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Héroes

en Orgías

El 27 de enero de 1847 cada uno de los jefes de brigada leyó al cuadro de sus

hombres la orden del día del Cuartel General: al día siguiente iniciaría la

marcha del ejército rumbo al norte, abierta por la tercera brigada de

caballería, del general Anastasio Torrejón, y la División de Infantería de

Vanguardia, del general Francisco Pacheco.

 

Todos sabían, desde el

general en jefe hasta el último voluntario, que la marcha sería dura, quizá más

que las batallas que le seguirían, pero sabían también que si derrotaban al

general Taylor, podrían liberarse casi todos lo territorios ocupados y enfrentar

al nuevo ejército enemigo que se aprestaba en Nueva Orleáns para embarcarse

rumbo a Veracruz. Todos gritaron con auténtico entusiasmo, con el ardiente

fervor patriótico que se había ido gestando en las duras semanas anteriores, en

las que la mayoría había recibido, intensivamente, los rudimentos de la

instrucción militar:

 

-¡Viva México!, ¡viva el general Santa Anna!

 

 

Tras la orden de romper filas, muchos de los nueve mil soldados del

ejército de línea y de los casi once mil voluntarios de la Guardia Nacional se

reunieron en corrillos para discutir e interpretar la orden del día, mientras

los restantes, en pequeños grupos, emprendían a paso cansino la marcha rumbo a

los campamentos o a la cercana ciudad de San Luis Potosí. Entre ellos iban

cuatro jovensísimos subtenientes de la Guardia Nacional del Noreste, electos

oficiales por sus compañeros de armas porque parecían jóvenes serios y, sobre

todo, porque sabían leer y escribir.

 

Marchaban en silencio, porque tres

de ellos eran adolescentes tímidos y de pocas palabras. De pocas palabras

seguirían siendo siempre, los años de vida que les restaban; y el único

parlanchín respetaba los prolongados silencios de sus compañeros. Los tres

silenciosos se llamaban Mariano, Ignacio y José María. El primero era un alto,

desgarbado y nada atractivo ranchero de Nuevo León, de dientes prominentes,

larguísimas orejas y una ridícula pelusilla a la que le faltaban varios años

para convertirse en luenga y emblemática barba. Aunque carecía de experiencia en

combate era diestro jinete y magnífico tirador de pistola y carabina,

habilidades aprendidas en sus vastas estepas. Exactamente veinte años después

recibiría el cargo de Comandante Supremo de los Ejércitos de la República y,

como tal, mandaría en jefe las últimas campañas contra lo invasores franceses,

en retirada, y los restos del efímero imperio de Maximiliano de Habsburgo, quien

al caer preso, le rindió a él –por él preguntó- su espada.

 

El segundo

era un alto y delgado joven de ojos verdes, escondidos tras gruesas gafas,

nacido en Texas antes de que ese territorio fuera brutalmente arrancado del seno

de la patria. Huérfano de un oficial de caballería asesinado por los texanos,

pudo cursar la aristocrática carrera de las armas, pero prefirió dedicarse al

comercio tras concluir sus estudios elementales. Sin embargo, cuando la patria

fue agredida por el invasor, acudió a las armas que había rechazado antes, pero

no en el ejército de línea, esa corporación que tantos males había causado sin

cumplir cabalmente la única misión que la justificaba, la defensa nacional, sino

en la Guardia Nacional, institución liberal, democrática e igualitaria recién

creada por don Valentín Gómez Farías. Ignacio, que así se llamaba nuestro

comerciante, moriría quince años y medio después, a sus escasos treinta y tres

de edad, y la nación entera se enlutó por su muerte (incluso los conservadores

que lo habían combatido y lo hubieran seguido combatiendo). El Congreso de la

Unión lo honró con el título de Benemérito de la Patria en grado heroico e

inscribió su nombre con letras de oro en el salón de sesiones. Su estado natal

(Coahuila, antes Coahuila y Texas) añadió a su nombre el apellido del joven

héroe.

 

José María, “Chema”, era de mediana estatura, piel muy morena,

facciones indo-mestizas, acentuadas por un ralo bigote que ensombrecía las

comisuras de sus labios y algo entrado en carnes: once años después, cuando

salvó a las instituciones de la República siendo general y gobernador de

Querétaro, era mucho más conocido como “El Gordo” que por su apellido. Había

sido aprendiz de zapatero en San Luis Potosí antes de acudir al llamado de la

patria. Su nombre sigue en el escalafón del Ejército Nacional, por decreto del

presidente Benito Juárez, y pasa lista de presente como general de división,

pues fue ejecutado por órdenes de los franceses tras caer preso, cuando

convalecía de su herida número diecisiete, siendo comandante en jefe del

Ejército Republicano del Centro con el mando supremo de todas las fuerzas

regulares y guerrilleras, y facultades extraordinarias en los ramos de Guerra,

Gobernación y Hacienda en los estados o territorios de Nayarit, Jalisco,

Michoacán, Colima, Guanajuato, Querétaro, Guerrero y los distritos primero y

tercero del Estado de México.

 

Eso serían, pero en aquella gélida mañana

de enero eran tres jóvenes oficiales de espada virgen, tan virgen como sus

miembros. No hay destino: bien pudieron acabar todos como el cuarto de ellos, el

único de fácil verbo, Manuel, atractivo y rubio, estudiante de jurisprudencia en

Monterrey, quien moriría en combate tres semanas después en la épica jornada de

La Angostura.

 

Como sabían, justamente, que marchaban hacia una muerte

bastante probable, como tenían la certeza de que más pronto que tarde perderían

la virginidad de sus espadas, estaban decididos a perder ese día la otra

virginidad, que les pesaba como un lápida, más aún que la angustia de la muerte.

 

 

Envueltos en sus capotes reglamentarios entraron a la señorial ciudad de

San Luis Potosí. Chema los guió a la casa que su tío carnal les había cedido por

ese día y esa noche, en el antiguo barrio indígena de San Miguelito y, en

compañía de Mariano intentó adecentarla lo más que pudo, barriéndola, regándola,

cubriéndola de flores y preparando las frutas, los quesos y las seis botellas de

ácido vino de Parras que habían conseguido, mientras Nacho y Manuel salían a la

calle en busca de alguna sacerdotisa dispuesta a oficiar la ceremonia que

anhelaban.

 

La extrema juventud sumada a las lecturas románticas de los

cuatro subtenientes, hacía difícil algo que no habría tenido por qué serlo:

sobraban en San Luis, como en toda ciudad en que se concentra un ejército,

muchachas bien dispuestas, hetairas, soldaderas y prostitutas que, de buen grado

o mediante módica retribución en metálico, habrían oficiado gustosas la

ceremonia, pero nuestros héroes

–quizá también con buen sentido de prevención frente al mal francés- no querían

honrar a Venus de esa manera: buscaban alguna muchacha, alguna señora bella y de

honesto vivir que -por el mismo amor a esa patria naciente y apenas significante

por la que ellos se aprestaban a derramar su sangre- quisiera enviarlos al

combate como hombres y no como niños.

 

Así pues, mientras Chema y Mariano

arreglaban el escenario, se aburrían, contaban historias y se callaban, Manuel y

Nacho recorrían las calles de San Luis, a la sombra de los soberbios edificios

de cantera, mirando a las mujeres y tratando de armarse de valor para abordar a

alguna de ellas.

 

Pasaron horas. Nos gustaría decir que coronaron

fácilmente su empresa, pero no fue así. Lo que recogen los archivos de la época

es que al caer la tarde, Manuel e Ignacio abrieron las puertas del viejo caserón

de San Miguelito a una hermosa mujer a la que Chema y Mariano, cuya impaciencia

hacía rato que había dejado lugar a una sombría resignación, miraron como a

Cristo vivo.

 

Ignacio y Manuel la habían encontrado en un café, cuando ya

desesperaban de coronar su propósito. La mujer, bella, a la que le calcularon

algo menos de treinta años (en realidad tenía 33), vestía de medio luto y bebía,

a razón de un sorbo cada varios minutos, uno copa alta de vino dulce de

Querétaro. Sus ojos claros miraban con melancolía hacia ninguna parte, y su

busto generoso, que se adivinaba bajo la tela negra del vestido, subía y bajaba

con lenta cadencia.

 

De codos sobre una alta mesa cercana, Ignacio y

Manuel la miraban. Cuando la dama de castaños cabellos terminó su vaso, Ignacio

llamó al mozo y le dijo que, de su parte, le ofreciera un vaso más a la señora.

El mozo, diligente, lo llevó:

 

-Señora mía –dijo, sirviendo el vaso-.

Esos dos jóvenes caballeros lo ofrecen a usted.

 

La mujer posó su mirada

en los dos subtenientes y tras evaluarlos, dijo al mozo:

 

-Invítalos a mi

mesa.

 

Así pasaron el joven comerciante y el aprendiz de leguleyo,

enfundados en sus casacas de subtenientes, a la mesa de la joven señora. Debemos

decir que habían tenido suerte, pues la mirada perdida de la mujer, a quien

empezaremos a llamar Cecilia, tenía una explicación precisa: mientras bebía,

recordaba a su marido, el coronel Juan Nepomuceno Ramírez de Arellano, muerto en

combate en la defensa de Monterrey. De hecho, ella estaba en San Luis para

recoger, de manos del general don Pedro Ampudia, los efectos personales que su

valiente y malogrado marido le había dejado.

 

Pero ella no evocaba la

muerte en combate de su esposo, en la defensa del cerro del Obispado. Tampoco

pensaba en su carrera militar, que entre motín y cuartelazo lo había llevado de

caballero-cadete al servicio del rey de España, a coronel y jefe de regimiento

en el ejército permanente de la República Mexicana. Lo que su memoria traía a

esa mesa de pino eran las manos, la boca, el cuerpo y el sexo de ese hombre que

le había enseñado a gozar, que le había enseñado a vivir.

 

Efectivamente.

Quince años antes, de paso por Guanajuato en uno de los endémicos cuartelazos,

el capitán Pamuceno Ramírez, como entonces se llamaba, la había secuestrado de

casa de sus padres y, aunque posteriormente la llevó al altar de la Iglesia de

la Compañía, donde los casó el venerable padre Domingo, nunca volvió a ser

recibida en la señorial casa familiar. Ella era una adolescente de huesos

largos, sólidas caderas y ardiente mirada cuando el capitán la hizo suya, esa

noche de saqueo. Desde entonces había vivido atada a sus brazos, a sus ojos, a

su sexo, a pesar –o quizá a causa- de que nunca pudo darle los hijos que él

deseaba.

 

Evocaba la gruesa verga de su amado, la primera que conoció y

la mejor de la docena escasa de cuantas en su vida había probado. Evocaba la

verga amada penetrándola inclemente, por detrás, mientras ella, recargada de

codos en un ventanal que daba a un patio interior, observaba cómo las hermanitas

de un convento de arrepentidas departían alegremente con los oficiales que

habían levantado el grito de “¡Religión y fueros!” contra el impío

vicepresidente Valentín Gómez Farías. Recordaba el extraño placer que le daba

ser observada de reojo por los camaradas de su marido, con los desnudos pechos

balanceándose en cada embate mientras la áspera barba del capitán raspaba su

hombre, mientras una veintena de oficiales se alternaban en el goce de la docena

de arrepentidas, desde la mayor, una señora de más de medio siglo, seca como un

huso y fea como el pecado mortal que estaba cometiendo al chupar el miembro de

un joven teniente que, por su cara, daba a entender que compartía el dicho de

Quevedo, según el cual tanto vale una fea de noche como una bonita de día, hasta

la más joven, una chica regordeta y graciosa, de edad aproximada a la que

entonces tenía quien ahora recordaba.

 

La falsa arrepentida gozaba

evidentemente probando cuatro vergas: mientras un oficial la penetraba desde

atrás, ella iba con los labios y la lengua a los miembros de los otros tres. Sus

gritos de gusto, la lujuria de sus ojos, el intercambio de posiciones de los

hombres, alentaban la fuerza del capitán que, recordaba, la penetraba con

violenta inusitada sin visos de finalizar. Desde esa inolvidable noche, Cecilia

prestó su lengua y su culo a u marido y, en tres ocasiones excepcionales, a

otros hombres, a los que a veces recordaba con gusto.

 

Cecilia sintió

cierta conocida incomodidad en la entrepierna e hizo un esfuerzo para volver al

presente, a esa fría mañana invernal, cuando los dos jóvenes subtenientes

pidieron permiso para sentarse a su mesa. Brindó con ellos por el Ejército, por

el general Santa Anna y por la muerte de los malditos herejes que ocupaban

Monterrey, esperando que se decidieran a proponerle lo que proponerle quisieran,

aunque bien podía ser que con su compañía les bastase por ahora. Como otras

veces, al mirarlos a la cara, al apreciar el valor con el que le sostenían la

mirada y la nobleza de sus semblantes, fantaseó que la gozaban, que los gozaba.

 

 

La timidez de los jóvenes era tan evidente, que Cecilia adivinaba que

querían pedirle algo que no les era fácil articular en voz alta, y decidió que

fuera lo que quisieren, aceptaría. Aceptaría y lo mejoraría. Y esa decisión le

dio paz a su espíritu y a su entrepierna.

 

Por fin, al dar el primer

sorbo a la tercera copa, el mozo delgado, de anteojos de miope, que se había

presentado como Ignacio, se decidió:

 

-Solamente, doña Cecilia, porque

vamos a morir, me atrevo a suplicarle que nos envíe a la muerte como hombres y

no como niños –dijo, con la frase largamente meditada.

 

-¿Me está usted

pidiendo, señor teniente –ascendiéndolo- lo que imagino que me está pidiendo?

 

 

-Con todo respeto, doña Cecilia.

 

-¿Ustedes dos?

 

-En

realidad, somos cuatro, señora- intervino Manuel.- Pero cada quien a su

tiempo...

 

-¿Y los otros dos?

 

-Nos esperan en la casa que el tío

de uno de ellos nos ha cedido hasta mañana..

 

-Pues andando –remató

Cecilia.

 

El camino del señorial cuadro de San Luis al barrio de San

Miguelito les llevó casi media hora, a buen paso. Al principio caminaban en

silencio y ella aprovechó la marcha para resolver un problema semántico que su

difunto marido le había planteado en la última carta que pudo enviarle, poco

después del desastre de las fuerzas del general Mariano Arista en la batalla de

Resaca de Guerrero.

 

“Señora y dueña mía –le decía su marido-. El

castellano presenta más de una dificultad para la correcta expresión del

pensamiento. ¿Cómo os referiríais vos a varios sujetos, cada uno de los cuales

es un hijo de puta? Me refiero, como adivináis, a los paletos esclavistas de

Alabama, Missouri y Tenesse que con falsas promesas colonizaron Texas y que

ahora nos lo roban validos de la ley del más fuerte, del más hijoputa.

 

 

“Hijo de Puta es correcto en singular. Hijo de Putas es inválido, porque

cada uno de ellos tiene una sola progenitora... en todo caso, podría ser hijo de

puta, nieto de puta y tataranieto de puta puritana expulsado por aquellos otros

hijos de puta que fueron los Estuardo cuando, en mal momento, purgaron de

puritanos la Pérfida Albión.

 

“Hijos de Putas, me parece impropio. No se

las reglas gramaticales porque, como vos sabéis, soy autodidacta, pero igual

suena mal a mi poco educado oído. Vos, señora y dueña mía, que estudiasteis con

las Reverendas Hermanas Clarisas en vuestra noble ciudad de Guanajuato, podréis

ilustrarme al respecto.

 

“Eufónico y castizo es Hijos de Puta, pero

pienso que puede llamar a confusión a que pensemos que es una sola Puta Madre la

que los engendró a todos, y Estados Unidos de América no me suena a madre de

nadie, aunque sí que me suena a Puta.

 

“Finalmente, amada dueña mía,

ahora que merced a sus malditos cañones, fundidos en el infierno por mano de

Vulcano o Lucifer, nos han batido bien y bonito, busco la manera correcta de

definirlos y espero que, con vuestras infinitas luces, podréis ayudarme. Besa

vuestras manos, vuestros pies y otras partes que no pueden ponerse por escrito,

vuestro amante esposo, don Juan Nepomuceno Ramírez de Arellano, coronel jefe del

4º Batallón de Infantería del Ejército Mexicano del Norte”.

 

Cecilia no

había contestado en su oportunidad porque verdaderamente el problema era

peliagudo, pero ahora, que marchaba hacia el barrio de San Miguelito escoltada

por los dos subtenientes a los que casi doblaba en edad –aunque gracias a Dios

no lo pareciera-, encontró la respuesta: no, no eran hijos de puta, no eran

dignos de serlo. Eran simplemente unos ignorantes, crueles y cobardes, herejes

paletos y esclavistas de Alabama y Tenesse a los que en el ejército empezaba a

llamarse de manera apropiada: “gringos”.

 

Casi concluía ella de resolver

el problema cuando Ignacio le preguntó quién era y qué hacía en San Luis Potosí

y, al saberlo, enmudecieron otra vez los dos jóvenes. Manuel sentía que un

sentimiento indefinible lo invadía, mientras Ignacio pensaba que no podían

faltar a la memoria, al honor del coronel, de la manera en que pensaban hacerlo.

Si no hubiese leído a Walter Scott y a lord Byron, quizá se le hubiese ocurrido,

como a Cecilia, que nada honraría la memoria del coronel como la sensual

ceremonia que habían preparado, pero era demasiado joven aún para darse cuenta

de ello.

 

“No podemos hacerlo”, decidió Ignacio. “No debemos”. Y con esa

certeza llegó a la humilde pero digna casa que, en el barrio de San Luisito,

habían preparado José María y Mariano para la ceremonia.

 

Estos,

impacientes, a punto de derrotarse y abrir la primera botella, vieron entrar a

Cecilia a la casa del tío de José María como quien ve a Dios. Su luctuoso

vestido no ocultaba la brevedad de su cintura, la generosidad de sus caderas ni

la redondez de sus blancos pechos, anunciados por el puntual escote que dejaba

al descubierto una garganta perfecta y parte de los mórbidos hombros. Los

cabellos castaños, discretamente recogidos en un rodete, enmarcaban sus finas

facciones y sus verdes ojos. Las manos eran finas, suaves y perfumadas, como

corroboraron ambos subtenientes al levantarse de un salto para inclinarse y

besarle caballerosamente la mano, uno después de otro.

 

La casa de adobe

tenía dos ambientes: el inmediato a la puerta había sido acondicionado por Chema

y Mariano como sala de estar, con cuatro equipales rústicos a guisa de sillones,

una tosca mesa sin pulir y varios ramos de flores silvestres junto a las

botellas de vino y la botana que habían dispuesto. En la otra habitación,

separada de la principal por una basta puerta de madera de pino, había un

modesto lecho en el que los cuatro subtenientes esperaban hacer, uno después de

otro y según deparara la suerte, sus primeras armas. Junto al lecho había una

gran tinaja de agua del pozo, con su jarra y su jofaina.

 

Pero cuando

Ignacio presentó a Cecilia como viuda del coronel Ramírez de Arellano, cuya

muerte lamentaba todo el ejército, también Mariano y José María trocaron su

ilusión por desesperanza: no se atreverían. Sin embargo, José María se repuso e

hizo los honores de la casa y, tras la primera botella, empezó a llevar con

gracia y desparpajo el ritmo de la conversación.

 

Luego habló cecilia y

los cuatro jóvenes se enteraron que el partido liberal tenía más simpatía en las

filas del ejército de línea de lo que ellos hubieran imaginado. Supieron que

muchos mandos del ejército estaban hartos de la situación del país y que, como

los jóvenes guardias nacionales, veían en la dupla Santa Anna-Gómez Farías, que

significaba la unión del ejército con los liberales “puros”, la única

posibilidad de salvación de la patria.

 

Cecilia entendió el súbito

prurito de los jóvenes y decidió no forzar la situación sabiendo que, cuando

llegara el momento, ella tomaría las riendas. Mientras ocurría, escuchaba las

historias de la vida en las llanuras del Septentrión, la endémica guerra contra

los comanches y la reciente contra los texanos, la vida de la frontera, con la

carabina siempre a punto, que con vividos colores le pintaban Ignacio y Mariano.

 

 

Las horas pasaban casi insensiblemente mientras se vaciaban las botellas

y el sueño empezaba a pesar en los párpados de los jóvenes, cansados tras

agotadoras semanas de entrenamiento. En un momento dado, cuando Mariano dormía

ya sobre un jergón, e Ignacio y José María estaban a punto de imitarlo, Cecilia

se excusó y, en la habitación, encerrada tras la puerta, se desnudó para

despojarse de toda la ropa interior, el complicado corsé, el rígido sostén y

otros estorbos, para volver a cubrirse únicamente con el sencillo vestido de

luto. Mientras lo hacía, acarició suavemente sus labios vaginales con la yema de

los dedos, como un adelanto de lo que estaba a punto de ocurrir.

 

Cuando

salió, casi diez minutos después, sólo permanecía despierto Manuel que, como

joven estudiante, estaba más acostumbrado a las desveladas que los libros y los

pulques reclamaban, que a las desmañanadas propias de la vida campestre y

artesanal de sus compañeros. Era casi medianoche y Cecilia le dijo:

 

-Don

Manuel, ¿me acompañaría a mi aposento de esta noche?

 

-Cuando usted

disponga, mi coronela.

 

Los pensamientos que hemos mencionado tenían a

nuestra heroína casi fuera de sí, conteniéndose solo por la espera, por la

certeza de que los tendría a todos, de que los recibiría uno tras otro, así que

cuando Manuel, con una reverencia, abrió la puerta de la habitación, ella cruzó

el umbral y tomó al joven subteniente del brazo, atrayéndolo hacia ella y

cerrando la puerta tras sus espaldas.

 

Dando inconscientemente un paso

hacia atrás, Manuel recargó su espalda en la puerta. Ahí lo agarró Cecilia,

atrapando su cabeza entre la mano y los labios, mordiendo su lengua, saboreando

sus dientes, mientras con la otra mano desataba el único lazo del vestido que

mantenía los senos a cubierto, permitiendo que salieran a la luz, generosos y

desafiantes. Tras breve titubeo, las manos de Manuel se apoderaron de ellos.

 

 

El vestido se deslizó hasta el suelo y Cecilia apareció espléndida en su

madura desnudez, a la luz de las cuatro velas que había dispuesto. Manuel tuvo

otro instante de titubeo, ya no debido al respeto de la memoria del difunto

coronel, sino al miedo de todo joven inexperto ante la belleza de una real

hembra, pero los besos de Cecilia vencieron su natural timidez y nuestro primer

héroe se dejó llevar, admirando la voluptuosidad y la firmeza de los blancos

senos y las rosadas nalgas, la brevedad de su cintura, las líneas perfectas de

cuello y hombros, los dorados rizos que ocultaban su sexo, la figura entera de

una diosa.

 

Cecilia conocía bien la forma más rápida de desnudar a un

oficial y muy pronto accedió al rígido miembro viril del delgado y ansioso

joven. Lo acarició solamente para apreciar el tamaño y vigor de la erección y,

recostando al joven oficial, lo montó con el hambre que le había dejado la larga

espera. Subía y bajaba con precaución sobre la verga del muchacho, reprimiendo

las ganas de cabalgarlo con furia, para evitar que se derramara en seguida.

 

 

Manuel no se movía, no podía hacerlo, no podía separar sus ojos de la

cara de Cecilia, no podía pensar siquiera: solo sentía la caricia del sexo que

lo apresaba, que lo recorría, que hacía suyo su miembro completo. La vida entera

se concentraba en ese apéndice de su cuerpo que, hasta esa noche, sólo le había

traído infinitas ansias y malos momentos.

 

Cuando eyaculó dentro de ella,

supo que podía morir, tuvo un adelante exacto, preciso, de lo que le ocurriría

tres semanas después, al cargar al frente de sus hombres contra los voluntarios

de Tenesse.

 

Tras despedir a Manuel y suplicarle que no hiciera nada ante

lo que tendría que ver, Cecilia despertó a Ignacio con un húmedo beso. Medio

dormido, el subteniente vio en la penumbra de la habitación los ojos de su

coronela y tardó en enfocar su miope mirada para identificar su brillo y

relacionarlos con los labios que succionaban los suyos, con la mano que buscaba

bajo el pantalón la verga que crecía por impulso propio.

 

Cuando ella

percibió que Nacho respondía sus besos, cuando sintió la verga, bajo el

pantalón, dura como una piedra, se incorporó susurrándole:

 

-Ven conmigo.

 

 

Nacho siguió con la mirada su suave paso de gacela, admiró el vaivén de

las nalgas a cada paso que ella daba y buscó desesperadamente sus anteojos para

apreciar el lento menear de sus caderas desnudas, la rotunda redondez de sus

nalgas, la silueta recortada en el marco de luz y, con prisa, haciendo a un lado

todo lo que había pensado durante la tarde, corrió hacia ella.

 

Cecilia

repitió la ceremonia de desvestir a un subteniente, desde los botones de la

casaca hasta la faja. Lo desvestía mientras Nacho, la acariciaba apenas, sin

moverse, sintiendo la suavidad de su piel, la firmeza de sus senos, la humedad

del sexo apenas tocado. A su vez, ella apreció la correosa fuerza de los largos

músculos del joven y lo deseó, lo deseó con tanta hambre como la del joven,

deseó la elasticidad de su cuerpo, su vigor, su inexperiencia y, sin esperar,

tan pronto estuvo desnudo, lo recostó boca arriba y con un largo y húmedo beso,

se colocó sobre él.

 

La mano de Cecilia aprehendió firmemente la verga de

Ignacio, llevándola a la entrada de su sexo. Acarició el glande con sus húmedos

labios y se deslizó suavemente hacia abajo, mirando los enloquecidos ojos del

muchacho, fijos en los suyos. Pronto entendió la mirada: apenas había engullido

el largo y delgado miembro del muchacho, cuando sintió los espasmos de la

eyaculación. Ignacio también lo sintió, también lo entendió y, en lugar de gozar

el momento, empezó a enrojecer de vergüenza, hasta que ella le dijo:

 

-No

pasa nada, teniente. Extraño habría sido lo contrario.

 

Y se movió con

sabiduría sobre él hasta conseguir que la erección se mantuviera, que se

prolongara y que volviera a rendir sus frutos cuando ella había alcanzado la

cima de su placer, confirmando que el cuerpo que había deseado era digno de lo

que prometía. Quince años después cuando llegó a su remoto rancho jalisciense la

jubilosa noticia de la victoria del cinco de mayo, quiso pensar que se le debía

un poco a ella, que aquella lejana madrugada de San Luis Potosí, ella le había

enseñado al héroe que todo México aclamaba, las ventajas de la paciente espera.

 

 

Cecilia reposó a su lado, acariciándolo, mordiéndole las tetillas,

pellizcándole las nalgas, hasta que la verga inició un discreto movimiento de

recuperación. Entonces le dijo:

 

-Hemos terminado, teniente. Vas como

varón a la guerra. No busques la muerte, pero no la temas, y piensa que tu

espada es digna de tu patriotismo. Ve a dormir a tu sitio.

 

Cuando salió

de la habitación, cinco minutos después, tras lavarse el sexo, ella sabía bien

que Ignacio estaría mirándola con los ojos entrecerrados, pero aún así, despertó

a José María, quien la siguió con igual prisa, con la misma hambre que sus

compañeros de armas, aunque era él el menos inexperto en cuestiones de mujeres.

 

 

En efecto, el joven zapatero se había enamorado desde niño de la prima

de su compañero de escuela y amigo suyo, Camilo Arriaga, cuyo hermano mayor,

Ponciano, los introdujo a ambos en la lectura de novelas de aventuras y más

tarde, en los círculos liberales. Para José María, Catalina Arriaga, prima de

sus amigos, fue su Constanza Bonacieux, su Julieta Capuleto, su Dulcinea del

Toboso.

 

Desde sus doce o trece años José María amó, con amor romántico,

a Catalina, adolescente espigada, rubia, de facciones distinguidas, elegantes

vestidos, refinadas maneras y lánguido continente, a la que apenas se atrevía a

dirigir la palabra. Arteaga espiaba sus pasos, vigilaba con sentimiento de culpa

los breves atisbos a su tobillo, se humillaba ante sus verdes ojos e imaginaba

en sus largos insomnios mil proezas caballerescas que lo acercaban a la

muchacha, distante, ajena, imposible.

 

José María perdía el hilo de la

palabra y el de la respiración misma a la sola presencia de su amada. Se

atormentaba pensando que en su mundo un zapatero no podría casarse nunca con la

hija de un hombre de bien, que su calzón de manta estaba a infinitas leguas de

las sedas de Catalina, por más que él creyera y que Ponciano dijera que todos

los hombres nacen libres e iguales. Y cuando ella le sonreía al paso, José María

alcanzaba el cielo, para caer inmediatamente después en una negra depresión que,

sin embargo, se evaporaba bajo el sol del altiplano cuando corría de regreso al

taller.

 

Porque José María era un trabajador sano y robusto, que pasaba

las horas del día en el taller, en el barrio, donde tenía un contacto mucho mas

cotidiano y familiar con otra clase de muchachas: mozas morenas y humildes,

fuertes como él, como él sanas, que le permitían atisbar apetitosas redondeces,

que reían a mandíbula batiente o lloraban sin embozo, a las que en noches de

feria José María, como los demás, robaba besos y caricias que recreaba

posteriormente masturbándose con pausado deleite.

 

Justamente una de esas

noches de fiesta, en la oscuridad de un callejón el joven zapatero oprimía

contra una pared de adobe a una rolliza moza, de largas trenzas y almendrados

ojos. Besaba sus labios introduciendo entre ellos su lengua, buscaba alcanzar

con sus manos la suave y morena piel mientras ella –parte del juego- fingía

rechazarlo. José María se apretaba contra el cuerpo de la joven, haciéndole

sentir la rigidez de su miembro, acariciaba con cierta brusquedad la cintura y

la cadera de la moza, buscando las nalgas, que ella a su vez apretaba contra la

pared para evitar las maniobras del muchacho, cuando las campanas de las

iglesias empezaron a tocar a rebato y él pudo, aprovechando la confusión, bajar

el corpiño y tener una visión plena y perfecta de los grandes, morenos y

suculentos pechos cuya vista y contacto asociaba con la guerra y con su decisión

de sumarse a la Guardia Nacional: el toque a rebato era para anunciar a los

vecinos de San Luis la terrible nueva de la agresión estadounidense.

 

Los

pechos que veía ahora, ocho meses después, le parecieron más sabrosos, más

bellos, más deseables y, sobre todo, más reales. Los acarició despacio,

sintiendo la suavidad de la piel de Cecilia, la rigidez de los pezones, el

sorprendente tamaño de las aureolas, de color mucho más oscuro que los blancos

pechos. Llevó sus labios a ellos y los tocó con la lengua, mientras las hábiles

manos de Cecilia lo desnudaban.

 

Cecilia se sorprendió al sentir en sus

manos la verga de José María: tan larga como la de Ignacio, pero mucho más

gruesa. Le gustó su textura y su forma, acarició las saltadas venas y la

cicatriz de la circuncisión (primera verga circuncidada que tenía en sus manos,

única que tendría en su vida) y decidió probarla: separando sus pezones de los

labios de José María, se agachó y besó el glande del joven subteniente, que no

entendió al principio de qué se trataba, pero tuvo la prudencia de dejarla

hacer.

 

La lengua de Cecilia recorrió el grueso miembro, deteniéndose en

las venas, en la asombrosa cicatriz, succionando el glande, besando el tronco.

José María, inmóvil, absolutamente rebasado por las circunstancias, gemía

inconscientemente mientras sentía que su verga seguía creciendo, hinchándose,

llenando la casa entera, la ciudad, el país. Cuando Cecilia terminó de probar y

empezó a recorrer el miembro entero (o la parte que cabía en su boca) con los

labios, succionando, mamando, José María supo que estallaría y avisó con un

gemido tan explícito que mató de celo y envidia a Ignacio, quien a pesar del

agotamiento físico no podía conciliar el sueño y los escuchaba detrás de la

puerta.

 

Tras la eyaculación de Chema, Cecilia volvió a mutar la succión

por las caricias suaves con la lengua y estaba a punto de llevarlo al lecho para

cabalgarlo, como había hecho con Manuel e Ignacio, cuando él tomó la iniciativa,

cargándola, acostándola, abriéndole las piernas, acariciando los muslos y el

sexo, que descubría y miraba con religioso fervor. Tras apreciarlo con la vista,

Chema lo acarició con la punta del dedo índice, desde la espesa pelambre del

monte de venus hasta los hinchados labios mayores, los sonrosados labios menores

y la empapada entrada de la vagina. Unió el dedo medio al índice y los introdujo

en el sexo de Cecilia que, gratamente sorprendida, lo dejaba hacer.

 

 

Cuando nuestro tercer héroe sintió que perdía la razón y el sentido,

llevó su miembro al sexo de Cecilia, quien le ayudó a introducirlo en el lugar

debido. Instintivamente se movió dentro de ella, hasta que aceptó el ritmo que

Cecilia le marcaba con sus manos y sus caderas. Fue y vino sin pensar, amándola

más a cada embate, hasta alcanzar una gloria que no le daría ninguno de los

múltiples honores cosechados durante sus años de poder y prestigio. Y al

desplomarse sobre los pechos de Cecilia, sobre su amable torso, le juró en

silencio amor eterno.

 

Al acompañar a Chema a su jergón, Cecilia,

cansada, despertó a Mariano y le dijo:

 

-Señor subteniente. Deseo con

fervor que seáis un hombre digno de vuestro valor. Alcanzadme en mi habitación

en cinco minutos. Y no admito excusas –añadió al ver que intentaría protestar.

 

 

Como sus amigos, Mariano sintió un vacío de vértigo al verla caminar

desnuda. Sorprendió un indefinible rayo verde en los ojos de Ignacio, que fingía

dormir y, relox en mano, sin hablar, sin respirar casi, esperó exactamente cinco

minutos. Se levantó silenciosamente, con la flexibilidad y discreción de sus

noches de cacería, y entró a la habitación de al lado.

 

Cecilia dormía

desnuda sobre el lecho. Sus hermosos pechos subían y bajaban pausadamente. La

boca entreabierta dejaba sus blancos dientes a la vista, la expresión dulce

anunciaba una vida plena. Mariano la miró durante largos minutos sin tocarla.

Deseó la protuberancia de su sexo, acarició con todas las manos de la

imaginación las firmes piernas y las sólidas caderas, besó con la lengua del

espíritu la perfecta cavidad del ombligo y la belleza sin par de sus pechos.

 

 

Con sumo cuidado se sentó en el lecho, acomodando trabajosamente sus

largas y huesudas piernas en el estrecho espacio que había entre la cama y la

pared y, como un caballero que vela sus armas, durante dos horas veló el sueño

de Cecilia.

 

A las seis de la mañana en punto resonaron, simultáneas en

distintos vivacs y cuarteles, las vigorosas notas de la trompeta, tocando la

“diana” que los jefes de los batallones y regimientos de la Guardia Civil habían

acordado con los oficiales de permiso. Cecilia abrió los ojos y vio la profunda

mirada de los negros ojos de Mariano, demasiado profunda para sus 18 años,

aunque en dos horas, Mariano había madurado, tanto o más que sus compañeros en

las precedentes.

 

Con enorme ternura, la viuda acarició el rostro del

joven oficial y se incorporó para besarlo sin decir palabra. En dos minutos

Mariano aprendió a besar y a corresponder un beso cargado de pasión y vida, pero

tuvo la fuerza suficiente para separarse de la bellísima hembra y decir:

 

 

-No queda tiempo, mi señora, y lo lamento.

 

-No queda, es verdad.

Y lo lamento más que usted, teniente.

 

La ayudó a vestirse y salieron

 

juntos de la habitación. Los esperaban ya, perfectamente uniformados, Manuel,

Ignacio y José María, que, sin decir palabra, besaron la mano de Cecilia. Ella

les ordenó que no la esperaran, que ya iban retrasados, pero jaló a Mariano del

brazo cuando los otros salían y volvió a besarlo en la boca.

 

Marcharon

en silencio los cuatro oficiales, a paso rápido, hacia el cuartel. Y los cuatro

se juraron que la buscarían tan pronto pudieran, pero solo Mariano volvió la

cabeza por última vez para despedirla, para recordar ese último beso.

 

 

Quizá por ese último beso, quizá por la postrera mirada, o por la

certeza de que era el único que no podía ser el padre, el hijo que Cecilia parió

nueve meses después llevaba el nombre de Mariano, con su apellido de soltera.

 

 

Veinte años después, el comandante supremo de los ejércitos de la

República reconoció en un joven capitán de caballería de las fuerzas

jaliscienses del general Ramón Corona, la mirada y la expresión de su amigo

Ignacio y el brillo de los ojos de Cecilia. Le preguntó por ella y se prometió

que, tan pronto terminara esa guerra que ya no duraría, visitaría aquel rancho

de Cocula y honraría a aquella viuda. Porque sólo él vivía de los cuatro que

entonces fueron.

 

 

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