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La seducción del coronel

en Grandes Relatos

Una Capúa provinciana (o la corrupción de un coronel revolucionario).

1. Engracia.

 

Mañana me fusilan al rayar el alba, la hora de las ejecuciones. Eché enhoramala al padre Juan, mi antiguo maestro, que insistía en prodigarme sus "consuelos espirituales"; platiqué un rato con mi general Rodolfo Fierro y con Adelita, una bellísima joven que acababa de "robarse" de la capital; y me negué a recibir las disculpas de mi general Villa, a quien le dolía fusilarme, según decía, aunque a ello lo obligaba la necesidad de hacer un escarmiento ejemplar y de satisfacer a la opinión pública (en realidad, al cónsul americano en Cuévano, capital del estado de Plan de Abajo).

No hubo puta que quisiese pasar conmigo la última noche, así que, para no pensar en la inminencia de la muerte, llamé a mi secretario particular, antiguo condiscípulo mío, para dictarle estas memorias entre trago y trago de tequila, pasando así mi última noche. No se que hará Enrique, mi secretario, con el documento, pero confío en que lo de a conocer, porque es mi disculpa y mi plegaria.

Nadie es profeta en su tierra, dicen. Así fue en mi caso, cuando arruiné mi inmaculada hoja de servicios y mi prometedora carrera desde el momento mismo que entré, al frente de mi regimiento, a la soporífera ciudad de Pedrones, estado de Plan de Abajo, mi ciudad natal, de la que escapé hace tres años para sumarme a la Revolución.

Pedrones es una pequeña y pacata ciudad a 15 kilómetros del Ferrocarril Central. Carece de importancia estratégica pero es un nido de beatas y reaccionarios, razón por la cual mi general Villa me ordenó que, pues que yo conocía el terreno, acabara con las guardias blancas, las defensas sociales y demás alimañas que ahí abundaban y que, en un descuido, podían dinamitar un par de puentes del ferrocarril cortándonos de nuestra base de operaciones.

Así que una glacial madrugada de invierno, hace apenas dos meses, pasé revista a los 400 dragones de mi regimiento y salí al frente de ellos por los mezquitales de mi tierra. En quince minutos hicimos polvo a los petimetres voluntarios y los peones obligados con que intentó detenernos don Ramón Tarragona, el viejo cacique, y antes del mediodía desfilábamos por las silenciosas calles de mi pueblo, llevando prisioneros al dicho don Ramón y a otros tres ¨principales".

Requisé armas y forrajes e impuse los consabidos préstamos forzosos, enviando a mi general los recursos así obtenidos y 300 de mis dragones, a las órdenes del teniente coronel Azpeitia (mi compadre Severiano), y con los otros 100 me dispuse a gobernar la comarca.

Asumiendo el cargo de comandante militar de la plaza, dispuse la confiscación de las haciendas y el fusilamiento de don Ramón Tarragona y tres pájaros de igual calaña para la siguiente madrugada, advirtiendo al mayor Jiménez (mi compadre Celedonio) que no dejara entrar a los consabidos suplicantes y rogones.

Estaba ocupado en la redacción del decreto de expropiación de los bienes del clero (las 12,000 hectáreas de la hacienda Salsipuedes, vinculada al señor obispo mediante interpósitas personas), muy sentado en el mullido sillón de la biblioteca de don Ramón (cuya casa confisqué para mi servicio y mi estado mayor), cuando uno de los estantes de la biblioteca rechinó suavemente y empezó a deslizarse. Mis bien entrenados músculos y mis agudos reflejos me pusieron, en un santiamén, detrás del sillón, con el índice en el gatillo y mi smith and wesson .44 apuntando hacia el hueco que se abría.

Quien entró no tenía nada de amenazador, según creí malamente en ese instante, porque en realidad se trataba del mismísimo satanás en figura de mujer: era doña Engracia, segunda esposa de don Ramón Tarragona, a la que admiré apasionadamente en mis años mozos, cuando era la niña Engracia López, que vivía frente a mi casa, balcón de por medio.

¿Cuantas veces, siendo ambos adolescentes, la espié desde mi balcón?, ¿cuantas veces la miré semidesnuda, segura ella de mi semioculta presencia, moviéndose lánguidamente entre los muebles de su habitación? Así fue que perdía la inocencia, fue así que perdí la calma. Fue su matrimonio con don Ramón, cuando tenía ella 18 años y yo 15, lo que me hizo ceder a los ruegos de mi madre y entrar al seminario mayor para seguir una vocación que nunca tuve. Ese matrimonio repudiado por los hijos mayores de don Ramón, a quienes su padre desheredó por irrespetuosos.

Ahora, ocho años después, era yo quien mandaba en Pedrones y don Ramón, que nunca me admitió más allá de su cocina, quien iba a morir fusilado al rayar el alba. Y, otra vez, luego de ocho años, la veía pasar semidesnuda a unos metros de mi, caminando hacia la puerta de la biblioteca, a la que echó el pestillo. Yo me incorporé, enfundando la matona en su bien engrasada funda.

-¡Pablito querido!, -dijo, mirándome con esos verdes ojos que serían mi perdición.

-Para usted, doña Engracia -dije yo muy propio, tratando de mantener las distancias-, señor coronel Núñez.

-Pablito... -susurró ella, acercándose hacia mí, mientras se quitaba el vaporoso salto de cama que la cubría, apareciendo ante mí en su espléndida desnudez: ya no era la niña delgada, de sugerentes formas, que yo solía espiar, sino una mujer en el esplendor de su edad y su belleza.

Mi experiencia en materia de mujeres se reducía a un evento de violencia cometido en la toma de Durango, en junio del 13, cuando la embriaguez de la pólvora y el alcohol, el sabor del triunfo luego de afrontar la muerte, me llevó a olvidar quien era, mi propio respeto, y a cometer un acto incalificable. A eso, a los eventuales servicios de una soldadera, y a la compañía de una puta francesa contratada por varios días con varias compañeras suyas, por el Estado Mayor de la Brigada Fierro, durante nuestra estancia en México, en diciembre pasado.

Engracia era mucho más bella que aquella señorita de Durango, a la que recuerdo borrosamente, y su andar era más grácil que el de la francesa, su mirada más ardiente y decidida. De la soldadera ni hablemos: la usaba solo para desfogar necesidades.

Al llegar junto a mi me besó. Sus ardientes labios se posaron en los míos y su lengua, áspera y suave a la vez, recorrió mis dientes, mis labios, mi propia lengua, que se enredó con la suya en un combate perdido de antemano. Cuando siguió mordiéndome los dientes y la lengua, olvidé la situación y su personalidad, olvidé que tenía en capilla a su marido y al pueblo entero bajo mi férula, y respondí lo mejor que sabía.

Me despojó de la guerrera reglamentaria desabrochando botón por botón, sin dejar de besarme. Me acariciaba con fuego y sabiduría mientras yo exploraba sus tetas, de peso y tamaño perfectos.

Me sentó en el sillón tras el cual me había parapetado hacía escasos minutos; me quitó las altas botas de montar y el pantalón caqui reglamentario de la caballería villista. Desnudos los dos, se sentó a horcajadas sobre mí y con sus manos de largos dedos guió mi verga (mi teniente coronel, pues que coronel soy) a la estrecha entrada de su anegado coño, descendiendo suavemente hacia mí, haciéndome suyo... y de qué manera.

Clavándome al respaldo del sillón con sus manos, se movía arriba y abajo, con lentitud, y al llegar arriba hacía un suave movimiento circular acariciando la cabeza de la verga. Perdí la noción del tiempo y el espacio, dedicado a sentirla, a morder sus rosados pezones, a lamerla, a acariciarla. Ella mandaba, ella subía y bajaba, se movía a su antojo... para bien del mío, hasta que estallé en sus entrañas, entre sus gemidos.

Mi teniente coronel se replegó a sus posiciones originales mientras ella me acariciaba la cara con la punta de los dedos. Yo eché la cabeza (la de pensar) hacia atrás y exhalé un largo suspiro. La campaña militar de las semanas precedentes había sido pesada y desde las putas francesas aquellas no cogía, hacía ya casi un mes, de modo que sus besos, sus caricias, su lengua en mi oreja, su mano en mi culo, reactivaron a mi teniente coronel, que estuvo en pie de guerra por segunda vez en menos del tiempo que los federales resisten a pie firme en la línea de fuego antes de emprender veloz huída.

La levanté en vilo, tomándola de los generosos muslos y la recosté en el tapete persa que cubría el fino parquet bajo el sillón y el escritorio. Mi teniente coronel encontró el camino ya andado y la penetré de un golpe, deslizándome con firmeza entre las empapadas paredes.

La embestía con fuerza, pensando en mi placer y no en la mujer que debajo de mí gemía, pero ella empezó a mover su cadera, hacia mí, con giros de bailarina, de hetaira, con un ritmo y un compás que me dejaron quieto, apoyado en mis codos y rodillas, dejándola retorcerse debajo de mi, conmigo dentro de ella, siendo uno.

Ni la experimentada puta francesa de la capital sabía moverse como Engracia, mi Engracia, jamás me habían dado tal placer, jamás había tocado el cielo como ahora. La aplasté con mi peso, clavándola hasta el fondo, y tomándola de las anchas caderas, la hice girar sobre mí, de modo que ahora, cabalgándome, continuara mostrándome su sapiencia, de modo que pudiera demostrarme que Dios, si lo hay, la había creado para el placer.

No puedo describir lo que siguió, porque mi cerebro paró, de modo que no puedo dar una explicación verbal, lógica, aristotélica del hecho, sólo puedo decirles que mi cuerpo fue su vehículo, mi verga su camino, mi pecho, mi sangre su tierra conquistada, mi cabeza... un espacio vacío, virgen, suyo.

Cuando sentí que mi ardiente savia llegaba, la aprisioné con fuerza y la derribé, oprimiendo sus firmes nalgas contra mi cuerpo haciéndola mía para siempre... por esa eternidad que duró tres segundos, por ese instante de 53 días.

Nos dejamos caer uno al lado del otro. Me acarició, limpió nuestros fluidos con su bata y me acercó una gran jarra de agua fresca. Desnudos y pringados, empezamos a platicar de otros tiempos, de los niños que conocimos en la escuela de primeras letras, que luego se hicieron hombres y mujeres, del vendaval revolucionario y mis andanzas en la División del Norte y, finalmente, del amor platónico que por ella alimenté a lo largo (y ancho) de mi adolescencia.

Contándole de mis tristezas y devaneos adolescentes, ambos sentados en el grueso tapete, me fui poniendo melancólico, lo que ella aprovechó para acariciarme delicadamente. Como es natural, de las caricias pasamos a los besos, de los besos al fuego, del fuego a la sangre hinchando mi verga, y de eso a la alfombra otra vez. Fue antes de cubrirla, en los toqueteos que reavivaron el fuego, que mis dedos pasearon por su sexo, cubierto por una espesa mata de cabello crespo, que hurgaron en la húmeda entrada de su vagina, que se atrevieron más allá, a la entrada de su más estrecho orificio, explorando y prometiendo nuevos y desconocidos gozos.

La penetré por tercera ocasión. Mi miembro se deslizó sin prisa dentro de ella, que gemía "¡mi coronel!, ¡mi coronel!", dando descanso a su lengua, entre mi oreja y mis labios. Con toda mi fuerza la penetraba, sin piedad, sin dejarla que esta vez tomara el mando, haciéndola mía en recuerdo de tantas veces que la soñé, sintiendo a cada embate que una parte de ese sueño se hacía realidad.

Sudábamos profusamente y yo entraba y salía, gozaba, sentía cada poro de mi cuerpo, cada partícula de mi alma, sin temor de que aquello acabara pronto. Cuando su anterior gozo empezó a dar paso a gemidos menos placenteros, mas angustiosos, cuando su coño dejó de segregar jugos y los ya segregados se resecaron, haciendo que en cada embate sintiera una nueva sensación, áspera y ligeramente dolorosa, que no era por ello menos placentera, máxime que en mi turbia y embrutecida razón, su dolor era mi venganza.

Para su respiro, tanto va el cántaro al agua, tanto vine y fui, que sus glándulas segregaron nuevos jugos, y la nueva y deliciosa suavidad hizo venir mi placer final, mi estallido, magro en líquidos pero generoso en sensaciones.

Quedé totalmente agotado cuando volví a vestirme, me dejé caer en el ya inolvidable sillón mientras ella abría un cajón semioculto y sacaba una botella de la que escanció en un vaso de cristal un cognac de venerable edad. Me lo acercó junto con una caja de puros que tenían un explícito precinto ("Tabaco de San Andrés Tuxtla. Cosecha especial para don Ramón Tarragona"). La vi a los ojos y le pregunté:

-¿Rogarás por tu marido?

Engracia me dio fuego y aspiré el azulado humo del noble tabaco. Sólo en cuanto vio que el puro ardía correctamente, respondió:

-Nuncamente, Pablito: fusila al viejo rico hijo de la chingada, encarcela a sus hijos, decomísales sus bienes, entrega sus hijas y sus nueras a los oficiales, envía a sus nietos como reclutas al ejército de tu Pancho Villa, viola a sus nietas, derriba sus casas... pero déjame gozar con la venganza y respeta mi patrimonio.

Esa frase debió revelarme el profundo rencor empozado en el corazón de la hetaria, debió alertarme contra ella, pero llegada como llegaba, entre el cognac y el tabaco, después de aquella sesión que me había revelado que el sexo es algo mucho más sublime que un mero placer carnal, fue causante de que 53 días después arribara a Pedrones mi general Fierro con su escolta, portando la orden de deponerme, formarme un juicio sumarísimo y fusilarme sin mayores trámites.

Pero no adelantemos vísperas, que la historia apenas comienza.

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