CECILIA
Cecilia tenía los ojos verdes y un nombre cálido que sonaba a
música. Las manos pequeñas, los labios morados, la piel tostada y el pelo largo.
Cecilia era la chica que trastornaba mis sueños cada noche con su voz de campana
de plata, su risa escandalosa y su presencia inquietante. A veces, la observaba
desde un rincón oscuro, sin que ella reparase en mi presencia. Cecilia, era, en
suma, un ángel caído del cielo.
Mi novia de entonces, Clara, tenía una sonrisa perfecta, una mirada penetrante y
unas manos sabias y experimentadas. Era la chica más popular del grupo, con su
pelo rubio y sus ojos azules que robaban el brillo al cielo. Clara era sincera,
despreocupada, sensual, serena, tibia y hermosa, ¿por qué negarlo? Clara era el
eco de la risa de algún dios perdido. La llama jamás extinta de alguna
fulgurante estrella.
Solo que Clara no era Cecilia... y Cecilia no era Clara.
A veces deseaba que Clara fuese Cecilia, que fuesen sus labios lo que tocaran
los míos, sus manos las que jugaran a recorrer mi cuerpo, su aliento el que
tocaba mi cuello, su voz la que gemía en mi oído. Yo sabía que eso no estaba
bien, quería a Clara y no era justo para ella, aunque no se lo dijera. Sí, me
decía, es normal fantasear con otras chicas. Pero la voz de mi cabeza me repetía
constantemente que aquello era una forma de engañarla y que si se enteraba, el
dolor sería tan abrupto y fuerte que jamás sería la misma. Porque Clara era
sensible y romántica, mimosa e infantil, y sus ideas, sobre el amor eran tan
complicadas como sencillas. La sola idea de hacerla sufrir producía en mí un
dolor que me golpeaba sin compasión en el pecho.
Un día mi relación con Clara estalló como un jarrón de cristal al golpearse
violentamente contra el suelo. No hubo una señal anterior, ni un discreto
indicio de que se acabaría. Simplemente llegó el fin y traía un sabor amargo y
ácido a derrota, a dolor, a desengaño, a palabras mal pronunciadas, a teléfonos
que suenan incansables y que nadie corta, a cenizas del tabaco que volaban del
balcón. Los días se escurrieron del calendario tras los silencios de Clara y las
palabras que se atropellaban en mi cabeza y mi garganta.
Decidí que mi vida no podría detenerse entonces, busqué una salida y la encontré
en el portal de la casa de Cecilia de la forma más absurda que podría imaginar.
Había caminado un rato por el barrio, mi cabeza volaba una y mil veces a Clara.
Veía su pelo meciéndose en el aire, sus manos moviéndose al hablar, su sonrisa
en la sonrisa de los niños, su voz escandalosamente reproducida por el viento
que ululaba entre los árboles. Hastiado, cansado ya de las imàgenes sin fin que
producìa mi mente, me sentè en un escalòn y dejè pasar las horas obligándome a
olvidar los recuerdos que querìa recordar. Entonces noté unos ojos que me
miraban, verde oliva, en un rostro moreno y una voz de campana que me susurraba
palabras que mi mente desordenaba constantemente.
Cecilia. Por primera vez en mucho tiempo, ella estaba a mi lado y me sonreía con
esos labios que siempre había soñado. Su boca se dilataba y la sonrisa alcanzaba
sus ojos. Ella. A mi lado.
La miré largo rato en silencio, notando su hombro junto al mío, el olor de su
cuerpo suave, su piel sedosa rozando apenas la mía. Era real, aunque parecía a
punto de echar a volar. Cecilia me sonreía y se miraba las uñas de cuando en
cuando, parecía tan lejana y a la vez estaba tan cercana, que tenía la sensación
de que despertaría de un sueño cualquiera, y ella ya no estaría ahí.
Sin decir nada, tomé su mano y la apreté con fuerza. Una parte de mí necesitaba
saber que era real, que estaba sentada a mi lado y que el olor de su cuerpo no
desaparecería de golpe, como siempre se evadía de mis sueños. Anhelaba y ansiaba
el creer en aquel espejismo, aunque más no fuese un placebo que me mantuviera
unos segundos más con vida.
Cecilia permitió que su mano quedase encerrada en la mía, y poco a poco, sin
saber muy bien cómo, nuestros dedos se entrelazaron. Me sentía en paz de nuevo,
y le devolví la sonrisa. Ella se inclinó sobre mí y me besó suavemente al
principio, con pasión unos minutos después. Mis labios se abrieron dejando paso
a su lengua fresca que jugaba con la mía. Sus manos, acercaron más mi cara y
recorrieron mi cuello y mi pelo en caricias que alborotaban mis ideas.
Se separó un segundo y me sentí como un niño al que le arrebatan un juguete, o
mejor, el juguete favorito. Pero ella solo sonreía y poniéndose de pie, tiró de
mí hacia el portal de su casa. Me dejé llevar, era algo que había soñado tantas
veces, ni siquiera podía pensar que estaba haciendo.
Cecilia me apoyó contra la pared y se acercó sinuosa, mientras sus manos
recorrían mi cuerpo con ansia. Sus labios chocaron con los míos de nuevo, con
fuerza desde el principio, mientras sus manos, se deslizaban por debajo de mi
camiseta. Cecilia se movía como un gato, y yo entendí que era parte de su juego,
pero ella no sabía que ese era mi juego favorito. La lengua de Cecilia volvió a
invadir mi boca. Subió su pierna, morena y suave mientras me agarraba por el
cuello y susurró a mi oído. Realmente no escuché lo que decía, su cuerpo y sus
modos lo decían todo por ella. La aparté despacio y tomándola por la cintura, la
recosté en el suelo. Podía oír el ruido de la calle y a algunos vecinos
moviéndose en sus casas. Sobre todo podía escuchar la música, una melodía que mi
mente reconocía pero que no venía de ninguna parte, salvo de ella. Era un ritmo
cálido que se aceleraba vertiginosamente. La música era Cecilia y Cecilia era
todo.
Deslicé su falda hacia arriba por las caderas poderosas y tiznadas de color
oscuro, mientras sus manos me buscaban como solo una virgen sabe hacer. Me
agaché sobre ella dejando las bragas blancas y diminutas en sus tobillos tensos;
le di un beso adentrándome en el abismo de sus labios vaginales, mientras
soplaba suavemente su clítoris con la nariz. Me moví un poco, mi lengua jugó con
su clítoris en círculos suaves y despacio, al principio, un poco más rápido
después. Cecilia se mordía el labio inferior, mientras la música sonaba en mi
cabeza y veía su cuerpo moverse en pequeños espasmos de placer. Me levanté un
poco e intenté quitarle la camiseta, pero Cecilia sacudió la cabeza y comprendí
que no quería quedar desnuda en el portal. Sus manos guiaron a las mías y
levantamos la camiseta enrollándola en el cuello, junto con el sujetador.
Descubrí dos pechos morenos con los pezones casi morados, que se erguían duros.
Abrí la boca, como un niño que busca alimento y me aferré a ellos mientras las
manos de Cecilia bajaban la cremallera de mis pantalones y buscaban mi pene
erecto que palpitaba, ansioso, Cecilia me buscaba con movimientos de sus
caderas, estaba realmente excitada.
Sonreí a la chica que me miraba y empecé a lamerla desde los pechos hacia las
piernas, deteniéndome un momento en su ombligo. Bajé por sus piernas morenas y
subí de nuevo despacio hasta que mis labios y mi lengua sintieron su sexo
palpitando. Besé su clítoris y pasé la lengua haciendo círculos. Cecilia se
revolvía, cuando mi lengua entró en su vagina que estaba húmeda y cálida.
Recuerdo como se deslizó debajo de mí, sus labios tocaron mi miembro y después
se abrieron suavemente. Su lengua jugaba conmigo, mientras sus pezones tocaban
mis pantalones produciendo un fru-fru suave que se unía con perfección a la
música. Mi pene entraba y salía de su boca, a veces notaba como lo besaba y le
susurraba palabras. Ella siempre susurraba. Era parte de su magia.
La empujé despacio para acostarla sobre el suelo y mis manos recorrieron el
surco entre sus piernas, mientras mis labios retomaban sus pezones duros. Con la
mano, agarré mi pene y lo restregué por entre sus piernas, acariciando
suavemente con la otra mano sus pechos turgentes. Ella abrió separó un poco más
sus rodillas, dejando que comprobase que estaba húmeda. Gimió al notar como mi
pene y mi dedo se introducían a la vez en ella. Apartó mi mano, y su dedo
penetró conmigo en el rincón mojado y cálido que me mostraba. Cecilia mordía mis
manos, suavemente como la melodía de algún apático compositor.
Sus manos se alzaron para tirar de mi. Me eché sobre ella y nuestros labios se
encontraron como si llevaran años buscándose. El ritmo de la canción aumentaba
frenético mientras nuestros cuerpos bailaban uno sobre el otro. Entraba y salía
de ella mientras el placer me llenaba y ella gemía suavemente. Cecilia me empujó
a un lado y se sentó sobre mí. Mis manos amasaron sus pechos mientras ella se
movía con fuerza y velocidad sobre mí. Estaba apunto de correrme cuando ella se
retiró despacio y tomó mi pene entre las manos para llevárselo a la boca.
Cecilia se movía y su lengua giraba. Lamió mi glande con su lengua de hielo,
absorbiendo el semen, atrapándolo como si fuese un tesoro que quisiera
conservar. El placer me recorrió llenando su boca. La música se silenció.
Se separó de mí despacio y sonriendo, se subió las braguitas y colocó la falda
en su sitio. Mis ojos se despidieron de sus pechos y los cubrió con cuidado. Aun
sonreía cuando corrió escaleras arriba.
Me levanté despacio y confuso. Regresé a casa y me tumbé en la cama, recordando
cada detalle. Busqué a Cecilia cada día durante un mes, paseé cerca de su casa,
busqué su mirada en las calles, pero había volado.
Abrumado y sin rumbo, me preguntaba sin cesar cuán real había
sido aquello. De vez en cuando escuchaba en el viento una canción, la que sólo
Cecilia hacía sonar y me parecía aún sentir sus gemidos y sus manos recorriendo
con ansias mi cuerpo. Más todo era sólo un engaño de mi ingenua menté,
resistiéndose a olvidarla.
Un mes después Clara volvió a mí, tras conversaciones duras y palabras
acalladas. Llevamos juntos casi tres años. Ella es feliz, y yo me alegro de
tenerla cerca, porque entendí que era la mujer de mi vida. Decidí no contarle
nada de lo que había pasado mientras ella perdía peso y lloraba cada noche.
Clara me entrega su corazón con una sonrisa, lo da todo en un segundo por mi
felicidad.
Quizás algún bello amanecer pueda despertar y saber que conmigo no sòlo està la
mejor mujer que puedo tener, sino la que me diò un anticipo de un amor inmenso
jamàs entregado, Cecilia. Puede que eso jamàs ocurra y deba conformarme a ser el
dueño de una gema valiosìsima que nada sabe de cristales y sòlo la mira con
desdèn.
A veces pienso en Cecilia y escucho una música imposible en mi cabeza, noto una punzada de dolor cuando Clara está a mi lado y no es ella. Pienso en Cecilia sonriendo y Clara me mira, sonríe como un ángel, y yo pienso en que le hago daño sin evitarlo, pienso en olvidar a Cecilia y poder sonreír sinceramente a Clara. Me concentro en el pelo rubio, los ojos azules, las miradas tibias y serenas, pienso en su rostro de sueño imposible, en sus manos suaves y sus curvas queridas, pero es que... ella nunca será Cecilia.
Aquí lo prometido, una versión revisada de un relato ya casi antiguo. Si la segunda parte me conforma, probablemente vea la luz pública.