Maquío (por eso nunca la vi: yo andaba
con Cuauhtémoc, of course).
Platicamos mas de una hora. Me encantó enterarme de los avatares del panismo en
mi ciudad y ella se oía interesada en lo que yo contaba. Nuestras caras estaban
muy cerca una de la otra y en un momento, quizá buscado, quizá no, pero que
debía llegar, nuestras manos chocaron.
Entonces empecé a acariciarle su mano, la palma de su mano. Ella dejó de contar
lo que estaba contando y durante media hora o más nos acariciamos las manos,
solamente las manos. Era para mi una sensación agradabilísima y novedosa la de
seducir a una doncella, la de tocar a una chica linda, la de echarme una
noviecita e ir a su ritmo...
Fue ella la que se acercó más a mi y me dio un suave beso en los labios, que fue
como una descarga eléctrica. Yo la abracé y nos dimos un beso que ha de haber
roto algún record olímpico, porque duramos una hora, fácil, hasta que empezó a
amanecer. No pasamos más allá. Apenas le acaricié la cara y la espalda, la
cintura, no más. Con la luz del amanecer algunos de nuestros compañeros
empezaron a despertarse y Alejandra me rechazó. El resto del viaje lo hicimos
platicando, comiéndonos con los ojos: estaba hermosísima con su falda escocesa
(casi todas llevaban la falda de la escuela) y su ligera blusita blanca.
Paramos a desayunar en un MacDonald´s de Satélite. Mis principios gastronómicos
me prohíben "comer" semejante basura, así que mientras mis legañosos compañeros
saciaban sus apetitos yo me quedé en el bus. Por aquel tiempo estaba leyendo
"Pantaleón y las visitadoras", de Varguitas, y reía a mandíbula batiente cuando
entró al vacío camión la linda Alejandra. Se acercó a mi, se sentó en mis
piernas y me dio un beso. Para no ser menos yo metí mi mano derecha bajo su
falda mientras ceñía su breve cintura con la siniestra.
Mi mano recorrió muy despacio su muslo, desde la rodilla hasta la ingle. Se
estremecía mientras yo disfrutaba la suavidad de su piel y la firmeza de sus
músculos. Mi mano subía acariciando, apropiando, mientras nuestras bocas se
fundían en un largo beso. Cuando mi pulgar llegó a su ingle y rozó la tela de
sus braguitas, ella se separó de mi, obligando a sacar mi mano.
-Ya no deben tardar -me dijo-. No quiero que sepan aún... ¿podremos fingir?, ¿Te irás con tus amigos y yo con las mías?
Le dije que sí y ella se paró y volvió a bajar del camión.
La vi bajar y me acaricié la verga por encima del pantalón, muy despacito,
tratando de archivar para siempre en mi memoria el calor de su piel, la humedad
de su boca, su sobresalto cuando mi mano se posó en su muslo. Lo seguí
saboreando en el trayecto de Satélite al Ajusco, mientras mis compañeros hacían
un gran escándalo en el camión. Lo seguí saboreando cuando fui de los juegos a
la cerveza con mi grupito de habituales. A veces nos encontrábamos con el
grupito en que iba Alejandra y yo le sonreía o ella me guiñaba el ojo.
Yo subía y bajaba acompañado de cuatro vatos y buscaba la manera de acercarme a
Alejandra, lográndolo unas tres horas después de haber entrado al parque, cuando
mi grupito y el suyo, formado por ocho chavas, coincidimos frente a los
cochecitos chocones. Nos retamos unos a otras y subimos por parejas. De más esta
decir que quedé con Alejandra... y le cedí el volante.
Sentado a su lado, fue ahora mi mano izquierda la que se apropió de su muslo,
bajo su falda. Como en el bus, empecé por la rodilla y fui subiendo despacito,
muy despacito, mientras ella, muy roja, apretaba con fuerza los dientes y el
volante, mirando fijamente al frente. Mi mano fue subiendo sin prisa pero sin
pausa. Dada la posición, era ahora el meñique el más cercano a su cuerpo y el
primero en sentir la tela de sus bragas.
Esta vez no protestó o, quizá, no tuvo tiempo: acababa de llegar mi mano ahí
cuando nos embistieron de frente, entre grandes carcajadas, Malu y Mila
(llamémoslas así), dos regordetas amigas de Alejandra. Mi mano brincó hasta su
pubis, cayendo sobre su monte de venus y, para mi sorpresa y júbilo, ella abrió
las piernas y no protestó.
Lo que siguió no duró más de tres o cuatro minutos pero fue suficiente. Acaricié
su monte de venus, con la suave tela de algodón entre mi piel y su piel. Busqué
su clítoris y, no sin trabajos, lo encontré y empecé a trabajarlo, con cariño,
con mucho cariño, mientras ella respiraba con fuerza, se ponía más roja, si cabe
y apretaba con tal fuerza el volante del cochecito que sus nudillos estaban
blancos.
Cuando los carritos pararon, yo saqué rápidamente la mano y me desfajé la camisa
para disimular la erección. Se empezaron a burlar de nosotros diciendo que
éramos muy malos para conducir el juguetito, y yo argüí que había sido
Alejandra, pero que, si me vieran, ya sabrían. Entre dimes y diretes nos
volvimos a sentar para una nueva ronda, esta vez iba yo al volante.
Apenas el operador echó a andar el juego, Alejandra volteó a verme con una
sonrisa pícara y puso su pequeña mano sobre mi paquete. Ahora era mi camisa la
que ocultaba su mano. Pero pronto deduje que, más que corresponder, Alejandra
quería conocer: no acariciaba, sino exploraba. Su mano abrió mi cremallera y
buceó. Tocaba mi verga sopesando su textura y su tamaño, sus peculiaridades...
yo me sentía morir y, a diferencia suya, que se había concentrado claramente en
lo que mi mano hacía, yo me concentré en el juego. Y aún así, hubo un momento en
que casi tuve que rogarle que parara.
Al bajar del juego los demás nos arrastraron a la Canoa Krakatoa y de ahí a otro
juego, y a otro. Los amigos se reían y como al descuido tocaban las piernas, los
hombros o las mejillas de las chicas, que se reían más fuerte aún. Sin besarla,
sin tocarla más que mis amigos a las otras, yo lo hacía con Alejandra, para
marcar mi territorio. Ni siquiera pudimos hablar aparte.
Así dio la hora de comer. Los profes nos habían citado a todos en una pizzería y
aunque algunos quisimos oponernos, las chicas, que visiblemente empezaban a
temer que podrían ir más allá de lo que "querían", nos obligaron a reunirnos con
los demás.
Pero yo no podía más y antes de entrarle a las pizzas, desaparecí en un baño no
muy cercano y sentado en el inodoro me sacudí la verga. La acaricié primero como
lo había hecho Alejandra, recordando, para masturbarme después con la mano
ensalivada: tenía que hacerlo, so pena de sufrir un derramamiento accidental en
la siguiente tanda de fajes y agasajes, o peor aún, el consabido dolor de
huevos.
Aliviado, regresé con el resto para llenar el buche y cotorrear el punto. Luego
volvimos a los juegos y no tuve otra posibilidad de acercarme a Alejandra,
aunque desde lejos nos mirábamos y nos sonreíamos.
A las cinco de la tarde estábamos citados en la puerta para ir al siguiente
punto de la excursión: los niños querían conocer Perisur, y hacia allá salimos.
Teníamos dos horas libres y luego cenaríamos. Yo esperé a que los compañeros
corrieran a Liverpool, el Palacio o Sanborn´s, tiendas inexistentes en nuestra
ciudad, y fue buena estrategia, porque sólo quedaron Alejandra y sus dos
regordetas amigas.
Cuando nos quedamos solos les pregunté que si de verdad querían ir a ver
chingaderas inútiles en los grandes almacenes. Alejandra preguntó qué
alternativa ofrecía yo y las hice seguirme. Afuera tomé un taxi y le pedí que
nos llevara a la ENAH, muy cerca de la cual hay una cervecería que conocía bien.
El taxi era un vochito. Malu y Mili entraron y las seguí yo, de modo que
Alejandra se sentó en mis piernas. Durante el breve trayecto aspiré el perfume
de su cabellera y acaricié disimuladamente sus nalgas, de modo que cuando
llegamos estaba, otra vez, cachondo y con la verga dura.
La cervecería estaba vacía, quizá porque era lunes y la ENAH estaba en
vacaciones intersemestrales. Nos sentamos en círculo, yo frente a la puerta con
Alejandra a mi derecha, Malu a mi izquierda y Mili enfrente. Malu era regordeta
y bajita, pero de bonita cara y Mili no estaba mal, aunque algo pasadita de
peso.
Yo conocía al dueño, Pepe, y lo presenté a mis amigas. El tío nos sirvió una
jarra de oscura y se acodó detrás del mostrador. Sólo teníamos dos horas por
delante.
II.
Yo conocía a Pepe, el cantinero, gracias a mi militancia política, pues siendo
dirigente de las juventudes de cierta organización de ultraizquierda en mi
ciudad, solía ver con relativa frecuencia a los "rojos" de la ENAH (Escuela
Nacional de Antropología e Historia, aclaro).
Pepe, que es un gordo prieto de unos 35 años (no muy gordo, pero si muy prieto),
nos puso una jarra de oscura. Yo rozaba la rodilla de Alejandra con la mía
mientras sus amigas apuraban demasiado rápido sus cervezas. Viendo cómo bajaba
la cerveza, Pepe sirvió otra jarra, cerró la puerta de la cantina y poniendo el
sagrado licor en la mitad de la mesa, dijo "la casa invita". A mi vez, lo invité
a sentarse con nosotros, presentándolo a las chicas, y él jaló un taburete,
colocándose entre Malu y Mili.
Platicando de esto y aquello se acabó la segunda jarra y Malu, que estaba
bebiendo demasiado rápido (ella sola ha de haberse tomado una jarra) empezó a
sentirse mal. Pepe le dijo que había una colchoneta a mano y la acompañó a
vomitar la cerveza y a recostarse, mientras yo rellenaba la jarra. Observé en mi
relox que no habían pasado quince minutos.
Cuando volví a sentarme a la mesa, poniendo en el centro la jarra, Mili
preguntó:
-Bueno, ¿ustedes son novios o qué?
-Si-, dijo Alejandra, toda roja.
-Y entonces ¿por qué no se dan un beso?
La besé y besándola, alcancé a ver, con el rabillo del ojo, que Pepe deslizaba
su ancha mano por la espalda de Mili y se detenía deleitosamente en su hombro,
carnoso y redondeado.
Yo me volví a medias y, sin dejar de mirar a Mili y a Pepe, pasé mi mano derecha
entre los muslos de Alejandra, por la ruta que, aunque apenas había conocido
unas horas antes, ya había transitado. Avancé suavemente, acariciando la tersa
piel de mi chica hasta llegar otra vez a su pubis. Como antes, en los carritos,
busqué su clítoris por sobre sus braguitas y lo acaricié con la uña del pulgar,
mientras observaba cómo la mano de Pepe pasaba del hombro a la cara de Mili,
acariciándole las mejillas y rascándole el cuero cabelludo, mientras su otra
mano se posaba en el muslo de la chica, sobre la falda escocesa. Mili sólo rió
con fuerza y apuró un largo trago de cerveza.
Con la uña del pulgar todavía sobre el clítoris de Alejandra, los otros dedos
buscaron el inicio de su braga y la removieron. Sentí cómo se ponía en tensión,
pero seguí acariciándola, besándola, sintiéndola. Cuando mis dedos índice y
medio se posaron en sus labios, buscando su vagina, Alejandra se levantó de
golpe, azorada y roja... pero, al levantarse, golpeó la mesa con sus rodillas y
derramó la jarra de cerveza, que estaba casi llena, con tan buena puntería (ese
día, amigos, Eros estaba de mi parte) que el helado néctar fue a dar a la blusa
y la falda de Mili, quien pegó un salto de dos metros hacia atrás.
Se le olvidó que Pepe la estaba besando y casi lloraba:
-¿Cómo van a verme todos con la ropa empapada?, ¿cómo voy a llegar oliendo a
cerveza? Mis padres me van a matar.- Y al decirlo, ponía un hermoso puchero.
La verdad es que sus gordas tetas se veían lindas, muy lindas, transparentándose
bajo la camiseta. Alejandra también casi lloraba, pero Pepe se acercó y le dijo:
-Mili: a tres casas hay una lavandería y el dueño es mi amigo. Si le llevo tus
ropas y le ruego que se apure, en no más de hora y media estarán listas... ¿qué
dices?
Mili lo pensó brevemente y dijo:
-Oquei, Pepe, gracias... no me queda de otra. Pero ustedes también deben quedar
en ropa interior, para no ser yo la única.
Mientras Alejandra trataba de protestar, sin éxito, porque Mili le recordó que
la culpa era suya, yo miré mi relox: eran las 6:30, apenas llevábamos 25 minutos
en la cervecería, y faltaba exactamente hora y media, la hora y media pedida por
Pepe, para la cita en el Sanborn´s en que cenaríamos... Alejandra trataba de
remolonear pero ya Mili se había quitado su blusa y su falda. Pepe hizo un
ovillo con las prendas y salió corriendo.
Alejandra y yo nos desnudamos mientras Mili llenaba otra vez la jarra. Mili
escondía unas abundantes pero bien distribuidas carnes blancas, demasiado
blancas, pero apetecibles, aunque la ropa interior, que seguro le escogía su
madre, no le hacía ningún favor. Sus tetas eran enormes, sonrosadas, sabrosas y,
erguidas como estaban, con la chica escanciando la cerveza, hacían una imagen
espléndida, digna de Rubens.
Pero fue mucho mejor ver a Alejandra desnudarse. Mirar cómo se deslizaba la
falda hasta los tobillos dejando al descubierto sus largas piernas, sus caderas
estrechas pero bien formadas, su breve cintura, sus pequeños pechos cubiertos
por un blanco bra de algodón. Mi mirada se detuvo en la curva de sus caderas, en
su ombligo, en las líneas de su cuello. Con sus largas calcetas blancas y sus
tennis rosas, sus braguitas y su bra, su pelo recogido en una cola de caballo y
sus mejillas rojas de la pena y la emoción, estaba como para tentar a un santo.
Dejó su blusa y su falda bien dobladas en una mesa y se sentó en su lugar. Mili
empezó a llenar los tarros cuando se apareció Pepe, al que hicimos quedarse en
calzones, como estaba yo. En calzones, calcetines, zapatos y relox. Miré el
relox: 6:37.
Nos sentamos a la mesa, ante una nueva ronda de cervezas y Pepe cortó el hielo
contando anécdotas muy divertidas (tiene un abundante repertorio) de los
borrachos de la ENAH. Luego (el tío es listo y sabía a lo que iba) las historias
empezaron a decantarse hacia lo calientito, sin entrar al sexo explícito y su
mano fue recuperando, muy discretamente, el terreno antes conquistado sobre el
cuerpo de Mili.
Yo lo imité: mi mano izquierda volvió a posarse en el generoso muslo de
Alejandra, a acariciar, a apropiar mientras reíamos las historias de Pepe. Esta
vez, mi mano subió lentamente por la cara opuesta del muslo, hasta llegar a su
nalguita, que exploré con cuidado y cariño. Despacio para evitar que volviera a
protestar. Mi dedo meñique se acercaba, milímetro a milímetro, a la deliciosa
línea raya entre sus nalgas. A punto de llegar ahí, ella se giró sobre la silla,
me echó los brazos al cuello y me dio un largo beso.
Mi mano derecha se adueñó de su cintura. Adoro las cinturas de mujer... duras,
como la de Alejandra, o carnosas, como deben ser, suaves y delicadas, frágiles
siempre, femeninas. Mi mano izquierda subió desde su nalga y tomándola de la
cintura con mis dos manos, la atraje hacia mí, hacia mi erección, evidente y
dolorosa. Nos abrazamos y sentí sus manos en mi espalda, su aliento en mi
hombro, erizándome todos los vellos del cuerpo. Empezaba a perder la cabeza
cuando una voz femenina, la de Mili, dijo a mis espaldas, muy quedo, demasiado
quedo...
-No, no por favor.
Tuve que volver la cabeza y vi cómo Pepe se separaba de Mili. El tío estaba rojo
como un tomate y murmuró algo ininteligible, a lo que siguió un apenado:
-Creí que tu querías.
Mili no tenía bra, sus pezones estaban enhiestos, gruesas gotas de sudor bajaban
por su frente y estaba tan roja como Pepe, cuya verga formaba un promontorio
notable en sus trusas "rimbros". Yo los veía a ambos como preguntando de qué iba
la cosa. Mili dijo:
-Bueno... sí... me gusta... pero... no quiero perder hoy la virginidad- dijo,
ruborosa y cortando la frase a cada palabra.
-Si se trata de eso, preciosa, no temas: déjame hacer y saldrás intacta- dijo
Pepe, y los ojos le brillaron con mal brillo.
Ella no contestó y Pepe tomó su silencio por aquiescencia, se fue hacia ella, la
levantó en vilo, la sentó en la orilla de la mesa y de dos zarpazos le bajó las
nada sexis bragas. Era una pena que me diera la espalda, así que podía ver buena
parte de sus rotundas nalgas, pero no su coño. Pepe metió su cabeza entre las
piernas de la gordita, fuera de mi vista... y entonces Alejandra, que había
estado viendo todo, con su mano en mi hombro, se acercó a mi, me abrazó
estrechamente y me dio un besito en el cuello.
Su piel, por fin, junto a mi piel. Sus labios, su lengua en mi cuello erizaron
todos mis vellitos. No se donde había aprendido, no se qué mensajes secretos
traía su ADN, porque empezó a actuar con sabiduría de siglos: su boca fue de mi
cuello a mi oreja, hundiendo su lengua, húmeda y cálida, en los laberintos
privados de la misma. Luego, con igual sabiduría, bajó despacito, muy despacito,
hasta mi cuello y mi hombro. Sus manos recorrieron mis brazos, sin dejarme
abrazarla; luego bajaron por detrás de mis brazos, de bajada rasguñaba con sus
uñas, de regreso, con las yemas de sus dedos me acariciaba.
Era una virgen ingenua, supuestamente, y me tenía completamente a su merced.
Cuando sus manos pasaron a mi cuello, rodeándolo, haciéndolo suyo, la abracé de
la cintura y la atraje hacia mí mientras sus manos jalaban mi nuca y fundía otra
vez sus labios con los míos. Fuimos uno con el otro: no parecía posible que me
tuviera así. No podía ser que esa misma madrugada sólo pensara en ella como una
niñata más del grupo, una tontita como todas...
Como en los juegos, volvió a buscar mi verga. La acarició sobre el calzón y
luego me hizo hacia atrás. Con sus pequeñas y suaves manos me bajó los calzones
y se quedó viendo mi verga. La miró con atención y luego la tocó, sopesando,
percibiendo texturas, mientras los gemidos de Mili empezaban a ser notorios, sin
que eso me hiciera mirar hacia aquel lado. Cuando la respiraciín de Alejandra
empezó a convertirse en gemidos le di vuelta sobre su propio eje, hice a un lado
sus braguitas y la hice recargar su torso en la mesa. Ella dijo:
-¿Qué vas a hacer, Pablo?- Como si no lo supiera.
-No te preocupes, corazón- le contesté-, prometo tener cuidado y venirme fuera:
no te embarazarás.
Yo se, colegas, que eso no es del todo seguro... pero el horno no estaba para
bollos. Me ensalivé la verga antes de insertarla. Estaba muy húmeda y contra lo
esperado, me deslicé sin problemas hasta topar con su himen. Ella gemía y dio un
gritito cuando yo arremetí contra el virginal obstáculo con un violento
movimiento de caderas, mientras la tenía buen prensada de la cintura. Me moví
suavemente, en círculos y deslizándome hacia dentro y hacia fuera.
Entraba y salía hasta casi venirme, sintiendo su carne, la delicada carne de su
vagina rodear, acariciar mi pene. Y luego, a punto de turrón, me detenía, con el
pito metido hasta dentro, acariciándole las pequeñas y duras tetas y las bien
formadas nalgas. Y dale otra vez hasta que ella se vino, temblando y gimiendo.
Sus piernas y sus caderas se estremecieron bajo mi cuerpo. Entonces, arañando el
cielo, arremetí con vigor creciente hasta que sentí venirme, sacándosela
entonces y echando todo sobre sus nalgas.
Ella se dio vuelta y sin limpiarse ni nada, escurriendo semen, me dio un abrazo
largo.
-Ya soy mujer- dijo.- Me encantó.
Sólo entonces percibí que en el suelo, sobre un mantel, Pepe estaba follándose a
Mili, cuyo propósito inicial quedaba así hecho añicos. No quise fijarme, sino
acariciar a Alejandra, besarla, sentirla mía, saberla mía.
Miré el relox: 7:16.