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La madrastra del horror

en Sadomaso

La pérdida de mamá fue irreparable. Murió cuando yo empezaba a ser mujer, cuando sus consejos maternales eran importantes para mí. Vi a mi padre triste al enviudar y fui yo la primera, tras los meses del duelo, en intentar convencerle de que sería bueno para él encontrar a una nueva compañera, a una pareja sentimental. Mi padre era reacio a ello y decía que con tenerme a mi a su lado le bastaba, pero insistí tanto que al final a duras penas le convencí, y ese puede que haya sido el gran error de mi vida.

Mi padre, que aún no había cumplido los sesenta, conoció a Mercedes en un centro de ocio para mayores: bingo, bailes de salón, excursiones, etc. Desde un primer momento aquella señora me dio una impresión negativa –por altanera, estirada, repelente y atisbos de autoritarismo que se confirmaron en breve plazo- y desde un primer momento advertí que mi padre había caído bajo su influencia y que el hombre que fue quedó anulado. Un mal presentimiento anidó en mí y supe más que intuí que Mercedes acabaría siendo mi madrastra. No pasaron ni tres meses desde que mi padre la conoció que mis nefastos augurios se cumplieron. Intenté convencer a mi padre de que retrocediese, pero fue tarde y fue otro error porque la nueva señora de la casa acabó sabiendo de mi maniobra de querer torcer aquel destino, a la postre trágico, y acabó tomando represalias.

La primera medida que tomó al llegar a la casa fue la de hacer retirar y quemar a mi padre todos los retratos de mi difunta madre. Yo protesté, pero mi padre me reprendió diciendo que había que obedecer a Mercedes, que ya era la única madre a la que yo había de venerar. Mi padre ya no era el mismo de antes.

Por entonces conocí a un chico en el instituto y recuerdo la primera cita. Salí con él un sábado y de vuelta me acompañó a casa. Era tarde, más de las doce y se despidió de mí besándome en los labios. Fue emocionante, era la primera vez que besaba a un chico y entré a casa en una nube, con el corazón henchido de emoción; pero esa sensación tan dulce se convirtió en algo amargo cuando al traspasar el umbral encontré a Mercedes esperándome con gesto adusto y a mi padre junto a ella, con la vista en el suelo, pero en un segundo plano.

- ¿Qué horas son estas de venir jovencita? –preguntó mi madrastra.

- He estado con unas amigas –mentí.

- Con que unas amigas ¿eh? Y ese chico que había besándote en la puerta ¿quién era? –me interrogó capciosamente.

Mi padre permanecía mudo y aunque yo esperase de él una reacción a mi favor, ésta no se produjo. Mercedes me espió desde la ventana y vio como aquel chico y yo nos besábamos.

- Eres una chica mala –dijo mi madrastra- y necesitas aprender una lección.

- Papá, pero ¿qué dice esta loca? –exclamé dirigiéndome a mi padre.

Esas palabras hicieron reaccionar a Mercedes, que me dio una bofetada, según ella por mi osadía verbal. Ahí empezaron mis problemas con ella verdaderamente. Lo que hasta entonces había sido un trato frío y distante, pasó a ser una auténtica cárcel psicológica. Esa misma noche ya recibí el primer castigo físico, humillante y degradante; ella era la encargada de darme los golpes, las nalgadas; ella era el verdugo y mi padre su cómplice silencioso, incapaz de soltar mis brazos para sujetarme si me vio llorar.

Todo aquello ocurrió a lo largo de un año y medio. Acabé por comprender que yo no era más que un objeto sexual para ellos y que el tormento al que me sometían les excitaba extremadamente. Mientras ella castigaba mis carnes desnuda me llamaba de todas las formas imaginables y con aquel lenguaje tan obsceno –puta, zorra, furcia, ramera, buscona, chupapollas, mamona…-. Mi padre se llevaba otra parte humillante del trato, porque a veces su querida esposa le hacía vestir con ropa de mujer y supongo que en la intimidad de su dormitorio ocurrirían cosas para mí difíciles de imaginar. Nunca se atrevieron a más, me refiero a violarme o abusar sexualmente de mí de cualquier otro modo. Al menos no llegaron a ello en el transcurso de aquellos meses o yo no les di la oportunidad, porque me marché de casa.

Me hubiese gustado irme con mi novio del instituto pero por aquel entonces nos hubiese costado mucho llevar una vida emancipada e independiente. Fui más práctica y me casé con un hombre mayor que yo, viudo y con hijos. ¡Qué ironía! Se repetía la historia. Sin embargo yo siempre los he querido y los he tratado bien, por eso ellos también me aman a mí. He de contar no obstante que aún sueño con el trato que me dio mi madrastra, de la que no supe jamás; aún me veo desnuda ante ella y aún siento sus azotes en mi culo y sus pellizcos en mis tetas y pezones.

Félix, mi marido, siempre me ha tratado bien y delicadamente, y así es como concibo yo el amor y su proyección en el sexo. Sin embargo en una ocasión, en una excepcional ocasión, llegó a casa algo enfurecido por no se qué problema en el trabajo, además había tomado un par de copas de coñac. Me obligó a follar y me lo hizo con rudeza, forzándome casi, llamándome puta, causándome daño… Nunca he experimentado un orgasmo más dulce y brutal.