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Querida mía...

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Querida mía:

No puedes imaginarte la sensación de felicidad que me invade cuando leo tus cartas, como vuelven a mi memoria hechos, palabras y sensaciones de nuestra vida que creía totalmente olvidados. Esta mañana, mientras esperaba impacientemente que llegase la hora de volver a hacerte compañía, me ha venido a la cabeza, después de mucho tiempo, la primera vez que te vi.

¿Te acuerdas? Era por la tarde, la hora del paseo, cuando la luz del sol ya no podía alcanzar el suelo y tenía que conformarse con rondar por los tejados, como yo tenía que conformarme con mirarte de lejos; tu familia había ganado la guerra, la mía la había perdido, y entonces eso era muy importante. Tenías 17 años y eras la cosita más bonita de la tierra; yo miraba tu cuerpo, apenas marcado por las holgadas ropas y tu cara ¡!señor que cara!! Los ojos negros y profundos, la frente alta y orgullosa, las mejillas frescas y sonrosadas, la nariz fina y debajo los labios más maravillosos del mundo. Te diste cuenta de cómo te miraba e hiciste un mohín de desprecio pero luego, de reojo, mirabas a ver si te miraba. Y tanto mirábamos los dos que contra viento y marea conseguimos hablarnos y pasado el tiempo empezar a salir juntos, eso sí, encontrándonos por casualidad en el paseo.

Y puedo recordar, desde que tus cartas me han dado ánimo para ello, la primera vez que te hice feliz, ya sabes a que me refiero. Era una cálida tarde de primavera, a primeros de Junio; habíamos estado de paseo cuando, ya oscuro, esperábamos en el portal de tu casa a que tu madre te llamase. Nos besamos, como otras veces nos habíamos besado, pero me pareció notar más pasión en tus labios, más ardor en tus besos; te acaricié los pechos notando a través de la blusa y el sostén como se te endurecían los pezones. No separaste nuestras bocas para decirme "estate quieto, Juan" como hacías siempre, suspiraste profundamente y supe que esa era la señal de que podía continuar; luego, cuando mi mano descendió hasta tus caderas para acariciarte las redondas nalgas, murmuraste un "no seas sinvergüenza" que me excito como si fueran banderillas negras.

Te mantuviste abrazada a mi cuello cuando subí a puñados la tela de tu falda y cuando mi mano desnuda tocó tus muslos desnudos y sentí el estremecimiento de tu cuerpo creí volverme loco de alegría; desde luego ignoré tu "ya está bien, quita la mano" y trepé, tocando, apretando y acariciando las preciosas columnas, buscando el punto donde se unían y cuando alcancé la cálida gruta y dijiste "no, no, ahí no" yo sabía que era un "sí, sí, estoy deseando". Mi mano inexperta te acariciaba y tú suspirabas en mi oído; después mis dedos encontraron un lugar donde las caricias parecían proporcionarte más placer y tus suspiros se convirtieron en gemidos y tus brazos parecieron querer ahogarme; luego tu cuerpo se tensó como el mejor de los aceros, tus gemidos alcanzaron la cima y se rompieron en nerviosos sollozos; murmuraste un "!cuanto te quiero!" y yo fui el más feliz de los hombres.

No quiero negarte que he pasado una temporada mala, muy mala; cuando me quedé solo perdí toda la gana de vivir, porque ¿para qué vivir sin ti?. Ya sabes que yo no creo en la otra vida y todo eso, lo de la religión, Dios y los santos es cosa tuya, nunca ha ido conmigo; pero ahora, debido a tus cartas, me asalta la duda, pero no la duda que conturba el espíritu y altera la mente, sino una duda que da esperanza, ganas de vivir e incluso alegría. Sí, ya sé que te sonará raro, pero es muy sencillo: si tú estás en un lugar, sea cielo o lo que sea, desde el que puedes contestar a mis cartas, ¿no podría ir yo también a ese sitio y estar juntos otra vez? Esa posibilidad, aunque sea remota, ha apartado de mi mente la idea de quitarme la vida. Sí, lo había pensado, ya sabes que no te miento; lo había pensado muy seriamente; pero ya no, ahora tengo la ilusión de hacerte compañía, de estar juntos, de leer tus cartas.


Quiero decirte que no sufras ni te disculpes si no te acuerdas de algunas cosas que te digo, es lo normal: hasta hace poco yo tampoco recordaba muchas cosas que ahora regresan a mi mente como si hubiesen ocurrido ayer. En este momento vuelvo recordar con toda claridad aquella tarde en el pajar de tu casa, aquella tarde en que me hiciste "eso"por primera vez. A los dos nos gustaba disfrutar, y disfrutábamos sin llegar al final, tú tenías mucho miedo de quedarte embarazada ¡por cierto!, los chicos están muy bien; hace unos meses que no los veo, ya sabes las prisas y el estrés de la vida moderna, pero llaman muchas veces por teléfono, la lástima es que siempre coincide que no puedo ponerme, pero la señora Ricarda, la Directora de la Residencia, que es una santa, toma nota de todo lo que preguntan de mí, de si como o no como, si me encuentro bien y todo eso, tanto ellos como los peques, y luego me lo cuenta con todo lujo de detalles.

Perdona si la letra no es muy clara, el escribir así, apoyado en las rodillas, hace que me tiemble el pulso; ya sé que podía escribir cómodamente en la Residencia y luego traerte la carta, pero aquí estoy más cerca de ti y se me ocurren más cosas que contarte, aunque a veces veo a ese pobre deforme que ayuda al enterrador vagando por aquí, como si espiase y eso me pone nervioso.
¡Ay! se me ha ido el santo al cielo; te recordaba aquella tarde en el pajar, cuando estábamos tocándonos, acariciándonos, gozándonos mutuamente y tú me dijiste algo al oído, algo que no entendí. Yo había notado que ese día estabas ruborosa, exaltada, más excitada de lo normal, pero pensé que simplemente tenías más ganas que otras veces, y era así, aunque te costó contarme el porqué.
Con la cara hundida en mi pecho me dijiste que tu prima Lola, la que vivía en la Capital, os había contado que ella se lo hacía a su novio con la boca y que los dos disfrutaban mucho. Sólo de pensarlo estuve a punto de vaciarme, tanta fue la impresión. Desde luego te contesté que estaba desando probar y después ¡cosas de mujeres! tuve que convencerte para que me lo hicieses, tú que me lo habías propuesto a mí.
El placer fue muy intenso, pero corto: resistí poco rato. Mi recuerdo más profundo es lo hermosa que estabas, el rostro encendido por la pasión y la vergüenza, los pechos que se balanceaban al compás de los movimientos de tu cabeza, la grupa levantada...;y la expresión de tu cara: los ojos entrecerrados, el aliento jadeante, los labios húmedos y ardientes que te mojabas con la lengua de cuando en cuando; sentí que estabas disfrutando tanto como yo. Mi inexperiencia motivó que no te avisase y me derramase en tu boca y la tuya hizo que te atragantases y tosieses; creí que nunca querrías volver a hacerlo pero afortunadamente me equivoqué, te gustó esa vez y te ha gustado siempre. Éramos tan ignorantes que continué haciéndote disfrutar con la mano sin ocurrírsenos hasta mucho después que yo también podía darte placer con la boca.

Pero lo hicimos otras veces, muchas veces durante muchos años y gozamos el uno del otro, ¿verdad, cariño? Hay otras cosas que quizá no resalten tanto en la memoria pero que acuden ahora a mi cabeza porque llenaron mi vida, y espero que la tuya también, de felicidad: esas largas tardes de invierno al amor de la estufa, con los niños jugando y nosotros haciendo cualquier cosa pero sobre todo disfrutando de nuestra compañía; los largos paseos de primavera, incluso los duros días de trabajo, siempre gozando de tu presencia en mi vida y de mi amor y mi deseo hacia ti. Desde el primer hasta el último día de nuestra vida en común.

Porque lo que son los caprichos de la memoria, o quizá del amor: no recuerdo que hallas envejecido. Sé que con el tiempo tu hermosa piel perdería brillo, que tus prietas carnes se aflojarían, que tus gráciles movimientos perderían agilidad, pero cuando pienso en ti te encuentro siempre tan atractiva, deseable y seductora como el día en que te conocí ¿qué chocheo, dices? es fácil, pero bendito chocheo que hace que mi amor por ti perdure mientras mi cerebro sea capaz de recordar, que mi corazón me diga que un día podemos volver a estar juntos.

Bueno, se hace tarde, ya sabes que me cuesta bastante rato llegar a la Residencia; el sábado que viene volveré para hacerte compañía un rato y escribirte; espero con ansiedad que tú también puedas escribirme y contarme muchas cosas.

Te quiero.

JUAN



El anciano plegó la carta y la introdujo en un sobre, metió el papel sobrante en la carpeta y la cerró con las gomas, se puso dificultosamente en pie y miró en todas direcciones, se inclinó e introdujo el sobre en una rendija de la tumba sobre la que había estado sentado, dejándola oculta a la vista, después, lentamente, se alejó por la avenida del cementerio; algo debió acudir a su memoria porque de improviso una amplia sonrisa iluminó su rostro.


Salió del lugar desde el que había espiado al anciano y se acercó a la tumba; andaba con dificultad ya que la poliomielitis le había dejado una pierna más corta que la otra, la columna vertebral torcida y un rictus que torcía la parte derecha de su rostro; comprobó que no había nadie en los alrededores, luego se inclinó y sacó el sobre de su escondite y lo metió en el bolsillo interior de la raída chaqueta.
Mirando hacia todos lados para evitar cruzarse con nadie llegó a la caseta del enterrador y entro en ella; se sentó a la mesa, sacó la carta y empezó a leerla; cuando termino se secó las lágrimas que inundaban sus límpidos ojos azules, sacó papel y empezó a escribir:

Juan, amor mío.....