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Amanda

en Hetero: General

Amanda

Nunca había sido una mujer demasiado creyente. La educaron en un colegio de monjas, con todo lo que esto significa: más temores y frustraciones personales por prejuicios, y una permanente sensación de vacío. Su adhesión a lo espiritual era más social que verdadera, con esporádicas visitas a una iglesia en ocasiones contadas: una boda, un funeral, un bautizo. Pero lo que se dice fe, realmente no existía demasiada en la vida de Amanda.

Había llegado virgen a su matrimonio mucho más por temor a quedar embarazada que por convicciones personales; y sus miedos se debían a la ignorancia en cuanto a los métodos contraceptivos adecuados y a la escasa comunicación que mantenía con su madre respecto a temas sexuales. En suma, Amanda era una mujer criada dentro de una familia común en la que "de eso no se habla". Roberto, su único novio primero y su marido después, era un hombre corriente y tal vez con las mismas carencias que ella. Los avances durante el noviazgo de cuatro años habían sido tibios y poco exigentes, y luego de casados habíase mostrado casi tan torpe como Amanda en cuestiones de cama.

Posiblemente, su desahogo con prostitutas hubiese sido meramente eso, por lo que hacer el amor no era para él un arte y tampoco su mujer resultaba demasiado estimulante a causa de su estrechez de criterios.

De modo que luego de seis años de anodino matrimonio en el que no llegaron hijos y tampoco se inquirieron causas ni de uno u otro lado, Roberto tuvo una experiencia fortuita con una compañera de trabajo que le dio vuelta la cabeza, lo desmadejó completamente, le hizo ver que había vivido en vano, y le motivó a romper su rutinaria pareja con Amanda.

Puso sus camisas blancas y celestes en una maleta, sus dos trajes grises, sus seis calzoncillos de madapolán y sus dos tricotas – una marrón y otra verde olivo- tejidas con esmero por su santa madre y se fue con ella dispuesto a renovar el vestuario anticuado tanto como las nuevas sensaciones que su cuerpo iba adquiriendo.

Amanda quedó en shock, no porque le amara desesperadamente sino porque Roberto era su única referencia masculina –era hija única de un padre ya muerto desde hace mucho tiempo- y sobre todo porque su madre siempre había hecho comentarios mordaces sobre las mujeres divorciadas: "Que por algo será", "Que una ha nacido para ser mujer de su casa y soportar", "Qué vergüenza separar lo unido por Dios y por la iglesia"...

¿Cómo podía justificar ante su madre, las tías, el vecindario, la suegra, las cuñadas- el mundo todo- que su matrimonio de había ido a pique, que Roberto había encontrado otra mujer que le ofrecía algo que nunca ella supo dar? Y también, a un mismo tiempo, explicar que tampoco ella había sido demasiado feliz aunque le aterrara la soledad.

Fue doña Rosa, una de las poquísimas personas que permitía entrar en su intimidad y que en contadas veces le sirviera de confidente quien le sugirió que si no podía enfrentar sola el abandono y no deseaba volver derrotada a rendir explicaciones al círculo cerrado de su madre y familiares necesitaba una ayuda.

Al principio, Amanda quedó perpleja. Realmente no sabía si lo que deseaba era recuperar a aquel marido escapado con su triste maletita en pos de una mujerzuela: su amor propio le decía que no era ella segundo plato de aquella mesa. Por otra parte, la sensación de libertad era un tanto embriagante...El tema era dar el aviso a su familia impidiendo que ésta tomara las determinaciones que sólo competían a ella, enfrentar los amargos comentarios de la madre, las sentencias de las tías, los consejos de su todavía suegra, las sonrisitas apenadas de las cuñadas.

La habitación matrimonial, limpísima, impecable, digna, no había cambiado para nada su fisonomía habitual: sólo unos pocos huecos en el armario notaban la falta de los consabidos tonos neutros, y un lado vacío de la cama con la ausencia de un pijama de franela a cuadros bajo la almohada.

A la noche, después del noticiario, decidió cruzar hasta el departamento de doña Rosa y averiguar un poco más acerca de la posible ayuda.

-Pasa, Amanda, hija. Rosa está en la cocina- la recibió con afecto el marido de su vecina.

En la cocina rezumante a apetitosa salsa la recibió la amiga, invitándola a sentarse.

-Pues bien, Amanda- inquirió doña Rosa- ¿decidiste buscar ayuda para tu problema?

-Aún no lo sé, Rosita- suspiró Amanda- pero quiero que me explique qué clase de ayuda según usted podría darme las soluciones que necesito. Todavía no he tomado coraje para hacer frente a la familia. Tres días ya y no le he dicho a nadie que Roberto se fue de casa...

-Vamos, hija, qué dices- doña Rosa agregó unas hojas de cilantro al caldo- necesitas un poco de magia.

-¿Magia?- se asombró Amanda.

-Magia, niña, magia- contestó la vecina sin mirarla mientras probaba con una cuchara el condimento de su salsa- Bien me sé yo que tú no crees en casi nada, pero te aseguro que estas cosas pueden ser equilibradas a través de un poco de magia.

-Ay, Rosita, que usted me está tomando el pelo- Amanda replicó un tanto amoscada- ¿va a decirme que debo consultar a una gitana?

-Pues claro que no- la miró fijamente a los ojos y tomó el molinillo de la pimienta de la mesa, para darle tres o cuatro vueltas sobre la fragante cacerola donde se espesaba la salsa- me refiero a magia africana, ritos del Congo, trabajos con espíritus de las sabanas.

-No me venga con esas memeces, Rosita- contestó Amanda, ya un tanto airada- mire si a estas alturas de mi vida voy a mezclarme con esas tonterías paganas. Yo la creía una mujer más seria y avisada...

-Es que por ser muy seria y avisada te lo he confiado- doña Rosa apagó el gas de la hornalla- ahora bien, si tú no aceptas, aquí no ha pasado nada.

Amanda estuvo en un tris de levantarse de su asiento, decepcionada y furibunda con la vecina sabelotodo, pero la curiosidad picaba.

-Pues no me diga que hace usted magia africana, lo único que me faltaba por descubrir- trató de parecer calmada, aunque el corazón latía acelerado y se sentía un tanto indignada con la proposición absurda.

-No, yo no- doña Rosa se sentó frente a ella para mirarla directamente mientras le hablaba- pero desde hace ocho años concurro a una casa donde se practica y puedo asegurarte que mi vida ha cambiado bastante. Yo también he pasado por problemas, ya ves. Nunca he dicho nada a nadie, pero mis cosas he pasado hasta que me pusieron en contacto con esta gente y hoy mi vida es llevada de otra forma, mucho más serena, más controlada. Si tú quieres te llevo allí y te desengañas por ti misma, que yo simplemente no puedo hacer nada.

-Me deja boquiabierta, Rosita- respondió Amanda ahora convencida de la seriedad de doña Rosa mientras le develaba su secreta adhesión a la magia- Sabe que confío en usted más que en cualquier otra persona. ¿Me llevaría entonces a ese aquelarre?

-Seguro que sí, pero no digas aquelarre como si de eso se tratara- sonrió maternal la vecina- es otra cosa, ya verás. Y te aseguro que encontrarás respuestas. Si quieres, podremos ir mañana. Te pasaremos a buscar con mi marido porque es un tanto lejos y nos llevará en el auto.

-Cómo- exclamó muy sorprendida-¿don Carlos también se ha unido a esas ceremonias paganas?

-Es un verdadero entusiasta- rió divertida la dama- se ha hecho un verdadero devoto, tanto como yo. Bueno, hija, ¿te quedas a cenar?

-No, muchas gracias- contestó Amanda- me he preparado ya una ensalada y prefiero acostarme temprano, tengo todavía que revisar unas facturas y llamar a Roberto para que pase a pagarlas.

-Bien entonces. Mañana a esta hora pasamos por ti, vé y descansa- la señora le dio un abrazo muy apretado y cariñoso y la acompañó hasta el pasillo- Hasta mañana, Amanda.

 

Amanda volvió a su departamento con la cabeza hecha un lío. Su amiga y confidente era pagana –por Dios, también el marido- se había dejado llevar por la ansiedad, había dado su palabra...Tomó unas pocas hojas de ensalada directamente del bowl, su mente estaba distraída mientras repasaba las facturas, tomó una ducha rápida, se puso un camisón y se metió en la cama.

Al otro día amaneció con la cabeza pesada, notó que el lecho matrimonial estaba húmedo como si hubiese dormido presa de una fiebre de cuarenta grados y todo desarreglado –nunca había estado así en sus años de casada- pareciendo haber sido el campo de batalla de un furibundo encuentro sexual.

Cumplió con sus rituales cotidianos: el desayuno simple, el aseo de la casa, puso el camisón y las sábanas a lavar, dejó la sala brillante y encerada, un poquitín de música para estar más animada, hizo la compra sin encontrar a nadie que preguntara nada, siguió la rutina, esperaba.

Puntualmente, el timbre sonó y era doña Rosa. El marido había ya sacado el coche del garaje y las esperaba abajo. Se acomodó en el asiento trasero junto a un inmenso ramo de claveles que la pareja llevaba, conversaron de naderías, el auto se alejaba del barrio y se internaba más y más en la nada.

Hasta que llegaron a una finca apartada de la que se escuchaba un rumor sordo e inquietante de tambores. Tuvo una fugaz vacilación, a punto de pedie que ellos entraran y ella quedaría esperándolos en el vehículo, pero no dijo nada. La suerte estaba echada. Una amplia sala con sillas a su alrededor albergaba a unas treinta y cinco o cuarenta personas que hablaban a la sordina muy animadas. En el centro del salón tres o cuatro personas vestidas de blanco con collares de cuentas multicolores danzaban frente a una improvisada tarima en la que tres hombres ejecutaban los instrumentos musicales, que en efecto, eran tambores de tres diferentes tamaños.

Descalzos, doña Rosa y su marido se dirigieron hacia una puerta al fondo ante la que se postraron, luego a la tarima de los atabales donde hicieron lo mismo y seguidamente hacia una de las personas de blanco, un moreno de piel lustrosa. Amanda percibió desde su asiento con estupor cómo se arrojaron de bruces delante del negro golpendo con sus frentes el piso y cómo el personaje los levantaba y abrazaba girándolos a un lado y otro alternativamente. Al tiempo, la asistencia aplaudía alborozada, como si sus vecinos fuesen de todos conocidos y se tratase de dignatarios importantes dentro del culto de marras. Seguramente lo eran, porque luego de las salutaciones se dirigieron hacia el interior de la casa del que regresaron unos minutos más tarde vestidos de igual modo que los que danzaban y munidos de idénticos collares largos y abigarrados. No salía de su asombro Amanda...La estruendosa cadencia de los tambores la exasperaba, sentía ganas de salir inmediatamente de esa sala en la que los de blanco, como en corro, danzaban y cantaban:

 

"Panvu Njila já kújanjó aiê, oreré,

Panvu Njila já kújanjó aiê, oreré."

Y la asistencia respondía, como participando:

"Eh, Panvu Njila kujá kújanjó, aiê, aiê".

Su cabeza explotaba, no podía precisar qué era lo que le estaba sucediendo, pero sentía un calor agobiante seguido de ramalazos de frío que recorrían su espina dorsal y sus párpados pesaban mientras el corazón repetía como un eco los latidos de los tambores. Era una especie de lucha interna en la que algo pugnaba porque se entregase y otro algo le impedía hacerlo; donde una energía inusitada venida quién sabe cómo la recorría desde la punta de los pies hasta la coronilla. Y el calor, que cada vez la atosigaba más como si estuviese dentro de un horno -¿estaría muriendo y le mostraban lo que era el infierno por haber concurrido a estas prácticas abominables?- las ganas imperiosas de sacarse toda su ropa, quedar en cueros, danzar con los celebrantes. Se oyo gritar de pronto y a un tiempo no parecía ser un grito suyo:

- Kia, kia, kia, kiá!

Y los asistentes aplaudiendo- al parecer a ella misma- que entre tanto calor y locura se arrancaba la ropa, desperdigando botones aquí y allá, temblando convulsivamente sin poder dejar de emitir esos cloqueos de ultratumba.

-¡Salve, Panvu Njila! Kiuá Aluvaiá- gritaban delante de ella sin tocarla ni impedir que continuara quitándose la ropa ya casi convertida en jirones- ¡Salve, señora de la noche!

De pronto una fuerza descomunal la arrastró en medio del diabólico corrillo, desnuda y carcajeante como la puta de Babilonia. La misma fuerza sin misericordia la llevó ante la puerta entreabierta obligándola a rendir homenajes a lo que encerraba allí, la trajo contoneándose como una perdida ante el trío de tambores, haciéndola arrodillarse delante de ellos sacudiendo los hombros y los pechos al aire para luego deslizarse como una antigua serpiente frente al negro jefe, golpeando con la frente el piso como había visto hacer a sus vecinos, siempre emitiendo esos guturales grititos que salían del fondo de su semiconciencia.

La gente, contentísima. Al parecer, una de sus deidades paganas la estaba poseyendo y Amanda era incapaz de resistir la fuerza que parecía provenir de adentro, desde algún rincón oscuro de su mente. Claro que tenía conciencia, eso era obvio, pero no podía hacer nada sino lo que esa tal Panvu Njila deseaba, que al parecer era dar el espectáculo de su cuerpo tal como vino al mundo a la concurrencia enardecida y al grupo de acólitos que secundaba al moreno. Su voz- no estaba tan seguro que lo fuera, tan densa y extraña sonaba- salía de la garganta como después de un infinito letargo diciendo:

-Buenas noches, mi pueblo. Kia, kia, kia, kia.

Aplausos, vítores, más alabanzas. Mientras, como si siempre lo hubiese hecho, emprendía una frenética danza en medio de la sala, girando sobre sí misma y moviendo los hombros y los pechos con el ritmo de una danzarina pagana. Sus brazos se contorsionaban, recorriendo su carne desnuda delante de todos como si nada importara.

En efecto, Amanda – o lo que estaba detrás, adentro y afuera de Amanda- había perdido el recato, la honorabilidad, el decoro de una mujer formal seria y casada, aunque ahora, ahimé, descasada. Y lo peor es que no sentía ninguna vergüenza. Ni un ápice de vergüenza mientras se tocaba lúbricamente sus partes delante de toda esta gente que la consideraba no ella misma sino esa tal Panvu Njila descarriada a la que celebraban. Los tambores se detuvieron a una señal del moreno oficiante. El marido de doña Rosa, con un respeto casi rayano en la adoración se inclinó frente a ella y le entregó el ramo de claveles que había viajado en el asiento trasero.

-Gracias, hijo mío. Kia, kia, kia. Quiero un cigarro- ordenó su voz desconocida, y corrieron varios a buscar un habano que le entregaron ceremoniosamente- y beber vino dulce y bañarme en menga.

Todos alborozados, especialmente los de blanco.

-¿Ahora?- preguntó sin asomo de contrariedad el negro director.

-Ahora, kia, kia, kia. ¿O no es para mí la cabra que tienes reservada en el corral pequeño junto al palomar?- dijo el otro yo de Amanda haciendo gala de saber de qué se trataba- y las tres gallinas aquellas que te trajo María Fernanda, también.

Se miraron los de blanco complacidos: no existía espacio para la duda, la diablesa conocía palmo a palmo la casa y hasta lo que la concurrencia ofrendaba.

-Bien, puede trabajar con los feligreses mientras preparamos todo- dijo el moreno, haciendo una seña discreta al marido de doña Rosa que salió con otro hombre hacia las dependencias interiores. Amanda, siempre contoneándose desnuda, comenzó a saludar a los asistentes, que le pedían que les tocara, le mostraban fotos y hasta hubo quien le ofreciera una cadena dorada que quitándose del cuello pasara a colocarla en el cuello de la desquiciada.

-Gracias, mi pueblo.Kia, kia, kia- reía encantada mientras repartía sus dones con el habano en la comisura ( Amanda no fumaba, aclaremos) de la boca. A algunos hombres de la asistencia les cataba el paquete con aire experto, en su interior estaba aterrorizada pero su mano era independiente y se adelantaba sobando aquí y allá mientras nadie se sorprendía o protestaba; a algunas mujeres daba consejillos salpicados de carcajadas, a una viejecita le indicó que la llave que había extraviado días atrás estaba en el fondo de la bolsa del pan. Y nunca paraba de contonear los hombros como hacen las bayaderas en las películas, de tocarse los pezones increíblemente duros o llevar el dedo de algún ignoto adorador hasta su chochito húmedo y caliente.

Su corazón latía con fuerza redoblada cuando éste, en un arranque de extática veneración, aprovechaba para darle algún que otro tironcito a su clítoris desafiante y empinado al máximo. Lo que restaba de Amanda era testigo del placer que su cuerpo descubría dominado por aquella divinidad ancestral que sólo quería ser mujer sin preocuparse de quien o de cuantos. Se le hizo la luz. Ahí pues estaba la respuesta: su destino era sentirse bien sin importar a qué precio. Que Roberto hiciera su vida infame con quien quisiera y que su madre y el resto de su familia natural y adquirida pensase lo que le viniese en ganas. Ella estaba descubriendo al fin que tenía un cuerpo, un cuerpo normal que necesitaba ser atendido después de probar el descenso a los infiernos. Se acercó al tamborero mulato que fumaba discretamente en un rincón en su contoneo acostumbrado y le dijo:

-Cuando termine todo ¿quieres follar con mi caballo?kia, kia, kia.

-Será un honor, mi diosa- los ojos del muchacho se agrandaron y humedecieron e inclinó la cabeza con devoción y gratitud por la elección.

Por una puerta lateral, doña Rosa apareció pidiendo orden para poder efectuar la ceremonia. Los tamboreros retomaron sus sitios y entonaron:

"Menga chororó, menga chororó. Betula sanji va burá, va burá"

Con infinito respeto doña Rosa condujo a Panvu Njila cabalgando a Amanda hasta el cuarto sacramental para que recibiera lo que antes había pedido. Amanda ya no ofrecía resistencia alguna, eran ella y otra a un mismo tiempo internándose en un mundo nuevo donde todo era normal y no hacían falta las preguntas. Corrió hacia la cabra con su nuevo paso seductor y como si lo hubiese hecho cada día apretó sus senos a un lado y otro de los filosos cuernos sin un mínimo resquicio de miedo. Frotó su vientre contra la testa del animal y le habló al oído en una lengua extraña y ancestral. Luego, con infinito placer, se abrió toda ella desde lo más recóndito de su confianza mientras el calor pegajoso de la sangre cambiaba con ella de lugar.

A la madrugada, entre los silencios de la noche y los extraños ruidos de las afueras, impregnada con la sangre ya seca de la cabra, recibió en su estera al mulato tamborero que con unción y apasionamiento le hizo largamente el amor. Respondió al acto más antiguo y sagrado con cada fibra de su ser, sin importarle para nada la mezcla ambigua del olor de la sangre, del sudor y del semen. Su vagina era ahora el propio vientre de la tierra recibiendo la fértil lluvia del macho para que el universo continuara siendo eterno. El hombre, agradecido por el don de Panvu Njila, se acurrucó a su lado, abrazado a ella como si fuese la madre, la hermana, la mujer, hembra total recuperada para la vida. Y Amanda sonrió complaciente, descubriendo que la diosa habita cada mujer desde el comienzo sin sombra de pecado.

Una semana después, en su sala encerada y reluciente perfumada con esencia de lavanda, esperaba que llegase del taller su nuevo marido con su modesta maleta tan gastada, para colgar en el armario la ropa colorida que había notado que usaba.