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En paz

 

Me ha tomado con violencia,

Sin mostrar piedad por mi dolor.

Su entrar y salir hubiese merecido una Ariadna

Que con un ovillo de hilo de seda le mostrase

Los secretos pasajes de mis oscuros laberintos.

Minotauro impávido sentado sobre mis ancas

Cabalgándome en desafuero, golpeando sus nalgas contra las mías

Mientras hundía su largo dardo de fuego.

Apenas una vez, sin embargo,

distraída y quedamente

Cuando su magma se expandía y me colmaba, ha dicho:

-¡Te quiero!

 

Cerró el libro de poemas y pensó en las veces reiteradas que la vida y la ficción coinciden en un punto dado. Estaba acostumbrada al silencio de Ramón, a esa manera voraz y muda de poseerla y a su propia incapacidad para pedirle una expresión de cariño. Desde muy joven sentía la necesidad de ser amada, reconocida, valorada. Nunca había sentido de sus padres una muestra de aprobación aunque mucho se esforzara, y de Ramón, su único hombre, tampoco. Para él todo era mecánico, ajustado a un horario, un cronograma de eficiencia y perfección como si se tratase de su trabajo de relojero. Cada pieza en su agujero, cada engranaje moviéndose de consuno, cada cosa cumpliendo su función. Y seguramente aunque no lo dijera –porque de "eso" no se hablaba- él estaba convencido que su función de macho estaba cumplida plenamente y acabada.

Pero ella no sentía lo mismo...Era una mujer que hubiera dado hasta lo que no tenía para escuchar una palabra amable en sus oídos. No era que pasara mal con Ramón, todo lo contrario, pese a su brutalidad lo deseaba; necesitaba su olor fuerte y sus pequeños mordiscos que la incitaban a responder con el vaivén generoso de sus ancas. Pero también escuchar de sus labios alguna expresión que le hiciera saber que le gustaba, o que la quería o que le complacía su papel de hembra sumisa siempre dispuesta a ser montada. Era una necesidad sentimental, un hambre digamos de cariño demostrado en esas pequeñas cosas que cada ser esperaba de quienes son parte de su vida.

Mientras colocaba en el anaquel el tomo gastado por sus lecturas solitarias, tomó la decisión de provocar cambios. Aún no sabía cómo hacerlos, pero seguramente algo se le ocurriría.

La cena ya estaba encaminada. Había salteado unas verduras y fileteado una pieza de carne jugosa y dorada, asada en medio de una buena cantidad de cebollas y patatas. Verificó que el mantel no exhibiese una sola arruga, que las copas mantuviesen un ángulo perfecto con los platos blancos y los cubiertos de alpaca. Las servilletas impolutas en sus aros de porcelana, la panera cubierta con una faldilla muy blanca. A último momento, descorchó una botella de vino y dejó el corcho a escasos diez centímetros de su salero de plata. Unas rajas de limón maduro, fragantes y frescas, perfumaban la estancia.

Se dirigió al baño, quitándose el chándal. Abrió el grifo bajo echando un puñado de esencias y se recogió el pelo para que no cayera dentro del agua. Entró seguidamente, tendiéndose en el agua tibia para relajarse, aún faltaba una media hora para que Ramón regresase. El espejo algo empañado le devolvía su imagen. Veía en ese otro campo que parecía tan extraño las manos suyas acariciarse los pechos, volar sobre los pezones túrgidos y sobarse con delectación y le habló a la figura que se reflejaba:

-¡Guapa!

Una manita descendió sin prisa hasta la vulva que se abría y cerraba rítmicamente como una crecida almeja dentro del agua. Un dedo experto la recorría, la consentía, la exploraba. Sintió la señal acostumbrada: un rayo indoloro la atravesaba y se descargaba entre temblores de flor azotada por el agua; se venía toda, cuerpo y alma en ese estertor de muerte que de buena no mataba. Cerró los ojos, no sin antes ver, complacida, a la que devolvía su mirada y le decía "Guapa" desde la luna empañada.

Se secó cuidadosamente con una toalla perfumada. Debía estar lista para la cena y la cama.

 

Ramón entró en la sala, como siempre, sin palabras. Se quitó la chaqueta y la corbata, que ella se apresuró a colgarlas. Sentado en su bergère de pana, se despatarró esperando que solícita, ella retirara sus zapatos y sus medias para masajear las pantorrillas cansadas. Lo desvistió como a un bebé, él jamás protestaba. Ramón tomó el camino del baño siempre con ella tres pasos detrás. De pie ante el water descargó su orina con la fuerza acostumbrada; ella, muy comedida, con un trocito de papel tissu la cabeza de la gruesa verga le enjugaba. Se introdujo en la bañadera por una rápida ducha mientras ella preparaba la esponja con gel para frotarle las espaldas. Lo lavó con esmero y por orden, tal como a él le encantaba. Con otra toalla -la azul celeste- fue secándole la piel velluda en movimientos circulares y ascendentes para restablecer la circulación adecuadamente.

 

El la tomó de la mano, casi sin mirarla, y la arrastró a la habitación derribándola sobre la cama. Hincado sobre ella muy cerca de su cara exigía atenciones y mimos sin decir una palabra. (Ella lo veía tan recio y deseable a través de sus pestañas)...Se retiró de improviso, poniéndola en cuatro patas, y en absoluto silencio la penetró de espaldas.

Entonces ella, mientras era fuertemente cabalgada por Ramón, recordó que tenía un deseo que cumplir y era ahora o nunca. Perdiendo de una vez el miedo, conjurando la suerte, echándose al agua, gritó con una voz casi estrangulada:

-Aaaah, así, así, lléname toda y para siempre que me pones desesperada, Ramón.

Como desde detrás de un sueño escuchó la voz de su hombre, satisfecha y asombrada:

-¡Al fin, mujer! Siempre pensé que esto no te gustaba...