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La obra

en Gays

A quince metros de la parada había un edificio en reformas. Era verano, y la calle estaba casi desierta a excepción de la mujer que esperaba su ómnibus con un chiquillo impaciente que preguntaba a cada momento cuándo regresarían a casa, que estaba aburrido.

Desde el primer piso del edificio, que sobresalía del vallado de protección, de pie en un balcón un hombre observaba la escena que se desarrollaba en la calle.

Noté que me había echado una mirada distraída y sonreído, quizá divertido con la impaciencia del muchachito. Casi en seguida, el ómnibus esperado por la señora se detuvo y ascendieron a él siempre entre protestas del chico.

Del mío ni señales aún.

Pero desde el balcón hubo una señal bien evidente: el hombre cabeceó en dirección al interior del edificio, como invitándome a acompañarle.

Al principio pensé que la semipenumbra de la calle me había jugado una mala pasada, pero cuando miré por segunda vez repitió el gesto y ya me quedó claro que su intención era firme.

Di una ojeada hacia el final de la calle para ver si no aparecía mi bus y otra para constatar que nadie me viera, y me dirigí hacia la entrada de la valla por donde entraba el personal. Miré hacia el balcón, el hombre no estaba allí, pensé haberme equivocado cuando de improviso abrió la puerta y le tuve a un metro, siempre sonriendo.

-¿Perdiste el “bondi” o esperabas otra cosa? – sugirió, haciéndose a un lado para que pudiese entrar.

-Espero el 147 – respondí – Siempre demora bastante a estas horas…

-Seguro – añadió – después de las doce hay menos frecuencia.

 

Ahí le observé con más detención. Era un cuarentón morocho, no muy alto, fuerte, con la barba un tanto crecida y olor a jabón de tocador.

-Vení, vamos al primer piso así charlamos.

Me precedió por una escalera sin pasamanos hasta uno de los departamentos, seguramente el mismo desde donde observaba el movimiento de la calle y donde en un rincón de la que sería la sala tenía una cama simple muy prolija en la que me invitó a sentarme.

-Linda noche, ¿no? – preguntó sacando un atado de cigarrillos que me ofreció y rehusé.

-Sí, muy agradable – contesté medio apocado y sonriendo a la espera de más señales.

-¿Tenés tiempo, o te esperan tus viejos? – continuó el sereno, que había calculado mi edad al toque –yo tenía diecisiete años a la sazón, y vivía con mis padres.

-No, no tengo horario fijo de llegada – dije con cierto orgullo – siempre que llegue, no hay ningún problema.

-Mejor, así podemos conocernos… ¿Hacés deportes? – preguntó señalando mis piernas, que se veían robustas en las bermudas de jean que llevaba puestas.

-Algo, no mucho – contesté esperando saber qué pretendía.

-Siempre te veo en esta parada, no es la primera vez.

-Estoy preparando un examen con unos compañeros de aquí, en la otra cuadra – expliqué – y acá tengo el “bondi” que me deja frente a casa.

-Ah, qué bien – añadió – entonces me podés hacer compañía un rato, así la noche se me hace más corta – dijo mientras apagaba la colilla en una lata de atún apoyada en una silla y sentándose a mi lado en la marinera.

El roce de su muslo fuerte contra el mío me agradó, y el olor a jabón que todo su cuerpo despedía mucho más. Pasó un brazo sonre mi espalda y me atrajo a él, buscando con la suya mi boca. Si bien no era yo muy experiente en aquellos días, entreabrí mis labios para facilitarle la entrada a su lengua ávida, un tanto amarga por el tabaco, pero nada desagradable.

-Mmmm… ¡Qué rica boquita tenés, guacho! – me dijo con una voz llena de deseo - ¡Las cositas que sabrás hacer con ella!

-No entiendo bien lo que querés decir – contesté un tanto avergonzado.

-Que tenés una boca hermosa con ganas de experimentar, nada más.

La mano apoyada sobre mi hombro se deslizó hacia mi tetilla, que acarició distraídamente con su pulgar grueso y calloso.

-¿Te gusta que te toque la tetita? Mirá cómo se endureció la mía – ofreció llevando mi mano a su pecho por encima de la camiseta sin mangas.

Sus tetillas estaban turgentes, empinadas, y se adivinaba una copiosa mata de vello pectoral bajo la tela delgada. Aprovechó para sacarse la camiseta, dejándome ver su tórax aventajado por el oficio de albañil.

-Podríamos estar más cómodos, ¿verdad? – insinuó poniéndose de pie para sacarse el short de futbol debajo del cual no había más ropa.

Me saqué la ropa un tanto cohibido, ya que no podía exhibir un cuerpo tan fibrado como el suyo. Fuera de mis piernas y mis nalgas firmes y apenas velludas, mi cuerpo no era tan excitante como el suyo. Comprensivo, retiró la lata de atún que usaba de cenicero indicando que allí podía dejar mi ropa.

Con una mano experta me tomó el pene, que se estaba despertando presa del deseo. Mi mano asió el suyo, grueso más que largo, rodeado de un vello oscuro y suave, que se encontraba ya bien erecto. Deslicé su prepucio hacia abajo extasiado, oprimiendo el tronco en toda su dureza antes de acariciar sus testículos que colgaban libres y poderosos apoyados en el borde de la cama.

-¿Te gusta mi verga? – preguntó el hombre, mirándome a los ojos – Es toda tuya, hacele lo que más quieras…

Me arrodillé a su lado y olí su vello púbico que parecía un matorral fragante, besando su glande antes de ponerlo en mi boca lo más que pude, pues su grosor me la llenaba por completo.

Un movimiento de su cadera me lo puso algo más adentro, provocándome una deliciosa sensación de ahogo que solucioné respirando hondamente por la nariz.

-Ay, ¡qué cosa más rica! – dijo el sereno, redoblando sus movimientos de pelvis.

-¿Te gusta? – pregunté sacándome el rabo de la boca por un instante.

-Hermoso, me encanta – dijo él, complacido mientras añadió – Echate sobre la cama, boca arriba.

Obedecí. El hombre se colocó encima a la inversa, con las piernas flexionadas. Me puso nuevamente la pija en la boca mientras con la suya engullía la mía, que se estremecía de placer rozándole la campanilla. No tan gruesa como la que yo degustaba, era sin embargo más larga, por lo que al comerla era capaz de producirle una arcada.

Estuvimos así un buen tiempo, mamándonos mutuamente mientras escuchábamos el ruido de los vehículos en la calle y nuestros propios jadeos.

-Avisame cuando vayas a acabar, yo estoy casi a punto – solicitó durante un mínimo descanso antes de volver a chupar.

-Casi me viene, y vos también, avisá – respondí retirando su poronga de mi boca, aunque deseaba continuar hasta el final.

-¡Ya! ¡Me voy! –alertó mientras un trallazo de esperma me llenaba la boca. Y no la retiré -seguí esperando por más, con la boca llena que me impedía avisarle mi turno- mientras tres o cuatro chorros más se abrían paso hacia mi laringe y mi verga en la suya se descargaba sin pausa.

Seguramente correspondiendo a mi gentileza para con su eyaculación, el albañil continuó comiendo la mía sin importarle mi explosión acompañada de estertores intensos producidos por la calentura.

Ambos nos tragamos todo, para después besarnos con la calma que sucede a las tormentas.

De una caja de debajo de su marinera sacó una toalla limpia y nos limpiamos los miembros sonde casi no quedaban rastros a cuenta de la abundante saliva.

-Fue lindo, ¿no? – me dijo sonriendo mientras me vestía y él encendía otro cigarrillo. Él se puso solo el short para acompañarme a la salida de la obra.

-Sí, fue fantástico – contesté – Pero ya se me hace tarde hoy.

-Cuando quieras… -me invitó una vez que se hubo cerciorado que yo también había disfrutado del fortuito encuentro.

Al salir del predio pude ver a mi ómnibus casi llegando a la parada, y solo corrí unos pocos metros para subirme a él. Casi vacío, me senté junto a una ventanilla que, semiabierta, permitía entrar el aire un tanto más fresco de la noche. Mientras viajaba volví a percibir el aroma del jabón que usaba el sereno de la obra, y recién entonces caí en cuenta que ni siquiera nos habíamos dicho nuestros nombres…

No importa – pensé sonriendo ante el recuerdo de la aventura- ya habrá ocasión de presentarnos, por lo pronto se conocen nuestras leches.