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El barrio y su gente (3)

en Hetero: Infidelidad

El barrio y su gente III

La mujer del carpintero.

Los fondos de la carpintería daban a mi patio. Más exactamente lo que era un amplio estar-cocina-comedor contiguo al taller. El carpintero, Tito, era un cuarentón buen mozo y robusto hijo de italianos que trabajaba en una fábrica de muebles artesanales muy conocida y cara, pero tenía montado en su casa un taller con las herramientas necesarias para trabajar fuera de hora. Estaba casado con Alba, una novia a la que había preñado en su juventud y con la ambas familias optaron por unir. Además del hijo "prematuro" Tito el carpintero, que parece haber usado diestramente su cepillo, le había hecho dos varones más, uno de mi edad más o menos, y una hembra pecosa y bella que era unos meses menos que yo. Pero Alba era, según los comentarios "sotto voce" disfrazados convenientemente frente a los menores, una casquivana insaciable. Como su modesta casa era continuamente acicalada con esmero ya que no trabajaba fuera, todo brillaba y en todo ponía adornos de –hoy lo pienso- dudoso gusto, hasta en la frente de su marido que tenía un aire a actor italiano entrado en carnes. Ella era decididamente fea, y lucía unas piernas muy blancas con gruesas várices, gafas de montura símil concha de cristales espesos y un cabello rubio oscuro siempre muy bien ordenado.

Cuando Tito estaba en casa todo el mundo lo sabía: un penetrante olor a cigarro de hoja –eran "Cadornas" o "Livornos" que se vendían por unidad en el café y bar de don Atilio Herrera- asolaba la casa, la cuadra, la zona toda...

Y se sentía en el radio la voz espléndida y gangosa de Gardel desgranando tangos.

Cuando no estaba, el olor que tomaba cuenta de la calle era de lejía, y la música era de boleros que en esa época hacían volar la imaginación de las mujeres. Los ruidos que escapaban por su ventana y desembocaban en mi patio, también eran muy otros.

Cuando Tito estaba, Alba le discutía por la escasa disponibilidad de su monedero alargado y negro, y él la insultaba repitiendo:

-"No te parecía poco cuando te traje aquí con el bombo lleno vaya uno saber de quién".

Injusto. Su hijo mayor era- es hoy mucho más- un calco, un clon de aquel semiitaliano gordote y retacón de facciones más que correctas, bellas. Y aseguro a quien quiera creerme que los otros tres también han heredado esas nobles facciones del padre, porque como dije, Alba no era bella. Bellos eran su carcajada y su humor cotidiano, su simpatía que se expandía en ausencia del carpintero, como si fuese un pajarito que percibiese abierta de par en par la puerta de su jaula.

Normalmente los reproches que iban y venían terminaban en ayes. Pero eran claramente ayes gozosos, lúdicos. Enviaban a sus hijos al club del barrio "Ya los llamaremos a la hora de la cena" y ellos, obedientes, salían, dejando a la pareja hacer las paces entre grititos entrecortados como:

-"¿Te gusta, mamita?" "¡Ay, sí, dame más!" u otros por el estilo.

Como era tal el escandalete mi madre nos obligaba a entrar a la casa "porque está cayendo el sereno" u otra excusa por el estilo.

Y cerraba la puerta y trancaba la ventana para evitar, inútilmente, el grito último que se podía escuchar hasta del club a una cuadra, cuando ambos juntos recuperaban la sintonía y olvidaban las diferencias...

Pero claro, Alba necesitaba más que aquellos amores corolario del insulto. Era una mujer que escuchaba boleros, se deshacía en romanticismos y tenía una voz preciosa y clara que de haber educado convenientemente le hubiese llevado por otras sendas, quién sabe.

Frente a la carpintería vivían en una casa, que para mí a los ocho o nueve era el summum de lo fantástico, por el mobiliario, el tocadiscos de manivela y el fondo de parras y glicinas, tres hermanos solteros: Chita, Laura y Chelo. Los tres habían nacido en esa casa y allí crecido y madurado; Chelo era amigo de infancia y adolescencia de Tito y cuando el obligado casamiento fue padrino en la iglesia y también del hijo mayor.

Por tanto, la familiaridad de Chelo con el carpintero, su mujer y su prole era grande.

Sin embargo, en algún momento, o Chelo se dio cuenta de las románticas necesidades de Alba o ella tomó conciencia que los hombres de estatura corta tienen fama de muy armados, y quiso verificar por sí misma.

Durante un tiempo los ayes y frases calentonas pudieron escucharse en la tarde, con olor a lavandina y fondo de "Los Panchos"...

-"¡Ay, pero qué cosita tan rica!" –decía ella

-"Dale una buena mamadita, mi vida, que me pone muy feliz"- pedía él.

-"Mmmm....qué saborcito a macho fuerte tiene esa verga"- ella lo alababa.

-"Pero, ¿te la vas a comer todita? ¿No le vas a dejar ni un poquito para la cotorrita?- zonzeaba él.

-"Sí, mi burrito, claro que sí...chuik, chuik...pero quiero triplete, en la boquita, en la conchita y en el ojete que tengo abierto y desesperado"

-"Ah, que angurrienta mi potranquita...papito va a darle todo lo que la nena quiera."

Y los gritos eran desaforados, indiscretos, despertaban la modorra de las siestas, se deslizaban entre los toldos y recorrían las enredaderas serpenteando con su mágica carga de lujuria y ritmo, sorprendían a los cantantes de boleros que desde la radio querían escuchar y opinar sobre el amor como si el amor no pudiese ser hecho sin sus recetas.

Es posible que esos gritos diarios de la siesta interrumpieran a alguna vecina envidiosa su radioteatro predilecto. O que hubiese muchas candidatas para el burrito y este solo daba tranca a su yeguita Alba.

Lo cierto es que una tarde se armó la gorda. Precedido por el aroma áspero de su Cadorna o Livorno, el carpintero entró en su estar cocina sorprendiendo entre boleros las tiernas frases de los amantes.

-"Chelo, ¡afuera!"- rugió el cornudo carpintero- "esto es entre ella y yo"

Tras un breve silencio que seguramente era el ocupado por Chelo para vestir de nuevo su ropa civil pues estaría con su uniforme de trabajo, el radio se apagó violentamente.

-"¡Puta, arrastrada, oveja! ¿Así que no te basta con la mía que me la tienes destrozada a conchazos y mordiscones que ahora te dedicas a cogerte a mis amigos? ¡Desvergonzada! ¡Cuánta razón tenía mi finada madre que me advertía que si me la habías dado a mí antes de casarnos se la podías dar a cualquiera!

Ella callaba. Sollozaba apenas.

-"¡Dime algo que me convenza!- gritaba Tito- ¿No te doy hasta que digas basta? ¿No trabajo como un burro para que no te falte nada? ¿Qué te falta, dime, si hasta la pija tengo llena de callos por el trato que le das? Contesta, ¡zorra!

Ruido de bofetones, silencio de parte de Alba.

-"¿Quieres más? Toma, toma. – más cachetazos en la muda bolerista amateur.

-"¿Así que te gusta humillarme como si yo no fuera un buen macho? Yo te voy a mostrar lo que es un buen macho...

Silencios...Encendido del radio...las estaciones van pasando rápidamente hasta llegar a la audición de tangos. La voz de Gardel irrumpe como sabiendo lo sucedido:

"Percanta que me amuraste en lo mejor de mi vida..."

Ayes.

-"¿Ves lo que es un buen macho?

-"-Sí, mi negro, dame más fuerte, déjame sentirme lleno el fondo".

-"¿La sientes toda bien rica adentro?

-"Ay, si, papito, como nunca...cómo me gusta que me partas al medio con esa pija increíble---

Gardel sigue cantando, el aire se llena de humo de tabaco y grititos. Una hora después –que aquí no ha pasado nada, vamos- del brazo muy juntitos, Alba y Tito van al almacén del armenio Herutiún a hacer la compra.

Por dos o tres semanas nadie ve a Chelo por el barrio. Pero un día que a mi padre se le habían terminado sus cigarrillos voy a comprárselos a la cantina del club. En la mesa de billar, jugando una partida y compartiendo una botella de litro de cerveza en dos vasos enfriados previamente, palméandose como amigos y socios que eran en la infancia y en la pasión, Tito y Chelo, que me saludaron con la frase de costumbre:

-"¿Qué hay, guri?"