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El barrio y su gente (4: El gran escape)

en Hetero: Infidelidad

El barrio y su gente IV

El gran escape.

 

Pololo, el marido de doña Charo, conduce un taxi en su tiempo libre. El vehículo pertenece al gallego Castro, un vecino de la acera de enfrente en diagonal, que se hizo construir en la azotea un parrillero monumental porque desde que vino a América siendo un crío se aficionó a la carne asada. Un criollazo, adicto al asado, el mate y la caña con pitangas o butiás.

Ya un tanto maduro sentó cabeza y se casó con una robusta señora, aindiada de carnes prietas y cejas depiladas a lo Marlene Dietrich. Amiga de los chistes verdes, los vestidos ajustados de generoso escote y las frases de doble sentido, "La Negra", mote con el que todos la conocen pues ella evita que se sepa su nombre de pila –Robustiana- se hizo muy amiga de doña Charo, la esposa del peón del taxi de su "gallego".

Déjenme decirles que La Negra tenía dos hijos de uniones anteriores. Una hembra de veintitantos de nombre Cristina, cuya mirada siempre era dirigida a las braguetas de los muchachos de todo color, tipo y edad como para ejercitar dotes de encantadora de serpientes. El varón, un poco retrasado para mi gusto, era un mozalbete de unos dieciséis con un bozo espeso que contrastaba con una voz menudita y gangosa, se llamaba Carlos. Un buen día La Negra repartió a quien quisiera oirle que estaba gruesa y que si era varón le pondría José Emilio como se llamaba el padre, pero para que le llamaran Pepe. Y Pepe vino al mundo, como un niñito llorón y continuamente meado que no se parecía en nada a don Castro...

Se parecía ¡y cómo! al chofer nocturno del taxi, su vecino Pololo.

Pero seguramente eran habladurías, ya sabéis que en los barrios la gente que tiene poco quehacer se pasa tejiendo historias y urdiendo culebrones. La gordita Cristina, la de la mirada braguetera, era la encargada de cuidar del niño, de modo que para que ella pudiese acariciar desde lejos con húmedos ojos todas las vergas que se le pusiesen a tiro, se la pasaban en la vereda matinée, vermouth y noche. El bobalicón de Carlos se perdía, y no sólo en sus pensamientos, sino literalmente: desaparecía por horas y horas quién sabe dónde sin que nadie le buscase, tal vez con la secreta y vana esperanza que se perdiera para siempre. Pero volvía cuando el hambre le roía las tripas, con ojeras azules y olor a semen en el aliento y sospechosas manchas en su astrosa ropa...

Es decir, para abreviar, que La Negra pasa muy sola.

¿Cuantas veces no la vi acodada en el murete de su azotea de donde orgullosa sobresalía la chimenea del asador, con sus ubres morenas reventando el escote para escaparse a otros paisajes de ensueño? No vigilaba precisamente a su primogénita observabultos ni a su lloroso vástago menor. No preguntaba a gritos a los pasantes sobre el posible paradero de su hijo el tontainas, no.

Esperaba ser notada, ofreciendo a quien quisiese ver el surco profundo de sus tetas prodigiosas, y cuando lo era, una sonrisa pícara le aclaraba el rostro.

Era una hembra en celo permanente, y le fascinaba ser mirada por los indiscretos que con un ojo en el escote a punto de descoserse y otro en derredor para vigilar que ni su mujer ni otra maruja se fijara, le preguntaba:

-"Buenas tardes, doña Negra. ¿Tomando el fresco?"

Y la ladina respondía:

-"Ah, vecino, estoy toda sudada...¡qué verano este y sin nadie que me sople un poco...!"

¿No era fina para cargar?

Pero claro, nadie quería líos con el gallego Castro. No es que este fuera un hombretón imponente, no, si ella le llevaba fácil una cabeza. Pero era irascible cuando tomaba una caña demás, y por su profesión de taxista siempre iba armado para conjurar el peligro. Así que con La Negra todo o casi era "de boca".

Es que ella no podía con su genio. Entraba al almacén de la cuadra y a gritos preguntaba:

-Harutiún, ¿cómo tiene los huevos?

El armenio que la conocía- y que su mujer Araci estaba siempre en la trastienda- respondía serio.

-A veinte la docena.

Las tardecitas de otoño impedían la exhibición en la azotea, aunque no las escapadas de Carlos o los paseos de acá para allá de Cristina inspeccionando bultos con el muchachito llorando meado en brazos. Entonces cruzaba a tomar mate con toronjil o cedrón a casa de doña Charo. El marido, Pololo, descansaba en el dormitorio porque su turno era a las 22 horas. Pero se levantabaa las 20 a comer algo y tomar unos mates con las mujeres, y jugar una partida de truco.

Sentado frente a La Negra, para hacerle los gestos típicos de este juego de naipes.

-"¡Quiero!- decía ella, poniendo su boquita como un culín de pollo.

-"¡Voy!- anunciaba él mientras su pie descalzo de la alpargata se entremetía en la entrepierna de su compañera de equipo.

-"Flor"- cantaba doña Charo, ajena al cachondeo, para Olga, su sobrina y pareja en el juego.

-"¡Qué calor hace acá adentro- la muy guarrona- menos mal que no me puse bombacha...

"-A ver, a ver...muestre, Negra- pedía él que ya lo sabía bien porque su dedo gordo estaba muy bien empapado.

-"¡Ay, Pololo, no sea zonzo...es un decir!- respondía ella esponjándose como un pavo de galanteo. –El gallego me mata si no me pongo interiores. Siempre me dice que si me pasa algo en la calle...

-"¿Qué?- inquiría el baboso de Pololo- ¿tendrá miedo que no la recojan?

-"No, eso no, Seguro que si me pasa algo viene alguien y me recoge, ji ji ji. Me va a coger dos veces si estoy sin ropita...

Hilaridad general. Sonrojos de Olga, trompitas de Pololo, sofocos de La Negra ya con media teta fuera, carraspeos de doña Charo.

"-¡Ay, pero qué tarde se hizo! – la muy zorra- ¡cómo oscurece tan temprano...Pololo, ¿no me cruza hasta la casa? Ya queda poco para que llegue el gallego y usted tome el relevo...

-"Sí, Pololo, acompaña a la Negra, al menos a la entrada que con tanto arbusto no se ve nada – sugiere doña Charo, asomándose a la ventana y encendiendo la luz del jardín- y su casa esta a oscuras, Negra. ¿Cristina habrá salido?

-"No sé, Charo – en un hilillo de voz como de muchachita temerosa- a mí no me dijo que fuese a algún lado. ¡Esa chiquilina es tan rara!

Cruzan los dos, ella muy modosa de brazos cruzados sobre el voluminoso busto, entran al jardín de Castro; en efecto, es una boca de lobo. Él pasa, tal vez haya un caco escondido en algún rincón de la casa a oscuras y debe proteger a la esposa de su patrón...

Pero apenas traspuesto el umbral ella cierra la puerta con llave y seguro interior. Se le prende a la boca aún sin cepillar después del mate y la rosca de chicharrones, se apodera del bulto de Pololo; la otra mano le toma una nalga y lo atrae hacia ella; él con una mano le saca definitivamente la inquieta teta libertaria del escote; con dos dedos de la otra se introduce por la falda levantada en su concha húmeda y velluda.

Prendido como una lapa ella lo arrastra al lecho conyugal, se desprende, lo despoja. Lo único que tiene puesto es ese vestido oscuro que se saca a tirones, se abalanza y traga golosa la pija ya encaramada y dispuesta del vecino, la saborea, la golpea sobre sus mejillas, sobre los labios ávidos. Mama desesperada, famélica y en silencio con las luces apagadas; la deja apenas para subirse a horcajadas, ponérsela de un solo golpe, hundírsela y cabalgar ella misma como posesa. El la desplaza, la voltea, mide apenas la distancia, se escupe la mano y mezcla los jugos de la concha con su saliva con la que le unta el culo, encamina, empuja, entra, hunde, saca, hunde, saca, aprieta con la diestra un pezón y ella le gime bajito...

El ruido de la llave en la puerta.

-"Mujer, ¿qué te has quedado dormida? Ábreme que vengo cagándome...

Pololo toma de apuro sus ropas esparcidas, se calza apenas sus alpargatas, no hay tiempo. Ella tendrá que abrir la puerta sin demora, pero en silencio le señala la puerta que da a la azotea, al "barbecué" que es la niña de los ojos de Castro. Asciende, en pelotas.

No hay tiempo que perder, mientras se pone el pantalón y la camisa siempre corriendo, salta el murete a la azotea contigua, la de don Clodomiro. De ahí a la de Fígoli, entre un ladrido de perros que presienten un intruso. Sigue saltando azoteas, hasta llegar a la calle trasera y salta al baldío.

Castro, que venía urgido, se mete de apuro en el cuarto de baño.

Ella acomoda la cama, alisa las sábanas deshechas en la supuesta siesta.

Pololo llega a la casa, jadeante. Se mete al baño a lavarse la poronga, un tanto amarilla de caquita. Doña Charo le anuncia:

-"¿Viste qué temprano llegó el gallego? No te va a dar el tiempo de comer si ya relevas ahora.

Desde adentro del baño, mientras se la seca con una toalla a cuadros, Pololo responde, aliviado en todos los sentidos:

-"No te preocupes, vieja. Ahora se me fue el hambre. En todo caso a media noche como algo en el bar La Vía."